PARAÍSO PERDIDO O POESÍA SOÑADA EN LA LÍRICA DE ÁLVARO
CAMPOS SUÁREZ
F. MORALES LOMAS
Aunque alejado ahora, hubo una época en que el/la yoga, como disciplina
destinada a conseguir nuestra unión con lo absoluto, formaba parte de mi
existencia y mis lecturas de cabecera fueron el Bhagavad Gita, el Zen
y Vedanta, Los cuatro libros de Confucio, El libro del Tao de
Lao Zi, las reflexiones del maestro Zhuang Zi… que nos llegaban a través de la
sabiduría del dilecto Raimon Panikkar. Todo un arsenal espiritual para tiempos
de crisis. Ese pensamiento que nos enseñaba la antropología descendente
y ascendente, pero también que había que tener la mirada erguida mirando
el cielo pero los pies firmes pisando en la tierra.
La filosofía oriental como un instrumento de meditación, observación,
análisis y profundización en lo efímero de la existencia occidental ha sido
siempre un recurso lírico en épocas de pérdidas personales. En los años sesenta
del siglo pasado era evidente en el movimiento hippie.
Así acaece en la obra Buda en el Bolshói de Álvaro Campos Suárez
(Ediciones En Huida, Sevilla, 2014). La relación de Juan Ramón Jiménez con el
pensamiento oriental tiene ese origen de pérdida, muy afianzado en la última
etapa de su poesía. No en vano, la primera cita de esta obra es del genial
escritor moguerense aludiendo a la perfección circular de la existencia en la
muerte y en la armonización de los contrarios. Frente a la filosofía occidental
de raíz judeocristiana, que ve la muerte como una tragedia, los orientales la
comprenden como la perfección del círculo.
Decimos todo esto porque el origen de Buda en el Bolshói no es otro que
un adentrarse en los complejos mundos de la existencia y la inexistencia y un
homenaje sentido y cimero a la figura de su padre, el gran escritor andaluz y difunto
Juan Campos Reina, y la vuelta a un “paraíso perdido” (de ahí el subtítulo de Traumpoesie)
que pretende recuperar.
Lo deja claro en la “Nota del editor” que incide en el concepto de
autor-transcriptor que adquiere en una subasta electrónica esta obra hallada en
una cárcel secreta de Iraq en 2011 y cuyo autor es un profesor de Estética de
ascendencia andalusí, acusado por la CIA de la organización de una célula
terrorista en el sur de España. Un exótico suceso, una argucia muy de novelista
(Borges la practicaba con exuberancia) que le permite al lector explicar las
razones últimas de esa conexión entre el pensamiento de Oriente y Occidente.
Buda es el paradigma siempre en el pensamiento oriental, pero ¿y el otro
concepto: Bolshói? Está claro que se refiere al emblemático teatro ruso y a su
compañía y el significado de grande en ruso. Nos movemos, pues, en un terreno fronterizo entre la existencia y la
muerte, la espiritualidad y la materialidad, lo oriental y lo occidental en esa
danza de la vida, en ese teatro del mundo (Bolshói) que es la existencia, a
través de la alegoría espiritual de Buda, el iluminado, el despierto. Estamos,
por consiguiente, en presencia de la iluminación en el gran teatro del mundo.
ÁLVARO CAMPOS SUÁREZ
Campos Suárez parte de toda una filosofía, de toda una cosmología
creadora, todo un conjunto de elementos que se organiza teatral y
estructuralmente en torno al número mágico 5 (número de los encantamientos y de
la fortuna, del viaje) con dos partes iniciales y dos subapartados a su vez que
significan el camino de la vida, el aprendizaje, el bildungsroman, y los
otras dos vías místicas de ascenso espiritual y armonización con el uno o el
todo de raíz mística: “Luto” (9 poemas), “Aprendizaje” (8 poemas), “Entreacto”
(2 poemas), “Ascenso” (9 poemas) e “Iluminación” (11 poemas), en cuyo último
eslabón aparece el significativo poema postrero, “Empieza a clarear”, que
aspira desde la cursiva a la circularidad (de raigambre oriental) iniciada con
“Solo recuerdo una imagen” donde surge el escenario del Bolshói (la existencia,
el gran teatro del mundo) para iniciar el “ruido” de la vida.
Pero al mismo tiempo que existe esa armonización circular, nacemos en el
camino (Tao es camino) en busca de la verdad o realidad y de la sabiduría que
puede pertenecer a cualquiera alcanzando siempre el centro del eje. Nos
adentramos en ese “presente eterno”, acaso en el “pedregal de lo cósmico”, como
seres que asisten a la titanomaquia, a esa caída. En la filosofía oriental está
muy presente la antropología descendente que presenta al hombre como un
dios-fuego caído (es el titán en la Teogonía de Hesíodo) hasta su
miserabilidad conquistada: “Brindo por ser quienes somos,/ miserables mas
humanos”. La condición de humanidad como un reconocimiento en la pérdida, en
ese descenso a los infiernos de la existencia. Es el “hombre-esclavo” ante la
impostura o la imposición del Leviatán. El recuerdo del sabio Zhuang Zi en el
poema homónimo “Zhuangzi now” no ofrece la menor duda. Zhuang Zi junto con Lao
Zi consideraban que el hombre debía permanecer en la pureza y la quietud del wu
wei, en la simplicidad natural, y adoptar una postura de ignorancia (wu
zhi) y de ausencia de deseos (wu yu) y de espíritu de lucha (wu
zheng). Así veían a la naturaleza humana. En este marco teatral el ser
humano va “pulsando las cuerdas/ de la guitarra universal/ al encuentro/ de la
nota verdadera”. Es una necesidad inmanente de iluminación, de ese dios-fuego
caído en la ignorancia y hundido en la tierra (como decía Ovidio en sus Metamorfosis,
ajeno al cielo, ese hombre que no mira a las estrellas) y en el materialismo de
la miel de las abejas.
Campos Suárez trata de conformar también una imagen de reconstrucción
simbólica del pasado, el fin de un tiempo, el inicio de otra era. Y, siguiendo a
Schiller, la elección en el hombre es entre “la felicidad de los sentidos y la
paz del alma”. Entre lo material invasivo y lo espiritual unitivo y místico,
Campos Suárez se deja invadir por la muerte (del padre), envuelto en ese mundo
forzado y forjado de noche, tratando de emprender un sueño o una vuelta hacia
atrás, hacia ese camino que trata de soñarse de nuevo, una vuelta hacia un “tú”
siempre permanente y objeto de ausencia: se canta lo que se pierde. El hombre
anda en el mundo, “crisis tras crisis”, con falso amor, con necesidad de vivir
de nuevo, porque “Vivir en lo vivido/ es morir”.
Un primer espacio para conformar un mundo y una encrucijada en cursiva,
entre la iluminación y el oscurantismo, en una plenitud en la que la palabra
siempre es más fuerte que el hombre, a la espera de una señal.
En ese mundo dual de luces y de sombras hay una aventura de pájaro, en
ese símbolo tan místico de “vuelo de altura” y no de esperanzas falto, volé tan
alto tan alto que le di a la caza alcance. En medio de una naturaleza hostil
pero necesaria, a la espera de una señal que no llega o en el refugio de una
silla para el cansancio. Expresa sus deseos ascéticos, su inspiración como
“respiración/ trasunto del alma encendida”, anhelando la felicidad de Buda, del
iluminado, rompiendo esa raíz a la tierra para poder elevarse en el vuelo de
consagración a través del viaje de la existencia.
Por eso, como Lao Zi, el Tao o camino, es el único referente que nos
informa. “Camina -dice Lao Zi-, el Tao es tu camino. El que tú haces, no el que
yo te prescribo. Campos Suárez en “Por la vereda”, dirá: “En la senda incierta/
te encontré./ Y mientras caminábamos/ a lo largo de la alameda,/ supe que al
fin lo había hallado,/ ¡Oh, mágico paseo”. Es una felicidad conquistada en ese
camino, en esa vuelta al pasado, en la que el padre aparece en el poema “En el
mirador” (dedicado a él) escuchando el ruido del mundo, el ruido del tractor,
el canto de los grillos, “La luz brillante y cegadora./ Campos eternos”. Una suerte de idealismo objetivo en la
tranquilidad del mundo, en ese contemplarlo apaciblemente, sin necesidad de
tiempo, manteniéndonos en reposo: “Amplío los finitos valles de mi mente/ en un
universo de seres mudos/ y a menudo extraños”.
Una búsqueda desde la contemplación, un tránsito hacia el blanco que nos
ilumina, en una espera que nos lleve a la plenitud, en un místico oasis, en una
noche de mar y sirenas: “¡Por fin, libre para el sueño eterno”. Siendo todo
viento mientras recordamos aquel pasado, aquel baile de luz y nos preparamos
como “Budas vivientes” tras haber hallado esa sabiduría, “el Despertar”, la
reencarnación… la Luz que siempre se persigue mientras bebemos del olvido en el
Leteo, deseando unir el destino del poeta al amado muerto, en esa unidad
querida y ansiada que nació de los afectos terrenales. En un canto permanente
al Amor, con mayúscula, que será el único que nos libere al fin de todo.
Este es el teatro de Álvaro Campos Suárez: “Empieza a clarear/ en los
confines de lo etéreo./ El espíritu de la sombra/ se aleja”. Un exuberante
retrato de una pasión conquistada, un sueño recobrado, de una mirada que en la
unidad alcanza su objetivo.
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