UNA LECTURA HETERODOXA
DE FRAY LUIS DE GRANADA
Y EL HUMANISMO SOLIDARIO
(Esta reflexión se ha publicado en los números 21-22 (febrero
2015) de la revista de literatura EntreRíos
que dirigen Mariluz Escribano y Remedios Sánchez)
F. MORALES LOMAS
Hace un tiempo me comprometí a escribir sobre Fray Luis de Granada, el
más grande de los oradores sagrados que ha conocido España y best-seller del siglo de oro con su Libro de la oración[i].
Y algunos dirán: ¿cómo una persona agnóstica como usted se decide a escribir
en el momento actual sobre alguien como Fray Luis de Granada, uno de los
intelectuales más importantes de la España del siglo XVI, defensor de ideas tan
doctrinarias aunque amenazado por la Inquisición? ¿Qué hace una oveja
descarriada interpretando a un sabio del clasicismo español del Cinquecento?
¿Qué puede aportar, si acaso, fray Luis de Granada al no creyente, al agnóstico
o simplemente al cristiano?
Siempre existe una intrahistoria (en palabras de Unamuno) en cualquier
toma de decisiones importante que se lleve a la práctica en la vida. Y, como
era de esperar, también en esta.
FRAY LUIS DE GRANADA
La decisión tiene mucho que ver con la memoria, los sentimientos y los
afectos… y hay que incardinarla en una vuelta al pasado. Quiero decir que al
pensar en Fray Luis de Granada, de pronto la adolescencia ha aparecido en mí
con su rubor de antaño, con su osadía y con su cielo conquistado, ganado o
definitivamente perdido. Les estoy hablando de los últimos años del franquismo,
los cursos 1971-1972 y 1972-1973. Por entonces España estaba hecha unos zorros
(casi como ahora) y algunos andábamos contemplando las boqueadas de un régimen
dictatorial que se tambaleaba en un misticismo egregio a pesar de los pecados
contra el sexto (cosas de la edad y la sangre) a los que teníamos que hacer
frente de continuo porque ya se sabe que “la cabra tira al monte”. ¡Y había
tantas cabras descarriadas entonces!
Digo yo que algo de aquel misticismo pródigo vendría por nuestra asistencia a las
clases de quinto y sexto de bachillerato en el Seminario Menor (o habría que
decir más propiamente el Instituto que como anejo había al mismo) y aquel aire
de luminosa presencia de los futuros curas de Granada que inundaban las aulas
de entonces. Algunos compañeros míos hoy ejercen su magisterio religioso,
aunque los años han creado una distante pátina en nuestros apegos.
Eran años de una eficaz quimera. Se vislumbraba la utopía. Sabíamos que
al dictador no le quedaba ya mucho resuello y la democracia estaba vecina. Sin
embargo, los jóvenes que entonces andábamos por los catorce años vivíamos aquel
misticismo especulador al que me refería. No en vano, vivíamos rodeados de
seminaristas y eran las aulas del seminario, sus instalaciones deportivas, su
biblioteca y su salón de actos los que nos servían de refugio y cerco a
nuestras vidas, de espacio dorado, que diría el poeta, donde razonar y sazonar
el tiempo.
Por entonces dirigía aquel centro una de las mejores personas que he
conocido en mi vida (no he conocido muchas, la verdad): Don Gaspar de la Chica
Cassinello. Un verdadero prócer de la cultura, catedrático de latín y más tarde
profesor de la Universidad granadina. Un mocoso como yo (¿qué son catorce años
si no?) hablaba con él como si fuera su amigo, me invitaba a ir a su casa (un
verdadero museo, pues no en vano, su afición era la arqueología) y charlábamos
de algo que en esa edad viene muy a propósito y está en la línea unamuniana de
la exsitencia: la búsqueda del sentido de las cosas, la trascendencia de lo
religioso, los límites que esto nos impone y la exploración de la verdad y la
libertad en un mundo hostil. Nosotros, a la vez que estábamos descubriendo la
sexualidad y a la mujer, también estábamos descubriendo el mundo. Y había
muchas cosas que nos atraían, muchas de ellas pecaminosas, porque ya se sabe
que el pecado ha ejercido siempre mucha atracción por su componente de
prohibición corrosiva. Y, por entonces, diezmado por las enseñanzas recibidas
había ocasiones que me sentía un pecador como la copa de un pino. No mucho
menos que la mayoría de los que ¡ahí! casi andábamos con pantalones cortos.
En mis ataques de misticismo (era asiduo a la misa y a oficiar de
ayudante cuando se apreciaba, casi monaguillo diría) buscaba libros que
aclararan mi existencia y ese mundo ruinoso que hallaba a mi alrededor. Miseria
por todas partes, egoísmo, hipocresía… Me estaba comenzando a dar cuenta de lo
que era el mundo y no me gustaba ni un ápice. Cuando podía, ayudaba en causas
perdidas: en organizaciones no gubernamentales que ayudaban a los necesitados y
a dar mi sabiduría (¿qué podía ofrecer un chico de catorce o quince años?) a
los que se hallaban todavía más faltos de ella que yo. Hacía lo que podía y
estaba comprometido con la causa de la humanidad. Esa palabra que suena tan
rimbombante y que ahora se ha puesto de moda, quizá porque hemos llegado a la
conclusión de que la globalización ya sí nos ha hecho a todos un poco más
hermanos y humanos.
La lectura también me servía de consuelo. Era el único consuelo ante
tanta soledad, desolación y aislamiento. Con frecuencia me acercaba por la
calle Elvira donde había una librería de viejo con el que me llevaba muy bien y
que, seguramente, era el mejor bibliófilo que había entonces por Granada. Allí
compré muchas obras: Crimen y Castigo,
El extranjero de Camus, poemas de
Garcilaso, novela negra… y, por supuesto, en ese arrebato místico-ascético al
que vengo aludiendo, la obra de la que quería hablarles: Guía de pecadores de Fray Luis de Granada[ii],
en una publicación de la Editorial Sopena de Argentina y en la colección Universo,
que llevaba fecha de edición de 1946. Libro que ejerció una gran seducción
entre los heterodoxos como el abate Marchena o Emilio Castelar. Todavía la
conservo como un regalo de época, igual que conservo todos aquellos libros que
fui comprando. Pero ya está deslucida, amarillenta, con ese color ocre que
ofrece la cultura cuando pasan los años por ella. Por entonces no había dinero
para comprar libros, pero había tomado la iniciativa de guardar en una hucha el
escaso estipendio que me daban mis padres para unas chucherías o para ir al
cine y así hacer una biblioteca de la adolescencia que ahora me llena de pasado
y nostalgia.
Guía de pecadores es un libro
que ayuda a vivir al que se considera cristiano, pero desde luego puede ayudar
(y mucho) al que sencillamente desea, como hoy se dice, “poner en valor” los
beneficios de eso que se llama humanidad compartida y humanismo solidario.
Desde luego que el sabio granadino nos ofrece las reglas del bien vivir
bajo la férula del cristianismo: de ahí la conversión del pecador con la
exaltación de la oración, la confesión y la comunión, pero sobre todo, y ahí
está lo que más me interesa: la perfección y la buena vida, que algunos
confunden con estar borrachos todo el día o bajo los efectos de esos menjunjes
que nos conducen por los paraísos artificiales de la idiocia.
Un pensamiento que está muy presente siempre en su obra es penetrar en el
interior de uno mismo y comprendernos, comprender el mundo que nos rodea si
previamente nos hemos conocido a nosotros mismos. El consejo de Sócrates parece
que está presente: conócete a ti mismo. Solo a partir de este momento, podremos
penetrar en el enigma de la humanidad y en el otro, el verdadero referente para
nosotros de eso que hemos dado en llamar “humanismo solidario”.
El concepto de muerte nos delimita el terreno (“eres hombre, sabes por
cierto que has de morir”), el campo de juego de la vida. Con mucha frecuencia,
o somos ajenos estos límites o nos cercenan nuestra existencia, pero para Fray
Luis de Granada son un buen reclamo para imbuirse del concepto relativo de las
cosas y la trascendencia de otras realmente superiores. Necesita que dejemos
esa liviandad en la que nos movemos y nos introduzcamos en lo sustancial. Las
preguntas del poeta en su poema “Lo fatal” de Rubén Darío, parece que están
presentes cuando Fray Luis de Granada se pregunta retóricamente: “¿Dónde irás?
¿Qué harás? ¿A quién llamarás?” Y se responde que “alegre cosa es para el que
vive la vista de sus hijos, y de sus amigos, y de su casa y hacienda, y de todo
lo que ama”.
Surge entonces el concepto de rendimiento de cuentas ante la existencia,
del recordatorio de las cosas y las actuaciones de la vida. Al final, siempre
hay que colocarse en el final, y rememorar qué ha sido nuestra existencia. Este
propósito nos permitirá seguir avanzando. De ahí que nos hable de ese “juicio
final” que para un agnóstico debe ser un análisis permanente de la realidad y
un compromiso con el todo. Esta visión apocalíptica que él ofrece lo hace
introducirse en lo que llama la “gloria de los bienaventurados”, es decir, esos
principios que, según San Agustín, deberían regir nuestros actos: vida
sosegada, vida hermosa, vida limpia, vida sin tristeza, sin dolor, sin congoja…:
“Cuanto más te considero, más me hiere tu amor. Grandemente me deleita el deseo
grande de ti, y no menos me es dulce tu memoria”. Cualquier enamorado
suscribiría estas bellas palabras.
Pero existen prisiones del “corpezuelo” que nos impiden esa travesía
placentera a la que se refiere el sabio Fray Luis, que habla metafóricamente de
tormentas, ladrones y corsarios, guerras… ese infierno de la vida en cuya
eternidad de males andamos de continuo y acosan nuestra existencia. Fray Luis
de Granada expresa la necesidad de, a pesar de todo, agradecer el haber existido
y el esfuerzo de los demás por nuestra existencia habiendo siempre una
necesidad de agradecer permanentemente los beneficios recibidos. Se debe estar
ejerciendo la libertad y postulándose frente a la maldad y rehuyendo la mala
vida: “El niño llora cuando sale del vientre de su madre, porque no conoce
cuánto mejor es este a donde viene, que
aquel de donde sale”. Y nos incita a valorar la bondad de lo bello y lo bueno
que existe en esta vida y obviamente incita, desde su perspectiva, a esa
conversión necesaria. Pero desde luego existe una apuesta por la otra vida: “No
se acaba del todo el hombre cuando muere… queda otra vida perdurable”.
Sin embargo, lo que me interesa resaltar es algo que conecta esta visión
con ese humanismo solidario al que nos referimos, sobre todo cuando dice: “No
hay criatura en el mundo, si bien se mira, que no nos llame al amor y servicio
común del Señor”. Idea extensible a esa humanidad en la que se concitan las
expectativas del hombre contemporáneo a la que nos referimos. Y el camino que
propone para conseguir esa humanidad no es otro que “la razón, y la justicia, y
la ley…” Palabras en las que obviamente se reconocerá cualquiera. Y es que Fray
Luis de Granada bebe de Erasmo y de su espíritu humanista, de ese humanismo
cristiano en este caso, como bien nos recordaba León Navarro[iii],
y de un humanismo esperanzado, que no ingenuo, como la mayor parte de los
humanismos defendidos por esas antropologías de época que acabarían en el
desengaño, sino otro tipo de humanismo, comunicable y espiritual:
Con ello descubrimos en
el ser humano su apertura a la trascendencia, la comunicabilidad con los otros
y con el Otro, Dios, y la capacidad de ser elevado al orden de la gracia[iv].
Y de hecho, esta aventura
humanista, lo hizo enfrentarse al tribunal de la Inquisición que afiló sus
cuchillos contra el fraile a principios del verano de 1559 y cuyas obras
estarían destinadas a estar en el Índice de libros prohibidos[v]
que iba a enumerar el Tribunal de la Santa Inquisición como también advertía
Alonso del Campo[vi].
Es obvio pensar que en ese humanismo militante de fray Luis de Granada la
existencia de ese ser humano no es ajeno a Dios (Sumo Hacedor) cuya presencia y
valores deben ser tenidos en cuenta:
La amenaza más grave
sobre el hombre es que llegue esa dimensión esencial de su vida. Si hay dominio
del mundo y tecnificación, pero falta la adoración, no hay humanismo. Sin la
llamada de la trascendencia, el hombre corre el grave riesgo de ser manipulado,
con fines que no son los de un verdadero servicio al hombre. Sin
contemplaciones el mundo acabaría en la humanización.
Para ello propone unas reglas del bien vivir que se reducen a un
principio muy básico, como de andar por casa: “Guardarse del mal y hacer el
bien”.
Lo que le lleva, en consecuencia, a proponer una serie de males de los
que debemos de huir y una serie de bienes a los que debemos hacer frente. Entre
los males sitúa la blasfemia (pero también la infidelidad, la desesperación y
el odio a Dios), el jurar el nombre de Dios en vano, la torpeza y carnalidad,
el odio y la enemistad formada con deseo de venganza contra el otro, el retener
lo ajeno contra su voluntad, el quebrantar cualquiera de los mandamientos
eclesiales, pero también la envidia, la ira, la murmuración, el escarnecer y
mofarse del otro, el juzgarlo temerariamente… y la mentira y la lisonja que
procura beneficios.
Pero existe todo un corolario de maldades que no acaban en estas palabras
mayores contra Dios y el “otro” (el prójimo) sino que conforman y delimitan esa
inferencia de la maldad que no debe menospreciar las cosas menores porque
presto caerá en las mayores: la vanagloria, la gula, los pensamientos ociosos,
las burlas desordenadas, el perder el tiempo e incluso (algo que llamará mucho
la atención) el dormir demasiado…
Son los males que la humanidad, según fray Luis de Granada, debe alejar
de sí misma si quiere progresar en las bondades humanas. Y lo primero de todo
es tener suficiente humildad para reconocerlo. Este principio nos salvará.
A continuación enumera los remedios contra esas maldades y apunta las
siguientes: analizar detenidamente todo lo que perdemos por incidir en esas
abusivas maldades pero también evitar aquellas malas compañías que puedan
inducirnos a la maldad. La rapidez en la reacción tiene tanta o más importancia
como el uso de los sacramentos, la oración o los buenos libros. Incluso el
ayuno o la abstinencia de determinados alimentos (algo que procede de esa larga
tradición oriental y que llegará al medio oriente, como tantas otras cosas) y
la realización de buenas obras que redunden en el ejercicio de la bondad. Pero
desde luego el encontrarse consigo mismo en la meditación que genera el
silencio y la soledad, que nos permitan entrar en la idea de la importancia que
tiene no perder el tiempo vanamente. Y, desde luego, hacer un ejercicio básico
de humildad y abandono de la vanidad suma que todo lo corrompe.
Pero, sobre todo, a partir del capítulo IX propone una serie de
principios que van a permitir el uso de los valores del ser humano. Se parte de
un principio básico: el dar a cada uno lo suyo, que nace de un principio de
justicia sobre el que debe sostenerse ese ser humano. Ese principio de justicia
conlleva en consecuencia la denuncia de la injusticia y la postura crítica ante
esta. Y este ha de tener dos pilares
básicos que son: la prudencia y la fortaleza para ejecutar todo con rigor y
severidad. En esa tradición que tanto tendría que ver con el orfismo y otros
ritos (no comer carne ni derramar sangre animal…) propone que el cuerpo sea
tratado con rigor y aspereza. El credo órfico proponía una nueva
interpretación del ser humano (cuerpo/alma, esta última como la única que
sobrevive) que tendría precedentes en Homero (que ad sensu contrario vería lo verdadero en el cuerpo y no en el alma
como los órficos), lo que el iniciado debe cuidar siempre y esforzarse en
mantener pura para su salvación. El
cuerpo es un mero vestido, una prisión, una tumba del alma. De ahí la necesidad
de ese rigor al que se refiere fray Luis de Granada. Dice que si hubo ciudades
y reinos que se perdieron por los regalos y las delicias, por esa demasía en
las cosas, el cuerpo debe permanecer ajeno a esa “erótica” que ejerce la
blandura y la vida regalada y se debe ejercitar en la aspereza “en el comer, en
el beber, en el vestir, en la cama, en la mesa, en la casa, y finalmente en
todas las cosas que pertenecen para la conservación del cuerpo; en las cuales
no se ha de tener respecto a su regalo, sino a la necesidad”. De ahí la
necesidad también, en el trato con nuestros semejantes, de ser humildes,
suaves, mansos y graves.
Y es que, como vamos viendo,
existe en su vocación humana una preocupación trascendente por los problemas
del hombre y el modo de resolverlos. En esa vocación, que fue la de toda su
vida, sus escritos tratan de establecer las coordenadas previstas con la
presencia de este como frontispicio de sus actuaciones, pues ve a este como
creación divina antes que cualquier otra cosa, y su propósito es que vuelva a
cerrarse en él ese círculo de su profunda humanidad.
Habría pues una búsqueda de la
raíz ontológica de ese ser. Pero también se ejercita en él esa apertura a lo
trascendente que nace de la mente de cualquier hombre (sea o no religioso), y,
en consecuencia, las derivas de su mundo interior. Y también, como vemos en las
últimas ideas, hay una realidad biológica a la que no es ajeno y que influye
sobre manera en esa voluntad de pureza anímica:
La consecuencia primaria y básica de la visión del hombre en fray Luis
es que debe estar animado por una esperanza viva que contrasta con el
pesimismo, el nihilismo, la opacidad, la desesperanza y el desarraigo o el
individualismo insolidario a que han conducido gran parte de las antropologías
modernas, encerradas en un subjetivismo, en un inmanentismo reacios o negadores
absolutos de toda trascendencia en el hombre[vii].
Es en esa capacidad
contemplativa y la apertura a lo trascendente es donde radica el humanismo
solidario que propone fray Luis de Granada, con lo que defiende uno de los
elementos básicos de cualquier ser humano: su dignidad:
Fray Luis deja al hombre en un silencio capaz de acercarle a su propia
intimidad. Frente al hombre disperso y dividido, fray Luis presenta al hombre
de la interioridad y la armonía[viii].
En esa búsqueda de la
perfección en el ser humano, defiende que una de los instrumentos fundamentales
está en la lengua, y siguiendo al sabio, dirá: “La muerte y la vida está en manos
de la lengua”. De modo que esta es un fiel reflejo del ser humano, su dignidad
y su bondad. Y uno de los elementos básicos es la humildad, definida por San
Bernardo como el desprecio de sí mismo, que es una forma de contemplar con
distanciamiento las cosas del mundo, aspirando a otros bienes espirituales.
Desde luego que la imaginación
mal conducida también puede ser una fuente de conflictos para el ser humano,
sobre todo cuando tiene como aliado la falta de entendimiento y la ausencia de
prudencia, que se define básicamente como una forma de conocerse el hombre a sí
mismo.
Cuando esto sucede estamos
condicionados para realizar los peores pasos, tanto como cuando abandonamos el justo medio que ya habían
predicado, entre otros, Confucio, Budha, Lao Tsé, Platón,
Aristóteles, Krishna, el Bagavad Gita... Confucio, cuya doctrina de la Medida Áurica se tradujo como
el Justo Medio, propone el Cheng-Yung o doctrina del medio. Aquello que no se
desvía a un extremo se llama (Cheng), y lo que no es confiable recibe el
nombre de perseverante
(Yung). El camino recto o ley ordenada del
universo representa el centro, el hecho de mantenerse en el mismo supone la perseverancia.
En Grecia, la doctrina del
"Justo Medio" la desarrollan de manera manifiesta Platón y Aristóteles. Sin embargo, ya otros
sabios griegos dijeron:" Nada en exceso, todo es bueno a la medida".
En la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma
que la virtud moral es el punto medio entre los dos extremos.
Y fray Luis de Granada dirá:
“Huir siempre de los extremos y ponerse en el medio. Por donde, ni todo lo
condenes, ni todo lo justifiques, ni todo lo niegues, ni todo lo concedas, ni
todo lo creas, ni todo lo dejes de creer…” Toda una filosofía vital que conecta
con uno de los grandes principios del humanismo solidario: el otro. Y dice fray
Luis en este sentido: “La segunda parte de justicia es hacer el hombre lo que
debe para con sus prójimos, que es usar con ellos de aquella caridad y
misericordia que Dios nos manda”. Que se traduce en el sumo principio del amor
hacia los otros y la humanidad, la clemencia y la indulgencia como instrumentos
que nos hace más seres humanos. Aquí radica uno de los elementos definitorios
de este pues el que ama está en el primer grado de caridad, el que ayuda, el
que perdona y el que edifica con sus palabra y buena vida la y trabaja por
tener “un corazón de madre”. Y todo ello porque, en el discurso de la “otredad”
que venimos propugnando, el otro es visto como uno mismo o como la bondad
divina, en palabras de fray Luis de Granada: “No has de mirar al prójimo como a
extraño sino como a imagen de Dios”.
En la obra de Laín Entralgo, La antropología en la obra de fray Luis de
Granada, que culmina con dos monografías La espera y la esperanza y Teoría
y realidad del otro, Laín habla del concepto de encuentro con el otro y sus diversas formas de encuentro (amor,
comunicación, relación interpersonal…) y propone un estudio profundo del
concepto antropológico que poseía fray Luis de Granada y al que remitimos al
lector.
Fray Luis parte de ese
concepto de ser humano de microcosmos que refleja ese macrocosmos (de origen
oriental), y en consecuencia, el objeto último será Dios y su criatura
predilecta: el ser humano. Así se considera el hombre como un breve mapa donde
Dios representó el mundo. Pero, además, y aquí radica otra de sus ideas
fundamentales, este ser humano es estructuralmente complejo, como lo es el
Otro. Y así dirá Alsina Calves[ix]:
El trasfondo intelectual de la anatomía humana de fray Luis de Granada
es una combinación de elementos galénicos y aristotélicos, que constituyen su
armazón ideológico con aportaciones de anatomistas contemporáneos… Andrés
Vesalio, Juan de Valverde de Hamusco y Bernardino Montaña de Montserrate.
En definitiva, la clarividente obra del fraile granadino, el mejor orador
de la historia de España, según el parecer de muchos, nos habla de una de las
grandes ideas que más nos preocupan en la actualidad: el ser humano. De lo que
seamos capaces de hacer por él, que es lo mismo que decir por nosotros mismos,
depende la deriva o el acierto de la humanidad.
[i]
Véase el artículo de Rhodes, E. (1989). “El Libro de la Oración como el best-seller del siglo de oro”, AIH, Actas X, 525-532. Más de cien
ediciones entre 1554 y 1679. “Publicado veintitrés veces durante los primeros
cinco años después de su primera aparición, el libro seguramente habría seguido
publicándose al mismo ritmo desaforado si no hubiera sido por la intervención
del índice de Fernando de Valdés” (p. 526).
[ii]
Impreso en Salamanca por primera vez en 1556, aunque su redacción definitiva es
de 1567.
[iii]
León Navarro, V. (1984): “La lectura en Fray Luis de Granada en el siglo
XVIII”, Anales de la Universidad de
Alicante, Historia moderna 4,
323-338.
[iv]
Alonso del Campo, U. (2005): “Fray Luis encausado por la Inquisición” en Vida y obra de fray Luis de Granada,
Salamanca: Editorial San Esteban 312.
[v]
En la edición B, del Índice de Salamanca, en la
página 41 de esta segunda edición del catálogo del inquisidor Fernando de
Valdés, se prohíben tres obras de fray Luis de Granada: el Libro de la Oración y Meditación, la Guía de pecadores y el Manual de diversas oraciones y
espirituales ejercicios.
Por entonces, como nos recuerda Hernández Martín, R.: “La espiritualidad del
padre Granada, signo de contradicción”. Dirección URL: <http://angarmegia.com/espiritualidad_granada1.htm> (Consultado el día 11 de noviembre de 2013), fray Luis
de Granada era Provincial de la Provincia dominicana de Portugal con un gran
prestigio ante la corte, ante la jerarquía eclesiástica y ante el pueblo de esa
nación y de España, que escuchaban entusiasmados sus sermones y consejos, y que
leían ansiosamente sus libros por la insondable riqueza de su doctrina
espiritual y por la belleza difícilmente igualable de su lenguaje. Y, por si
esto fuera poco, sus obras comenzaban a traducirse entonces a las principales
lenguas europeas
[vii] Alonso op. cit. p. 326.
[viii] Ibidem, p. 329.
[ix]
Alsina Calves, J. (1999): “Las ideas anatómicas de fray Luis de Granada en la
primera parte de la Introducción al
símbolo de la fe”, Llull, 22,
337-345.
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