Si hace unos meses su obra Nueva York después de muerto obtenía el Premio Nacional de la Crítica, hoy obtiene el NACIONAL DE POESÍA.
Un reconocimiento que significa un espaldarazo trascendente a la obra poética más importante de este año.
Antonio Hernández es presidente de honor de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios que presidió durante doce años.
Reproducimos a continuación la crítica que le hicimos en su momento.
NUEVA YORK DESPUÉS DE MUERTO
DE ANTONIO HERNÁNDEZ
F.
MORALES LOMAS
La querencia de Antonio Hernández hacia la poesía de Luis
Rosales viene de muy antiguo. Los unió una buena amistad y Antonio se consideró
heredero del sentimiento y la técnica literaria del granadino. Pero en este
nuevo poemario Antonio Hernández ha querido unir a esa querencia la de otro
granadino universal, Federico García Lorca, y la no menos cosmopolita Nueva
York.
Un triángulo mágico que determina la esencia de un poemario
que formalmente aspira al mestizaje de géneros tanto como a la taracea de
individuos, símbolos y valores que convergen en un Aleph para crear un poemario
nuevo, insólito y rupturista. Se ha producido en él una convergencia, una
interacción sincrónica entre forma y contenido desde un consciente claramente
predeterminado que muestra un impulso poético generoso en la creación, con
continuas referencias intertextuales que posibilitan los reajustes
conceptuales, las gradaciones y los inestimables recursos expresivos de toda
laya. Antonio Hernández aspira a esa unidad consciente desde la multiplicidad
de sensaciones, espacios, técnicas, mixturas textuales y aciertos expresivos en
una obra que se hace extensa, sinuosa y enérgica en su macroestructura y en su
intenso ritmo.
Hay un acierto evidente en sus selecciones léxicas, en la
fusión de simbologías diversas y en la yuxtaposición de mundos que se van
cruzando al crear una malla semántica de afirmaciones, elisiones y
sustituciones en aras de conducir el poemario por la vertiente totalizadora,
poesía total que como en su momento Dos Passos en narrativa, aspira a la
complementariedad como elementos que configuran el todo en la información
reveladora, las acotaciones, los diálogos o los montajes.
En la Justificación inicial explicita el origen de este
título: “Luis Rosales, mi maestro (…) quería terminar su obra con una trilogía
titulada Nueva York después de muerto”.
No lo pudo hacer y este es el mejor homenaje que en su centenario durante 2010
(y desde la desembocadura del Río San Pedro, en Puerto Real, Cádiz) Antonio
Hernández quiso dedicar al maestro granadino, donde temáticas como Nueva York,
el exilio, la mecanización, el automatismo, la desigualdad de razas… están
presentes, como lo estuvieron en Poeta en
Nueva York, del genial escritor de Fuente Vaqueros.
Los tres libros del conjunto no son sino la macroestructura
textual que organiza este mundo desorganizado en el que se mueven las vías
comunicativas formales y semánticas en un intento de dotarlo, desde ese
triángulo mágico, de una perfecta armonía. Hay una forma interior que va a ir
progresivamente elevándose desde esa pluralidad exterior, desde ese depósito de
substancias temáticas e intelectuales resultantes y desde esa estructura
tripartita en libros que se le presenta al lector.
El Libro Primero, que ocupa casi la mitad de la obra en su
totalidad, lleva tres citas: una de Edith Wharton que alude a la mediocridad de
los norteamericanos; otra de Enric González en la que define la idiosincrasia
de Nueva York como ciudad que nació del comercio, apenas rozó la esclavitud y
nunca brilló por su respeto a la autoridad; y, finalmente, unos versos de José
Hierro sobre el desangramiento del poeta en su escritura. En definitiva, la
esencia y la forma de descubrir esa esencia desde el artificio del poeta y su
sangre en ebullición.
Esta primera imagen nos advierte de su voluntad de incidir
en la ciudad de los rascacielos como Aleph del espíritu norteamericano y para
ello opta por la retórica del discurso narrativo desde el inicial contacto con
Luis Rosales, en los primeros versos, y Federico García Lorca hasta sus
críticas aseveraciones sobre la realidad norteamericana actual y el Tea Party.
Tras exculpar a Rosales de todos los ataques a que fue sometido por su intento
de mancillarlo y acusarlo como corresponsable en la muerte de Lorca, crea el
contexto de esa España, “Un país lleno de ratas y telarañas”, pero también de
resentimiento y de odio. Antonio Hernández emplea el lenguaje en esos momentos
con la aspereza del estilete y la templanza de los afectos hacia las personas
amadas. Pero siempre surge con fervor la traslación de la palabra, su valor
como apotegma y como reverente presencia y el homenaje a la casa encendida y la
memoria de odios y cárceles.
Hay un discurso ensayístico con valor de proyección lírica
tensa, cerrada y fuerte en donde la abstracción del léxico (cuadrícula,
reglamentación, simbiosis) conviven con ese enmarque de la ciudad de Nueva York
en los destinos de ambos poetas: Luis Rosales y Lorca. En este primer desafío
hay una voluntad de amparo y salvaguarda clara del maestro. Para después,
recurrir simbólicamente a esta Nueva York, este símbolo de la modernidad, con
los emblemas y mestizajes de la palabra de Dos Passos y su Manhattan Transfer, al decir que fue este quien hizo protagonista
también a la ciudad. Antonio Hernández acuerda ese despliegue de medios
formales para conformar una imagen en la mente del lector que sintetice las contradicciones,
las paradojas, el gran oxímoron de la ciudad de ciudades, de la Babilonia de la
era poscontemporánea.
Busca la fortaleza de la representación semántica y crear
una especie de cosmogonía mítica de la gran ciudad a través de una progresión
selectiva de elementos. Pero antes de llegar a ello Lorca vibra en el poema
como estandarte de una época de terror el nazismo, el miedo al anarquismo… y el
americano que ama el dinero tanto como a su bandera. En esta simbiosis de
símbolos diletantes, Antonio Hernández se revuelve crítico y adusto pero
conmovedor y tierno en una singladura de distancias y contradicciones que
convergen en la gran ciudad, que mixtura a la vez con sus experiencias
personales (como aquella novia americana que tuvo) para después advertirnos de
la génesis genealógica de razas y pueblos que convergieron en la gran ciudad:
judíos, italianos, chinos… para componer esa detención a caballo entre el
ensayo y la lírica de corte neoclásico en su afán patriótico y desmitificador
de una realidad que nos presenta bajo múltiples aristas. En ese deambular del
monólogo interior, que toma como estructura, surge la alegorización de su
asesinato y la intertextualidad definitoria sobre la idiosincrasia española vía
Antonio Machado (“Mala gente que camina”) y ese fascismo asesino, ese otro yo
de la sociedad española.
En el errar por la ciudad de los rascacielos, los negros
ocupan un espacio querido, a través de esa figura, de ese mito efusivo y
delirante, que sirve de reclamo axiomático: Baltasar: “Baltasar, el músico, el
poeta, el que no lleva oro,/ ni incienso, ese alimento de la soberbia,/ sino
mirra aromática”. Es un deambular por la metafísica de los impulsos del
espíritu, con la música ocupando un espacio solemne pero también la fina ironía
y el sarcasmo agraz contra los sajones en la figura de Pound, ese fascista,
nazi “carteleado por sus obsesiones/ de zarandeador dispuesto a devorar”.
Existe en sus impulsos de realismo deformador un íntimo
deseo de construir la mecánica de las imágenes y realizar un cálculo casi
naturalista de las insuficiencias, tanto como un ensalzamiento de los grandes
escritores de la generación perdida. Pero su actitud crítica lo redime. Los
escritores que forman el síndrome de su persistencia surgen con fortaleza por
boca de Huxley o Poe, a los que con el bisturí de un Quevedo sondea y
descuartiza con un lirismo a ratos deformador y a ratos sentimental. Y mientras
los poetas son la cuna del verso, el pretexto es América y su definición de
territorio en formación, “es un país sietemesinamente/ inmenso y autorrecetado/
(…) una ira de Biblia contra Europa,/ su vieja madre corrompida,/ su puta madre
indolente,/ la filosofía estéril del pasado/ contemplando las nubes, perezosa./
Las maravillosas nubes que pasan”.
El objeto poético es América, su forma de pensamiento, sus
grandes escritores y su voluntad de ser un país que crece y se multiplica como
una especie de conmovedora alegoría deshumanizadora. La poesía de Antonio
Hernández transfigura la normalidad activa de las cosas, crea la densidad
poética del mito. Y en ese deambular por los grandes escritores tiene un lugar
especial para Walt Whitman y sus Hojas de
hierba. Whitman y su don de la transparencia, ese visionario extravagante y
tosco, vocinglero que cultiva la espiritualidad de Asia en la América
arrogante. La metáfora se apodera entonces del verso como una especie de
arúspice que advierte del personaje y su rico mundo.
Hernández hace un recorrido de estancias y paseos, describe
un mundo físico y mental, un espacio que sueña pero también un ámbito
demoledor. A través de él pueden aparecer todos los emblemas de ese mundo como
Central Park o los irlandeses y la presencia de Garrido Moraga mientras se
habla de Eliot en la Hispanic Society. En esa suculenta peregrinación el
universo se amplía y se metaforiza, se construye un mito cósmico, un mito
universal en el que el poeta, en su apasionada ebriedad, se embriaga de ese
mundo y nos ofrece la imagen de un sentimiento: “La vida es un sueño del que no
podemos despertar”.
Y finalmente, en este recorrido casi canónico, casi laico
de la ciudad de Nueva York, no pueden faltar los desarrapados de la manzana
podrida, y tampoco esa ideología que los conduce hacia las tinieblas del Tea
Party. Es curioso que Nueva York, en última instancia, confíe toda su esperanza
al destino.
Antonio Hernández ha querido en este primer libro
desenmascarar un espacio y unos personajes hundiendo certeramente el bisturí en
los símbolos, como si se tratara de una historia que contar o recontar o
difundir con toda la fuerza de la que la hace posible la literatura.
Invariablemente oportuna y profundamente narrativa y enmarcada en su evolución
de fascinante objeto poético, desde ese conglomerado personal y totalizador.
En el segundo libro hay una cita inicial de Kierkegaard que
revela los peligros de arriesgarse o no en la vida como una forma de pérdida de
equilibrio o de merma de sí mismo respectivamente, y otra de Quevedo en torno a
una manera de nacer y muchas de morir. El centro es Luis Rosales y la poética
como médula de su discurso metaliterario. Una poesía definida como holista,
total, en diálogos de Rosales y Hernández, como realidad que enhebre todos los
géneros en un magma comprensivo y sistémico o armónico. En esa creación las
enumeraciones juegan el papel de relevante selección de nombres: Machado,
Borges, Onetti… pero también Félix Grande y Paca, tan amigos del poeta
granadino. Antonio Hernández se redime a través de la memoria de aquel diálogo
en torno a la poética de Rosales tomando como avío esta especie de diálogo
diferido en el monólogo, metafórico, rutilante, hurtado por el don de la
ebriedad de la palabra dada. Hay frases que juegan al cripticismo del misterio
y que solo él las conoce en el territorio que juega. Pero existe algo
conmovedor que sirve de reclamo y acicate: el culto de la esperanza y su razón
de ser como territorio que amplía nuestra mirada.
Antonio Hernández y Francisco Morales Lomas
“Por eso ahora vamos a hablar/ como siempre de poesía/ -la
poesía es la máscara/ que nos descubre-, vamos/ a hablar de nuestra catarata/
siempre cayendo, de esa tempestad del poeta”, dirá Antonio Hernández mientras
trata de recordarse en aquellos momentos y a ese poeta joven con su corazón de
campana. La metapoesía se convierte en el objeto de reflexión que reconozca la
discursividad de las vivencias y el reclamo de la definición del poeta, de su
acento, de su vivir dos veces. Y en este ámbito encuentra el camino para
hablarnos de que la forma y la materia, el espíritu, deben estar al unísono en
una armonía que produce la cadencia, pero también la emoción y cuanto el
espíritu acomete: “Y, apréndetelo bien,/ que no se escribe, se ama/ con gozo y
sufrimiento. Y ese es el corazón”. A veces se ha tenido la vocación de
cerrarlo, de pensar que bastaban las palabras, pero realmente lo que basta es
la vida y esa identidad esencial del discurso poético. Y en ese convencimiento,
la figura de Federico surge relevante y reveladora en su alegría proclamada o
en ese amor a la vida que era como la iconoclasia del ser en sí. Como un emblema que se define y se acaricia:
“Federico era un tropel/ y era agua bendita, la que cae de los ojos/ porque está
bendecido el sufrimiento”.
A través de fulgores, los chispazos del alma, construye los
poemas, nacen del protagonismo que tiene la palabra y el hombre, de la
intuición y de la memoria del subconsciente y el ensueño, un misterio, una
ilusión… que crean la dimensión de la inmediatez y la luminosidad. Porque eso
es al fin y al cabo el poema: una lumbre en mitad del bosque y la hojarasca de
la vida. Los recursos al humor, entiende el poeta gaditano, pueden ser un instrumento,
pero también una trinchera o una daga.
Progresivamente se va apoderando de su poesía la voz de
Luis Rosales, en cuya palabra se desdobla el poeta de Arcos para desde su
sentimiento ausente proyectar parte de su mundo, elevando la experiencia humana
sensible, acomodándose a su sensibilidad, convirtiéndose en el personaje Luis
Rosales. Un poeta que habla desde la vida, desde la vejez y desde la muerte,
“la congelación del sufrimiento”.
En ese ejercicio de desdoblamiento aparece un Rosales
reflexivo que nos conduce por la experiencia vivida y su reflejo en la
felicidad o su ausencia, en la fascinación del demonio o en las resultas de ese
corazón que todo lo llena. Habla Rosales desde ese viaje de sombras y su visión
de la muerte como si se mirara en un espejo. Hay en sus palabras un deje de
tristeza, de recurrencia a la melancolía en esa búsqueda de sí y de lo que
representan en su vida las grandes ideas, en esa hora poética de los símbolos y
las evocaciones: “Mis amigos saben/ que siempre investigué/ en el color de los
sueños”, dirá con la fortaleza que dan los años y la vida vivida, pero también
de la decadencia del vivir, de eso que llaman vejez (“En la vejez llaman
arrugas/ a las heridas”) y ese destierro sublime que nace de la desolación y el
agotamiento de vida. Y en ese recorrido
reconoce que un día Antonio Hernández le confesó que no aguantara el
dolor, “que el dolor/ que se aguanta apretando los dientes/ se instala en el
cerebro”.
Luis Rosales habla de Antonio Hernández del que dice que le
trae los libros de consulta, llama a un taxi o le cobra la propina en premios.
Un Luis Rosales que se deja llevar por los consejos del joven poeta que lo
acompaña por los centros educativos y las universidades y es leal sin
excepción. Es una confesión en toda regla, sincera y sentida. Después habla de
su mujer, María, María Fouz: “María era la juventud y tenía el nombre/ de la
naturaleza que hace la vida/ íntima y luego rompe el molde”. Palabras generosas
y definitorias que sirven de intermedio para esa continuidad de los actos de
Antonio, que le lleva la silla de ruedas y lo acompaña y al que le cuenta
historias de Granada, como aquel día con José López Rubio, que da pie para
cerrar este libro con la memoria de Federico: “¿Y no has visto, maestro, a
Federico,/ no estará entre las nubes su tumba?”.
En este segundo libro se nos conduce desde la metapoesía
hacia la vivencia de Rosales y el recuerdo entrañable y siempre afable de Lorca
desde el dolor. Hay un misterio que se evoca con la fortaleza de ese
desdoblamiento pero con la melancolía de lo pasado, de esa memoria que deviene
unas veces muerte, añoranza o entrañable recordatorio.
En el tercer libro toma una cita de Lorca: “Callar y
quemarse es el peor castigo que nos podemos echar encima”. Mucho más constante
la presencia de Lorca desde el inicio aunque, a medida que avance, la síntesis
de ambos poetas será recurrente y operará como un conjuro, una valencia mítica
de singularidades que se acercan y se van acomodando en una emoción que nos
conduce en el poema final que nos presenta los últimos momentos vitales de Luis
Rosales.
La sonoridad de los primeros poemas nos reencuentran con
aquella musicalidad asonantada del escritor de Fuente Vaqueros y los símbolos
de su Darro, Genil y Guadalquivir, los llantos de la guitarra y también los
pobres y los males que los acosan. Es un claro homenaje en el soneto “No sé si
fue morir más espantoso” con el que auspicia las grandes ideas que sobrevolaron
su vida. La guerra, el tormento, el sufrimiento, el amor. Imágenes que
adquieren una inmensa notabilidad estética como cuando se define a sí mismo en
esa especie de desdoblamiento poético en Lorca. Los símbolos lorquianos aparecen
con su fortaleza antigua, como la herida negra o el rey Baltasar y esa ironía
de la economía como fondo: “Nadie es negro si es de oro,/ si es de oro su
cartera”.
Alguna copla nos habla de ese lloro por la muerte del poeta
y de su entierro, y otros, siguiendo el estilo del escritor granadino,
recuerdan su lucidez y su simbología metafórica en torno a los niños gitanos o
las navajas y la sangre: “No se saca una navaja/ si no se lava con sangre/ y
con honor no se guarda”. Su estilo se hace más Lorca en sus ritmos y en su
simbología de argumentos poéticos y metáforas que nos recuerdan al genial
escritor.
Pero poco a poco ambos poetas se van acercando, Rosales y
Lorca. Y cuando esto sucede surge el enorme reconcomio de Rosales en torno a su
muerte, y ese sufrimiento heredado del que muchos lo hicieron depositario: “Si
me hubiera expresado con mis mejores armas,/ me hubiera defendido con éxito, sin
gloria,/ en lo de Federico, y no hubiera tenido que sufrir/ tanta calumnia,
tanta grosería/ seudointelectual”.
Habla un poeta dolorido, acosado por la época y por ese
mundo cainita. Pero también un poeta adulado en esa especie de sístole y
diástole que es la existencia con sus desdichas y su materia sagrada. Aunque su
dolor estará siempre presente como una ofensa que viene una y otra vez a través
de sus palabras maltratadas: “Me han insultado en todos los idiomas”. O en la
acusación de una señora en Buenos Aires de haber matado a Miguel Hernández y en
Caracas de haber compuesto el Cara al Sol y Montañas Nevadas. Es un padecimiento
que está ahí presente en la voz de Luis Rosales. Una confesión que a veces
necesita, para no sucumbir, del sarcasmo y la ironía, como cuando dice que “yo
siempre fui católico aunque degenerando”. Un poema en donde surgen con
fortaleza las desmitificaciones de época con su proliferación de psicópatas y
de desdichas, pero siempre con la idea de la ética como frontispicio: “Vale más
una nota de honra en la fama/ que atasco en la cartera”. Achacable todo ese
mundo a las envidias que todo lo adornan con sus iniquidades. Ironías que van cerrando en el poema donde
surge de nuevo aquel Nueva York del principio con intención de aclimatarlo al
cierre cíclico: “¡Nueva York, esa libertad/ donde se tambalea el Universo!
El último poema, con la cita de Luis Rosales de que “Cuando
todo termine quedará lo más nuestro”, retoma el discurso épico-lírico para
contarnos los últimos momentos del poeta granadino y su llegada al hospital
Puerta de Hierro, jadeando y con los ojos cerrados. Los familiares cercanos y
“Juan Antonio Ceballos le cogía/ la mano con ternura de amigo/ que alentara a
un padre”. Y esos versos transfiguradores y epistémicos ante la muerte del
poeta amado: “Y al volver a cerrarlo presentimos,/ unificados por la voz del
alma,/ que algo acababa de estrenarse/ arriba, en las estrellas”.
La poesía de Nueva York después de muerto de Antonio
Hernández es uno de los poemarios más heterodoxos e iconoclastas que se han
escrito en los últimos tiempos en la poesía española. Crea un mundo totalizador
desde la síntesis de tres perspectivas que confluyen en un emblema con carácter
de axioma. Un universo mítico que nace en la ciudad de Nueva York con su
conformación de espacio épico-lírico para progresivamente ir conformando un
lirismo sentido y un impulso antropológico en el que el hombre triunfa sobre el
emblema haciéndose más humano. Desde la ciudad se confluye en el hombre y en su
memoria, construida de afectos. Un enorme poemario que acredita una vez más la
altura intelectual y humana de este gran escritor español.
ANTONIO
HERÁNDEZ, Nueva York después de muerto, Ed. Calambur, 2013.
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