RAFAEL DE
CÓZAR SEGUIRÁ VIVO
Francisco Morales Lomas
Ya saben por los medios de
comunicación el fallecimiento de nuestro buen amigo y gran escritor Rafael de
Cózar. Los que lo tratamos de continuo, leímos su obra y la estudiamos
publicando ensayos sobre ella lo sabemos muy bien. Pero también sabemos que se
ha ido con él una gran persona. Irónico, inteligente, sagaz y afectivo Rafael
de Cózar deja un profundo hueco en la memoria, como en su momento los queridos
amigos Manuel Urbano, Domingo F. Faílde, Juan Manuel González y José María
Bernáldez, miembros de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos
Literarios desde su nacimiento. Descanse en paz.
LA NARRATIVA
Y LA POESÍADE RAFAEL DE CÓZAR
NARRATIVA
En muchas ocasiones se ha
relacionado al escritor Rafael de Cózar con el ensayo y, en menor medida, con
la creación. El hecho de ser uno de los mayores conocedores de las estéticas
vanguardistas y de haber extendido su magisterio como teórico y estudioso por
el país, lo han hecho acreedor de esta simplificación de su obra. Es el peaje
que deben pagar algunos por ser buenos teóricos de la literatura. Pero la
escritura creativa de Cózar ha recalado en múltiples ámbitos y géneros
literarios, y desde todos ellos siempre ha tratado de imprimir un sesgo personal,
eso que algunos llaman estilo y otros temperamento literario. Creo que en el
origen tiene mucha culpa Carlos Edmundo de Ory, que desde entonces es uno de
sus mejores amigos y del que Cózar es su máximo conocedor. La relación con la
vanguardia procede de ahí, creo, pero también de la propia personalidad de
Cózar, que es y ha sido siempre un espíritu libre, innovador y ajeno a modas y
pasatiempos (como no sea su propio estilo), también justificado en parte por su
gran relación con otras esferas estéticas como la pintura, de la que es
cultivador mucho antes que de la literatura y dirigido por su madre, que fue
pintora.
Como narrador ha
publicado un número significativo de relatos en revistas, periódicos, etc.,
pero tiene tres libros publicados: una novela corta, El Motín de la Residencia (1978), El corazón de los trapos (1996), novela, y Bocetos de los sueños, (2001), relatos, que durante mucho tiempo
serán su obra completa pues me comentaba que no sabría si volvería a publicar
más cuentos. La novela corta El motín de
la Residencia fue publicado en el 78 y hubo que esperar dieciocho años
hasta que apareciera su siguiente obra narrativa, que fue premio Vargas Llosa, El corazón de los trapos. Sin embargo, a
pesar de la distancia cronológica entre ambas existen coincidencias de
estructura y organización sistemática del proceso narrativo, entre las que
podemos citar el uso de la primera persona, el monólogo interior como detonante
del universo poético, el acercamiento al simbolismo narrativo y las claves existenciales
de su obra (significativo en ambas es también la introducción junto al escrito
de dibujos del escritor que inciden en su vía pictórica). Difieren en el
tratamiento del amor, básica en su siguiente obra y apenas perceptible en ésta.
Pero en las dos también se da el concepto de encierro, aquí en una residencia
para enfermos mentales; en El corazón de
los trapos en un ático de la ciudad sevillana. Estos elementos nos conducen
a concluir que, aun cuando han pasado muchos años, Cózar conserva una serie de
claves de lo que es su concepción de la novela como hecho estético y de la
realidad como algo mucho más complejo de lo que los escritores realistas (de
los que se aparta notablemente) han aceptado desde Balzac.Unas claves en las
que interesa el discurso individual del personaje, su actitud frente a lo otro
(los demás, lo que observan sus sentidos o lo que piensa), sus medias palabras,
sus medias verdades, su apertura a las
contradicciones, a una visión amplia y compleja de la realidad que pasa
también por una simbiosis entre el consciente y el subconsciente, entre el
acercamiento a lo real y lo surreal o simbólico. Una narrativa para un lector
sagaz que debe penetrar en sus flujos y reflujos de lecturas pero también en
sus posibilidades interpretativas. Hasta tal punto es así que en El motín de la residencia (publicada en
formato de periódico, del que se hicieron según el autor diez mil ejemplares)
hay una introducción del escritor –entreverada de ironías y sarcasmos, por
ejemplo, cuando habla de sus bondades como erudito: “Las difíciles páginas que
el lector tiene delante son una prueba más de mi inigualable condición de
erudito y afamado investigador”- donde trata de explicar las claves
interpretativas de esta obra y su disposición. “Difíciles páginas”, dice el
escritor, y efectivamente lo son si el lector se adentra sin pertrechos en las
procelosas aguas de este relato. Me cuenta el escritor que la génesis de esta
novela fue una obrita de teatro para la Facultad que redactó junto a un
compañero en el año setenta con intención de representarla al año siguiente,
deseo no consumado pues fue desautorizada su representación. En los años
siguientes Cózar la convirtió en novela, antes de morir Franco, aunque se
publicó tres años después del evento.
Siguiendo a
Cervantes y tantos otros que han llevado a sus obras la historia del manuscrito
hallado para crear una distancia crítica necesaria, Cózar dice que investigando
en unos archivos municipales halló el relato que no le pertenece y trae al
lector, transcribiéndolo únicamente, y ahora lo expone después de haberle hecho
algunos ajustes: “Tan sólo eliminados los errores ortográficos, de puntuación,
existentes, corregidas aquellas palabras que el tiempo o la desidia hicieron
borrar, o enmendadas acotaciones marginales que posteriores copistas
desfiguraron en el manuscrito, me dispongo a ofrecerles, con sumo agrado y
carácter de primicia, esta primera versión completa del mismo”. En esas páginas
liminares también se advierte de que se trata de una “descalabrada” narración
que entendemos como evidente propuesta experimental (en la línea que se había puesto de moda en la narrativa española
desde Tiempo de silencio (1962) de
Luis Martín Santos y todavía proseguía una década después con La saga/fuga de J. B. (1972) de Torrente
Ballester, aunque los experimentalismos narrativos a la altura de finales de
los setenta fueron cediendo por una recuperación de la narración en sentido
clásico). “Descalabrada” narración de una revuelta o amotinamiento que acaece
en una residencia para disminuidos mentales, aunque de inicio advierte que el
texto es incompleto pues no hay datos informativos que pergeñen todo el
entramado de la historia. Es otro elemento que une esta novela con la
siguiente: el concepto de fragmentariedad, como si la realidad que percibimos
siempre estuviera limitada, nunca completa y sí defectuosa, viciada,
insuficiente... En ese cúmulo de dificultades de las que previene al lector, le
llega el turno a la sintaxis, difícil de descrifrar. Y más que la sintaxis yo
diría la singladura reflexiva del narrador de cada momento porque le falta al
lector el contexto en el que desarrolla su propuesta verbal, por lo que es
fácil perderse en sus fintas imaginarias, en su sintaxis de búsquedas
expresivas en las que predomina toda suerte de connotaciones y recursos a
elevar la expresividad de lo expuesto. Una percepción esta que nos permite no
sólo pensar en la consciencia del proceso narrativo por Cózar sino en la de
situarse en la postura del lector para intentar ayudarlo con el báculo de esa
introducción porque de lo contrario la singladura por el escrito sería harto
compleja. Organiza la obra en una división que va del Cero al Quince y cada
apartado pertenece a cada uno de los personajes que, según él, serán fácilmente
identificados por el lector por la “enferma obsesión que los caracteriza”. En
realidad comienza en el Cero, hay Quince capítulos, y finaliza en uno epilogar,
llamado también cíclicamente Cero. Entre ellos hay uno que los une por el
pasado, un personaje extraño. Con él creo que está identificando al general
Franco, aunque no llegue nunca a decirlo, pero sí dará claves interpretativas.
Dice Nora: “¡El anciano acaba de morir!” y responde todo el grupo de modo
irónico: “¡Nuestro anciano ha muerto!¡Viva el anciano, eje y símbolo de nuestra
gloriosa revolución!”.
Sobre el estilo
de esta primera novela, añade Cózar, llevado por sus efluvios doctorales: “Los
rasgos esenciales de estilo, el corte prosaico de su verbo y la textura
discontinua de su dicción, obligan a una adjudicación de autoría, sin duda
propia de cualquier bachiller o letrado estudiante de provinciano modal, pluma
no excesivamente cultivada y tan sólo entendido en las mínimas normas de arte
literario, poco avezado en los criterios del buen gusto, que caracterizan
nuestra sociedad actual y por los que tradicionalmente se han regido los
eternos valores artísticos de nuestra raza. Ni que decir tiene que ese estilo
dificultoso, poco fluido y, en determinadas ocasiones, abrupto, es precisamente
lo que me ha llevado a conservar la dicción original, ya que, por este motivo,
la obra adquiere su pleno sentido de inmadurez juvenil y la fuerza
expresionista que tal vez debió poseer su desconocido autor –del cual sabemos
redactó estas hojas, tal como hoy se editan, entre los dieciocho y veinte años,
en torno a 1969”. Toda una expliación solvente del profesor universitario que
lleva dentro Cózar, que a la vez que está definiendo el proceso de la escritura
de su joven alter ego e intenta curarse en salud (que le
perdone el lector sus errores imputables al poco cultivo de la pluma del joven
escritor) da las claves de la redacción. Evidentemente, entre los errores hemos
detectado faltas ortográficas (fundamentalmente acentos y puntuación) no
sabemos si imputables a erratas o a ese estilo poco cultivado al que se refería
el escritor o a los errores ortográficos a los que también aludía Cózar en este
prólogo, que no tienen sino la condición de establecer el distanciamiento
aludido y la permanencia del escritor como lector o crítico, en un segundo
plano. Los simbólicos dibujos, en los que predomina un rostro humano
desencajado y grave, o bien con los ojos obnubilados, ocultos, con expresión
trágica, sólo se ven interrumpidos por dos de ellos donde aparece en primer plano
una escalera para escalar hacia un árbol y una manifestación de personas.
En el Punto Cero
comienza a hablar un personaje sobre los jóvenes de ciudad de modo crítico
mientras manifiesta determinadas sensaciones de bienestar ante la contemplación
de la naturaleza en torno, una suerte de primitivismo pertinente y ecológico
hasta que alguien lo echa de sus contemplaciones cuando le apunta con una
escopeta a la espalda. En Uno, el personaje se va definiendo, configurando, es
un ser reflexivo, existencial, que analiza su vida y las de los demás, es el
más viejo y habla ex cathedra como
aquel que le ha dado muchas vueltas a eso que se llama vivir, pero contempla su
encierro como una espera de que algo que hay fuera suceda (probablemente se
está refiriendo a la llegada de las libertades en España). En ese proceso
experimental que vive la novela, diversas formas de narración se dan cita: la
dramática, a través de la reproducción de diálogos, la periodística (con la voz
que llega de la radio), la expositiva-argumentativa, la puramente
narrativa-descriptiva, la didáctica, etc. Ya comenzamos a saber que entre ellos
existe un líder, Piero, el rebelde. En Dos el personaje habla del pasado en una
carretera e intenta recuperar la imagen de una mujer y el sabor de la sangre y
la realidad truncada. Sabemos que es Piero quien habla y alguien le dice: “Sólo
somos figuras astilladas, muñecos de barro que el viento está desmoronando”.
Todo un símbolo de todos los personajes que se dan cita aquí, pero también de
todo un país que está al albur de un anciano. La carretera, el camino, se ve
como la lucha: “Así, voy caminando por los años creando y creyendo en mí
mismo”. Este personaje es como una especie de Prometeo, trágico en su eterna
lucha. En Tres alguien nos habla de un día extraño en los “habitantes de la
casa”, que obviamente no posee las mismas interpretaciones, como veremos, de la
casa en la siguiente novela. Aquí por casa entendemos la prisión donde se
hallan, que bien podría ser todo el país. Aparece otro personaje al que se
nombra, Raimundo, pero también Marcos, Nora, Bruno. El narrador en este
apartado se hace realista y cultiva este tipo de narración pura. Todo este
proceso le lleva a la infancia y los niños, y la voz irónica de la radio: “Un
niño subnormal es un gran problema”. En Cuatro el personaje se dirige al lector
y pregunta. Se introduce el diálogo: la paz, los niños buenos y malos, la
definición de Piero (“engendro extraño de una pasión, la pasión contenida de
toda una juventud extraña, pasión de amor convertida en pasión para siempre:
mares revueltos”). En Cinco habla una mujer del concepto de amor y lo define
como una suerte de panteísmo: “Sentía el amor porque he creído buscarlo en
todas las cosas y cada una me recordaba al amor”. Habla de sí misma, de sus
sensaciones, de la trascendencia que su entorno provoca en ella, toda una
suerte de desolación y lirismo intimista: “El agua puede cogerse, agarrarse y
cerrar el puño, el agua lamiendo los dedos y entre los dedos se escapa. Intenta
huir”. En Seis el personaje se adentra en un discurso trascendente, exhorta al
que le escuche y expresa su tragedia interior: “Se me revuelven las entrañas
por estos consejos crueles para con el hombre, se me forma un nudo de trapo en
el estómago y sus palabras me asfixian”. Pasa a la negación de sí en una suerte
de experimento existencial querido para Sartre y los escritores de la
posguerra. Se va realizando preguntas a las que da respuesta, sobre ellos y su
futuro, cargado de profundo pesimismo: “Somos los gusanos enormes, los seres
más grandes creados por esta tierra enfermiza”. Es uno de los apartados más
extensos y melodramáticos por su impulso existencial y su viveza expresiva
llena de desesperanza y lirismo: “Soy el rey temido forjador del color del
hombre, el color que sube a la cabeza y me anula todo, me deroga y abandona a
un ritmo nervioso y salvaje, el grito adorado y un tapón en la boca de corcho y
arena”.
En Siete las
ratas surgen en el texto para no abandonarlo, esas ratas que buscan la comida
del personaje. Reflexiona también sobre sí, sobre lo que es o ha sido, sobre su
decisión al tomar un camino u otro, sus dudas y la sensación de que su camino,
sus piernas ya no funcionan. Es la persona que progresivamente se ha perdido en
el rumbo y va sucumbiendo: “Olvido mi cuerpo agotado que parece un monigote en
un cajón vacío, mi cuerpo y toda la oscuridad mía”. En Ocho un personaje vuelve
a hablarnos de modo realista de Amador, de Piero, de la radio (su contacto con
el exterior) que no suena, de Bruno. Es el personaje que hace de elemento
unitario en todo este proceso disgregador e individual, de parcialización de la
realidad, de multiplicidad en los puntos de vista, de narrativa caleidoscópica.
Los enfrentamientos en el seno del grupo. En Nueve habla de nuevo una mujer que
se siente perseguida (es el más breve). En Diez se habla del pasado, de las
palabras oídas, de Nora, de la lucha entre Piero y Bruno. En Once la radio
ofrece su discurso, una mujer se siente extrañada en su mundo, enajenada, habla
de la madre, del padre y del afecto que sentía por éste, mientras permanece a
su espera. En Doce un ser se siente atosigado y oprimido, y reflexiona sobre sí
mismo: “Me estoy matando de hojas secas y su humo maravilloso quema el vientre
como el hierro”. En Trece (él único que lleva un título: “El sueño del
anciano”) habla en primera persona y dice que no puede moverse y que la noche
ha sido larga (¿La muerte de Franco? ¿Los cuarenta de dictadura?) Habla de sí
mismo, de sus sensaciones, del que se prepara para la muerte, pero quizá no sea
lo que pensamos. En Catorce se alguien se expresa de un modo individualista
sobre sus necesidades personales y sobre lo que realmente le importa: “Ya no me
importa nada, nada distinto a mi pobre patio solitario”. Habla de sí como
evadido. En Quince la radio habla de rehabilitación y da consejos, y de que
Piero se equivocó, de que los hombres de fuera y dentro son hermanos, pero
también de resignación. Desde la primera persona alguien da su discurso de los
hechos, de la locura, de la muerte: “Mi vida ha sido un vaso de hiel
helada”.
En Cero
alguien habla de lo que sucede afuera, de Piero, de Nora, del encierro. Y
finalmente se reproduce un diálogo donde se anuncia la muerte del anciano.
Piero dice que antes la muerte o el extermino total: “No podemos entregarnos a
los que durante siglos fueron nuestro carceleros”. Pero también hay voces que
dicen que no deben seguirlo y de la muerte de Piero. Toda una aventura
narrativa en la que se observa una eterna lucha del hombre por salir de su
encierro, una lucha entre el individuo y lo que desde fuera genera su opresión.
Novela-símbolo forjada por la fragmentariedad y la construcción-deconstrucción
de mentes que viven su aislamiento con procesos diversos que van desde la
revolución política hasta el severo individualismo.
RAFAEL DE CÓZAR CON LOS AMIGOS DE LA ASOCIACIÓN ANDALUZA DE ESCRITORES Y CRÍTICOS LITERARIOS (2012)
Sobre los
múltiples símbolos de la obra nos aclaraba el escritor que el viejo entre
dormido y muerto, que sigue siendo un referente para todos, es Franco, ya
entonces cadáver político, como también podría serlo José Antonio, usada la
falange por Franco sin que el creador pudiera protestar, o incluso Marx, usado
por Lenin, y Stalin, es decir, el dictador que sigue gobernando después de
muerto, del mismo modo que la residencia es efectivamente la cárcel que era
España. Piero y Bruno, dice Cózar[1],
“representan el primero al revolucionario idealista, que ha dado el golep,
logrando que los demás se encierren con él en un ala de la residencia, mientras
Bruno, su oponente, entiende que hay que resignarse y entregarse, y termina
matando a Piero. El personaje que está fuera y que parece contar la historia
desde la memoria sería el hijo de Piero y Nora (ya embarazada durante la
revuelta) y que ha vivido toda la historia desde el vientre. Esto era má facil
dejarlo claro en el escenario (porque, como decíamos, ésta fue una obrita de
teatro para la facultad), pues este personaje no aparece cuando e ven escenas
de los locos. Pero la historia no podía contarse con claridad pues el narrador
de ese manuscrito encontrado sería este personaje que relato todo como si fuera
un sueño, ya que ha vivido la misma en el vientre de Nora, por lo que debe
narrar lo que él considera un sueño de forma discontinua y distorsionada”.
El corazón de los trapos, con el
que obtuvo el premio Vargas Llosa, es un monólogo interior también en el que el
protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la
crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión
sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre
en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”,
p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una instrospección
sobre sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A
través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para,
a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su
experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos
a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de las
signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano
siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de
digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las
onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la
ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la
apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y
de la ruptura del lenguaje.
El mismo
título, El corazón de los trapos,
recala en una simbología donde los trapos son como la memoria, “objetos que
usamos para borrar el tiempo acumulado en las cosas, los restos de la vida que
transcurre y que va dejando sus huellas en la superficie del lienzo. El corazón de los trapos es, en
definitiva, el conjunto de sombras que nos quedan en la memoria, y la memoria
es la verdadera dimensión donde existe el amor, porque cuando éste nos llega
estamos demasiado ocupados en padecerlo. Sólo al perderlo y revivirlo en la
memoria es posible construirlo como amor, es decir, como ficción”, dice el
escritor. Así incidirá el protagonista en la novela sobre este valor que se le
imprime a los trapos: “Los trapos de entonces reflejaban sólo el polvo negro de
los piñones y la pegajosa resina, pero los de hoy tienen una extensa variedad
de recuerdos que nadie se molesta en limpiar, ni siquiera mi escrupulosa
limpiadora de la escalera. Y si ahora recuerdo nuestros viejos pinos, también
hoy necesito y quiero subir, subir de nuevo, mientras queden fuerzas. Algo de
todo esto nos va quedado, algo del corazón de los trapos, que es donde reside
su memoria” (p. 66).
Resulta
llamativo el hecho de que, a pesar de ser un monólogo interior, se presente
toda una estructuración del proceso narrativo en espacios y tiempos diversos,
así como en formas de escritura, una aparente antítesis entre la libertad que
rige en el monólogo interior y el metodismo de una recuperación tan exhaustiva
en partes. De este modo la obra se divide, siguiendo el canon de una pieza
teatral, en tres actos, con títulos en la tradición de la literatura áurea. El
primero (“Donde se narran las vicisitudes esenciales del voluntario encierro en
un ático de la muy noble ciudad de Sevilla”) lo conforman nueve escenas y
cuatro cartas: es el más extenso y ocupa la mitad del relato; el segundo (“De
la decisión tomada y el viaje al sur de Francia, asentamiento, nuevos viajes y
hechos de mayor trascendencia acaecidos en el verano del reencuentro, año
también de mil y novecientos y setenta y ocho), seis escenas y una carta; y el
tercero (“Del retorno a España e inicio del invierno: Moscú y Leningrado. Un
viaje a Marruecos y el sueño que en él sobrevino. Así como otras noticias dignas
de mención en esta historia”), seis escenas y ninguna carta.
Para Cózar la
literatura, además de dadaísmo, experimentación (como cualquier faceta
artística), relación con el mundo, el amor y las claves de la existencia,
también es intensidad y fuerza en la expresión y la transmisión y, así,
apelando al símil físico dirá en la novela: “No entiendo que haya libros buenos
aparentemente y luego uno los abre y no encuentra nervios en sus páginas,
venas, vientres, manos abiertas y vivas, pulsaciones, pechos, ni siquiera un
resto de miseria, un asomo de verdadera maldad, y uno no escucha ya orquesta,
ni silencio siquiera” (p. 17). Por extensión, todos estos elementos se dan cita
en esta novela de Cózar en el que los componentes metaliterarios y las reflexiones
sobre el discurso literario son constantes. El lenguaje metafórico, las
definiciones de conceptos teóricos, o de la simple existencia permiten
adentrarnos en un lenguaje poético donde está garantizada la sorpresa y el afán
de crear un texto original. La preocupación por el tiempo y el cambio de
espacios (aún desde su pasividad en el ático sevillano) son permanentes y
ofrecen una gran vitalidad a una literatura de por sí vitalista: “El domingo es
un sueño excesivamente largo” (p. 18), “El lunes es, sobre todos los días, sin
duda el más negro, día de ayuno y meditación, casi seguro sin periódicos” (p.
19). La reconstrucción caótica de la aventura personal y amorosa con Marina se
conforma profundizando en la relación pero también aspirando no sólo la erótica
de las emociones sino del cuerpo, que se convierte en tema literario tanto como
la reflexión sobre la expresividad del lenguaje: “Y uno que se cree incluso
eso, es capaz de llegar a odiar la economía del lenguaje, odiar el idioma y
todo lo que con él puede decirse o dejarse de decir (...) Lo que se pronuncia a
veces muere, porque es el reflejo de la inseguridad, de la desconfianza en lo
que nos une a los demás” (p. 23). A veces, un pensamiento oriental bien
asumido, procedente básicamente del Tao-te-king, haya su expresión cierta en
algunos párrafos de la obra, por ejemplo, cuando hace referencia al concepto de
pasividad: “Los problemas se solucionan quedándose encerrado, masticando
lentamente los hechos hasta que estos se diluyan en el tiempo” (p. 25). Un
viaje a Barcelona nos adentra en nuevos espacios, tanto como en la segunda
parte a París y el Sur de Francia, lo que aprovecha el escritor para realizar
descripciones raudas y expresivas, porque es una constante este afán por la
búsqueda de un lenguaje que enganche al lector y tenga interés y sorpresa. Pero
lo más habitual y permanente son sus constantes reflexiones sobre el amor,
convirtiendo en cierto modo la novela en un tratado sobre el mismo: “El amor es
sin la menor duda una cuestión de química orgánica, que es precisamente la que
solían suspenderme” (p. 37), “El amor es una investigación detenida y erudita
de los cuerpos” (p. 40), etc.
RAFAEL DE CÓZAR EN EL JURADO DE POESÍA DEL PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA
Otros temas
asiduos son la soledad, el aislamiento, la inacción, el paso del tiempo, el
afán de búsqueda, la memoria (”No somos sino una mixtificación del pasado”, p.
89; “Arañábamos el pasado mutuamente las noches en vela, hasta quedarnos
rendidos de contarnos cada vida”, p. 128; “Estamos vendiendo el fruto único de
un tiempo enhebrado ahora en hilos de palabras, esta final textura de la
memoria por la que entramos todos como forzados partícipes de una biografía
comunitaria”, p. 128), la independencia y libertad, la literatura y el
lenguaje, el sexo, el suicidio, el miedo (“Hemos quemado el miedo, fundido el
miedo entre nosotros, p. 119; Tenemos miedo de nosostros mismos” p. 148), la
inseguridad, la muerte, la tristeza y los estados melancólicos, la huida, el
fracaso, la estética (“Discutamos sobre el proceso de revolución asentamiento
de las estéticas, la función autorremunerativa del arte, la tensión entre
comunicación y culto al lenguaje por sí mismo”, p. 131)...
En la primera
carta , firmada por Ana, escribe a Andrés, el protagonista, que le habla de que
ha comenzado a leer su cuento y le declara su amor; en la segunda, Andrés se
dirige a un “querido” que no nombra en el que reflexiona sobre la muerte y el
amor con alusiones a Breton (“Se muere el amor, se muere la literatura, se
muere hasta la muerte”, p. 61); la tercera, va sin autor, no se señala, pero se
sabe que es una mujer, quizá Ana; una de las más interesantes, desde el punto
de vista literario y por la reflexión estética que encierra, es la que le
escribe desde Amiens Carlos Edmundo de Ory el día ocho de julio de 1978. En
ella Ory ofrece algunas claves de la lectura simbólica que se debe hacer del
libro de Cózar (es decir, la literatura desde dentro): “Un cúmulo de humor
negro. Y los símbolos arden (...) Te decía que los símbolos... Sí, amigo. Sobre
todo: LA PUERTA (...) la otra manía tuya, por lo demás, Rafael, es lo de las
llaves, un verdadero estribillo en tu vida diaria” (p. 79-81). Para a
continuación ofrecer la explicación de estos símbolos en lo onírico y en
general: la casa es la mujer; la puerta, su vulva; y las laves, el pene. En la
carta quinta, el protagonista se escribe a sí mismo y trata de realizar un
autoanálisis sobre el fracaso, su relación con Marina, etc.
Se trata de la
historia que vuelve sobre sí misma, como si se tratara de un inmenso círculo,
de ese ático-prisión donde todos los sueños, todos los espacios (los vividos y
los soñados) se dan cita en un momento determinado y son realidades que se
hacen símbolos o símbolos que se hacen realidad, como en las últimas palabras
con la alusión a la puerta que se cierra lentamente (“Sellarla con cada uno de
estos papeles a modo de último testimonio cubriendo la puerta” p. 155) y toda
la memoria sea depositada en el camión de la basura, como si se tratara de un
adulterio: “Mi único adulterio en toda una vida”. Advierte el autor que “las cartas son todas reales, como es real la
historia que me sucedió y real es la chica (que se llamaba María y es
francesa)”. También el resto de las cartas, la de Ana, mujer de Andrés Sorel,
la de Andrés (Sorel), la de Ory; incluso la carta del protagonista es real pues
él mismo se envió la carta por correo a casa, “y es la que intentando
distanciarse resulta más dura con el propio yo”.
Bocetos de los sueños lo componen
veintitrés relatos breves que forman una unidad por varias razones: el narrador
siempre escribe en primera persona (menos en uno de los cuentos), el ámbito
privado adquiere una especial relevancia así como los deslumbramientos y
obsesiones del protagonista, se impone el monólogo interior como estructura, un
hecho bastante habitual en toda su narrativa, que le permite una libertad
absoluta a la hora de construir el proceso narrativo. Pero junto a ello existe
una unidad temática en torno a dos polos: el mundo onírico y el amor, los dos
grandes símbolos y procesos escriturales de toda su obra: sus dos grandes
fantasías. Son cuentos escritos desde 1968 hasta la actualidad. Sostiene el
autor en la introducción unas ideas muy interesantes de su visión en torno al
relato: “El relato no es una unidad narrativa condensada ni un germen de novela,
del mismo modo que la novela no puede ser un relato hinchado, amplificado. Cada
objeto debe tener la medida imprescindible (...) En el relato entramos, o no
entramos; y hay que hacerlo además pronto, porque la condensación impide
aplazamientos (...) Si una novela podría compararse a un almuerzo, con sus
diversos complementos, una colección de poemas, o de relatos, vendría a ser
como cenarse a base de tapas variadas, algunas de la cuales no casan entre sí,
o son de fuerte digestión”. Y nos advierte sobre lo que el lector puede hallar
en sus obras: desde el relato tradicional, a los bocetos o las imágenes
aisladas. Pero hay algo fundamental, la importancia que adquiere la memoria y
toda una serie de situaciones que en un momento determinado quedaron grabadas
en su existencia. El tema del fracaso y la trascendencia del futuro está
presente en “Obsesión”; la enfermedad, el aislamiento y la soledad trascienden
el relato “En penumbra”: “Si a eso unimos que desde muy joven me he ido
acostumbrando a hablar a solas, el juego me permite ahora esa doble posibilidad
del monólogo y del diálogo con un compañero de cama, tan terminal como uno
mismo”; el tema de la crueldad de la guerra con visos de ironía a lo Roto es
protagonista en “Naranjas caídas”; la conexión con Kafka en el hombre que
odiaba a las hormigas en “Una extraña historia”; la ironía política en “El
diputado”; el amor en “Englewood, carta ayer”; la búsqueda de la felicidad en
“Reencuentro”; el deseo en “La siesta” o “El seguidor”; el erotismo en “Escultura
de arena”; el deseo, la sensualidad, la memoria en “Rosalía”: “Mientras el
pasado circula por la frente, me encuentro de pronto casi igual que entonces,
con mi mano sobre la dulce grupa de mi prima”, etc. De todos ellos, sin duda
que la búsqueda del amor, la sensualidad, el deseo y los diversos estados de
ánimo entre los que se pueden hallar la frustración, la soledad y la enfermedad
son determinantes junto a la literatura. Unos cuentos que pretenden desarrollar
siempre símbolos, psicologías, pero sobre todo situaciones que llegan desde el
pasado. Así la memoria constituye la horma sobre la que encuentran su
singladura.
POESÍA
Continuamente sospeché que la lírica
(visual o no) de Rafael de Cózar está transida de la experiencia amorosa: su homenaje
a la existencia trasciende como retórica de esa experiencia que convierte al
ser humano en un cúmulo de sensaciones placenteras, nostalgias, tristeza y
recuperación de la memoria en un trasiego donde los afectos son el límite de la
razón. Lo reconoce el escritor llevado de una sinceridad poco sospechosa: “El
tema del amor es una constante casi obsesiva en mi trabajo”. Su poesía visual
homenajea al cuerpo femenino tanto como a su alma, proyecta a través de sus
curvaturas y de las del escrito el enigma de los sentimientos, lo único que nos
sobrevive, pero también la danza de su palabra, el estertor jazzístico.
Pero esta especial síntesis entre la
creación poética siempre está organizada por la sabia y expresa armonía de un
contexto. En Ojos de uva es la ciudad
de Nueva York, que no es sólo marco de su experiencia personal sino límite
histórico y literario, espacio donde ubicar una historia, la que refiere
siguiendo la técnica confesional a un “su” amigo. Sin Nueva York la experiencia amorosa del
poeta sería otra cosa. Quiero decir que para un pintor como de Cózar tan
importante es el compendio enardecedor que lleva toda experiencia amorosa como
el espacio vital donde ubicarlo. Y en una obra como ésta, donde tanta
importancia posee lo narrativo-descriptivo por su afán de consolidar los
términos de su memoria a través de la confesión, la ciudad de Nueva York posee
la trascendencia del paisaje para los simbolistas. De hecho, Nueva York (a
través del vocativo) se convierte también en confidente. Dice el poeta:
“Quisiera también saber si es feliz/ o si al menos esta noche/ sus ojos
volvieron atrás un segundo/ a este rincón de nuestra historia,/ si tal vez tuvo
entre sus pechos/ un eco mínimo de mi boca/ o, en todo caso, al menos,/ si
acaso es feliz, New York,/ en este nuevo abrazo que la asombra”. Y por eso dirá en uno de sus versos: “La gran
ciudad es a la vez un gran motivo”. Y es que, como toda historia amorosa
necesita de un espacio (Entre Chinatown y River Side), de las salamandras de
cartón, de las prostitutas iluminadas de neón, de la tarde con sus puentes y
del otoño con los rigores opiáceos de la lenta luz, de los pequeños bares y sus
teclados de nieve y de jazz en Christopher Street. Porque sólo en los límites,
abrazos y rigores de la geografía, el exilio del pecho, como dice el poeta,
adquiere el valor metafórico del sentido. Y también, como en toda historia, hay
un proceso temporal que va de la madrugada al momento en que toma el avión en
el aeropuerto Kennedy. Así dirá el poeta: “Efectivamente las imágenes de la
ciudad, sus barrios y calles, están interpretadas desde la dimensión y el
estado de ánimo del narrador, de algún modo como excusas visuales de esa otra
realidad interior que termina predominando”.
La despedida de esa amada que duerme
mientras el poeta dispone la partida genera la poesía del sentimiento y la
irracionalidad de los espacios como compendios de una historia donde “ha
vencido la máscara del dolor” y el vacío rumia en las fronteras del deseo. Pero hay algo trascendente que no siempre
aparece en poesía y aquí adquiere valor simbólico: el motivo del engaño como
necesidad. El poeta necesita que sus emocionados sentimientos, el recuerdo que
tiene de ellos, perviva aunque se imponga la mentira, porque sostiene que más importante
que la verdad o la mentira amorosa es creerse ese estado de gracia. Por eso
dirá el poeta a su confidente amigo: “Apóyame los sueños de otro tiempo/ y
engáñame en todo lo que puedas”. Un motivo sobre el que volverá después. Quizá
la literatura está venciendo a la vida. No importa la realidad sino mantener la
imagen que sobre nosotros creemos (aunque sea a través de mixtificaciones) que
proyecta. El amor como voluntad de resistencia, en definitiva.
Advierte el escritor que la segunda
parte del libro es el complemento del “proceso vital mediante pinceladas
diversas en tono y sentido, la revisión de la experiencia ahora desde
diferentes ángulos de la memoria y abarcando entonces diversos momentos de la
historia, antes y después del citado viaje”. Una serie de perfiles que
comienzan con el marco o espacio, o soporte literario, a través de una carta a
Federico García Lorca (como metatexto) donde irónicamente desmitifica sus
recuerdos líricos de Poeta en Nueva York
pero advierte del asombro que aun provoca la ciudad y la pérdida de un amor,
para acto seguido adentrarse en el dulce lirismo de una creciente sensualidad
que va inundando el escrito de un apasionado espacio para la ensoñación
lírica.
Con un recurso a la síntesis simbólica y
metafórica de los haikus y el ex curso abierto a la confidencialidad que
siempre crea la apóstrofe como estructura, Cózar le habla a la amada: “Si
alguna vez te sobra/ algún pequeño hueco
en tu ternura/ ocúpalo conmigo./ prometo estar en él callado y quieto/ como una
sombra”. La exhorta, la reconduce, la aconseja, desliza su cuerpo y su alma en
los renglones del verso y el idioma, y se hace parte de su atuendo: “Llevo tus
besos de espuma/ anudados en la garganta”. En toda esta contingencia de una
historia amorosa en plena ebullición la poesía no es un canto a la verdad sino
al recuerdo de la verdad (en el sentido primigenio de re-cordare, lo que ocupa
el corazón), a la transigencia del tiempo y su nostalgia, es decir, esa
añoranza y melancolía que es el mayor resorte de todo lo que vuelve sobre sus
pasos desde un tiempo pasado. Por ello titula un poema “Al cabo del tiempo”, y
con una didáctica claridad insiste en la ebullición de la memoria: revivir las
huellas y volver sobre sí mismos, aunque a veces todo sea el vértigo de lo
vivido, “las sombras de la memoria/ ardiendo entre los dedos”. Incluso, como en
el poema del Epílogo, “Nunca dije”, la amada es el tiempo: “Si existe el
tiempo/tu cuerpo era tiempo/ y mis manos te buscan”.
Como una detonación persistente, la
amada, en la gran trayectoria de la lírica amorosa, se descubre cual bálsamo
(“Pon tu mano en mi frente”) pero también como sensual ronda del deseo; así en
el erótico y hermoso poema “Tu siesta en
el salón de recibir”. En estos retazos de simiente que despierta la fiereza de
lo pasado el motivo de la bebida, en la línea anacreóntica, abre nuevas
singladuras, el furor de la rutina (“Desnudarse de nuevo por primera vez”) o la
tristeza de lo que se va perdiendo en la rueda del tiempo (“Y otro brazo abrigaba
igual su cuello”). Y el motivo ya clásico del vivir lo soñado o de soñar lo
vivido (“Como sueño la vivo”) o del amor como texto escrito: “Hoy te he visto/
en el epílogo de la noche/ y en la última página del sueño”.
Lo elegíaco-amoroso va inundando
progresivamente el empeine del escrito, que se va haciendo, como dice Manuel
Mantero, meditación sobre el desamparo con la fabulación de los parques y la
geografía. Sabemos que Katie, su referente lírico, tiene ojos de uva (metáfora
anacreóntica y título del poemario) y todo su cuerpo es dulce vid, como no
podía ser de otro modo: “dorada piel de vino”, “mi vendimia”, “adorable viña”,
etcétera. Y por eso dirá que “el deseo es el vino quien lo provoca”. Pero
también, como Baudelaire, música de piezas que la melancolía devuelve una y
otra vez en este río profundo: “La acústica redonda de esta soledad”. E incluso
cuando el poeta juega con el motivo de la desmemoria de amor, como en el poema
“Ya no queda”, la transición por los espacios del olvido de la memoria sólo
sirve para ampararse aun más en ella, en proseguir en la mentira de los amantes
que constantemente se recobran: “Así pues cuando te digo que ya no queda/ ni un
rescoldo mínimo de tu sombra/ (...) sólo espero que no entiendas cómo miento/
el temor de que descubras cómo miento,/ con qué maravillosa desvergüenza”.
¡Cuánto de Cernuda, cuánto de Bécquer
y de Neruda hay en la lírica de Rafael de Cózar! ¡Cuánto de búsqueda expresiva
de la irracionalidad amorosa! Pero su poesía conecta por complacencia visual
con los paradigmas del surrealismo en su atracción por las imágenes como
procesos que conmueven y espiritualizaciones de una dinámica que conquistan con
la suavidad de la palabra, como en el poema “Jazzzz” del epílogo, o con ese
constante trasiego por la naturaleza y sus paisajes que se va haciendo pintura:
“Mientras duermes tal vez un sueño/ de lluvia en la garganta,/ la guadaña corta
el espacio azul/ y el levante susurra en las ventanas/ reflejos salinos”.
En la tercera parte, “Epílogo”, más que
una síntesis, como propone Rafael de Cózar en el prólogo”, se produce un
arrebato sensorial, una oda al cuerpo jubiloso de la amada, un profundo oleaje
sensitivo donde se crea un estallido de emociones, una enajenación, un arrobo
vitalista donde la expresividad insultante de la palabra alcanza las mayores
cotas: “Me alimento aún con el aliento/ y el eco de su voz que se me adentra/
manchada todavía de carmín./ Me siento mordido por su acento/ en esta noche
loca/ con los restos adorables de su boca/ en mi lengua de húmedo delfín”. La
vibración de la palabra se consolida con la música de jazz, la danza y los
matices pictóricos del color azul, predominante como en el modernismo: las
ropas son azules, el viento, el juego, la tierra, el cuerpo. El último poema y más extenso, “Tal vez
borracho de barata ginebra” es un perfecto colofón donde se consolidan todas
las claves y motivos de este vibrante y hermoso poemario transido por el amor y
la melancolía que produce su ausencia: “Y todo se disipa/ y todo es horizonte
de mi frente en el espejo/ donde las pirañas de la memoria/ devoran ese dulce
fantasma que asustó mi vida/ alguna noche de éstas”.
Hace unos
meses, en el número 1 de su Colección Crepusculario, Ediciones en Huida
(Sevilla) publicó Los huecos de la
memoria (con prólogo de Andrés Sorel) del escritor y pintor Rafael de
Cózar, catedrático de la Universidad de Sevilla y durante veinte años presidente de la Asociación Colegial de
Escritores de España (Sección Andaluza).
En el pasado he tenido ocasión de trabajar su
obra narrativa El Motín de la Residencia
(1978), El corazón de los trapos
(1996), novela, y Bocetos de los sueños,
(2001), relatos, sobre los que publiqué un buen número de páginas en mi ensayo Narrativa andaluza fin de siglo 1975-2002
(Ed. Aljaima, Málaga, 2005). También he trabajado su obra poética (tanto
cursiva como visual) y lo incluí en su momento en la obra Entre el XX y el XXI. Antología de la poesía actual en Andalucía,
Volumen I, (Ed. Carena, Barcelona, 2007). También conozco suficientemente su
labor como ensayista (es uno de los escritores más importantes sobre
vanguardias en España) y como crítico literario y difusor de la cultura
andaluza. Rafael de Cózar es uno de los grandes referentes actuales de la
literatura andaluza y un gran difusor de la misma. Además, a toda esta labor creativa e
intelectual me une una enorme simpatía por su forma de ser y por su bonhomía y
sencillez intelectual.
Los huecos de la memoria es la
última obra poética que reúne tanto poesía discursiva como visual: lo que ha
sido su labor habitual durante toda su vida. En ella el amor y la mujer como
símbolos establecen las coordenadas de su creación.
Fiel a su
vocación como investigador y docente en “Unas notas introductorias” nos aclara
algunas ideas sobre el origen de estos versos y su razón de ser última. Sabemos
por ellos que estos poemas fueron elaborados entre 1977 y 1980 en dos partes
inéditas hasta ahora, salvo algunos poemas sueltos publicados en revistas y
antologías. Históricamente fue escrito al mismo tiempo que su obra en prosa El corazón de los trapos (Premio
Internacional de novela Vargas Llosa), una novela que sería la versión
prosificada de estos versos. Como en su momento decíamos, El corazón de los trapos es un monólogo interior en el que el
protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la
crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión
sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre
en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”,
p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una introspección
de sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A
través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para,
a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su
experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos
a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de los
signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano
siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de
digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las
onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la
ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la
apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y
de la ruptura del lenguaje… Esta novela
se publicó veinte años después y estos versos de Los huecos de la memoria se han publicado pasados los treinta años
después de su escritura en los primeros años de la Transición española. Cózar
afirma que su centro es la temática amorosa desde la experiencia de la pérdida
amorosa.
En el Prólogo
Andrés Sorel hace una amplia reflexión sobre algunos antecedentes escriturales
de Cózar, nos habla de su amistad y de su lírica. Entre otras cosas nos dice
que en Rafael de Cózar “escribir, vivir, amar y luchar con la angustia de
crecer hacia la muerte es una constante que cuando se profundiza en su
compañía, más allá de la risa, el chiste fácil que explota en la reunión
festiva, se encuentra agazapada en esa soledad que en el fondo siempre le
acompaña en sus largas duermevelas, en los presentimientos que guarda
celosamente en su más recóndita sensibilidad”. Nos habla también de su soledad,
del sentido de la poesía, del simbolismo, del surrealismo, impresionismo y experiencia
humana de su obra y del protagonismo del lector en la misma, así como de la
fusión entre vida y poesía.
Pero, en última
instancia, como dije en su momento, continuamente aseveré que la lírica (visual
o no) de Rafael de Cózar está transida de la experiencia amorosa: su homenaje a
la existencia trasciende como retórica de esa experiencia que convierte al ser
humano en un cúmulo de sensaciones placenteras, nostalgias, tristeza y
recuperación de la memoria en un trasiego donde los afectos son el límite de la
razón, siendo la apertura hacia las corrientes expresivas un baluarte formal de
primer orden que le permite vivir desde la heterodoxia su labor creativa y
ajeno al concierto reinante.
Cózar ha sido
un verso suelto en la poesía andaluza contemporánea que tendría acaso parangón
con su querido amigo Carlos Edmundo de Ory (Dios los cría y ellos se juntan),
aunque en Ory los formalismos muchas veces han jugado en contra de su
intensidad poética, pues a veces ha podido suceder que a pesar de su grandeza
como vate, las hojas han podido perder de vista el bosque. En su poesía
discursiva la influencia del surrealismo así como del Postismo español se
traduce en el mantenimiento de elementos métricos y rítmicos dentro del poema
libre. En la producción plástica se mueve entre el impresionismo, el
expresionismo y el surrealismo, al igual
que la actividad como poeta discursivo, por lo que los dos códigos guardan aún
cierta relación con cada una de las tradiciones, plástica y literaria.
En Los
huecos de la memoria, Cózar, tomando como antecedente poético a Bécquer,
del que se aparta en casi todo (pero del que conserva su espíritu y un
neorromanticismo de nuevo cuño que siempre estará presente en su obra, amén de
una musicalidad en los últimos versos que parece dejarnos un mensaje
definitivo, casi como en Bécquer) construye el cancionero de la ausencia de
amor. Desde el yo-poeta, desde el yo-artista, que no desde el yo-real (como se
encarga de recordarnos) crea una obra para la nostalgia y también para el
desvelo, el desconsuelo y el desconcierto, en incluso para la muerte.
La ninfa Eco
toma como símbolo los dos apartados del libro en su poesía discursiva: “La copa
de los ecos” y “La sombra de los ecos”. Eco como amor desgraciado, como mujer
rota, y como reflejo de aquella “onda de amor” que regresa al cabo del tiempo
para construir su sentido.
La copa de los
ecos admite el símbolo valioso en su espacio reservado para la gracia y la
alegría vital; la sombra de los ecos, el intrascendente o mortuorio de la
pérdida. El ying y el yang, la dualidad de los antónimos que conforman el
sentido y la razón de ser.
La memoria se va
organizando para construir el sentido de la historia de amor desde la ceniza
cálida disuelta, esos rescoldos ocultos en el baúl donde las horas duermen. En
su intimismo, en su declaración amorosa, desde ese cuarto al que nos referíamos
y con el que dio comienzo su obra narrativa El
corazón de los trapos, también organiza la palabra y escucha “como pican
los recuerdos”. Con el ritmo suave y repetitivo del paralelismo y las
estructuras musicales y cerradas (a veces el endoso de las rimas asonantes en
“eo”, ritmo creado también por el eco), Cózar crea, construye su historia
sentimental desde la trasparencia que instaura el paso del tiempo y el
distanciamiento de todo lo vivido. Hay una intención también por conformar no
solo una retórica imaginaria o pictórica sino una retórica química. Porque ya
se sabe desde hace tiempo que el amor es una reacción química. Por esta razón
dirá el poeta: “La química de tu cuerpo quisiera traducir”. La oxitocina del
amor. Es el año 1977, la música de Lou Reed le permite adentrarse en su
historia donde la sensualidad (tan extraordinariamente presente en Cózar) tiene
las puertas abiertas: eros y palabras, el lenguaje directo y declarativo del
que se siente enamorado: “Te quiero./ No es nada./ Me alegro de verte de nuevo
feliz”. Una declaración tan directa,
clara y real que se complementa con su aureola metafórica y diversas creaciones
surreales donde podemos encontrar el negro lienzo de la noche, las rojas plumas
que fabrican sus venas o los nidos cobrizos de la memoria… Las imágenes se crean en el deseo, prenden en
la desnudez de la noche y nos anuncian el rito de los besos habituales pero
también la historia imposible. El poeta que intenta el robo de amor cuando sabe
que ya todo estuvo perdido, que aun a sabiendas del vacío vital, necesita
introducirse en él y sentirse más preso del deseo de la memoria que de la memoria
en sí. Pero la memoria no es nada sin el deseo, sin esta historia que acaso
pudo tener sentido… cercano a veces a la locura de amor y teniendo la necesidad
de volar hacia ella: “Y la violencia azul recorre mis sienes/ y hace abrir el
silencio de tus cristales/ y puedo llegar al borde de tu cama/ y retrocederte
la memoria de tus sueños”.
Hay una necesidad
de la presencia al cabo que siempre iría contra la construcción histórica de la
sentimentalidad rota. Al leer creemos entender el cuadro pictórico que siempre
crea Cózar, en la noche y en la imposibilidad de todo lo perecedero, siendo
consciente de que la recreación es siempre una forma de revivir la desgracia de
un momento, “la acidez del tiempo”.
Un cuadro que
está organizado también por las imágenes surreales de “Pájaros”, donde son
estos los que fabrican sus venas y la memoria está habitada por nidos cobrizos
y la soledad es de espuma. Pájaros para nadar en los campos de guerras, de
tiempos que se diluyen, en una soledad constante que vibra como un pájaro de
cobre en la noche o puede ser una carta de tinta invisible. Metáforas que
juegan a la definición de ese hombre que acepta el compromiso de un mundo por
descubrir.
Y siempre el
hombre en la noche, en su soledad rota, más nadie que nunca sin ella,
persiguiendo el amor como un mendigo persigue los sueños: “Sobre la cuerda de
la soledad tengo mi hambre,/ sobre el silencio individual, mi historia,/ y al
borde de mi cama, planchados,/ he puesto los manteles de la esperanza”. A veces
perseguido por la solemnidad de la música de Igor Strawinsky y su “Pájaro de
fuego”, siendo una lágrima viva, una tierra que busca ser habitada, y olvidar
los lápices sombríos y esos bocetos de la existencia con los que intenta la
reconstrucción de la memoria. Pero no hay nadie. Su vago espejismo de vida:
unos labios que se imaginan, una boca que fue un día, unos ojos…
La nostalgia en
la noche se apodera de ese cuarto donde reconstruye su historia, mientras desde
el pasado le llega la piel, la caricia, la desesperación… Hay una sensualidad
que actúa siempre como horma, como esquema, como boceto al límite y un cuerpo
que lo demanda, que lo recibe, como un espejo que reverbera las esencias y en
medio está el poeta con su muerte a cuestas, con esa forma del amor cuando es
indefinible y silencio, con la necesidad de sentirse recobrado y pleno,
prometiendo toda clase de artificios para recuperar lo que ya fue pasado,
historia, escritura recobrada y acaso ella como tumba donde poder morir definitivamente
humano.
Pero la búsqueda
no ceja (“Yo seguiré buscando en las esquinas/ los reflejos del ayer que
fuimos/ y tal vez vengan a mí desde tan lejos/ tal vez vengan/ las sombras
pequeñas de tus ecos”) aunque solo sea eco, eco en sombra esa rememoración de
una historia sentimental. El poeta, contemplativo, organiza en el magma de las
imágenes las sensaciones (tanto realistas como surrealistas) y no se apiada de
sí porque ya lo hizo la soledad que se apodera de esa memoria aunque él la
intente llenar con sus ojos, con su frente, con su piel, con sus ojos: “Allí
estarán de nuevo mis ojos/ fundidos en tus ojos al encuentro”, como en el poema
visual de las páginas 44-45.
En ese espacio de
viento, en la singladura de ese ayer que en el poema es hoy, Cózar confiesa su
desolación, la oquedad de la muerte, la brevedad de lo perecedero… aunque el
vino se llene en la noche y se juegue en la complicidad de lo fingido, en la
oscuridad de los olores que la soledad impregna.
Hay una
singladura que se presiente perdedora, ebria en la oscuridad de barro y
alquitrán, una historia como un mundo que trata de escribirse y pintarse con la
silueta sensual y acariciadora de la mujer en su poesía sensual: carga de luz,
carga de sueños, incandescente y alegre. Y, en ese descubrimiento, en esa
rememoración las peticiones del poeta se suceden, en la necesidad de recobrar
un diálogo, viviendo, tratando de frenar el tiempo y, acaso, de darle marcha
atrás. Mientras ella se va al amanecer, en silencio: “Me dejó sin tiempo y sin
espacio,/ atado a las nubes con broches de ceniza,/ mientras filtraban despacio
en mi ventana/ las primeras rendijas solares”. Herido, vacío, hueco,
“crucificado”… y ahora en el diario escribiendo y afirmando promesas que ya no
se cumplirán.
“¿Para qué
seguir contando cuentos?”, se pregunta. Pero hay una necesidad de pintarlo
todo, de descubrir esa memoria, esa huida, esa extraña cicatriz del alma… y
hacerse la idea de que la redacción de una memoria siempre se hace solo, a la
sombra de la espera, en ese camino agridulce de la vida: feliz mientras duró,
triste en tanto la espera será ya infinita: “Yo ya llevo la vida a paso lento…
Yo he visto, en fin, los claustros de la infancia/ y aún oigo cómo trabaja el
tiempo/ acuchillándome poco a poco, sin remedio,/ el camino agridulce de la
vida”.
Y ella siempre
presente en la poesía visual, como cuerpo, como soledad, saliendo de las hojas,
piel cocida, mujer… y la palabra que se organiza buscando la vida, el perfil
etéreo de un seno o la húmeda dejadez de los labios. Una exaltación en la
poesía visual que recobre el sentido último y placentero de las asociaciones
corpóreas, la transparencia de sus labios, los párpados retenidos de la
memoria. Una poesía para exaltar la vida
a través de la imagen corpórea. Una historia de abandono y una reconstrucción
del escritor, del artista, del poeta en ese yo que afirme la creación y la
redención de lo vivido como esencia de lo que somos.
[1]
En correo electrónico dirigido al que esto subscribe el escritor realiza toda
esta serie de apreciaciones que contribuyen a clarificar el conocimiento de una
obra compleja desde el punto de vista de los referentes públicos así como de la
simbología que la acompaña.
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