sábado, 12 de diciembre de 2009

LA POESÍA DE PEDRO J. DE LA PEÑA POR F. MORALES LOMAS


Ajeno a las modas y a los artificios que siembran el desconcierto, categórico en su diferencia poética, la poesía de Pedro J. de la Peña se sostiene sobre un mundo propio en el que siempre ha confiado y en el acomodo a una percepción formal serena con el texto creado y al hilo de sus circunstancias vitales que añaden reflexión y vitalismo creciente. Se siente dueño del caudal lingüístico y ordena su mundo de símbolos desde la orilla de sus vivencias personales, de sus viajes, de sus complacencias o al hilo de la reflexión literaria. Su espacio vital se llena de iconos, de ríos interiores, de diáfanos mares o caballos que alcanzan las nubes de Pegaso. Entonces es más autocomplaciente con el amor y sus complementarios, con el juego demiúrgico del náufrago y con la aceptación del propio sentido del destino personal. Quizá su paraíso esté aquí. Lo está, se lee en sus poemas de Corpus ecológico, toda una invitación al edén con sus ríos de árboles sonoros o la humildad de la vida simple que enlaza con la naturaleza a través de la Amazonia recobrada. Pero su paraíso también está allí, hacia la plenitud ilimitada. Y, sin duda, en el viaje interior, un viaje de ida y vuelta, con sus pecios y sus brocales, pero un viaje de identidades y de murallas que culminar: “Y hoy/ nada ha cambiado y es/ igual fragmentación la que sentimos,/ perseguidores de aventuras, gentes/ que con trabajo huimos, con esfuerzo/ de un tedio vertebral.// Hombres/ iguales a los héroes”. Y en ese afán, que es lucha, con los símbolos borgeanos recorre también el “Ajedrez de vida y de muerte”, ignorando lo notorio y seguro para trascender, sereno, domador de potros jóvenes, viendo los universos siderales y la negrura y la claridad de la existencia. Porque no estamos solos, porque somos crédulos de los grandes principios, de esa ley que quema y arde y es una zarza que prende y es vida.
A veces la muerte se adueña de los poemas, sobre todo de aquellos que se acercan al final del siglo XX y se hace meditación, memoria y templanza. Esa certeza, esa seguridad de que se ha ido y sobre él se han cargado las amargas mochilas, los juramentos de antaño, las angustiadas esperas, los campos vacíos, los alaridos de los astros. A tientas va ahora este navegante por Los dioses derrotados y al acecho. Una esperanza incierta, sin duda, ante tantas mermas: Bakunin, Trostky, los profetas, el Mesías... ¿A quién se espera? Incluso hasta las diosas han sido derrotadas, aunque sigamos nutriéndonos de ellas, de esas diosas-mujeres, de la incertidumbre bella, de la fortaleza que reclamaron para sí Brönte o Plath. También, y acaso, la reina reclusa, Emily Dickinson. Pero siempre seremos dioses que llevan la sangre puesta, dioses románticos cuya sangre “se muele lentamente/ con una lengua blanda/ con la boca sedienta y malograda”. Como a la espera de una elegía que nos haga recobrar la patria perdida, “el veneno dulce que no hiere”. De ahí que el viajero siempre esté a la búsqueda, en esa necesidad de encontrar los balaustres del pecio, los tesoros hallados, “los pozos insondables del sueño”.
Mucho de espíritu neorromántico en su lírica, de símbolos que aspiran a crear un mundo de ríos interiores o de infinitudes mensurables, como si se mirara el cielo y en un espasmo pudiéramos encerrar la infinitud en nosotros, ese caos, ese orden divino como una indescifrable paradoja que nos alimenta. Ahí están las grandes exequias de la literatura, con sus cálidos amantes desde Borges hasta Neruda, Alberti, Luis Rosales, Antonio Machado, Lorca o José Hierro. Profundo, inventor de palabras, “tártaro calvo”.


Pedro J. de la Peña, F. Morales Lomas, J. García Pérez, Ricardo Bellveser y Juan Manuel González en 1999 con motivo del Premio Andalucía de la Crítica


Una lírica que bien puede encaramarse a los estaques de la carne y al desarraigo de los árboles, tan emotiva como épica, con su cadencia de oraciones encabalgadas y espacios para la reflexión y el entusiasmo crítico. Compromiso ante la herida y profundidad en la espesura de los sueños para alcanzar a sus Ulises, a sus Prometeos, en ese espíritu alegórico de renuncias.
Los libros iniciales ansían la devoción del amor y descienden a la reconstrucción del dolor en ese juego paródico de la vida que teje y desteje, que erosiona y crea símbolos para después encarcelarnos sin el menor reparo. Ansían el lenguaje metafórico y apuestan por la definición del significado de la palabra amor y el depósito en sus estanques de carne, en la blancura de sus ríos interiores, con adjetivos que sellan la noche y largas esperas que lleven al “fútil archipiélago”. Y la declaración del poeta entregado a su lance de amor: “Porque de ti ya soy. Esclavo númida/ de tu argolla...”
En otros momentos la ciudad con sus árboles ancestrales y su memoria que vuelve para decirnos lo que fuimos, lo que somos..., árboles desarraigados que van y vuelven como Ulises a su raíz, remeros también como él, solitarios y dignos, como los héroes, como los grandes buscadores de estremecimientos, rastreando la plenitud o el destino, con caballos ilimitados y al ritmo henchido de la vida.
Siente la bondad del discurso literario y de expresar lo que entiende por poesía. Nunca desde luego ajena a las cosas, innombrables a veces, inefables, ni ajena a las posibilidades de la vida, que es realmente lo que existe, más allá de las palabras y su inhabilidad para reclamar perfumes o convertirse en emblema del aire, acaso armoniosa, acaso reclamo de los símbolos. Pero al fin, palabra que nos acerca al misterio y su fascinación de símbolos, desde las zozobras interiores a las contemplaciones sutiles de los paisajes secos o la naturaleza marchita. La poesía como “éxtasis obsceno” o “placer morboso, inexpresable y bueno”. Siempre ahí, como una adhesión intensa y pura pero a veces amante no complaciente, a la espera, arruinando la vida como en su poema “La poesía”. No obstante, el poeta es consciente de que su obra es su pirámide, y busca en su diccionario de nubes, y cruza la sombra de los laberintos, y se hace piedra y palabra que crea el sueño. Siendo consciente de ello y también de que la sombra enseña, de que el fracaso redime y si nos lo advertimos la vida puede ser una ocasión perdida. Para ello es necesario, de vez en cuando, recobrar la memoria, recobrar “En la casa del padre” esa historia de lo que fuimos, a pesar de que nadie hubiera, del laberinto herido de la infancia y la muerte con su soledad de piedra.
Todos los sueños de la lírica de Pedro J. de la Peña pueden ascender a través de la simbología del caballo en “Poesía hípica” donde la metáfora se hace dueña del texto para expresar la oda a un animal que aspira al cielo: “Todos los caballos, cuando mueren,/ se llevan en la boca un poco de pradera”. Toda la bondad posible, la palabra dulce, la ternura de la elegía para el caballo muerto, en ese alcance de lo apremiante, de la intimidad y sus certidumbres. Si existe alguien ante el que las dudas desaparecen es el caballo: “Un amigo tan cierto y verdadero/ que siempre estás ahí (...)// Una presencia real, como un solemne buque”.
Una lírica múltiple y plural, diferente, reflexiva, cadenciosa en los encabalgamientos y con el reflejo de las sonoridades del simbolismo, acaso también con el espíritu neorromántico en el que siempre creyó Pedro J., como buen estudioso del siglo XIX. Una poesía para entrar en la dimensión de la realidad y también en la versatilidad de los sueños pero con el propósito de ser siempre viajeros hacia adentro.

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano