miércoles, 22 de agosto de 2012

LOS HUECOS DE LA MEMORIA DE RAFAEL DE CÓZAR POR MORALES LOMAS








           Hace unos meses, en el número 1 de su Colección Crepusculario, Ediciones en Huida (Sevilla) publicó Los huecos de la memoria (con prólogo de Andrés Sorel) del escritor y pintor Rafael de Cózar, catedrático de la Universidad de Sevilla y durante veinte años  presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España (Sección Andaluza).
          En el pasado he tenido ocasión de trabajar su obra narrativa El Motín de la Residencia (1978), El corazón de los trapos (1996), novela, y Bocetos de los sueños, (2001), relatos, sobre los que publiqué un buen número de páginas en mi ensayo Narrativa andaluza fin de siglo 1975-2002 (Ed. Aljaima, Málaga, 2005). También he trabajado su obra poética (tanto cursiva como visual) y lo incluí en su momento en la obra Entre el XX y el XXI. Antología de la poesía actual en Andalucía, Volumen I, (Ed. Carena, Barcelona, 2007). También conozco suficientemente su labor como ensayista (es uno de los escritores más importantes sobre vanguardias en España) y como crítico literario y difusor de la cultura andaluza. Rafael de Cózar es uno de los grandes referentes actuales de la literatura andaluza y un gran difusor de la misma.  Además, a toda esta labor creativa e intelectual me une una enorme simpatía por su forma de ser y por su bonhomía y sencillez intelectual.

          Los huecos de la memoria es la última obra poética que reúne tanto poesía discursiva como visual: lo que ha sido su labor habitual durante toda su vida. En ella el amor y la mujer como símbolos establecen las coordenadas de su creación.
          Fiel a su vocación como investigador y docente en “Unas notas introductorias” nos aclara algunas ideas sobre el origen de estos versos y su razón de ser última. Sabemos por ellos que estos poemas fueron elaborados entre 1977 y 1980 en dos partes inéditas hasta ahora, salvo algunos poemas sueltos publicados en revistas y antologías. Históricamente fue escrito al mismo tiempo que su obra en prosa El corazón de los trapos (Premio Internacional de novela Vargas Llosa), una novela que sería la versión prosificada de estos versos. Como en su momento decíamos, El corazón de los trapos es un monólogo interior en el que el protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”, p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una introspección de sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para, a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de los signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y de la ruptura del lenguaje…  Esta novela se publicó veinte años después y estos versos de Los huecos de la memoria se han publicado pasados los treinta años después de su escritura en los primeros años de la Transición española. Cózar afirma que su centro es la temática amorosa desde la experiencia de la pérdida amorosa.        En el Prólogo Andrés Sorel hace una amplia reflexión sobre algunos antecedentes escriturales de Cózar, nos habla de su amistad y de su lírica. Entre otras cosas nos dice que en Rafael de Cózar “escribir, vivir, amar y luchar con la angustia de crecer hacia la muerte es una constante que cuando se profundiza en su compañía, más allá de la risa, el chiste fácil que explota en la reunión festiva, se encuentra agazapada en esa soledad que en el fondo siempre le acompaña en sus largas duermevelas, en los presentimientos que guarda celosamente en su más recóndita sensibilidad”. Nos habla también de su soledad, del sentido de la poesía, del simbolismo, del surrealismo, impresionismo y experiencia humana de su obra y del protagonismo del lector en la misma, así como de la fusión entre vida y poesía.          Pero, en última instancia, como dije en su momento, continuamente aseveré que la lírica (visual o no) de Rafael de Cózar está transida de la experiencia amorosa: su homenaje a la existencia trasciende como retórica de esa experiencia que convierte al ser humano en un cúmulo de sensaciones placenteras, nostalgias, tristeza y recuperación de la memoria en un trasiego donde los afectos son el límite de la razón, siendo la apertura hacia las corrientes expresivas un baluarte formal de primer orden que le permite vivir desde la heterodoxia su labor creativa y ajeno al concierto reinante.
           Cózar ha sido un verso suelto en la poesía andaluza contemporánea que tendría acaso parangón con su querido amigo Carlos Edmundo de Ory (Dios los cría y ellos se juntan), aunque en Ory los formalismos muchas veces han jugado en contra de su intensidad poética, pues a veces ha podido suceder que a pesar de su grandeza como vate, las hojas han podido perder de vista el bosque. En su poesía discursiva la influencia del surrealismo así como del Postismo español se traduce en el mantenimiento de elementos métricos y rítmicos dentro del poema libre. En la producción plástica se mueve entre el impresionismo, el expresionismo y el surrealismo,  al igual que la actividad como poeta discursivo, por lo que los dos códigos guardan aún cierta relación con cada una de las tradiciones, plástica y literaria.

Rafael de Cózar
         En Los huecos de la memoria, Cózar, tomando como antecedente poético a Bécquer, del que se aparta en casi todo (pero del que conserva su espíritu y un neorromanticismo de nuevo cuño que siempre estará presente en su obra, amén de una musicalidad en los últimos versos que parece dejarnos un mensaje definitivo, casi como en Bécquer) construye el cancionero de la ausencia de amor. Desde el yo-poeta, desde el yo-artista, que no desde el yo-real (como se encarga de recordarnos) crea una obra para la nostalgia y también para el desvelo, el desconsuelo y el desconcierto, en incluso para la muerte.
         La ninfa Eco toma como símbolo los dos apartados del libro en su poesía discursiva: “La copa de los ecos” y “La sombra de los ecos”. Eco como amor desgraciado, como mujer rota, y como reflejo de aquella “onda de amor” que regresa al cabo del tiempo para construir su sentido.           La copa de los ecos admite el símbolo valioso en su espacio reservado para la gracia y la alegría vital; la sombra de los ecos, el intrascendente o mortuorio de la pérdida. El ying y el yang, la dualidad de los antónimos que conforman el sentido y la razón de ser.         La memoria se va organizando para construir el sentido de la historia de amor desde la ceniza cálida disuelta, esos rescoldos ocultos en el baúl donde las horas duermen. En su intimismo, en su declaración amorosa, desde ese cuarto al que nos referíamos y con el que dio comienzo su obra narrativa El corazón de los trapos, también organiza la palabra y escucha “como pican los recuerdos”. Con el ritmo suave y repetitivo del paralelismo y las estructuras musicales y cerradas (a veces el endoso de las rimas asonantes en “eo”, ritmo creado también por el eco), Cózar crea, construye su historia sentimental desde la trasparencia que instaura el paso del tiempo y el distanciamiento de todo lo vivido. Hay una intención también por conformar no solo una retórica imaginaria o pictórica sino una retórica química. Porque ya se sabe desde hace tiempo que el amor es una reacción química. Por esta razón dirá el poeta: “La química de tu cuerpo quisiera traducir”. La oxitocina del amor. Es el año 1977, la música de Lou Reed le permite adentrarse en su historia donde la sensualidad (tan extraordinariamente presente en Cózar) tiene las puertas abiertas: eros y palabras, el lenguaje directo y declarativo del que se siente enamorado: “Te quiero./ No es nada./ Me alegro de verte de nuevo feliz”.  Una declaración tan directa, clara y real que se complementa con su aureola metafórica y diversas creaciones surreales donde podemos encontrar el negro lienzo de la noche, las rojas plumas que fabrican sus venas o los nidos cobrizos de la memoria…  Las imágenes se crean en el deseo, prenden en la desnudez de la noche y nos anuncian el rito de los besos habituales pero también la historia imposible. El poeta que intenta el robo de amor cuando sabe que ya todo estuvo perdido, que aun a sabiendas del vacío vital, necesita introducirse en él y sentirse más preso del deseo de la memoria que de la memoria en sí. Pero la memoria no es nada sin el deseo, sin esta historia que acaso pudo tener sentido… cercano a veces a la locura de amor y teniendo la necesidad de volar hacia ella: “Y la violencia azul recorre mis sienes/ y hace abrir el silencio de tus cristales/ y puedo llegar al borde de tu cama/ y retrocederte la memoria de tus sueños”.
        Hay una necesidad de la presencia al cabo que siempre iría contra la construcción histórica de la sentimentalidad rota. Al leer creemos entender el cuadro pictórico que siempre crea Cózar, en la noche y en la imposibilidad de todo lo perecedero, siendo consciente de que la recreación es siempre una forma de revivir la desgracia de un momento, “la acidez del tiempo”.
          Un cuadro que está organizado también por las imágenes surreales de “Pájaros”, donde son estos los que fabrican sus venas y la memoria está habitada por nidos cobrizos y la soledad es de espuma. Pájaros para nadar en los campos de guerras, de tiempos que se diluyen, en una soledad constante que vibra como un pájaro de cobre en la noche o puede ser una carta de tinta invisible. Metáforas que juegan a la definición de ese hombre que acepta el compromiso de un mundo por descubrir.
          Y siempre el hombre en la noche, en su soledad rota, más nadie que nunca sin ella, persiguiendo el amor como un mendigo persigue los sueños: “Sobre la cuerda de la soledad tengo mi hambre,/ sobre el silencio individual, mi historia,/ y al borde de mi cama, planchados,/ he puesto los manteles de la esperanza”. A veces perseguido por la solemnidad de la música de Igor Strawinsky y su “Pájaro de fuego”, siendo una lágrima viva, una tierra que busca ser habitada, y olvidar los lápices sombríos y esos bocetos de la existencia con los que intenta la reconstrucción de la memoria. Pero no hay nadie. Su vago espejismo de vida: unos labios que se imaginan, una boca que fue un día, unos ojos…
          La nostalgia en la noche se apodera de ese cuarto donde reconstruye su historia, mientras desde el pasado le llega la piel, la caricia, la desesperación… Hay una sensualidad que actúa siempre como horma, como esquema, como boceto al límite y un cuerpo que lo demanda, que lo recibe, como un espejo que reverbera las esencias y en medio está el poeta con su muerte a cuestas, con esa forma del amor cuando es indefinible y silencio, con la necesidad de sentirse recobrado y pleno, prometiendo toda clase de artificios para recuperar lo que ya fue pasado, historia, escritura recobrada y acaso ella como tumba donde poder morir definitivamente humano.
         Pero la búsqueda no ceja (“Yo seguiré buscando en las esquinas/ los reflejos del ayer que fuimos/ y tal vez vengan a mí desde tan lejos/ tal vez vengan/ las sombras pequeñas de tus ecos”) aunque solo sea eco, eco en sombra esa rememoración de una historia sentimental. El poeta, contemplativo, organiza en el magma de las imágenes las sensaciones (tanto realistas como surrealistas) y no se apiada de sí porque ya lo hizo la soledad que se apodera de esa memoria aunque él la intente llenar con sus ojos, con su frente, con su piel, con sus ojos: “Allí estarán de nuevo mis ojos/ fundidos en tus ojos al encuentro”, como en el poema visual de las páginas 44-45.        En ese espacio de viento, en la singladura de ese ayer que en el poema es hoy, Cózar confiesa su desolación, la oquedad de la muerte, la brevedad de lo perecedero… aunque el vino se llene en la noche y se juegue en la complicidad de lo fingido, en la oscuridad de los olores que la soledad impregna.
         Hay una singladura que se presiente perdedora, ebria en la oscuridad de barro y alquitrán, una historia como un mundo que trata de escribirse y pintarse con la silueta sensual y acariciadora de la mujer en su poesía sensual: carga de luz, carga de sueños, incandescente y alegre. Y, en ese descubrimiento, en esa rememoración las peticiones del poeta se suceden, en la necesidad de recobrar un diálogo, viviendo, tratando de frenar el tiempo y, acaso, de darle marcha atrás. Mientras ella se va al amanecer, en silencio: “Me dejó sin tiempo y sin espacio,/ atado a las nubes con broches de ceniza,/ mientras filtraban despacio en mi ventana/ las primeras rendijas solares”. Herido, vacío, hueco, “crucificado”… y ahora en el diario escribiendo y afirmando promesas que ya no se cumplirán.         “¿Para qué seguir contando cuentos?”, se pregunta. Pero hay una necesidad de pintarlo todo, de descubrir esa memoria, esa huida, esa extraña cicatriz del alma… y hacerse la idea de que la redacción de una memoria siempre se hace solo, a la sombra de la espera, en ese camino agridulce de la vida: feliz mientras duró, triste en tanto la espera será ya infinita: “Yo ya llevo la vida a paso lento… Yo he visto, en fin, los claustros de la infancia/ y aún oigo cómo trabaja el tiempo/ acuchillándome poco a poco, sin remedio,/ el camino agridulce de la vida”.           Y ella siempre presente en la poesía visual, como cuerpo, como soledad, saliendo de las hojas, piel cocida, mujer… y la palabra que se organiza buscando la vida, el perfil etéreo de un seno o la húmeda dejadez de los labios. Una exaltación en la poesía visual que recobre el sentido último y placentero de las asociaciones corpóreas, la transparencia de sus labios, los párpados retenidos de la memoria.  Una poesía para exaltar la vida a través de la imagen corpórea. Una historia de abandono y una reconstrucción del escritor, del artista, del poeta en ese yo que afirme la creación y la redención de lo vivido como esencia de lo que somos.





jueves, 16 de agosto de 2012

La vuelta a la lírica de Alberto Torés por Morales Lomas



PISTAS DE LLUVIA Y DÉCIMAS PROLONGADAS




          Conozco a Alberto Torés desde hace más de un cuarto de siglo. Hemos vivido y vivimos muchas lidias literarias desde el Grupo Málaga: la revista Canente (Universidad/Diputación), Papel Literario (Diario de Málaga),  Entreparéntesis, el Humanismo Solidario…  Notable ha sido su dinamismo cuando a mediados de los ochenta fundó junto al poeta José Gaitán y al catedrático José Lara Garrido la revista Canente, una de las publicaciones de Crítica Literaria más importantes hasta su desaparición. Ensayista perspicaz y difusor de la poesía contemporánea, de él siempre me he fascinado la coherencia ideológica y crítica y, sobre todo, su amistad a lo largo de las décadas.
           Su gran reconocimiento como poeta llegó en 2001 cuando obtuvo el Premio Andalucía de la Crítica de Poesía por la obra El salón de la memoria cuando Antonio Hernández presidía la AAEC. A pesar de un cierto alejamiento en los últimos tiempos, su regreso se ha producido con dos obras nuevas: Pistas de lluvia y Décimas prolongadas (Editorial Corona del Sur, 2010).
           En Pistas de lluvia Torés apuesta por uno de sus autores más emblemáticos (a él le lleva dedicado mucho tiempo de estudio y, acaso, alguna tesis doctoral inacabada): Blaise Cendrars, del que toma la cita inicial: “Et il y avait encore quelque chose/La tristesse/ Et le mal du pays”. En estas palabras se encierran claves de un poemario de expresión narrativa y corte crítico con la realidad que le toca vivir donde podemos encontrar mucho de llagas “del momento quebrado como las huellas vanas” en un camino incierto. Un halo de tristeza y cierto regusto a melancolía desprenden estos versos en los que la pasión y la efervescencia y dinamismo están presentes desde la óptica del que ya está un poco ajeno a las vagas prestidigitaciones y surge irreverente y fugaz. Es la edad del descreimiento, ¿acaso la edad de la apostasía?: los viejos mitos van cayendo uno a uno, y solo nos queda el derecho a la memoria y sobre los despojos construir, reconstruir nuestros “nuevos” ideales.  Retoma un viejo tema que ha sido un eje axiomático en toda su poesía: el charol. Ese símbolo de la civilización occidental tan dada a flatulencias de toda laya y a ruidos vacuos. Reconoce que se escondió “largo tiempo/ pero jamás llevé capucha”. Y sobre esa flatulencia vital, sobre esa necesidad de creer en algo (visto en los ojos de su hijo Alfonso) surge ese poeta que todavía ansía la vida: “La vida de espaldas es descreer/ cuando hay que creer con todas las fuerzas,/ con todas las fuerzas y sinceramente”. Un motivo no ajeno a esta lírica vital y fuertemente comprometida con el ser humano es la sangre (símbolo tan querido para los surrealistas), esa sangre del esplendor, del estupor, de lo inútil, del abrazo cortado… secciones de la vida en una barra de un bar. Y el misticismo laico del recorrido vital, del homo viator a través de la búsqueda de lo sustancial que se despliega en las confidencias con Teresa mientras despierta en él ese hálito de rebeldía permanente, sabedor de que “Sólo un puñado de rebeldes llegan/ hasta el final”.
        Ese componente ético y soñador siempre estará marcado en su lírica humana que ajena a la puesta en escena de lo ambiguo necesita fuertemente sentir. A pesar de que ese recorrido sea merecedor de brillos inanes y el amor se convierta por momentos en una bandera, quedará siempre la conciencia del errante en busca de la utopía mientras el poema, es decir, la sangre anuncia el “Perfil de futuro/ el mundo está a punto de comenzar”. Su poesía es depositaria de la esperanza una vez que ha fustigado la desazón de los brillos de charol, las ambigüedades vitales y el dúctil tejido de la miseria. La búsqueda como necesidad de encontrarse consigo mismo y con el paradigma de su existencia en esa carretera que, como un tiempo, nos hace avanzar y acaso llegar a la modernidad de lo ambiguo y a sus ritos urbanos. En ese viaje Alberto Torés va reconstruyéndose a sí mismo desde el presente y desde el pasado.

Alberto Torés y F. Morales Lomas

         No es ajeno a la magia del blues, a la lírica de Gil de Biedma, de Neruda, de Pérez Estrada o César Vallejo, como tampoco al hábito de la tristeza o al erotismo humanamente vital y tórrido de “Luna azul”: “Momento de querer/ vender el cuerpo al diablo sombrío”. Pero siempre encontraremos en su lírica una componente ética, un descubrimiento del papel que jugamos ante la libertad, ante los recuerdos, ante la nostalgia, ante el tiempo que nos ha tocado vivir: “Historias de infancias, ruines y antiguas/ que los papeles convertirán a textos”. A veces es protagonista ese cansancio vital como “Los galopes de piedra” con cita de Pérez Estrada y la inserción de algunos de sus versos, siendo el desánimo cómplice y solitaria la compañía partícipe de la novela La extranjera del autor malagueño.
           Y en este camino de reconstrucción y querencia no puede faltar su hijo Alfonso, al que dedica el poema “El secreto”, uno de los temas más queridos para el autor parisino que se sostiene sobre el tema de la búsqueda: en las páginas amables, en los puertos fascinantes, en los burdeles… en última instancia como una razón de vida y siempre tratando de ver en su luz, la suya propia, porque su búsqueda es una forma de escudriñarse a sí mismo. Una identidad necesaria para ese futuro por comenzar que anuncia en el último verso del poemario y en otros en los que la esperanza siempre está presente a pesar de los tiempos de charol y espejismos vanos, a pesar de la melancolía de la memoria o de la piedra que petrifica los sueños.
        Acaso sea “La boca del alba” donde el poeta expresa con mayor énfasis ese recorrido vital y desde la irreverencia del apóstata confirme sus últimos afanes. Si antaño fue la naturaleza, hoy “la razón puede mostrar cavernas”. Y ante esta imagen, el poeta cursa la búsqueda de la libertad, el descubrimiento de “la nostalgia de lo ambiguo”. Hay una necesidad de nombrar a las cosas para crearlas, para darles un sentido al final del rayo de esperanza. El hoy es un mundo de alambres y pálidos sabores y cínicos rencores del recuerdo… como si fueran cicatrices que sobreviven en la cercanía del texto escrito. Y al final surge como un grito la defensa de una ética revestida de estética y dice: “Porque mi estética es contraria/ a la locura despreocupada/ y no reconoce los inadmisibles/ espejos del agua ni la luna correcta/ ni el diagnóstico de la belleza sin emoción./ Aquí los testimonios son juicios impuros,/ razón del pensamiento crítico, humanismo/ solidario y romanticismo cívico”. Palabras estas últimas que alimentan toda su singladura vital, todo su verbo, toda su dimensión humana y comprometida en estas Pistas de lluvia con tan clara vocación de Homo Viator ante la impunidad de los elementos y la conducción temeraria.

           En “Nota a Modo de Epílogo o de Prólogo” de Décimas prolongadas (Editorial Corona del Sur, 2010) explica el sentido último de este poemario, la confluencia de una serie “de textos reunidos bajo la perspectiva de la elasticidad, presentándose como 35 décimas prolongadas. No hay más pretensión salvo la de rendir homenaje a aquellos trovadores de hace cuatro siglos que versificando quintillas, octavas reales y otras emociones, tañían guitarras o vihuelas de mano para musicalizar sus coplas”. En ese homenaje temporal en el que la alusión a un tiempo pasado-presente-futuro-condicional está presente también los amigos: Carmen y Francisco Peralto, Juan Gómez Macías, Sylvie Léger y Bernard Sesé, José Lara Garrido, Rafael Ávila, Takeo (Alfonso Torés), Francisco Morales Lomas y Eduardo Vila Merino. Es un poemario plenamente sentimental en el que Alberto Torés no solo rinde homenaje a todos estos escritores sino también en cierto modo reconstruye su tiempo vital, sus querencias, sus pasiones, sus denuedos y sus proyectos de futuro. En él hay siempre algo de condicional y una relevancia expresa de lo porvenir.  A pesar de que es consciente (signo de esa inteligencia creativa y juiciosa que siempre le consideré) de esas limitaciones propias de todo lo perecedero, la inmensa vocación de luminosidad de su obra tiene un parangón en sus versos que lejos de esa nostalgia o tristeza refulgente se acomodan a la mañana y su mundo-pasión: “De la mañana serena, la vida/ en texto abre riesgos y verdes frutos,/ alegra tus ojos en dos minutos”. Algunos de los mitos destruidos (retomados en los versos de Pistas de lluvia) también están presentes aquí, a la vez que ese espíritu del rebelde que no ceja, que no pierde un momento para gritar ante el presente y reclamar el sentido de la existencia: “Para escribir pues requiero la vida”. Una máxima que no se compadece con la emoción sino que se imanta de ella. Y a pesar de memorias de derrota o silencios compartidos, el futuro es un desencadenante de la agitación, de esa nueva vibración de tiempo que ha de ser revelado. Es cierto que “fuimos nostalgia”. Es cierto que “fuimos ocultos”. Es cierto que “fuimos tiempo indeciso en manifiestos”. Pero Alberto Torés sabe que no hay nada más triste que la mentira y hay un renacimiento entre los cristales rotos: “Que nos hace soñar cuando las piedras/ ruedan y los escarabajos suenan”. Hay un mundo al que desafía desde los agotados inviernos, desde ese hombre que camina con su razón a cuestas, con su verdad que no debe ser escondida tras el charol de la nostalgia. Hay una distancia, una búsqueda necesaria que como en Pistas de lluvia surge una y otra vez en esa simbiosis entre el arte y la vida. Frente a la ceniza de esa insospechada nostalgia, de esa tristeza de ocasiones perdidas, las décimas prolongadas de Alberto Torés son una “forma para vencer el alba”. Es su discurso más hermoso, aunque es consciente de que su verdad no es ni siquiera única. Pero sí es la que inspira su esperanza hacia esa lírica con vocación ética cuyos textos siempre reiventarán de nuevo esa razón vital ante la hipocresía de los tiempos actuales: “Que somos la tierra/ de frutos tardíos, la altiva pieza/ para la envidia trascendente”.
        Hay también una suerte de reparo ante falsos jugadores y rufianes, prevención ante la oscuridad y ruido consciente por esa claridad que llega aunque haya estatuas de viento que ocupan espacios en un momento determinado. Pero siempre quedará el amparo de la luz que se presenta con acierto cuando hay consciencia de lo que debe ser amado y compromiso consciente: “Supiste amar con acciones/ de caballero castigado al tanto/ y todo por la nueva España. Caro/ tributo entonces si diste por tu obra/ la vida y por ella, noche sola,/ una, libre, donde todo perdiste”. Un neorromanticismo cívico que nos lleva a la literatura de compromiso de todos los tiempos y recupera nuevas mitologías en torno a Voltaire o Maigret. Hay un inventario de afectos y un amor consumado a la vida, a los placeres palpables, a la vida siendo sabedor de los rompientes y la amargura de los abismos: “Como estrellas que lloran su suerte/ nuestros mitos, sangre por pasarelas/ son, entre puertas y dulces ironías/ una brisa comulga voladora”. Pero siempre existe la voluntad de alcanzar los límites, destruir las mentiras y las historias falsas, los mitos, las promesas y organizar un mundo propio, personal y exclusivo. 

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano