Bajo el
signo de los dioses
Por José Manuel García Marín
En la novela histórica,
el relato se asienta sobre un acontecimiento histórico ocurrido en una fecha
concreta no contemporánea y alrededor de un personaje relevante o anónimo. Su
propósito es entretener al lector y divulgar la historia, razón por la que debe
abstenerse de modificarla, además de ser fiel a las costumbres, los ropajes,
las herramientas o las armas, la gastronomía, la medicina y, al menos, a unas
formas de expresión aproximadas, ya que si atendiéramos al castellano antiguo,
nadie las soportaría, por su dificultad de entendimiento hoy día. En cambio, en
la historia novelada, el personaje, las fechas, las batallas, el hecho
histórico en sí, prevalece sobre la narración, por lo que está más cerca del
ensayo que de la novela y suele ser más leída por los amantes de la historia
que por el público en general; sin embargo, Francisco Morales Lomas, con su
novela «Bajo el signo de los dioses», editada en Alcalá Grupo
Editorial, ha sabido recoger las virtudes de uno y otro género, para recobrar,
en esta ocasión, una figura para muchos olvidada y para otros ignorada: Rodrigo
Calderón.
¿Dónde está, pues, el
misterio para que lo que, acaso pudiera esperarse como de lectura excesivamente
erudita sea, por el contrario, de una seductora amenidad?
Con la dosificación de
datos, a veces imperceptibles, encubiertos bajo suaves pinceladas, Francisco
Morales Lomas cumple con los dos objetivos imprescindibles de la novela
histórica: divertir y enseñar, el placer literario y la didáctica. Pero a esos
datos, el narrador ha añadido un elemento sustancial: ha volcado su aliento; es
decir, ha buscado la palabra para dar vida y forma a los personajes.
Ciertamente, si bien el
protagonista es Rodrigo Calderón, el autor hace un estudio transversal de la
época de Felipe III, presentada por Leopoldo del Prado, un personaje ficticio,
pero que goza de absoluta verosimilitud. Por el enorme escenario en el que se
desarrolla la novela, cruzan hombres célebres, conocidos universalmente: Lope
de Vega, Quevedo, Cervantes o Góngora y necesariamente Francisco de Sandoval y
Rojas, el duque de Lerma, seres que el autor cuidadosamente perfila y de los
que procura sustanciosos detalles supuestamente secundarios.
De todos ellos se sirve
para, mediante la suma de las visiones subjetivas de cada uno, crear una imagen
estereoscópica del lamentable reinado del monarca. Un reinado que ni siquiera
fue tal, porque desde sus principios mandó cargar con el peso de las responsabilidades
y negocios públicos a una nueva figura, la del «valido» plenipotenciario, el
duque de Lerma que, entre sus muchos errores y sus auténticas o falsas
depresiones ¾quizás
influido por la apatía del propio soberano¾, no se le ocurrió otra cosa que trasladar la corte a
Valladolid, provocando la ruina de Madrid sin que esta otra ciudad se
beneficiara.
En una época en que
España debería haber nadado en la abundancia, se producía la paradoja de que al
mismo rey le faltara liquidez para mantenerse; no así a su valido, que consiguió
hacerse inmensamente rico y que, para dedicarse mejor a sus manejos, nombró a
su vez a un valido, Rodrigo Calderón. En definitiva, el país estaba gobernado,
en tanto el monarca se entregaba a la caza, por el valido de un valido, quien
también se convertiría en un señor poderoso y, por tanto, rodeado de deudores y
enemigos.
Las medidas económicas
que se tomaron fueron una cadena de desatinos que empobreció España. Por ello
es de destacar el mundo quimérico en el que vivía Felipe III, ajeno por su voluntad
a cualquier contrariedad, hasta el punto de prohibir la entrada, a la finca en
la que practicaba sus cacerías, a nobles y dignatarios eclesiásticos, por muy
alta relevancia de que estuvieran investidos, para evitar noticias que le
amargaran su holganza. Aparte de su continuo asueto, parecía que su función se
limitara a regalar títulos y honores, con sus consiguientes retribuciones, a
Francisco de Sandoval y a muchos otros que, por una razón u otra, nunca por
cuestiones de Estado, le facilitaran la vida.
Naturalmente, y esta
debía de ser la intención no confesada del autor, cuando una novela con fondo
está bien estructurada y narrada, como es el caso, la reflexión sobreviene
inexcusable, porque a la vista de aquel orden de cosas, ¿cómo no iba a surgir la
picaresca?, ¿cómo se las componía el pueblo llano para medio vestir y alimentarse?
Pues siguiendo el ejemplo de sus dirigentes políticos y religiosos, inmersos en
la corrupción, la inmoralidad, el desfalco o la malversación y, desde luego,
traicionándose unos a otros con la finalidad, un tanto ingenua, de conseguir un
estatus de poder desde el que pudieran avasallar sin ser avasallados. Es, en
fin, de este mosaico de figuras, de intereses tornadizos y contrapuestos, de
esta atmósfera de fascinación que crea, de la que se sirve con maestría el
autor para capturar al lector, para seducirlo, para que, más que seguir el
relato de unos sucesos, se asome a la ventana de la historia que le ofrece,
abierta de par en par.
En resumen, para «tocar»
tiempos pretéritos debemos escapar del nuestro, y eso sólo es posible
adentrándonos en los que la literatura elabora y que, en este caso, con «Bajo
el signo de los dioses» Morales Lomas nos propone disfrutar.
Málaga,
13 de noviembre de 2013
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