lunes, 19 de mayo de 2008

VISTA CANSADA DE LUIS GARCÍA MONTERO POR F. MORALES LOMAS

Rosa Díaz, Almudena Grandes, L. García Montero y F. Morales Lomas


Publicado en el número 88 de la revista TURIA (España), noviembre 2008, pp. 480-483.

Luis García Montero es una persona normal y, además, quiere serlo. Esta razón justifica un título tan aparentemente corriente y alusivamente temporal, que marca un período de tiempo en la vida de una persona que comienza a percibir una lejanía en las cosas y la necesidad de recuperar la realidad con cristales de aumento. El título viene afianzado en la cita de Eliot: And on the deck of the drumming liner/ Watching the furrow that widens behind you,/ You shall not think the past is finished/ Or the future is before us”. La vista cansada es el canto del cisne de la presbicia. El présbite (del francés presbyte, viejo, y éste del griego, πρεσβύτησ) que va alcanzando los límites de la juventud. Es el tempus horribilis fugit. Una invocación de lo que fuimos con su memoria desconchada o reconstruida, sabiendo, como ya lo ha dicho el autor granadino, que cuando esto sucede nos movemos en el ámbito de la mentira bien construida (que ya lo dijo Diderot y se encargaba de repetirlo una y otra vez en sus clases de teatro Juan Carlos Rodríguez). Y, en muchas ocasiones, como diría Caballero Bonald respecto de sus memorias (y este libro lo es de memoria lírica, toda la memoria lo es en cierto modo) más que reorganizar el pasado en nuestra memoria, lo que hacemos es inventarlo. En la lírica de Vista cansada (Colección Palabras de Honor, Ed. Visor, 2008) hay una propensión sistemática a trascender lo anecdótico ofreciendo un aire simbólico, mágico, testimonial y sentimental, sostenido sobre la nostalgia y la temporalidad. La memoria, que es, en consecuencia, mentirosa, juega un papel eminente, pero no se trata de decir verdades o mentiras sino de construir sentimientos, sensaciones o nostalgias que generen una emoción. La emoción de lo que fuimos y la creación emocionada de lo que somos. La estructura temporal del libro es, por tanto, una consecuencia desde el título inicial (y mucho más expresamente desde el apartado II, que lleva por título “Infancia”, hasta el final). Siendo el capítulo I, “Preguntas”, una introducción ensimismada en la que el poeta se hace preguntas retóricas sobre las que se descarga la construcción (siempre y cuando la memoria sea posible) para, en segundo lugar, frecuentar la memoria, las ciudades de Granada y Madrid, y definir metafóricamente la memoria como una "mesa revuelta y una lámpara/ que saca la cabeza de las sombras". Después, por tanto, todo es tiempo, tiempo organizado, tiempo detenido, tiempo diferido, un tiempo, dos tiempos..., y la ciudad, las ciudades. La memoria aliada con los espacios. Casi siempre espacios cerrados, como en el cine del sueco Bergman. Y , de vez en cuando espacios exteriores. Aunque García Montero siempre soñó y se emocionó más con los espacios interiores. Él es un hombre de espacios interiores y diseñador libérrimo del poema. Y tras este trasiego de personalismos e interiorizaciones, la emoción del amor, como reconquistado o transferido. Pero también desde la dedicatoria amorosa (los últimos libros van dedicados todos a Almudena Grandes, su mujer; también éste) está presente la expresión del poeta como alguien que también se alza sobre la realidad y sólo el amor puede conseguir llevarnos a la tierra, a través de un juego de palabras que contradice la visión que siempre se ha tenido del amor como algo que catapulta al poeta por encima de la realidad cotidiana: "Como siempre he vivido/con los pies en las nubes,/ necesito el amor/ para poner las manos en la tierra". Alguien me dijo en una ocasión que el poeta vive siempre a un palmo de la tierra. Aquí confiesa García Montero algo similar: con los pies en las nubes, y el amor para delimitar la conquista de las manos. El amor es la conciencia de ser. Y por eso hay varios poemas en los que el amor es permanentemente su sorpresa vital, aunque es consciente de que también (como tantas otras cosas en nuestra vida) tiene o puede tener fecha de caducidad. Así dirá: "Aprender a vivir enamorado,/ saber amar,/ significa también sentirse libre/ cuando un amor se acaba". Y en otro momento confirmará, emulando a Heráclito y asociando tiempo y amor: "Nadie besa dos veces/ a la misma mujer", con lo que nos quiere transmitir que el amor necesita de una renovación constante para que adquiera su permanencia, o bien, de que el amor no está siempre identificado con la misma mujer... En cualquier caso, el poemario se sustenta también sobre la mirada (tanto en una como en otra dirección, tanto interior como exterior) y el ámbito múltiple de las sensaciones, como en Juan Ramón Jiménez. La mirada adquiere en la poesía una especial relevancia y con ello el valor de la imagen. En su origen su poesía es visual, nace de la observación de la realidad a través de la vista pero inmediatamente se desvía de ese objeto que proyecta su realidad vivida (soñada o recreada) y trata de simbolizarla, en consecuencia, que adquiera una dimensión más propia de la literatura y de su valor metafórico o connotativo. Siguiendo la estructura temporal del poemario, “Infancia” es el título del apartado segundo que comienza con el poema “1958”, la fecha de su nacimiento, año al que se traslada y trata de reconstruir de modo memorial en sus olores, los espacios..., y juega con la numerología y sus símbolos, los que conforman cada uno de estos años: el valor del 1, del 9, del 5 y del 8. Y concluye con la simbología de su existencia y su propósito vital: “Desde entonces procuro defender/las noches en mi casa,/ los barcos sin bandera,/ los inviernos con sol/ y las dudas que acaban resolviéndose/ en la última página”. Lo narrativo (forma de expresión habitual en su poesía) se ahorma y captura la ciudad (Granada) de nacimiento, que sin nombrarla se adentra en el poema: “Bella ciudad que guardas/ un ciprés en la música de un piano (...) Ciudad, calor nevado,/ puro contraste impuro// Conmigo vas, porque me buscas/ en la luz descosida de tus atardeceres”. Y con las imágenes, con la impronta de la mirada, un conjunto de cosas, de elementos, de lugares que conforman su existencia: la casa, la Universidad, los bares... Unos recuerdos que, a pesar de lo mustio, que siempre es una provocación del tempus horribilis fugit, son rememorados siempre con la luz que provocan los colores. Y así dirá:“Hay recuerdos y árboles forzados a crecer/ con la madera deshojada/ de un lápiz de colores”. La melancolía es un sentimiento muy común en toda su poética; incluso la tristeza melancólica cuando trata de reconstruir su infancia y entonces se agolpan en su imaginario lírico los proyectos vitales y la asociación del ser humano a un árbol que crece en la vida, “Sólo un árbol/ porque la rueda de la vida/ no se llamaba muerte”. Observa a aquel niño “con su tiempo propio”, con su propia soledad de náufrago, “un joven solitario perdido”. Y la emoción del recuerdo, que en el hermoso poema dedicado a su madre (uno de los mejores del libro) alcanza una especial sensación. Crea García Montero la imagen: quiere llevar a su madre a París. Y mientras este estribillo se apodera del poema, el escritor construye la historia de los apegos y las devociones, y también la imagen metafórica que desea proyectar de su madre: “Bandera hermosa de un país difícil/lluvia delgada de los sábados”. Canto de la generosidad y temor a la enfermedad, siempre. El temor que infundía a los hijos que salían a la calle: “Hay que tener cuidado/ con las mujeres y las carreteras,/ deja ya la política”. Orgullosa, culta, de familia burguesa y con más aspiraciones que dinero. Junto a la visión del puzzle reconstruible que es el pasado hay imágenes, pero también sabores, olores, la dictadura del tacto... Son los sentidos que se apoderan de poemas como “Idioma” (el oído), que es un homenaje a la palabra; “Las comparaciones no son odiosas” (el tacto)... Se sitúa en la escuela y es el oído quien crea la imagen, la metáfora sinestésica, el valor de la lengua española creciendo por el mundo gracias a la fuerza de su espada. Se apoderan las formas de los recuerdos, imágenes fragmentarias que a veces quieren consolidarse a través de la estructura rítmica del paralelismo (elemento sonoro y reiterativo habitual en su producción literaria), el lugar donde escribió su primera mentira y “dijo” su primer silencio, sus estudios en los Padres Escolapios, sobre los que proyecta una imagen idealizada, desde mi punto de vista (niega la mayor, y afirma que “No fueron el invierno/los Padres Escolapios,/ aunque pasaba el frío por sus declaraciones/ de amor a la verdad y a mis rodillas”. Y más adelante, como la cuadratura del círculo, nos transmite la imagen del Padre Iniesta leyendo al comunista Bertold Brecht), las fotografías de la infancia, las sesiones de cine de los domingos por la tarde, el descubrimiento de la mujer desnuda... Para acabar diciendo, en este ejercicio de funambulismo y reconstrucción de la memoria: “Hay algo serio y roto/ en el niño que fui”. Enigmáticos adjetivos: serio y roto.
La metáfora del soldado que regresa del frente de guerra (esta metáfora del soldado está también presente en toda su obra: no olvidemos el título Poesía, cuartel de invierno) la emplea para afirmar que la devolución al poema de la memoria es una forma de regresar al calor del pasado “con la prudencia del soldado/ que soporta la nieve de su noche,/ y tirita en voz baja, y no quiere dormirse”.
Y el fútbol, la pasión de todos los niños de entonces y de ahora. “Domingos por la tarde” es una construcción experimental que nos trae a la memoria los juegos literarios del ultraísmo de la revista “Grecia” y el dadaísmo: “Las verdades del área/ son rectas de dudosa geometría/ como ardientes amores de ficción/ en manos de un penalti”.
“La ciudad que no quiso ser palacio” es el título del apartado III. Por él pasan el misterio de los personajes amados, la metáfora del otoño de su vida, la huerta de San Vicente, la búsqueda de la ciudad (cuando ya la adolescencia deja paso a la infancia), los primeros versos (y de nuevo, el concepto de ruptura, referido a aquellos años, surge en el poema: “Hablo de aquellos años honestamente rotos”), los cafés-tertulias, la Universidad, las amistades (Javier Egea –identificado con la risa, y suicida a la postre- , Antonio Jiménez Millán –metáfora del sol-, Juan Carlos Rodríguez -lo define como el teórico: “Descubría dos versos en los malos poemas y en las buenas canciones”-, Álvaro Salvador , Andrés Soria, Juan, Mariano), la llegada de la democracia, exaltación de Alberti (sobre el que escribió su tesis doctoral), y el primer amor (también roto). Es una etapa de su vida la que aparece recogida aquí, reunida en las fotografías sepia de la memoria, en la tinta indeleble del escrito, en la reconstrucción verdadera o mentirosa del pasado con sus sentimientos, sus deseos, sus frustraciones: es el pálpito de la vida creciendo en el poema, del álbum fotográfico de la memoria.
Aparece el niño que buscaba la amistad y en muchas ocasiones encontró la clausura: “La soledad se aprende y se conquista”. Reconstruye sus sentimientos hacia Lorca, buscando en los escombros de la historia, y trata de que el viento nos tire por la borda sus primeros versos. El descubrimiento de los bares era una forma de ahuyentar esa soledad (y desde entonces siempre lo han acompañado, el bar como sinónimo de encuentro): “Son la patria del que ha sido muy joven”. Por entonces Granada era un hervidero de tertulias. En el Enguix, en el sotano-bar de la Facultad de Filosofía y Letras de Puentezuelas, en La Barraca, en La Pataleta... Había tantas tertulias por entonces en todos los barecillos de Granada: hasta en las prosaicas bodegas Muñoz. Y allí los maestros, los alumnos, los amigos: “Yo sé quien soy/ si levanto la copa y bebo con vosotros,/ mis primeros amigos elegidos”. Y surgen los nombrados, que serían el germen inicial de la poesía de la nueva sentimentalidad, amigos, profesores y alumnos al unísono: entonces, Juan Carlos Rodríguez era el maestro de ceremonias; los demás, alumnos aventajados.
El poema “Defensa de la política” tiene una evidente relación con la poesía pedagógica y moralizante del siglo XVIII con la que conecta en determinados momentos esta lírica. Un hecho no valorado suficientemente ni puesto de manifiesto adecuadamente por los críticos que se han dedicado a valorar la poesía de la experiencia. En este sentido habría que decir que esta lírica, con una evidente componente neorromántica en muchos casos, no asiste ajena a la filosofía subyacente de parte de la lírica neoclásica que se sustenta sobre principios morales que intentan proyectar valores y contenidos positivos para la sociedad. García Montero personifica a la política, la llama “amiga mía,/ compañera de curso en la Universidad (...) Nunca me fallas si te necesito”. Y lleva a cabo una defensa de la política trascendente y necesaria ante los vilipendiadores. Siempre que alguien vilipendia la política per se, sin entrar en los hechos políticos concretos, se acerca al fascismo (al menos así lo estimo). Y creo que esta es la razón que le impulsa a decir: “Por eso te defiendo de los calumniadores./ Cuando somos corruptos te llamamos corrupta (...)/ y nada es más obsceno/ que mentir en tu nombre/ para después llamarte mentirosa”. En esta imagen que proyecta se nos aparece la amada medieval (la política) a quien el trovador rinde pleitesía.
En la misma línea está la construcción del poema “Democracia” (no creo que sea un buen poema) para el que emplea una letanía de corte seudorreligioso bajo el paralelismo y la anáfora: “Venga a mí tu palabra... Venga a mí... A mí.... Por los que se levantan... Por el exiliado... Por su recuerdo... Por los libros de Freud y Marx,/por las guitarras de los cantautores... Por los que salen... Por los ojos... Venga a mí tu palabra”. Mucho mejor es el titulado “Democracia Dos” (en el apartado IV) donde nos transmite un profundo desengaño y crea la metáfora del agua que todo se lo lleva, incluidas “la luz de mis banderas comunistas”. Y concluye: “Yo me recuerdo así,/ más amargo y más frío./ Una vitalidad desesperada”.
Alberti lo llama. Una cita con él (el elemento costumbrista) es tomado como referente poético. Este hecho es consustancial también a su lírica. Lo anecdótico, lo cotidiano aparentemente intrascendente... adquiere una valor simbólico, un valor intrínseco y necesario: “Y llamas por teléfono,/ y preguntas la hora,/ y sugieres la cita,/ busquemos otros montes y otros ríos,/ para comer al sol de las afueras”. Llama la atención que esta cita con Alberti le lleva a decir a continuación: “Una vez más me siento el elegido”.
En su cuarto apartado, “Segundo tiempo”, introduce una mayor variedad de temáticas que van desde la política, los viajes, hasta los hijos, el homenaje a los poetas queridos o el compromiso. Precisamente en este último, hace un juego simbólico con los colores rojo, negro y blanco definiendo el rojo como “el cielo que rompe/ en el amanecer de la ciudad”; el negro: “lluvia y paredes quemadas por la lluvia”; y el blanco: “el jazmín sereno de la mortalidad”. No dejan de ser irónicas estas palabras que trascienden el mensaje habitual.
Pocas veces habla García Montero de la muerte o es tan definitivo y axiomático en la definición de la existencia, pero en el poema “Resumen de los hechos” afirma contundentemente en el alejandrino: “Al final sólo importan el amor y la muerte”. Efectivamente, estos son los términos que dan sentido a la existencia. Todo un mensaje para navegantes y todo un mensaje para los que han criticado la poesía de la nueva sentimentalidad desde cánones intrascendentes.
Pero lo que también llama profundamente la atención en su obra es la solidaridad para con las personas que ama o estima. Cuando el poeta se imagina muerto, aun se imagina hablando de sus amigos, pero también la retórica de “dejarse la piel en esta vida”, que suena tan emblemático y el concepto de tránsito aplicado a la existencia. En esta derrota que asoma con frecuencia en su obra, tienen un rincón preferente Antonio Machado o Ángel González, gran seguidor de la obra del sevillano.
Rememora las playas de los años sesenta, exalta las ciudades: Madrid y los amigos; París, La Habana, Granada: “Las ciudades enseñan un modo de hablar solo”; o Nueva York (y entonces recuerda al surrealista Lorca). Y sobre todo los recuerdos como en “Morelia” donde se define como “cobarde”, pero digno: “Por eso corro hasta mis versos/ como el niño que huye hacia su cuarto/ cuando empiezan los gritos de la casa”. Escribe un bello poema en “Los hijos” (Elisa, Irene y Mauro), un poema sentido, directo, emotivo donde trata de vencer la premura del tiempo y conseguir el camino de los afectos a través del juego metafórico: “Un hijo es el segundo país donde nacemos”. Y dice como tantas veces han dicho las personas normales: que los hijos crecen como espinas.
Tiene también conmovedores recuerdos para “El profesor”, y aparece entonces la vía que lo conecta con el neoclasicismo en la lírica en su componente de lírica pedagógica: exalta la duda, la defensa de lo que somos y pensamos, la no mentira, la no ruptura de ilusiones. Y, por supuesto, “Jaime”, Gil de Biedma, su faro literario durante mucho tiempo junto a Antonio Machado, L. Cernuda o Ángel González. Se hace sincero y directo, y reconoce la aportación a su obra de Gil de Biedma: “Yo habité los poemas/ que me fueron haciendo como soy/ (...) La herencia literaria / se pide como un crédito./ Yo lo aprendí en Granada, meditando/ palabras de familia/ con Jaime Gil de Biedma”.
El amor se va adueñando del poema. No tiene sentido la poesía de García Montero sin la presencia constante del amor, como sucede en el apartado V, “Punto y seguido (Habitación con vistas a tu cuerpo)”. Sin Salinas, del que toma ese gusto por lo dialógico y a inventar siempre un juego de lenguajes indirectos. La construcción amorosa es consustancial a su energía poética. Un amor indefectiblemente unido siempre a lo corpóreo, pero sobre todo a la memoria del amor, al poso que dejó. Para él el amor es la búsqueda de la luz, pero es consciente de que no para todos existe, y hay gentes que se mueren sin amar, sin haber conocido la legitimidad de la luz, la razón de amor (Salinas), el sentido de esa habitación con vistas a un cuerpo y la necesidad de que los árboles del bosque se parezcan a la amada, reconociéndose en ella, en el paso del tiempo. Lo cotidiano, el lenguaje diario, estándar, las pequeñas cosas van adueñándose así del poema en esta tendencia a convertir lo anodino y diario en elixir de una verdadera existencia. Por momentos rescata la memoria de las cosas (donde también está ella, habitándolo todo como un encendido recuerdo), y la necesidad de buscar la verdad de la piel, y de la luz de la tarde, de la libertad de ser también en ella (como Cernuda), y regresar enloquecido a esa instancia de la memoria, a las habitaciones habitadas.
Dos poemas conforman el último apartado VI, “Vista cansada”, con un poema homónimo y el titulado “Las huellas”. Son un epílogo a este estructurado poema con voluntad de circularidad y un paradigma de su poesía. Podríamos decir que, como el aleph, contiene en pequeñas dosis los elementos esenciales de su lírica a modo de resumen. El recuerdo de la nieve, el recuerdo de la infancia (permanente y constante en toda la obra), también la soledad de otro tiempo y “aquel tímido Luis/que cuidaba el pesebre/donde comían los caballos”. Son las huellas que están depositadas en cualquier lugar y basta que el poeta las encuentre y las lea. A pesar de que muchas veces pensemos que es como un sueño. La vida no lo es. Tras hacer un repaso a su existencia, un leve repaso de años, de tiempo que se va con la presbicia. Este libro tiene un fondo de epítome. Pero también de reflexión emotiva, contemplativa, la que produce el tiempo: “Ahora aprendo a vivir con la vista cansada”. El cansancio de vivir pero también la necesidad de ser, de estar en aquellas habitaciones, en aquellos amores, en aquellos días de la infancia con su sol: “Me duelen/ los finales injustos,/ que cierran nuestros ojos/ porque somos cadáveres vivientes”. Bellos versos que resumen una existencia, que palpitan en el gozo de la palabra, en la singladura del compromiso con la vida y los afectos.

sábado, 10 de mayo de 2008

EL SOL DE LA DECADENCIA DE LUIS ANTONIO DE VILLENA POR MORALES LOMAS


Existe en muchos escritores homosexuales una propensión frecuente a convertir sus obras narrativas en objeto de sus tendencias sexuales. Los casos emblemáticos serían los de Eduardo Mendicutti o Álvaro Pombo. Este mismo es el centro de El sol de la decadencia (2008). El sexo del hombre y la belleza como elementos que actúan al unísono para conformar la identidad de una obra. Esta obsesión por los temas sexuales procede, a mi modo de entender, como una respuesta ante esa constante represión de un conjunto de conductas ajenas a las reinantes en la moral del momento. De hecho dirá en la obra: “La sociedad homosexual (hecha de resistencia y de ocultos y deseados prestigios) no coincide de pleno con la sociedad heterosexual, que es básicamente lo que se ve al día. La clandestinidad, que por supuesto la ha ensuciado e infamado, la ha hecho también más libre”. La defensa irrefrenable de la homosexualidad así como de la belleza, el hombre, el amor y la juventud forman un continuum, al unísono son la única razón de la existencia, porque sólo en ellos se mantiene la esencia del ser humano. Era también la constante de Wilde en El retrato de Dorian Gray, a quien sigue en el espíritu: “Existen la juventud y la belleza (...) porque son lo único todavía constatable de una remota –o futura- verdad del mundo”, dirá Sheen en la obra.
En El sol de la decadencia desarrolla la historia del caballero inglés (se decía hijo menor de unos aristócratas divorciados) afincado en California, Alfred Sheen o Alfred Taylor, un decorador de éxito que llegó a Hollywood en 1919, novio secreto de Marlene Dietrich, con la que intercambiaba parejas: él le traía chicas a ella y ella le traía chicos a él. Sheen manejaba una red de muchachos que alquilaba o cedía a gentes ricas y famosas del mundo del cine. Sheen, con setenta y un años, contrata al joven Phil en 1940 (en el final casi de su vida) para la elaboración de sus memorias. Le acompaña su amigo y novio Toby, que también caerán presos de sus zarpas de afamado conquistador de jovencitos. La obra está construida técnicamente desde diversos puntos de vista, tanto en primera persona, a través de la voz del propio Sheen o Taylor, como en tercera persona omnisciente, o a través de las voces de Phil o Toby, como testigos o depositarios de los secretos de Sheen. Esta simbiosis entre la heterodiégesis y la homodiégesis provoca una multiplicidad de puntos de vista que enriquecen la obra y le dan una solvencia narrativa deseable. Cuando muere Phil, hacia el final de la obra, será Toby el encargado de dar fin a esta novela que expresa la decadencia del título: un hombre que estuvo en la gloria máxima para acabar finalmente olvidado, loco... En realidad, Alfred Taylor fue un personaje real que fue condenado a la misma pena que Óscar Wilde y, como él tendrá un final pedigüeño y misérrimo, y del que se perdió la pista finalmente. El libro que finalizará Phil llevará por título Días dorados. Mi vida en Hollywood. A medida que se construye el rostro y la existencia de Sheen vamos descubriendo su interpretación de la existencia y la verdad que encierra esa constante búsqueda del cuerpo joven y vigoroso del hombre, su juventud, su deseo...: “Fuera del placer no existe vida. Sólo el placer da sentido al mundo, aunque haya a la vez decepción y hastío”. Lo que permite adentrarnos por una tipo de narrativa donde la argumentación y la exposición en torno a estos grandes temas es constante, aunque en determinados momentos podamos hallarla un tanto reiterativa y envolvente, como si el escritor estuviera girando la misma peonza continuamente. Por esta surgen personas tan conocidas como Óscar Wilde, que aquí aparecerá como amigo de Sheen, el novelista William Somerset Maughan (que tenía un secreto: coleccionar fotos de jóvenes), la relación del famoso actor Rodolfo Valentino (que quería a Ramón Novarro pero soñaba con muchacos rudos que le recordaran el mundo vivido en el sur de Italia), con Greta Garbo, lord Wikefield y los uranistas, pero también sus innumerables amantes, su insatisfacción. De ahí que siempre se halle como eterno emblema la constante reflexión en torno al amor, el deseo, la juventud y la felicidad.


Villena, Luis Antonio de: El sol de la decadencia, El Aleph Editores, Barcelona, 2008, 285 págs.

jueves, 8 de mayo de 2008

LA LÍRICA DE MANUEL ALCÁNTARA. PRIMERA ÉPOCA por F. Morales Lomas



Manuel Alcántara inicia su trayectoria poética a los veintitrés años en el sexto recital de la III Serie de lecturas poéticas del Café Varela de Madrid, que se denominaban . Y entre 1951 y 1953 será asiduo del Café Lira y del Café Molinero, donde conocerá a Rafael Azcona, Rafael Montesinos, Federico Carlos Sainz de Robles, Meliano Peraile... Unos años en que empezó a configurarse la denominada segunda generación de postguerra, de la que no se puede desligar a Alcántara como también lo afirma García Martín en su obra "La segunda generación de postguerra".
Pero es a los 27 años cuando se produce su estreno poético y publica "Manera de silencio" (1955), con el que obtiene el Premio de poesía Antonio Machado, que concede la revista Juventud, considerado el equivalente a lo que será el Premio de la Crítica al año siguiente, y figurará como poeta destacado en la "Antología de la poesía española 1955-1956" de Rafael Millán, comenzando a colaborar en Juventud.
En 1958 publica "El embarcadero", al que le seguirá "Plaza mayor" (1961), con el que obtuvo el accésit del Premio Nacional de Literatura, premio que conseguirá en 1963 con su siguiente libro, "Ciudad de entonces" (1962), aunque un año antes Jiménez Martos lo incluyera ya en "Nuevos poetas españoles". Sin embargo, no publicará una nueva obra de poesía hasta la década de los ochenta. En 1972 existe un tránsito y se recupera su obra poética, que se hallaba inencontrable, en la antología poética "La mitad del tiempo".
Pero no será hasta 1983 cuando se inicie su segundo periodo poético que lleva a la publicación consecutiva de tres libros de poesía que había escrito durante los veinte años anteriores: "Anochecer privado" (1983), "Sur, paredón y después" (1984) y "Este verano en Málaga" (1985), con el que alcanzó el Premio Ibn Haydún. El mismo año que publica "Antología poética" (1955-1985). Su última obra lírica, la octava, es de 1992 y lleva por título "La misma canción". Desde entonces no ha publicado ninguna obra. En 2002, conmemorando los diez años de su última publicación el profesor Gómez Yebra publicó una antología titulada "Poemas" (1955-2000), publicado por la Universidad de Málaga.
Estos silencios en la obra poética de Alcántara se justifican, a mi modo de entender, por la concepción de una creación que nace de una necesidad: el poeta accede realmente al hecho poético cuando lo cree necesario (es mi hipótesis de trabajo; constatada recientemente en un almuerzo con el escritor donde recordaba la conocida cita de Rilke de la poesía como acto necesario), pero también (creo) a la tiranía de la columna periodística.
Sin embargo, ¿a qué se debe que no se hable más del Alcántara poeta y sí del Alcántara periodista? Lo explicaba Alfonso Canales de esta guisa: “Puede que al poeta le quepa en ello alguna culpa. En su mano ha estado siempre bullir donde se cuecen las antologías y editar o reeditar en las colecciones de moda. No ha querido, quizá por el legítimo orgullo de quien se sabe por encima del nivel de los que se mueven, con más desenvoltura que mérito, en esos ámbitos tan escasos de verdaderas voces. Y sabedor de que ha alumbrado ya una obra memorable, ha optado por permanecer al margen de la política poética y por derramar en la prosa periodística de su columna diaria algo de lo que rebosa su poesía”[1]. También la absorbente labor de columnista diario lo explicaría, pero, en última instancia, sus propias palabras: «La poesía viene cuando quiere y el artículo tiene que venir cada día».
La lírica de Manuel Alcántara es nostálgica, neorromántica, cernudiana, filosófico-vital, senequista –y, por tanto, estoicista, en la línea quevediana-, metafísica, a veces; musical, heredera del modernismo en su musicalidad y del noventayochismo en su densidad vitalista, donde muestra las grandes raíces de lírica intemporal: la vida, la muerte, Dios, la tierra, el paso del tiempo. Son los temas frecuentes y en un plano secundario otros no menos baladíes: el mar, la nostalgia de lo perdido, el olvido, la presencia de lo perecedero…
Alcántara domina con fluidez el soneto, los metros endecasílabos, octosílabos y heptasílabos, base de su poesía, pero también las cuartetas, los tercetos, los tercetillos, los versos asonantados y todo ese flujo que procede del cante flamenco en una línea que llegaría directamente de los hermanos Machado y se adentraría en escritores como José Luis Estrada.
Decía que a los veintisiete años publica su primera obra, "Manera de silencio" (1955). En una década caracterizada por la preponderancia de una gran línea teórico-literaria: el realismo social o realismo crítico.
La lírica de Alcántara será entonces una poesía comunicativa, pero en la que existe un proceso de interiorización, una evolución personal y vivencial que le aproxima mucho más a la autonomía de corte ascético-místico que a la proyección social de la lírica que se lleva a cabo en esos momentos. Aunque también llama profundamente la atención la fiscalización de los problemas de la existencia (que tan de moda estaban por otra parte en Europa entonces, desde la influencia que tiene la filosofía sartreana, entre otras), en el profundo discurso interior, en lo trascendente del mismo, muy sugestivo para una persona que escribe su primer libro.
En "Manera de silencio" el escritor organiza ya su mundo y gran parte de las claves de lo que va a ser toda su lírica posterior, sustentada sobre una serie de principios o vectores de pensamiento y emotividad, y sobre una estética directa y confidencial precisa que va desde el endecasílabo (a través del soneto) hasta la unificación de versos endecasílabos y heptasílabos con afán narrativo-descriptivo y conceptual. Partiendo de la anécdota personal y vivencial, de su particular visión del mundo exterior y de las claves de la conciencia reflexiva, se transciende a nivel simbólico. Entre esos vectores trascendentes figuran el concepto de hombre como profesión; la constante presencia de Dios como problema, como duda, como imposibilidad; la fugacidad de todo lo perecedero según la máxima del "tempus horribilis fugit"; la pesadumbre vital; la presencia de los elementos cotidianos; la necesidad de definir su actitud ante la existencia y la introspección interior, la constante presencia de la muerte, la mirada interior... Una lírica de corte eminentemente emotivo, elegíaco, vital..., que se irá construyendo desde una visión realista del hecho poético, pero transformado con los recursos expresivos que connoten y modifiquen su percepción de las cosas, bien para ampliarlas, bien para minimizarlas en un afán siempre innovador.
"Manera de silencio" desarrolla dos conceptos básicos: la organización del mundo propio, sus premisas y la afectación de lo exterior en el interior y en su orden de valores; y, por otra parte (desarrollada básicamente en el apartado II), la omnipresencia de Dios como solución, pero también como problema.
A la vez que proclama su entorno vital sobre el que construye sus ideas:
1. El olvido.
2. La dicotomía niño (alegría)/ yo actual (ser indefenso que va pereciendo).
3. El ser hombre como profesión.
4. La búsqueda de la esperanza.
5. La constante presencia de Dios (como conflicto y enigma):
“Cuerpo a cuerpo con Dios se está vendido
y a gritos no se alcanza.
(...)
Y cuando el alma suena es que a Dios lleva.
(...)
Que se irá mientras hacen las estrellas
propaganda de Dios, allá en el cielo”.
6. La fugacidad temporal.
7. La aflicción existencial: “Ser hombres es una larga historia triste/ y un día se acaba”.
8. Su lucha doliente por resolver la eterna duda y disfrutar la esperanza y el amor.
La complementariedad llega desde el naufragio vital y la traslación de la pena interior inclusive hacia la propia naturaleza, el dolor de la existencia, el dolor de estar vivos. Un aire elegíaco y desgarrador ante el vivir, aunque persiste la necesidad de levantarse desde ese hundimiento interior. No se conforma Alcántara con que la existencia sea la condena cotidiana, y en sus palabras asoma un aire de rebeldía juvenil, una necesidad de explicación permanente ante lo que considera una impostura, una arraigada zozobra
En ese tránsito atormentado y dolorido, los símbolos que la literatura ascético-mística despliega surgen entonces como un intento de alcanzar la bonanza, la claridad humana y vital. Pero su postura, aunque creyente, es permanentemente agónica y unamuniana. La duda lo acomete, lo solivianta y lo eleva por caminos diversos sin hallar nunca la respuesta. Lo que le conducirá al desconcierto vital. Esta falta de respuesta, este silencio clandestino de la divinidad hacen que el ser humano viva enajenado, apocado, extraviado, buscando las respuestas que sus límites humanos no le darán.
"Plaza mayor", el libro con el que inaugura la década de los sesenta, es un excelso canto a España, a sus gentes, a su geografía, a su idiosincrasia en una línea trascendente que llega desde los grandes motivos y temas de la Generación del 98, teniendo como especial subtexto muchas de las conspicuas ideas que había desarrollado en su poética Antonio Machado en "Campos de Castilla". Son múltiples las veces que va nombrando a España en este recorrido que va de Norte a Sur y de Este a Oeste, desde Cantabria hasta el Rincón de la Victoria y del Noguera Pallaresa hasta Extremadura. Unas palabras en las que está presente también el espíritu de Unamuno y la tribulación de los noventayochistas que repudian esa España sórdida, esa España , y ensalza, en cambio, las bondades de un país, la geografía, el paisaje, la angustia ante el paso del tiempo, la denuncia de la miseria, el desaliento y la oquedad, son permanentes nociones que desarrollan básicamente una poesía con un arquetipo socializador y adecuadamente humana.
Con esa tendencia que, a veces, existe en los poetas a la circularidad en la construcción literaria, Alcántara en el poema “Sobre la mesa” se dirige al vocativo España de este modo: “Estás desmantelada (...)/ Estás, viva y terrible,/ sangre de toro y tapias encaladas”. La España que nos presenta Alcántara es atrasada, rural, vencida por sí misma, por su propia historia. Una España más cercana a la elegía y a la épica que a la lírica; de ahí la tendencia métrica al uso del endecasílabo y los versos de arte mayor que adquieren consonancia rítmica de ópera, realzando los grandes ámbitos del país que no se compadecen con una presencia sublime de los cuatro elementos de la naturaleza (agua, fuego, aire, tierra). Todos ellos están presentes como diamantes en bruto, como organizadores de una singladura geográfica y vital en la que, a la vez, que se adentra por sus campos, valles y ríos lo hace por el interiorismo del poeta creando una simbiosis entre su pensamiento y lo externo. Una característica que siempre es determinante en toda su obra, que ni es ajena a su faceta emotivo-personal como tampoco a la socializadora y humana.
España, por tanto, se transfigura en motivo y símbolo de esa Plaza Mayor y enumera, habla de sus habitantes (“leñadores del viento”, “tratantes de los campos de la patria”, “terratenientes de la luna”, “jornaleros sin fin de la esperanza”) pero también el ámbito rural: el polvo de los caminos, las acequias turbias.
Vitalismo, existencialismo, reflexión sobre el más allá y su correlato en el aquí y ahora son temáticas determinantes de "Ciudad de entonces" (1962), el poemario que le supuso el Premio Nacional de Literatura. Según Canales[2] "Ciudad de entonces" es una “vuelta al origen: los poetas también suelen volver al lugar de ese sangriento suceso que es el nacer (...) Pero su viaje había de acabar en Málaga, ciudad de entonces y de siempre ya para él y para su poesía. Su amor está donde estaba, «de donde no debiera haber salido»”.
"Ciudad de entonces" es Málaga, pero es su manantial, su procedencia, sus señas de identidad, como reza el primer poema, que se engarza por su temática y por los aspectos formales en el tipo de poesía precedente en cuanto a su luminiscencia vitalista, a la conformación de una lírica confidencial y a la conexión con una línea siempre presente en la tradición castellana que procede de Jorge Manrique. El poeta se adentra por la contemplación exterior e interior y su discurso que objetiva o subjetiva, crea una simbiosis permanente entre el aquí y el allá (si por el aquí entendemos la vida actual y el allá la muerte perseverante), entre el yo y la realidad circundante, entre el discurso del ser y el del no ser, entre la lírica sustantiva del soneto y la épico-lírica de los versos endecasílabos y heptasílabos, bien blancos, bien asonantados en los pares.
Alcántara posee la percepción de que el mundo, el universo, nuestra existencia está perfectamente ordenada (formamos parte de nuestro propio estigma, de nuestra propia proclama de seres perecederos), definida y circunscrita (“Resulta que la historia estaba escrita/ cuando yo quise hacerla a mi manera”), un fatum que procede de la tradición romana y se adentra por la musulmana, y el escritor sólo puede ser un testigo de ese legado, un atavismo que comprende y acepta pero contra el que a veces se rebela con toda la fuerza de su esencia perecedera: “Espectador y cómplice, decía/ que la función se acaba cualquier día:/ caerá el telón y me darán por muerto”. Quizá el ser humano es tiempo entre las dos nadas (“Cada hombre era una fecha”), un imperceptible espacio en la totalidad, y quizá también es nada en su propia esencia, humo. Por eso en el poema “Bulevar” nos dice:

En el año 3000, sin ir más lejos,
importaremos nada.
Nos llamarán «antepasados».
(Una mala pasada).

Se refleja la noción de inanidad como consustancial a su lírica, tanto como la percepción de la finitud y de la tensión vital, aunque haya momentos, como en el soneto en endecasílabos heroicos “Soneto para leer en una terraza las noches de verano” en que el poeta su actitud ante la existencia pasa por no inmiscuirse en ella, en permanecer ajeno, con esa contemplativa de raigambre oriental, para ser indemne, para no contaminarse; y el poeta bajo un efecto de extrañamiento lírico tan taoísta como andaluz dirá: “La vida es una historia de allá abajo. Si nosotros estamos condenados a ser un muerto es porque en nuestra esencia lo somos. La muerte no es algo importado desde lugar alguno, una adquisición ex nihilo, una impostura en nuestro trasiego vital, lo alienable de la existencia no es posible. Nosotros también somos el muerto que llevamos dentro. Son palabras en las que subyace un irremisible sentido de pérdida, de tener que hacer frente a algo irreparable sin tener posibilidad alguna de victoria. Una intención que siempre es agónica y unamuniana, pero también es una forma estoica y de raigambre senequista sobre la comprensibilidad del fin, la indulgencia, la transigencia ante la condición del ser.
Si en algunos poemas se produce una declaración de principios sobre el porqué de su venida al mundo y la asunción de la soledad vital; en otros hay una despedida de la existencia, en tanto que oración cívica en la que la creencia en la vida eterna es una forma de cognición, pues será como forma de revelación de la respuesta a la permanente pregunta del poeta: ¿Cuál es el secreto de la vida y de la muerte?
En un primer momento travesea con la afirmación o la negación en torno al verbo ser y su metaforización deslocalizadora: “La muerte no es de aquí (...)// La muerte es de otro sitio”; pero también la identificación del ser humano con el tiempo que le queda: “Cada hombre era una fecha”, que no deja de transmitir un deje de fina ironía y de humor negro ante la confidencialidad mortuoria.
El segundo apartado lleva una cita inicial de Rilke sobre el concepto de tensión vital. Es el núcleo esencial del poemario escrito en sonetos en endecasílabos, con predominio del heroico. Surge el ser humano ante el combate de la existencia, el combate vital, la soledad a través de unos versos confidenciales que tienden a la definición y a concretar los postulados vitales tanto en el tono como en los principios rectores que lo sustentan. Considera que el niño es una persona más fuerte porque tiene una mano que lo guía, en cambio, cuando se hace hombre queda solo, expugnable ante el combate de la existencia. No nos gusta quedar frágiles e indemnes ante las acometidas de ésta y nuestra fragilidad y nuestro miedo es determinante. En el fondo subyace una negativa ante este modelo existencial que surge cuando el hombre en soledad ha de hacer frente al exterior convirtiéndose en una especie de herido Prometeo. Lo que le lleva al poeta a decir: “Voy a serte/ sincero: no me gusta”. Es como si existiera la necesidad de seguir siendo pequeños para poder vivir con soltura, arraigados a la vida con fuerza.
Los símbolos de la contemporaneidad, los pequeños hechos cotidianos, la trascendencia del tiempo, la pervivencia de la memoria o la recreación de los símbolos diarios organizan una poesía vital donde siempre es permanente la simbiosis entre la reflexión meditativa y la contemplación descriptiva con tonos diversos que van desde la vitalidad consentida hasta la fragilidad desmitificadora.
En definitiva, una obra de gran trascendencia vital y existencial a través de la que el poeta recorre sus grandes preocupaciones de individuo frente al cosmos, frente a los sucesos y los símbolos del vivir.

[1] Canales, A. (2003): “Un altísimo poeta” en Manuel Alcántara, Ateneo del nuevo siglo, núm. 4, enero, pp. 16-21[17].
[2] Canales (2003: 19).

miércoles, 7 de mayo de 2008

MURIÓ EL AMIGO JOSÉ MARÍA BERNÁLDEZ


Habíamos estado en Almería entregando los Premios Andalucía de la Crítica el día 31 de marzo junto al Presidente de la Diputación de Almería, Juan Carlos Ollero, y a la Directora General del Libro de la Junta de Andalucía, Rafaela Valenzuela.
Allí nos encontramos junto al gran poeta almeriense Julio Alfredo Egea -al que homenajeábamos- José María Bernáldez -que a la postre recogería el Premio Andalucía de la Crítica de Poesía en nombre de Chantal Maillard al no poder asistir ésta-, Julio Manuel de la Rosa -que iba a recoger el Premio Andalucía de la Crítica de Narrativa-, Rosa Díaz, José Ruiz Mata -secretario de la AAECL-, José García Pérez -presidente de la ACE-Andalucía- y el que esto suscribe.
Había llegado José María Bernáldez con su equipo para la grabación del acto y emitirlo más tarde en el programa del que era editor, "Al Sur", de Canal Sur de Andalucía.
José María era un hombre bueno. Su bonhomía llenaba el espacio que dejaba el silencio. Estuvimos hablando de novelas, y también del R. Madrid, del que era un forofo empedernido, quizá desde su época de estudiante madrileño. Hace muchos años que conocía a José María y le tenía un profundo afecto. Era una persona cultivada, seria y profunda, cuya generosidad era tan grande como su humanidad. Este tipo de personas, como le decía hace poco a alguien, no deberían de morirse nunca, pero el domingo a las diez de la noche la gran poeta sevillana Rosa Díaz me dejó en el buzón de voz del teléfono un mensaje oscuro e inquietante: "Paco, llámame, tengo que hablar contigo urgente, ¿no te has enterado de la noticia?" Inmediatamente la llamé y me quedé desangelado: "Paco, José María Bernáldez ha muerto".
Habíamos hablado muchas veces y siempre esgrimía una sonrisa a medias con un ligero rictus del labio que ascendía y contorneaba los ojos como si el humo del tabaco lo cegara momentáneamente. José María bajaba ligeramente el labio inferior y comenzaba a hablar parsimoniosamente, con su voz un tanto suave y monocorde, como si se fuera perdiendo en el hilo de sus palabras. Con el cigarrillo en la boca y entornando ligeramente los ojos para evitar el humo. José María leía todos los días una novela. Era su pasión, era su forma de estar en el mundo y de ser él mismo, una persona educada, culta e inteligente. Tan amable que nunca tuvo una voz más alta que otra y siempre supo ser fiel a sí mismo. Estuvimos dos días en Almería. Fueron los dos últimos días que pude hablar con él, pero con la memoria, con su afecto, con su imagen siempre seguiré hablando.
Fue con su hija Emilia con quien tuve oportunidad de hablar para darle el pésame en nombre de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios. Le dije que todos lo queríamos y le teníamos un profundo cariño, y Emilia se echó a llorar.
Adiós, querido amigo. Descansa en paz.

Biografía

José María Bernáldez nació en Alcántara (Cáceres) hace sesenta años y era licenciado en Filosofía y Letras y Periodismo. Dirigió la sección de cultura de 'El socialista' y trabajó en las redacciones de Radio Nacional de España, Televisión Española y El País, antes de incorporarse a la Radio Televisión de Andalucía.

Hace trece años se puso al frente del programa cultural de Canal Sur Televisión 'Al sur'. Como editor de este espacio abordó el nuevo proyecto entendiendo que había que "dar a la cultura un tratamiento informativo especial". Y lo consiguió.

El Premio Andalucía de Periodismo, el de la Asociación de Telespectadores de Andalucía, el Premio Atea, el de la Fundación Lara y el Ateneo Cultural atestiguan la calidad de los contenidos y del formato del programa dirigido por este periodista de raza. Su gran pasión era la lectura. Bernáldez había publicado diez libros, entre biografías y novelas, y participaba activamente en la vida cultural andaluza, formando parte de un buen número de jurados literarios. Entre ellos el Premio Andalucía de la Crítica de cuyo jurado de novela formaba parte desde su fundación.

Era un bibliófilo empedernido y atesoraba en su casa más de 20.000 libros. Mantuvo una estrecha relación con los escritores Bryce Echenique, Alfonso Grosso o José Manuel Caballero Bonald.
José María Bernáldez estaba casado con Tessa y tenía una hija, de nombre Emilia.

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano