domingo, 14 de diciembre de 2014






RAFAEL DE CÓZAR SEGUIRÁ VIVO

Francisco Morales Lomas

 
Ya saben por los medios de comunicación el fallecimiento de nuestro buen amigo y gran escritor Rafael de Cózar. Los que lo tratamos de continuo, leímos su obra y la estudiamos publicando ensayos sobre ella lo sabemos muy bien. Pero también sabemos que se ha ido con él una gran persona. Irónico, inteligente, sagaz y afectivo Rafael de Cózar deja un profundo hueco en la memoria, como en su momento los queridos amigos Manuel Urbano, Domingo F. Faílde, Juan Manuel González y José María Bernáldez, miembros de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios desde su nacimiento. Descanse en paz.



LA NARRATIVA Y LA POESÍADE RAFAEL DE CÓZAR


NARRATIVA
En muchas ocasiones se ha relacionado al escritor Rafael de Cózar con el ensayo y, en menor medida, con la creación. El hecho de ser uno de los mayores conocedores de las estéticas vanguardistas y de haber extendido su magisterio como teórico y estudioso por el país, lo han hecho acreedor de esta simplificación de su obra. Es el peaje que deben pagar algunos por ser buenos teóricos de la literatura. Pero la escritura creativa de Cózar ha recalado en múltiples ámbitos y géneros literarios, y desde todos ellos siempre ha tratado de imprimir un sesgo personal, eso que algunos llaman estilo y otros temperamento literario. Creo que en el origen tiene mucha culpa Carlos Edmundo de Ory, que desde entonces es uno de sus mejores amigos y del que Cózar es su máximo conocedor. La relación con la vanguardia procede de ahí, creo, pero también de la propia personalidad de Cózar, que es y ha sido siempre un espíritu libre, innovador y ajeno a modas y pasatiempos (como no sea su propio estilo), también justificado en parte por su gran relación con otras esferas estéticas como la pintura, de la que es cultivador mucho antes que de la literatura y dirigido por su madre, que fue pintora.
       Como narrador ha publicado un número significativo de relatos en revistas, periódicos, etc., pero tiene tres libros publicados: una novela corta, El Motín de la Residencia (1978), El corazón de los trapos (1996), novela, y Bocetos de los sueños, (2001), relatos, que durante mucho tiempo serán su obra completa pues me comentaba que no sabría si volvería a publicar más cuentos. La novela corta El motín de la Residencia fue publicado en el 78 y hubo que esperar dieciocho años hasta que apareciera su siguiente obra narrativa, que fue premio Vargas Llosa, El corazón de los trapos. Sin embargo, a pesar de la distancia cronológica entre ambas existen coincidencias de estructura y organización sistemática del proceso narrativo, entre las que podemos citar el uso de la primera persona, el monólogo interior como detonante del universo poético, el acercamiento al simbolismo narrativo y las claves existenciales de su obra (significativo en ambas es también la introducción junto al escrito de dibujos del escritor que inciden en su vía pictórica). Difieren en el tratamiento del amor, básica en su siguiente obra y apenas perceptible en ésta. Pero en las dos también se da el concepto de encierro, aquí en una residencia para enfermos mentales; en El corazón de los trapos en un ático de la ciudad sevillana. Estos elementos nos conducen a concluir que, aun cuando han pasado muchos años, Cózar conserva una serie de claves de lo que es su concepción de la novela como hecho estético y de la realidad como algo mucho más complejo de lo que los escritores realistas (de los que se aparta notablemente) han aceptado desde Balzac.Unas claves en las que interesa el discurso individual del personaje, su actitud frente a lo otro (los demás, lo que observan sus sentidos o lo que piensa), sus medias palabras, sus medias verdades, su apertura a las  contradicciones, a una visión amplia y compleja de la realidad que pasa también por una simbiosis entre el consciente y el subconsciente, entre el acercamiento a lo real y lo surreal o simbólico. Una narrativa para un lector sagaz que debe penetrar en sus flujos y reflujos de lecturas pero también en sus posibilidades interpretativas. Hasta tal punto es así que en El motín de la residencia (publicada en formato de periódico, del que se hicieron según el autor diez mil ejemplares) hay una introducción del escritor –entreverada de ironías y sarcasmos, por ejemplo, cuando habla de sus bondades como erudito: “Las difíciles páginas que el lector tiene delante son una prueba más de mi inigualable condición de erudito y afamado investigador”- donde trata de explicar las claves interpretativas de esta obra y su disposición. “Difíciles páginas”, dice el escritor, y efectivamente lo son si el lector se adentra sin pertrechos en las procelosas aguas de este relato. Me cuenta el escritor que la génesis de esta novela fue una obrita de teatro para la Facultad que redactó junto a un compañero en el año setenta con intención de representarla al año siguiente, deseo no consumado pues fue desautorizada su representación. En los años siguientes Cózar la convirtió en novela, antes de morir Franco, aunque se publicó tres años después del evento.
        Siguiendo a Cervantes y tantos otros que han llevado a sus obras la historia del manuscrito hallado para crear una distancia crítica necesaria, Cózar dice que investigando en unos archivos municipales halló el relato que no le pertenece y trae al lector, transcribiéndolo únicamente, y ahora lo expone después de haberle hecho algunos ajustes: “Tan sólo eliminados los errores ortográficos, de puntuación, existentes, corregidas aquellas palabras que el tiempo o la desidia hicieron borrar, o enmendadas acotaciones marginales que posteriores copistas desfiguraron en el manuscrito, me dispongo a ofrecerles, con sumo agrado y carácter de primicia, esta primera versión completa del mismo”. En esas páginas liminares también se advierte de que se trata de una “descalabrada” narración que entendemos como evidente propuesta experimental (en la línea que se  había puesto de moda en la narrativa española desde Tiempo de silencio (1962) de Luis Martín Santos y todavía proseguía una década después con La saga/fuga de J. B. (1972) de Torrente Ballester, aunque los experimentalismos narrativos a la altura de finales de los setenta fueron cediendo por una recuperación de la narración en sentido clásico). “Descalabrada” narración de una revuelta o amotinamiento que acaece en una residencia para disminuidos mentales, aunque de inicio advierte que el texto es incompleto pues no hay datos informativos que pergeñen todo el entramado de la historia. Es otro elemento que une esta novela con la siguiente: el concepto de fragmentariedad, como si la realidad que percibimos siempre estuviera limitada, nunca completa y sí defectuosa, viciada, insuficiente... En ese cúmulo de dificultades de las que previene al lector, le llega el turno a la sintaxis, difícil de descrifrar. Y más que la sintaxis yo diría la singladura reflexiva del narrador de cada momento porque le falta al lector el contexto en el que desarrolla su propuesta verbal, por lo que es fácil perderse en sus fintas imaginarias, en su sintaxis de búsquedas expresivas en las que predomina toda suerte de connotaciones y recursos a elevar la expresividad de lo expuesto. Una percepción esta que nos permite no sólo pensar en la consciencia del proceso narrativo por Cózar sino en la de situarse en la postura del lector para intentar ayudarlo con el báculo de esa introducción porque de lo contrario la singladura por el escrito sería harto compleja. Organiza la obra en una división que va del Cero al Quince y cada apartado pertenece a cada uno de los personajes que, según él, serán fácilmente identificados por el lector por la “enferma obsesión que los caracteriza”. En realidad comienza en el Cero, hay Quince capítulos, y finaliza en uno epilogar, llamado también cíclicamente Cero. Entre ellos hay uno que los une por el pasado, un personaje extraño. Con él creo que está identificando al general Franco, aunque no llegue nunca a decirlo, pero sí dará claves interpretativas. Dice Nora: “¡El anciano acaba de morir!” y responde todo el grupo de modo irónico: “¡Nuestro anciano ha muerto!¡Viva el anciano, eje y símbolo de nuestra gloriosa revolución!”.
      Sobre el estilo de esta primera novela, añade Cózar, llevado por sus efluvios doctorales: “Los rasgos esenciales de estilo, el corte prosaico de su verbo y la textura discontinua de su dicción, obligan a una adjudicación de autoría, sin duda propia de cualquier bachiller o letrado estudiante de provinciano modal, pluma no excesivamente cultivada y tan sólo entendido en las mínimas normas de arte literario, poco avezado en los criterios del buen gusto, que caracterizan nuestra sociedad actual y por los que tradicionalmente se han regido los eternos valores artísticos de nuestra raza. Ni que decir tiene que ese estilo dificultoso, poco fluido y, en determinadas ocasiones, abrupto, es precisamente lo que me ha llevado a conservar la dicción original, ya que, por este motivo, la obra adquiere su pleno sentido de inmadurez juvenil y la fuerza expresionista que tal vez debió poseer su desconocido autor –del cual sabemos redactó estas hojas, tal como hoy se editan, entre los dieciocho y veinte años, en torno a 1969”. Toda una expliación solvente del profesor universitario que lleva dentro Cózar, que a la vez que está definiendo el proceso de la escritura de su joven alter ego e intenta curarse en salud (que le perdone el lector sus errores imputables al poco cultivo de la pluma del joven escritor) da las claves de la redacción. Evidentemente, entre los errores hemos detectado faltas ortográficas (fundamentalmente acentos y puntuación) no sabemos si imputables a erratas o a ese estilo poco cultivado al que se refería el escritor o a los errores ortográficos a los que también aludía Cózar en este prólogo, que no tienen sino la condición de establecer el distanciamiento aludido y la permanencia del escritor como lector o crítico, en un segundo plano. Los simbólicos dibujos, en los que predomina un rostro humano desencajado y grave, o bien con los ojos obnubilados, ocultos, con expresión trágica, sólo se ven interrumpidos por dos de ellos donde aparece en primer plano una escalera para escalar hacia un árbol y una manifestación de personas.
     En el Punto Cero comienza a hablar un personaje sobre los jóvenes de ciudad de modo crítico mientras manifiesta determinadas sensaciones de bienestar ante la contemplación de la naturaleza en torno, una suerte de primitivismo pertinente y ecológico hasta que alguien lo echa de sus contemplaciones cuando le apunta con una escopeta a la espalda. En Uno, el personaje se va definiendo, configurando, es un ser reflexivo, existencial, que analiza su vida y las de los demás, es el más viejo y habla ex cathedra como aquel que le ha dado muchas vueltas a eso que se llama vivir, pero contempla su encierro como una espera de que algo que hay fuera suceda (probablemente se está refiriendo a la llegada de las libertades en España). En ese proceso experimental que vive la novela, diversas formas de narración se dan cita: la dramática, a través de la reproducción de diálogos, la periodística (con la voz que llega de la radio), la expositiva-argumentativa, la puramente narrativa-descriptiva, la didáctica, etc. Ya comenzamos a saber que entre ellos existe un líder, Piero, el rebelde. En Dos el personaje habla del pasado en una carretera e intenta recuperar la imagen de una mujer y el sabor de la sangre y la realidad truncada. Sabemos que es Piero quien habla y alguien le dice: “Sólo somos figuras astilladas, muñecos de barro que el viento está desmoronando”. Todo un símbolo de todos los personajes que se dan cita aquí, pero también de todo un país que está al albur de un anciano. La carretera, el camino, se ve como la lucha: “Así, voy caminando por los años creando y creyendo en mí mismo”. Este personaje es como una especie de Prometeo, trágico en su eterna lucha. En Tres alguien nos habla de un día extraño en los “habitantes de la casa”, que obviamente no posee las mismas interpretaciones, como veremos, de la casa en la siguiente novela. Aquí por casa entendemos la prisión donde se hallan, que bien podría ser todo el país. Aparece otro personaje al que se nombra, Raimundo, pero también Marcos, Nora, Bruno. El narrador en este apartado se hace realista y cultiva este tipo de narración pura. Todo este proceso le lleva a la infancia y los niños, y la voz irónica de la radio: “Un niño subnormal es un gran problema”. En Cuatro el personaje se dirige al lector y pregunta. Se introduce el diálogo: la paz, los niños buenos y malos, la definición de Piero (“engendro extraño de una pasión, la pasión contenida de toda una juventud extraña, pasión de amor convertida en pasión para siempre: mares revueltos”). En Cinco habla una mujer del concepto de amor y lo define como una suerte de panteísmo: “Sentía el amor porque he creído buscarlo en todas las cosas y cada una me recordaba al amor”. Habla de sí misma, de sus sensaciones, de la trascendencia que su entorno provoca en ella, toda una suerte de desolación y lirismo intimista: “El agua puede cogerse, agarrarse y cerrar el puño, el agua lamiendo los dedos y entre los dedos se escapa. Intenta huir”. En Seis el personaje se adentra en un discurso trascendente, exhorta al que le escuche y expresa su tragedia interior: “Se me revuelven las entrañas por estos consejos crueles para con el hombre, se me forma un nudo de trapo en el estómago y sus palabras me asfixian”. Pasa a la negación de sí en una suerte de experimento existencial querido para Sartre y los escritores de la posguerra. Se va realizando preguntas a las que da respuesta, sobre ellos y su futuro, cargado de profundo pesimismo: “Somos los gusanos enormes, los seres más grandes creados por esta tierra enfermiza”. Es uno de los apartados más extensos y melodramáticos por su impulso existencial y su viveza expresiva llena de desesperanza y lirismo: “Soy el rey temido forjador del color del hombre, el color que sube a la cabeza y me anula todo, me deroga y abandona a un ritmo nervioso y salvaje, el grito adorado y un tapón en la boca de corcho y arena”.
        En Siete las ratas surgen en el texto para no abandonarlo, esas ratas que buscan la comida del personaje. Reflexiona también sobre sí, sobre lo que es o ha sido, sobre su decisión al tomar un camino u otro, sus dudas y la sensación de que su camino, sus piernas ya no funcionan. Es la persona que progresivamente se ha perdido en el rumbo y va sucumbiendo: “Olvido mi cuerpo agotado que parece un monigote en un cajón vacío, mi cuerpo y toda la oscuridad mía”. En Ocho un personaje vuelve a hablarnos de modo realista de Amador, de Piero, de la radio (su contacto con el exterior) que no suena, de Bruno. Es el personaje que hace de elemento unitario en todo este proceso disgregador e individual, de parcialización de la realidad, de multiplicidad en los puntos de vista, de narrativa caleidoscópica. Los enfrentamientos en el seno del grupo. En Nueve habla de nuevo una mujer que se siente perseguida (es el más breve). En Diez se habla del pasado, de las palabras oídas, de Nora, de la lucha entre Piero y Bruno. En Once la radio ofrece su discurso, una mujer se siente extrañada en su mundo, enajenada, habla de la madre, del padre y del afecto que sentía por éste, mientras permanece a su espera. En Doce un ser se siente atosigado y oprimido, y reflexiona sobre sí mismo: “Me estoy matando de hojas secas y su humo maravilloso quema el vientre como el hierro”. En Trece (él único que lleva un título: “El sueño del anciano”) habla en primera persona y dice que no puede moverse y que la noche ha sido larga (¿La muerte de Franco? ¿Los cuarenta de dictadura?) Habla de sí mismo, de sus sensaciones, del que se prepara para la muerte, pero quizá no sea lo que pensamos. En Catorce se alguien se expresa de un modo individualista sobre sus necesidades personales y sobre lo que realmente le importa: “Ya no me importa nada, nada distinto a mi pobre patio solitario”. Habla de sí como evadido. En Quince la radio habla de rehabilitación y da consejos, y de que Piero se equivocó, de que los hombres de fuera y dentro son hermanos, pero también de resignación. Desde la primera persona alguien da su discurso de los hechos, de la locura, de la muerte: “Mi vida ha sido un vaso de hiel helada”.   
         En Cero alguien habla de lo que sucede afuera, de Piero, de Nora, del encierro. Y finalmente se reproduce un diálogo donde se anuncia la muerte del anciano. Piero dice que antes la muerte o el extermino total: “No podemos entregarnos a los que durante siglos fueron nuestro carceleros”. Pero también hay voces que dicen que no deben seguirlo y de la muerte de Piero. Toda una aventura narrativa en la que se observa una eterna lucha del hombre por salir de su encierro, una lucha entre el individuo y lo que desde fuera genera su opresión. Novela-símbolo forjada por la fragmentariedad y la construcción-deconstrucción de mentes que viven su aislamiento con procesos diversos que van desde la revolución política hasta el severo individualismo.
RAFAEL DE CÓZAR CON LOS AMIGOS DE LA ASOCIACIÓN ANDALUZA DE ESCRITORES  Y CRÍTICOS LITERARIOS (2012)

     Sobre los múltiples símbolos de la obra nos aclaraba el escritor que el viejo entre dormido y muerto, que sigue siendo un referente para todos, es Franco, ya entonces cadáver político, como también podría serlo José Antonio, usada la falange por Franco sin que el creador pudiera protestar, o incluso Marx, usado por Lenin, y Stalin, es decir, el dictador que sigue gobernando después de muerto, del mismo modo que la residencia es efectivamente la cárcel que era España. Piero y Bruno, dice Cózar[1], “representan el primero al revolucionario idealista, que ha dado el golep, logrando que los demás se encierren con él en un ala de la residencia, mientras Bruno, su oponente, entiende que hay que resignarse y entregarse, y termina matando a Piero. El personaje que está fuera y que parece contar la historia desde la memoria sería el hijo de Piero y Nora (ya embarazada durante la revuelta) y que ha vivido toda la historia desde el vientre. Esto era má facil dejarlo claro en el escenario (porque, como decíamos, ésta fue una obrita de teatro para la facultad), pues este personaje no aparece cuando e ven escenas de los locos. Pero la historia no podía contarse con claridad pues el narrador de ese manuscrito encontrado sería este personaje que relato todo como si fuera un sueño, ya que ha vivido la misma en el vientre de Nora, por lo que debe narrar lo que él considera un sueño de forma discontinua y distorsionada”.
      El corazón de los trapos, con el que obtuvo el premio Vargas Llosa, es un monólogo interior también en el que el protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”, p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una instrospección sobre sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para, a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de las signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y de la ruptura del lenguaje.
        El mismo título, El corazón de los trapos, recala en una simbología donde los trapos son como la memoria, “objetos que usamos para borrar el tiempo acumulado en las cosas, los restos de la vida que transcurre y que va dejando sus huellas en la superficie del lienzo. El corazón de los trapos es, en definitiva, el conjunto de sombras que nos quedan en la memoria, y la memoria es la verdadera dimensión donde existe el amor, porque cuando éste nos llega estamos demasiado ocupados en padecerlo. Sólo al perderlo y revivirlo en la memoria es posible construirlo como amor, es decir, como ficción”, dice el escritor. Así incidirá el protagonista en la novela sobre este valor que se le imprime a los trapos: “Los trapos de entonces reflejaban sólo el polvo negro de los piñones y la pegajosa resina, pero los de hoy tienen una extensa variedad de recuerdos que nadie se molesta en limpiar, ni siquiera mi escrupulosa limpiadora de la escalera. Y si ahora recuerdo nuestros viejos pinos, también hoy necesito y quiero subir, subir de nuevo, mientras queden fuerzas. Algo de todo esto nos va quedado, algo del corazón de los trapos, que es donde reside su memoria” (p. 66).
        Resulta llamativo el hecho de que, a pesar de ser un monólogo interior, se presente toda una estructuración del proceso narrativo en espacios y tiempos diversos, así como en formas de escritura, una aparente antítesis entre la libertad que rige en el monólogo interior y el metodismo de una recuperación tan exhaustiva en partes. De este modo la obra se divide, siguiendo el canon de una pieza teatral, en tres actos, con títulos en la tradición de la literatura áurea. El primero (“Donde se narran las vicisitudes esenciales del voluntario encierro en un ático de la muy noble ciudad de Sevilla”) lo conforman nueve escenas y cuatro cartas: es el más extenso y ocupa la mitad del relato; el segundo (“De la decisión tomada y el viaje al sur de Francia, asentamiento, nuevos viajes y hechos de mayor trascendencia acaecidos en el verano del reencuentro, año también de mil y novecientos y setenta y ocho), seis escenas y una carta; y el tercero (“Del retorno a España e inicio del invierno: Moscú y Leningrado. Un viaje a Marruecos y el sueño que en él sobrevino. Así como otras noticias dignas de mención en esta historia”), seis escenas y ninguna carta.
       Para Cózar la literatura, además de dadaísmo, experimentación (como cualquier faceta artística), relación con el mundo, el amor y las claves de la existencia, también es intensidad y fuerza en la expresión y la transmisión y, así, apelando al símil físico dirá en la novela: “No entiendo que haya libros buenos aparentemente y luego uno los abre y no encuentra nervios en sus páginas, venas, vientres, manos abiertas y vivas, pulsaciones, pechos, ni siquiera un resto de miseria, un asomo de verdadera maldad, y uno no escucha ya orquesta, ni silencio siquiera” (p. 17). Por extensión, todos estos elementos se dan cita en esta novela de Cózar en el que los componentes metaliterarios y las reflexiones sobre el discurso literario son constantes. El lenguaje metafórico, las definiciones de conceptos teóricos, o de la simple existencia permiten adentrarnos en un lenguaje poético donde está garantizada la sorpresa y el afán de crear un texto original. La preocupación por el tiempo y el cambio de espacios (aún desde su pasividad en el ático sevillano) son permanentes y ofrecen una gran vitalidad a una literatura de por sí vitalista: “El domingo es un sueño excesivamente largo” (p. 18), “El lunes es, sobre todos los días, sin duda el más negro, día de ayuno y meditación, casi seguro sin periódicos” (p. 19). La reconstrucción caótica de la aventura personal y amorosa con Marina se conforma profundizando en la relación pero también aspirando no sólo la erótica de las emociones sino del cuerpo, que se convierte en tema literario tanto como la reflexión sobre la expresividad del lenguaje: “Y uno que se cree incluso eso, es capaz de llegar a odiar la economía del lenguaje, odiar el idioma y todo lo que con él puede decirse o dejarse de decir (...) Lo que se pronuncia a veces muere, porque es el reflejo de la inseguridad, de la desconfianza en lo que nos une a los demás” (p. 23). A veces, un pensamiento oriental bien asumido, procedente básicamente del Tao-te-king, haya su expresión cierta en algunos párrafos de la obra, por ejemplo, cuando hace referencia al concepto de pasividad: “Los problemas se solucionan quedándose encerrado, masticando lentamente los hechos hasta que estos se diluyan en el tiempo” (p. 25). Un viaje a Barcelona nos adentra en nuevos espacios, tanto como en la segunda parte a París y el Sur de Francia, lo que aprovecha el escritor para realizar descripciones raudas y expresivas, porque es una constante este afán por la búsqueda de un lenguaje que enganche al lector y tenga interés y sorpresa. Pero lo más habitual y permanente son sus constantes reflexiones sobre el amor, convirtiendo en cierto modo la novela en un tratado sobre el mismo: “El amor es sin la menor duda una cuestión de química orgánica, que es precisamente la que solían suspenderme” (p. 37), “El amor es una investigación detenida y erudita de los cuerpos” (p. 40), etc.
RAFAEL DE CÓZAR EN EL JURADO DE POESÍA DEL PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA

        Otros temas asiduos son la soledad, el aislamiento, la inacción, el paso del tiempo, el afán de búsqueda, la memoria (”No somos sino una mixtificación del pasado”, p. 89; “Arañábamos el pasado mutuamente las noches en vela, hasta quedarnos rendidos de contarnos cada vida”, p. 128; “Estamos vendiendo el fruto único de un tiempo enhebrado ahora en hilos de palabras, esta final textura de la memoria por la que entramos todos como forzados partícipes de una biografía comunitaria”, p. 128), la independencia y libertad, la literatura y el lenguaje, el sexo, el suicidio, el miedo (“Hemos quemado el miedo, fundido el miedo entre nosotros, p. 119; Tenemos miedo de nosostros mismos” p. 148), la inseguridad, la muerte, la tristeza y los estados melancólicos, la huida, el fracaso, la estética (“Discutamos sobre el proceso de revolución asentamiento de las estéticas, la función autorremunerativa del arte, la tensión entre comunicación y culto al lenguaje por sí mismo”, p. 131)...
      En la primera carta , firmada por Ana, escribe a Andrés, el protagonista, que le habla de que ha comenzado a leer su cuento y le declara su amor; en la segunda, Andrés se dirige a un “querido” que no nombra en el que reflexiona sobre la muerte y el amor con alusiones a Breton (“Se muere el amor, se muere la literatura, se muere hasta la muerte”, p. 61); la tercera, va sin autor, no se señala, pero se sabe que es una mujer, quizá Ana; una de las más interesantes, desde el punto de vista literario y por la reflexión estética que encierra, es la que le escribe desde Amiens Carlos Edmundo de Ory el día ocho de julio de 1978. En ella Ory ofrece algunas claves de la lectura simbólica que se debe hacer del libro de Cózar (es decir, la literatura desde dentro): “Un cúmulo de humor negro. Y los símbolos arden (...) Te decía que los símbolos... Sí, amigo. Sobre todo: LA PUERTA (...) la otra manía tuya, por lo demás, Rafael, es lo de las llaves, un verdadero estribillo en tu vida diaria” (p. 79-81). Para a continuación ofrecer la explicación de estos símbolos en lo onírico y en general: la casa es la mujer; la puerta, su vulva; y las laves, el pene. En la carta quinta, el protagonista se escribe a sí mismo y trata de realizar un autoanálisis sobre el fracaso, su relación con Marina, etc.
       Se trata de la historia que vuelve sobre sí misma, como si se tratara de un inmenso círculo, de ese ático-prisión donde todos los sueños, todos los espacios (los vividos y los soñados) se dan cita en un momento determinado y son realidades que se hacen símbolos o símbolos que se hacen realidad, como en las últimas palabras con la alusión a la puerta que se cierra lentamente (“Sellarla con cada uno de estos papeles a modo de último testimonio cubriendo la puerta” p. 155) y toda la memoria sea depositada en el camión de la basura, como si se tratara de un adulterio: “Mi único adulterio en toda una vida”. Advierte el autor que  “las cartas son todas reales, como es real la historia que me sucedió y real es la chica (que se llamaba María y es francesa)”. También el resto de las cartas, la de Ana, mujer de Andrés Sorel, la de Andrés (Sorel), la de Ory; incluso la carta del protagonista es real pues él mismo se envió la carta por correo a casa, “y es la que intentando distanciarse resulta más dura con el propio yo”.
     Bocetos de los sueños lo componen veintitrés relatos breves que forman una unidad por varias razones: el narrador siempre escribe en primera persona (menos en uno de los cuentos), el ámbito privado adquiere una especial relevancia así como los deslumbramientos y obsesiones del protagonista, se impone el monólogo interior como estructura, un hecho bastante habitual en toda su narrativa, que le permite una libertad absoluta a la hora de construir el proceso narrativo. Pero junto a ello existe una unidad temática en torno a dos polos: el mundo onírico y el amor, los dos grandes símbolos y procesos escriturales de toda su obra: sus dos grandes fantasías. Son cuentos escritos desde 1968 hasta la actualidad. Sostiene el autor en la introducción unas ideas muy interesantes de su visión en torno al relato: “El relato no es una unidad narrativa condensada ni un germen de novela, del mismo modo que la novela no puede ser un relato hinchado, amplificado. Cada objeto debe tener la medida imprescindible (...) En el relato entramos, o no entramos; y hay que hacerlo además pronto, porque la condensación impide aplazamientos (...) Si una novela podría compararse a un almuerzo, con sus diversos complementos, una colección de poemas, o de relatos, vendría a ser como cenarse a base de tapas variadas, algunas de la cuales no casan entre sí, o son de fuerte digestión”. Y nos advierte sobre lo que el lector puede hallar en sus obras: desde el relato tradicional, a los bocetos o las imágenes aisladas. Pero hay algo fundamental, la importancia que adquiere la memoria y toda una serie de situaciones que en un momento determinado quedaron grabadas en su existencia. El tema del fracaso y la trascendencia del futuro está presente en “Obsesión”; la enfermedad, el aislamiento y la soledad trascienden el relato “En penumbra”: “Si a eso unimos que desde muy joven me he ido acostumbrando a hablar a solas, el juego me permite ahora esa doble posibilidad del monólogo y del diálogo con un compañero de cama, tan terminal como uno mismo”; el tema de la crueldad de la guerra con visos de ironía a lo Roto es protagonista en “Naranjas caídas”; la conexión con Kafka en el hombre que odiaba a las hormigas en “Una extraña historia”; la ironía política en “El diputado”; el amor en “Englewood, carta ayer”; la búsqueda de la felicidad en “Reencuentro”; el deseo en “La siesta” o “El seguidor”; el erotismo en “Escultura de arena”; el deseo, la sensualidad, la memoria en “Rosalía”: “Mientras el pasado circula por la frente, me encuentro de pronto casi igual que entonces, con mi mano sobre la dulce grupa de mi prima”, etc. De todos ellos, sin duda que la búsqueda del amor, la sensualidad, el deseo y los diversos estados de ánimo entre los que se pueden hallar la frustración, la soledad y la enfermedad son determinantes junto a la literatura. Unos cuentos que pretenden desarrollar siempre símbolos, psicologías, pero sobre todo situaciones que llegan desde el pasado. Así la memoria constituye la horma sobre la que encuentran su singladura.







POESÍA


        Continuamente sospeché que la lírica (visual o no) de Rafael de Cózar está transida de la experiencia amorosa: su homenaje a la existencia trasciende como retórica de esa experiencia que convierte al ser humano en un cúmulo de sensaciones placenteras, nostalgias, tristeza y recuperación de la memoria en un trasiego donde los afectos son el límite de la razón. Lo reconoce el escritor llevado de una sinceridad poco sospechosa: “El tema del amor es una constante casi obsesiva en mi trabajo”. Su poesía visual homenajea al cuerpo femenino tanto como a su alma, proyecta a través de sus curvaturas y de las del escrito el enigma de los sentimientos, lo único que nos sobrevive, pero también la danza de su palabra, el estertor jazzístico.
         Pero esta especial síntesis entre la creación poética siempre está organizada por la sabia y expresa armonía de un contexto. En Ojos de uva es la ciudad de Nueva York, que no es sólo marco de su experiencia personal sino límite histórico y literario, espacio donde ubicar una historia, la que refiere siguiendo la técnica confesional a un “su” amigo.  Sin Nueva York la experiencia amorosa del poeta sería otra cosa. Quiero decir que para un pintor como de Cózar tan importante es el compendio enardecedor que lleva toda experiencia amorosa como el espacio vital donde ubicarlo. Y en una obra como ésta, donde tanta importancia posee lo narrativo-descriptivo por su afán de consolidar los términos de su memoria a través de la confesión, la ciudad de Nueva York posee la trascendencia del paisaje para los simbolistas. De hecho, Nueva York (a través del vocativo) se convierte también en confidente. Dice el poeta: “Quisiera también saber si es feliz/ o si al menos esta noche/ sus ojos volvieron atrás un segundo/ a este rincón de nuestra historia,/ si tal vez tuvo entre sus pechos/ un eco mínimo de mi boca/ o, en todo caso, al menos,/ si acaso es feliz, New York,/ en este nuevo abrazo que la asombra”.  Y por eso dirá en uno de sus versos: “La gran ciudad es a la vez un gran motivo”. Y es que, como toda historia amorosa necesita de un espacio (Entre Chinatown y River Side), de las salamandras de cartón, de las prostitutas iluminadas de neón, de la tarde con sus puentes y del otoño con los rigores opiáceos de la lenta luz, de los pequeños bares y sus teclados de nieve y de jazz en Christopher Street. Porque sólo en los límites, abrazos y rigores de la geografía, el exilio del pecho, como dice el poeta, adquiere el valor metafórico del sentido. Y también, como en toda historia, hay un proceso temporal que va de la madrugada al momento en que toma el avión en el aeropuerto Kennedy. Así dirá el poeta: “Efectivamente las imágenes de la ciudad, sus barrios y calles, están interpretadas desde la dimensión y el estado de ánimo del narrador, de algún modo como excusas visuales de esa otra realidad interior que termina predominando”.
         La despedida de esa amada que duerme mientras el poeta dispone la partida genera la poesía del sentimiento y la irracionalidad de los espacios como compendios de una historia donde “ha vencido la máscara del dolor” y el vacío rumia en las fronteras del deseo.  Pero hay algo trascendente que no siempre aparece en poesía y aquí adquiere valor simbólico: el motivo del engaño como necesidad. El poeta necesita que sus emocionados sentimientos, el recuerdo que tiene de ellos, perviva aunque se imponga la mentira, porque sostiene que más importante que la verdad o la mentira amorosa es creerse ese estado de gracia. Por eso dirá el poeta a su confidente amigo: “Apóyame los sueños de otro tiempo/ y engáñame en todo lo que puedas”. Un motivo sobre el que volverá después. Quizá la literatura está venciendo a la vida. No importa la realidad sino mantener la imagen que sobre nosotros creemos (aunque sea a través de mixtificaciones) que proyecta. El amor como voluntad de resistencia, en definitiva.
       Advierte el escritor que la segunda parte del libro es el complemento del “proceso vital mediante pinceladas diversas en tono y sentido, la revisión de la experiencia ahora desde diferentes ángulos de la memoria y abarcando entonces diversos momentos de la historia, antes y después del citado viaje”. Una serie de perfiles que comienzan con el marco o espacio, o soporte literario, a través de una carta a Federico García Lorca (como metatexto) donde irónicamente desmitifica sus recuerdos líricos de Poeta en Nueva York pero advierte del asombro que aun provoca la ciudad y la pérdida de un amor, para acto seguido adentrarse en el dulce lirismo de una creciente sensualidad que va inundando el escrito de un apasionado espacio para la ensoñación lírica. 
      Con un recurso a la síntesis simbólica y metafórica de los haikus y el ex curso abierto a la confidencialidad que siempre crea la apóstrofe como estructura, Cózar le habla a la amada: “Si alguna vez te sobra/ algún pequeño  hueco en tu ternura/ ocúpalo conmigo./ prometo estar en él callado y quieto/ como una sombra”. La exhorta, la reconduce, la aconseja, desliza su cuerpo y su alma en los renglones del verso y el idioma, y se hace parte de su atuendo: “Llevo tus besos de espuma/ anudados en la garganta”. En toda esta contingencia de una historia amorosa en plena ebullición la poesía no es un canto a la verdad sino al recuerdo de la verdad (en el sentido primigenio de re-cordare, lo que ocupa el corazón), a la transigencia del tiempo y su nostalgia, es decir, esa añoranza y melancolía que es el mayor resorte de todo lo que vuelve sobre sus pasos desde un tiempo pasado. Por ello titula un poema “Al cabo del tiempo”, y con una didáctica claridad insiste en la ebullición de la memoria: revivir las huellas y volver sobre sí mismos, aunque a veces todo sea el vértigo de lo vivido, “las sombras de la memoria/ ardiendo entre los dedos”. Incluso, como en el poema del Epílogo, “Nunca dije”, la amada es el tiempo: “Si existe el tiempo/tu cuerpo era tiempo/ y mis manos te buscan”.
        Como una detonación persistente, la amada, en la gran trayectoria de la lírica amorosa, se descubre cual bálsamo (“Pon tu mano en mi frente”) pero también como sensual ronda del deseo; así en el erótico  y hermoso poema “Tu siesta en el salón de recibir”. En estos retazos de simiente que despierta la fiereza de lo pasado el motivo de la bebida, en la línea anacreóntica, abre nuevas singladuras, el furor de la rutina (“Desnudarse de nuevo por primera vez”) o la tristeza de lo que se va perdiendo en la rueda del tiempo (“Y otro brazo abrigaba igual su cuello”). Y el motivo ya clásico del vivir lo soñado o de soñar lo vivido (“Como sueño la vivo”) o del amor como texto escrito: “Hoy te he visto/ en el epílogo de la noche/ y en la última página del sueño”.
        Lo elegíaco-amoroso va inundando progresivamente el empeine del escrito, que se va haciendo, como dice Manuel Mantero, meditación sobre el desamparo con la fabulación de los parques y la geografía. Sabemos que Katie, su referente lírico, tiene ojos de uva (metáfora anacreóntica y título del poemario) y todo su cuerpo es dulce vid, como no podía ser de otro modo: “dorada piel de vino”, “mi vendimia”, “adorable viña”, etcétera. Y por eso dirá que “el deseo es el vino quien lo provoca”. Pero también, como Baudelaire, música de piezas que la melancolía devuelve una y otra vez en este río profundo: “La acústica redonda de esta soledad”. E incluso cuando el poeta juega con el motivo de la desmemoria de amor, como en el poema “Ya no queda”, la transición por los espacios del olvido de la memoria sólo sirve para ampararse aun más en ella, en proseguir en la mentira de los amantes que constantemente se recobran: “Así pues cuando te digo que ya no queda/ ni un rescoldo mínimo de tu sombra/ (...) sólo espero que no entiendas cómo miento/ el temor de que descubras cómo miento,/ con qué maravillosa desvergüenza”.
         ¡Cuánto de Cernuda, cuánto de Bécquer y de Neruda hay en la lírica de Rafael de Cózar! ¡Cuánto de búsqueda expresiva de la irracionalidad amorosa! Pero su poesía conecta por complacencia visual con los paradigmas del surrealismo en su atracción por las imágenes como procesos que conmueven y espiritualizaciones de una dinámica que conquistan con la suavidad de la palabra, como en el poema “Jazzzz” del epílogo, o con ese constante trasiego por la naturaleza y sus paisajes que se va haciendo pintura: “Mientras duermes tal vez un sueño/ de lluvia en la garganta,/ la guadaña corta el espacio azul/ y el levante susurra en las ventanas/ reflejos salinos”.
       En la tercera parte, “Epílogo”, más que una síntesis, como propone Rafael de Cózar en el prólogo”, se produce un arrebato sensorial, una oda al cuerpo jubiloso de la amada, un profundo oleaje sensitivo donde se crea un estallido de emociones, una enajenación, un arrobo vitalista donde la expresividad insultante de la palabra alcanza las mayores cotas: “Me alimento aún con el aliento/ y el eco de su voz que se me adentra/ manchada todavía de carmín./ Me siento mordido por su acento/ en esta noche loca/ con los restos adorables de su boca/ en mi lengua de húmedo delfín”. La vibración de la palabra se consolida con la música de jazz, la danza y los matices pictóricos del color azul, predominante como en el modernismo: las ropas son azules, el viento, el juego, la tierra, el cuerpo.  El último poema y más extenso, “Tal vez borracho de barata ginebra” es un perfecto colofón donde se consolidan todas las claves y motivos de este vibrante y hermoso poemario transido por el amor y la melancolía que produce su ausencia: “Y todo se disipa/ y todo es horizonte de mi frente en el espejo/ donde las pirañas de la memoria/ devoran ese dulce fantasma que asustó mi vida/ alguna noche de éstas”.


            

Hace unos meses, en el número 1 de su Colección Crepusculario, Ediciones en Huida (Sevilla) publicó Los huecos de la memoria (con prólogo de Andrés Sorel) del escritor y pintor Rafael de Cózar, catedrático de la Universidad de Sevilla y durante veinte años  presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España (Sección Andaluza).
          En el pasado he tenido ocasión de trabajar su obra narrativa El Motín de la Residencia (1978), El corazón de los trapos (1996), novela, y Bocetos de los sueños, (2001), relatos, sobre los que publiqué un buen número de páginas en mi ensayo Narrativa andaluza fin de siglo 1975-2002 (Ed. Aljaima, Málaga, 2005). También he trabajado su obra poética (tanto cursiva como visual) y lo incluí en su momento en la obra Entre el XX y el XXI. Antología de la poesía actual en Andalucía, Volumen I, (Ed. Carena, Barcelona, 2007). También conozco suficientemente su labor como ensayista (es uno de los escritores más importantes sobre vanguardias en España) y como crítico literario y difusor de la cultura andaluza. Rafael de Cózar es uno de los grandes referentes actuales de la literatura andaluza y un gran difusor de la misma.  Además, a toda esta labor creativa e intelectual me une una enorme simpatía por su forma de ser y por su bonhomía y sencillez intelectual.

          Los huecos de la memoria es la última obra poética que reúne tanto poesía discursiva como visual: lo que ha sido su labor habitual durante toda su vida. En ella el amor y la mujer como símbolos establecen las coordenadas de su creación.
          Fiel a su vocación como investigador y docente en “Unas notas introductorias” nos aclara algunas ideas sobre el origen de estos versos y su razón de ser última. Sabemos por ellos que estos poemas fueron elaborados entre 1977 y 1980 en dos partes inéditas hasta ahora, salvo algunos poemas sueltos publicados en revistas y antologías. Históricamente fue escrito al mismo tiempo que su obra en prosa El corazón de los trapos (Premio Internacional de novela Vargas Llosa), una novela que sería la versión prosificada de estos versos. Como en su momento decíamos, El corazón de los trapos es un monólogo interior en el que el protagonista elabora un escrito al alimón entre el ensayo, el diario, la crónica y la ficción sobre el tema del amor, encerrado en su ático-prisión sevillano (“Este es el escenario de los olores, el barco encallado de mi torre en el nocturno petróleo de la calle, las ventanas abiertas, siempre abiertas”, p. 135), tras la separación de su compañera. Pero también es una introspección de sí mismo, sobre la existencia y sobre el papel que ocupamos en el mundo. A través del libre fluir de conciencia va surgiendo el magma de la memoria para, a continuación, iniciar un viaje a Francia que le haga racionalizar su experiencia amorosa. Los símbolos se suceden en esta novela donde los recursos a lo experimental son constantes, desde el cambio en la tipografía de los signos, las contigüidades sonoras, la introducción de dibujos con cuerpo humano siempre presente, la ruptura del discurso lineal, la interpolación de digresiones, la alternancia de mayúsculas y minúsculas con valor expresivo, las onomatopeyas, la aparición de notas a pie de página, la asociación entre la ficción y la realidad, la metaliteratura, lo consciente y lo inconsciente, la apoyatura en los sueños y los recursos a los grandes símbolos del surrealismo y de la ruptura del lenguaje…  Esta novela se publicó veinte años después y estos versos de Los huecos de la memoria se han publicado pasados los treinta años después de su escritura en los primeros años de la Transición española. Cózar afirma que su centro es la temática amorosa desde la experiencia de la pérdida amorosa.
        En el Prólogo Andrés Sorel hace una amplia reflexión sobre algunos antecedentes escriturales de Cózar, nos habla de su amistad y de su lírica. Entre otras cosas nos dice que en Rafael de Cózar “escribir, vivir, amar y luchar con la angustia de crecer hacia la muerte es una constante que cuando se profundiza en su compañía, más allá de la risa, el chiste fácil que explota en la reunión festiva, se encuentra agazapada en esa soledad que en el fondo siempre le acompaña en sus largas duermevelas, en los presentimientos que guarda celosamente en su más recóndita sensibilidad”. Nos habla también de su soledad, del sentido de la poesía, del simbolismo, del surrealismo, impresionismo y experiencia humana de su obra y del protagonismo del lector en la misma, así como de la fusión entre vida y poesía.
          Pero, en última instancia, como dije en su momento, continuamente aseveré que la lírica (visual o no) de Rafael de Cózar está transida de la experiencia amorosa: su homenaje a la existencia trasciende como retórica de esa experiencia que convierte al ser humano en un cúmulo de sensaciones placenteras, nostalgias, tristeza y recuperación de la memoria en un trasiego donde los afectos son el límite de la razón, siendo la apertura hacia las corrientes expresivas un baluarte formal de primer orden que le permite vivir desde la heterodoxia su labor creativa y ajeno al concierto reinante.
           Cózar ha sido un verso suelto en la poesía andaluza contemporánea que tendría acaso parangón con su querido amigo Carlos Edmundo de Ory (Dios los cría y ellos se juntan), aunque en Ory los formalismos muchas veces han jugado en contra de su intensidad poética, pues a veces ha podido suceder que a pesar de su grandeza como vate, las hojas han podido perder de vista el bosque. En su poesía discursiva la influencia del surrealismo así como del Postismo español se traduce en el mantenimiento de elementos métricos y rítmicos dentro del poema libre. En la producción plástica se mueve entre el impresionismo, el expresionismo y el surrealismo,  al igual que la actividad como poeta discursivo, por lo que los dos códigos guardan aún cierta relación con cada una de las tradiciones, plástica y literaria.
         En Los huecos de la memoria, Cózar, tomando como antecedente poético a Bécquer, del que se aparta en casi todo (pero del que conserva su espíritu y un neorromanticismo de nuevo cuño que siempre estará presente en su obra, amén de una musicalidad en los últimos versos que parece dejarnos un mensaje definitivo, casi como en Bécquer) construye el cancionero de la ausencia de amor. Desde el yo-poeta, desde el yo-artista, que no desde el yo-real (como se encarga de recordarnos) crea una obra para la nostalgia y también para el desvelo, el desconsuelo y el desconcierto, en incluso para la muerte.
         La ninfa Eco toma como símbolo los dos apartados del libro en su poesía discursiva: “La copa de los ecos” y “La sombra de los ecos”. Eco como amor desgraciado, como mujer rota, y como reflejo de aquella “onda de amor” que regresa al cabo del tiempo para construir su sentido.
           La copa de los ecos admite el símbolo valioso en su espacio reservado para la gracia y la alegría vital; la sombra de los ecos, el intrascendente o mortuorio de la pérdida. El ying y el yang, la dualidad de los antónimos que conforman el sentido y la razón de ser.
         La memoria se va organizando para construir el sentido de la historia de amor desde la ceniza cálida disuelta, esos rescoldos ocultos en el baúl donde las horas duermen. En su intimismo, en su declaración amorosa, desde ese cuarto al que nos referíamos y con el que dio comienzo su obra narrativa El corazón de los trapos, también organiza la palabra y escucha “como pican los recuerdos”. Con el ritmo suave y repetitivo del paralelismo y las estructuras musicales y cerradas (a veces el endoso de las rimas asonantes en “eo”, ritmo creado también por el eco), Cózar crea, construye su historia sentimental desde la trasparencia que instaura el paso del tiempo y el distanciamiento de todo lo vivido. Hay una intención también por conformar no solo una retórica imaginaria o pictórica sino una retórica química. Porque ya se sabe desde hace tiempo que el amor es una reacción química. Por esta razón dirá el poeta: “La química de tu cuerpo quisiera traducir”. La oxitocina del amor. Es el año 1977, la música de Lou Reed le permite adentrarse en su historia donde la sensualidad (tan extraordinariamente presente en Cózar) tiene las puertas abiertas: eros y palabras, el lenguaje directo y declarativo del que se siente enamorado: “Te quiero./ No es nada./ Me alegro de verte de nuevo feliz”.  Una declaración tan directa, clara y real que se complementa con su aureola metafórica y diversas creaciones surreales donde podemos encontrar el negro lienzo de la noche, las rojas plumas que fabrican sus venas o los nidos cobrizos de la memoria…  Las imágenes se crean en el deseo, prenden en la desnudez de la noche y nos anuncian el rito de los besos habituales pero también la historia imposible. El poeta que intenta el robo de amor cuando sabe que ya todo estuvo perdido, que aun a sabiendas del vacío vital, necesita introducirse en él y sentirse más preso del deseo de la memoria que de la memoria en sí. Pero la memoria no es nada sin el deseo, sin esta historia que acaso pudo tener sentido… cercano a veces a la locura de amor y teniendo la necesidad de volar hacia ella: “Y la violencia azul recorre mis sienes/ y hace abrir el silencio de tus cristales/ y puedo llegar al borde de tu cama/ y retrocederte la memoria de tus sueños”.
        Hay una necesidad de la presencia al cabo que siempre iría contra la construcción histórica de la sentimentalidad rota. Al leer creemos entender el cuadro pictórico que siempre crea Cózar, en la noche y en la imposibilidad de todo lo perecedero, siendo consciente de que la recreación es siempre una forma de revivir la desgracia de un momento, “la acidez del tiempo”.
          Un cuadro que está organizado también por las imágenes surreales de “Pájaros”, donde son estos los que fabrican sus venas y la memoria está habitada por nidos cobrizos y la soledad es de espuma. Pájaros para nadar en los campos de guerras, de tiempos que se diluyen, en una soledad constante que vibra como un pájaro de cobre en la noche o puede ser una carta de tinta invisible. Metáforas que juegan a la definición de ese hombre que acepta el compromiso de un mundo por descubrir.
          Y siempre el hombre en la noche, en su soledad rota, más nadie que nunca sin ella, persiguiendo el amor como un mendigo persigue los sueños: “Sobre la cuerda de la soledad tengo mi hambre,/ sobre el silencio individual, mi historia,/ y al borde de mi cama, planchados,/ he puesto los manteles de la esperanza”. A veces perseguido por la solemnidad de la música de Igor Strawinsky y su “Pájaro de fuego”, siendo una lágrima viva, una tierra que busca ser habitada, y olvidar los lápices sombríos y esos bocetos de la existencia con los que intenta la reconstrucción de la memoria. Pero no hay nadie. Su vago espejismo de vida: unos labios que se imaginan, una boca que fue un día, unos ojos…
          La nostalgia en la noche se apodera de ese cuarto donde reconstruye su historia, mientras desde el pasado le llega la piel, la caricia, la desesperación… Hay una sensualidad que actúa siempre como horma, como esquema, como boceto al límite y un cuerpo que lo demanda, que lo recibe, como un espejo que reverbera las esencias y en medio está el poeta con su muerte a cuestas, con esa forma del amor cuando es indefinible y silencio, con la necesidad de sentirse recobrado y pleno, prometiendo toda clase de artificios para recuperar lo que ya fue pasado, historia, escritura recobrada y acaso ella como tumba donde poder morir definitivamente humano.
         Pero la búsqueda no ceja (“Yo seguiré buscando en las esquinas/ los reflejos del ayer que fuimos/ y tal vez vengan a mí desde tan lejos/ tal vez vengan/ las sombras pequeñas de tus ecos”) aunque solo sea eco, eco en sombra esa rememoración de una historia sentimental. El poeta, contemplativo, organiza en el magma de las imágenes las sensaciones (tanto realistas como surrealistas) y no se apiada de sí porque ya lo hizo la soledad que se apodera de esa memoria aunque él la intente llenar con sus ojos, con su frente, con su piel, con sus ojos: “Allí estarán de nuevo mis ojos/ fundidos en tus ojos al encuentro”, como en el poema visual de las páginas 44-45.
        En ese espacio de viento, en la singladura de ese ayer que en el poema es hoy, Cózar confiesa su desolación, la oquedad de la muerte, la brevedad de lo perecedero… aunque el vino se llene en la noche y se juegue en la complicidad de lo fingido, en la oscuridad de los olores que la soledad impregna.
         Hay una singladura que se presiente perdedora, ebria en la oscuridad de barro y alquitrán, una historia como un mundo que trata de escribirse y pintarse con la silueta sensual y acariciadora de la mujer en su poesía sensual: carga de luz, carga de sueños, incandescente y alegre. Y, en ese descubrimiento, en esa rememoración las peticiones del poeta se suceden, en la necesidad de recobrar un diálogo, viviendo, tratando de frenar el tiempo y, acaso, de darle marcha atrás. Mientras ella se va al amanecer, en silencio: “Me dejó sin tiempo y sin espacio,/ atado a las nubes con broches de ceniza,/ mientras filtraban despacio en mi ventana/ las primeras rendijas solares”. Herido, vacío, hueco, “crucificado”… y ahora en el diario escribiendo y afirmando promesas que ya no se cumplirán.
         “¿Para qué seguir contando cuentos?”, se pregunta. Pero hay una necesidad de pintarlo todo, de descubrir esa memoria, esa huida, esa extraña cicatriz del alma… y hacerse la idea de que la redacción de una memoria siempre se hace solo, a la sombra de la espera, en ese camino agridulce de la vida: feliz mientras duró, triste en tanto la espera será ya infinita: “Yo ya llevo la vida a paso lento… Yo he visto, en fin, los claustros de la infancia/ y aún oigo cómo trabaja el tiempo/ acuchillándome poco a poco, sin remedio,/ el camino agridulce de la vida”.
           Y ella siempre presente en la poesía visual, como cuerpo, como soledad, saliendo de las hojas, piel cocida, mujer… y la palabra que se organiza buscando la vida, el perfil etéreo de un seno o la húmeda dejadez de los labios. Una exaltación en la poesía visual que recobre el sentido último y placentero de las asociaciones corpóreas, la transparencia de sus labios, los párpados retenidos de la memoria.  Una poesía para exaltar la vida a través de la imagen corpórea. Una historia de abandono y una reconstrucción del escritor, del artista, del poeta en ese yo que afirme la creación y la redención de lo vivido como esencia de lo que somos.






[1] En correo electrónico dirigido al que esto subscribe el escritor realiza toda esta serie de apreciaciones que contribuyen a clarificar el conocimiento de una obra compleja desde el punto de vista de los referentes públicos así como de la simbología que la acompaña.

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La creación literaria y el escritor

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