FRANCISCO MORALES LOMAS, ANTONIO RAMÍREZ ALMANSA, MANUEL GAHETE
JORNADAS DE DE LA ASOCIACIÓN INTERNACIONAL
HUMANISMO SOLIDARIO EN HUELVA (DICIEMBRE 2014)
Con motivo de la celebración del centenario de "Platero y yo", algunos miembros de la Asociación Internacional Humanismo Solidario hemos participado en esta conmemoración con una mesa redonda bajo el título: "EL AMOR POR LA NATURALEZA, LOS VALORES HUMANISTAS Y UNIVERSALES CONTENIDOS EN PLATERO Y YO".
La mesa estaba formada por los siguientes miembros: Antonio Rodríguez Almansa, Presidente de la Fundación Juan Ramón Jiménez; Francisco Morales Lomas, presidente de la Asociación Internacional Humanismo Solidario; Manuel Gahete, presidente de la Asociación Colegial de Escritores de España (sección autónoma de Andalucía); Alicia Aza, poeta y ensayista; José Cabrera Martos, poeta, profesor y ensayista. Tenía prevista su presencia también la profesora de la Universidad de Granada y secretaria de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios Remedios Sánchez que, finalmente, no pudo asistir.
Les dejo mi visión sobre los elementos humanistas en "Platero y yo"
José Sarria, José Cabrera Martos, Francisco Morales Lomas, Antonio Rodríguez Almansa, Manuel Gahete, Alicia Aza y Francisco Huelva (Diputación Provincial de Huelva, 12 de diciembre de 2014)
El amor por
la naturaleza, los valores humanistas y universales contenidos en Platero y yo
Francisco Morales Lomas
Universidad de Málaga
LOS VALORES HUMANISTAS DE PLATERO Y YO Y LA RELACIÓN CON LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA
Platero y yo es un libro institucionista. Ya
lo había advertido Francisco Giner de los Ríos y con él la visión de un nuevo
humanismo, ese hombre en el que pretendía asentar sus bases ideológicas la
conformación de un nuevo individuo social. La
filosofía krausista, como ideología en la que se fundamenta toda la Institución,
potenciaba un nuevo modelo individual y
colectivo, más racional, más ético y más humano junto al desarrollo de la
conciencia en un racionalismo armónico consecuente que conformara un ser
respetuoso, tolerante y equilibrado. Así surgen principios como la solidaridad
humana en la pluralidad:
Un
profundo sentimiento de solidaridad humana en la pluralidad, una convicción que
haga a todo individuo algo sagrado en cuanto ser humano, y más cercano que distante
de nosotros en cuanto miembro de otra confesión u otro partido. Solo así, en
opinión de estos educadores, no se lesionan los elementos centrales del
humanismo integral que se encuentra como un germen en la personalidad del niño
(Martínez-Salanova Sánchez, s. p.)
Esta base ideológica está muy presente en la genial
obra del autor moguerense que participa de una reivindicación social precisa y
certera, directa y generosa cuando percibe como una densidad aciaga el
pensamiento de la pobreza infantil, de los niños, víctimas propicias del
desorden social y la jerarquización injusta. Así podemos leerlo en el texto III,
“Juegos del anochecer”:
Cuando, en el
crepúsculo del pueblo, Platero y yo entramos, ateridos, por la oscuridad morada
de la calleja miserable que da al río seco, los niños pobres juegan a
asustarse, fingiéndose mendigos (…) ¡Sí, Sí! ¡Cantad, soñad niños pobres!
Pronto, al amanecer vuestra adolescencia, la primavera os asustará, como un
mendigo, enmascarada de invierno. –Vamos, Platero (Juan Ramón Jiménez, 2007:
34-35).
Se sabe que los niños ejercieron en Juan Ramón
Jiménez una extraordinaria dinámica afectiva acaso también porque Platero era
como una especie de niño y así lo dice expresamente Juan Ramón: “Yo trato a
Platero cual si fuese un niño. Si el camino se torna fragoso y le pesa un poco,
me bajo para aliviarlo. Lo beso, lo engaño, lo hago rabiar… Él comprende bien
que lo quiero, y no me guarda rencor”
(Juan Ramón Jiménez, 2007: 108). Pero también, como hemos escrito en “La poesía
infantil y juvenil de Juan Ramón Jiménez” (Morales Lomas, 2011: 522), las
razones de este afecto compartido y solidario hacia la desgracia infantil de
tan clara raigambre krausista también tienen que ver en lo más recóndito de su
biografía:
Las condiciones
educativas que había sufrido JRJ (en los jesuitas) hacen que se muestre
especialmente cómplice del dolor de la infancia, el compromiso de Zenobia para
con los niños desde su juventud coadyuvan y el encuentro con Tagore que había
vivido su infancia en la escuela, con dolor también, se hace definitivo.
Una visión reivindicativa que se ha emparentado con
Baudelaire en Le Spleen de Paris (1862)
cuando el escritor francés denunciaba también la infancia maltratada. El dolor
de los débiles y es infancia lesionada operan en Juan Ramón Jiménez un dolor
profundo:
Y los niños del
casero, que no tienen Nacimiento, se vienen alrededor de la candela, pobres y
tristes, a calentarse las manos arrecidas, y echan en las brasas bellotas y
castañas, que revientan, en un tiro. Y se alegran luego, y saltan en el fuego
que ya la noche va enrojeciendo, y cantan: …Camina, María/ camina, José… Yo les
traigo a Platero y yo, y se lo doy, para que jueguen con él (Juan Ramón
Jiménez, 2007: 240-241).
Niños greñudos y harapientos, niños paupérrimos cuya
miseria no ennoblece sino que produce un sufrido espectáculo conmovedor y cuyas
descripciones aprisionan el alma del lector con una fuerza irrenunciable, un
dolor compartido y solidario como siempre fue el dolor por la infancia de raíz
krausista.
Cuando en el verano de 1903, Juan Ramón pasó una
temporada en la sierra de Guadarrama con el doctor Francisco Sandoval y, a su
regreso, abandonó el sanatorio para vivir en la casa del doctor Simarro, este
lo puso en contacto con Francisco Giner de los Ríos y Manuel Bartolomé Cossío
en la Institución Libre de Enseñanza. Una institución cuyo ambiente
intelectual, de base krausista, marcó intensamente la formación ética y
estética del poeta: “Un cultivo profundo del ser interior y un convencimiento de
la sencillez natural del vivir”. (Juan Ramón Jiménez Mantecón, 2014: s.
p.). La relación con la Institución tuvo una naturaleza tan profunda que muchas
de sus ideas andan plasmadas en una obra a la que Francisco Giner de los Ríos consideró como un libro extraordinario
(Fusi Aizpurúa, 1999: 53) y a quien se
hacía responsable de que finalmente llegara a escribirlo y al que tuvo en la mesilla de noche hasta el último día de su
vida:
Giner de los Ríos le dio el espaldarazo total al
libro porque en él se daban también todos los principios de la Institución
Libre de Enseñanza, el amor por los animales, la naturaleza, la sencillez, la
vida en el campo, los valores humanistas y universales… (Hernández-Pinzón)
Y es que Platero y yo respondía fielmente a la ideología de la
Institución Libre de Enseñanza, que estaba defendiendo la aproximación a la
naturaleza para aprender de ella y de sus seres primigenios, los que estaban en disposición de proporcionar
al ser humano: una lección de humanismo. Quizás por esa razón definitiva gozó
el privilegio de convertirse en libro de inexcusable lectura en los primeros
niveles educativos de España y de la América hispana, traduciéndose muy pronto
a las más importantes lenguas de cultura del mundo, y luego a la mayoría, si no
a todos los idiomas del globo, como nos recordaba en la Introducción a la obra
el profesor Antonio Gómez Yebra.
En la
Institución Libre de Enseñanza podríamos decir que Juan Ramón Jiménez descubre
un humanismo de nuevo cuño y una alianza que nos interesa de un modo
fundamental porque refleja nuestro pensamiento actual de humanistas solidarios:
la alianza entre ética y estética:
De esta forma la labor creativa del poeta será, de
forma inseparable, una estética –la búsqueda de la belleza- y una ética –la
búsqueda del perfeccionamiento moral-. El austero idealismo laico y liberal de
los institucionistas supuso en Juan Ramón el abandono definitivo de toda
religiosidad ortodoxa y una postura anticlerical, a favor del cultivo de una
conciencia libre y de la propia trascendencia interior, que dio cauce creativo
a su constante inquietud espiritual (Alarcón Sierra, 2003: 49).
Una idea reforzada
permanentemente con el paisaje que opera de armazón estético y fuerza de
sublimación pero también con imágenes de una profunda raigambre que hunden su
rizoma en el lirismo más ciclópeo y abundan en la crueldad del ser humano y en
el oprobio de la muerte en una suerte de purificación conmovedora en la que “mi
alma se derrama, purificadora, como si un raudal de aguas celestes le surtiera
de la peña en sombra del corazón” (Juan Ramón Jiménez 2007: 233). Pues como bien ha recogido Manuel García (2007: 22-23) en el
Prólogo a Platero y yo, la obra posee
una fuerte impulso pedagógico de tono krausista, laico y civil:
Consistente en la
utilización educativa de la ternura y de la lástima, así como en el valor
regenerador de la belleza, tan útil para ennoblecer los instintos más
depravados del entonces (¿sólo entonces?) inculto pueblo rural español. Lástima
que esos valores krausistas y de la Institución Libre de Enseñanza, que Juan
Ramón conoció desde su época juvenil sevillana y que cultivó desde su obra y su
labor de editor en la Residencia de Estudiantes, se truncaran en España con la
Guerra Civil y la posterior dictadura.
Pero es el propio Juan Ramón Jiménez, mejor que nadie nos habla de la
influencia de lo que supuso par aél la obra de Giner de los Rios y esa visión
en la que aúna la ética y la estética. En “Un
Andaluz de fuego (Elegía a la muerte de un hombre)” reconoció Juan Ramón su
gran influjo:
La pedagogía era en Francisco Giner
la espresión natural de su poesía íntima (...). Lo conocí a mis 21 años. Y
aprendí entonces de él, en su acción de educar a los niños, parte de lo
mejor de mi poesía, presencié en el jardín, en el comedor, en la clase, el
bello espectáculo poético de su pedagogía íntima (...). La realización no
imaginativa, personal de la poesía: en el amor, en la relijión, en la
educación. Un buen ejemplo para poetas.
EL AMOR POR LA NATURALEZA EN PLATERO Y YO
El profesor Phillips
(1981: 105-112) vio con claridad que la naturaleza en Juan Ramón Jiménez no se
explica nunca sin la perspectiva. El poeta moguereño sabía que la naturaleza
por sí misma solo representaba una parte cercenada y con su palabra trató de esclarecer
todos los matices posibles y conformarla en una riqueza sentimental e íntima.
Esta asimilación de perspectivas se concita con una melancolía resignada y una
fuerte presencia de la esencia de la expresión lírica. Pero es una naturaleza con una lograda
impronta neorromántica, porque JRJ, en el afán por desnudarse de ropajes
modernistas excesivos, acudió a Bécquer y Espronceda. Y su mundo de Moguer, la
naturaleza en Platero y yo es Moguer,
se presenta con pocas notas discordantes que impidan una armonía conquistada,
que ya venía delimitada en su libro Arias
tristes. Los motivos aldeanos y el idilio sentimental que no solo se
concita en Platero y yo sino en todas
las obras que va construyendo en esos años en una intensa añoranza sentimental:
Se oyen vagas y lánguidas
músicas que lloran; las tardes tienen largos sueños de color violeta; las
tristes estrellas tiemblan en las noches tibias, y vuelve a parecer el pavoroso
hombre enlutado, que tanto miedo inspiraba al joven Juan Ramón. Añoranza
sentimental e impresionismo que subrayan la belleza de las cosas (Phillips,
1981: 109).
El poeta se unifica con
la naturaleza, una simbiosis en la que no existen estructuras autónomas sino
identidades que le dan riqueza expresiva y matices sensitivos, por ejemplo,
cuando en “Melancolía (CLXXXV)” va a visitar con los niños la sepultura de
Platero. El pino es redondo pero también “paternal”; la tierra está adornada de
lirios amarillos y el trino de los chamarices es menudo, florido y reidor. Y
Platero, que está allí pero no está, se encuentra en un prado del cielo
llevando en su lomo a los ángeles adolescentes. JRJ le habla entonces. Le
reclama su recuerdo mientras la imagen de la leve mariposa blanca revolotea
“igual que un alma, de lirio en lirio”. La naturaleza en este espacio ordena el
mundo pero, sobre todo, ordena los sentimientos, los configura creando un
animismo sentimental que tiene su esencia en su idealismo emocional y
espiritualizado:
Juan Ramón describe seguramente con cierta
exactitud la escena natural, inserta siempre en un paisaje poético; pero en
esta poesía del melancólico yo snetimental todo se halla dispuesto para
expresar su propio mundo interior. La descripción, pues, está en función de su propia
alma reflejada en la realidad exterior. Tal sentimiento del paisaje como estado
del alma, según Juan Ramón se inicia en Bécquer (Phillips, 1981: 110).
Y es naturaleza
estremecida por el alma de las cosas, por su animismo ensimismado, que tiene
mucho de inmovilidad sentimental en su propio mundo natural: Moguer y sus
alrededores, esa cumbre de “Paisaje grana”, donde todo está empurpurado o en el
pinar verde que se agria en una “esencia mojada, penetrante y luminosa. Y
entonces Platero, el animal, es también el paisaje mismo: “Granas de ocaso sus
ojos negros, se va, mango, a un charquero de aguas de carmín, de rosa, de
violeta; hunde suavemente su boca en los espejos, que parece que se hacen
líquidos al tocarlos él” (Juan Ramón Jiménez, 2007: 62). Hay una traslación de
la naturaleza a los seres humanos o a los animales y viceversa en cuanto a los
colores, las sensaciones y los elementos visuales. Todo conforma esa animación
espiritual que dota a las cosas de vida.
Una plenitud constante donde la palabra enfila sus nostalgias que en
estas palabras de “El árbol del corral (XLV)” se llenan plenamente de sentido:
“Un árbol cualquiera que por primera vez acariciamos, nos llena, Platero de
sentido el corazón” (Juan Ramón Jiménez, 2007: 112). Platero y yo es, pues,
Moguer, el alma de Moguer, y la historia de una retirada, como dijo Julián Marías
(1981: 197). Un espacio para el reencuentro con el yo, pues la naturaleza
admite ese panteísmo personalizado y plural, ético, pero también de encuentro con
uno mismo, con la soledad compartida, una soledad que se comunica con el yo del
título. En ese espacio para la unidad con el yo, la realidad se muestra
implacable, dolorosa, “las cosas se apoderan violentamente de los ojos que las
miran” (Marías, 1981: 199). La naturaleza a veces es la huida como en la escena
del loco “una serenidad armoniosa y divina”, dirá en la obra, un espacio ajeno
donde concentrarse en el mundo interior.
Y es que en Juan Ramón Jiménez
como confesaba el propio autor se concitaron el conocimiento del campo, la
gente de su pueblo, la memoria de ese Moguer de su infancia y la situación
personal que sintetizaba el esparcimiento agreste pero con una profunda
impronta personal:
El sentimiento
melancólico del sujeto lírico se refleja en un conflictivo intento de fusión
del espíritu y la naturaleza. Es una experiencia mística que une lo físico y lo
espiritual, el sueño y la vida, y que aspira a recrear, a través del verbo, el
infefable ideal que percibe escondido en todas las cosas, como una rminiscencia
o memoria lejana de la unidad perdida. Ls imátenes de la naturaleza no tienen,
por tanto, la función de descirbir una realdiad exterior. Lo que el poeta
intuye es algo con lo que forjar una visión simbólica de sí mismo, de sus
carencias y conflictos vitales (…) Es, por tanto, una poesía vital y ética: la
ética de ser consustancial con su poesía (Alarcón Sierra, 2003: 65-66).
LOS ELEMENTOS UNIVERSALES
Siempre se ha dicho de
Juan Ramón Jiménez que es uno de nuestros andaluces universales. Y en el caso de Platero y yo sus ideas de permanencia admiten esa universalidad e infinitud
del libro que adquiere vida propia y acaba conformando el paradigma de los
sentimientos y la exaltación de la belleza, de la sencillez y de la
espiritualidad, siendo la pureza y la verdad deudoras de ella. Y quizá sean las
palabras de Federico de Onís las que condicionan las nuestras: “Su pueblo –su
infancia- está por todas partes en su obra, y el alma del pueblo, depurada y
exaltada, está en su alma, universal e intemporal” (Onís, 161: 573).
Esa universalidad
conforma un espacio propio desde la cercanía y la semblanza de lo más
inmediato. Y como sucedía en la obra de Tolstoi (“si quieres ser universal,
habla de mi aldea”), en Platero y yo
su universalidad llega desde su localización en un ámbito reducido sobre el que
se proyectan los universales, pues la lectura de Platero y yo despierta el amor entre los hombres, la colaboración y
la solidaridad, la perseverancia y la fe, la construcción de los sentimientos
hacia los enajenados, hacia los débiles y los que sufren. Pero fundamentalmente
dar sensibilidad a un animal en un proceso evidente de humanización y una elevación
categórica. Pero no es solo categórico en el asno, también se proyectan en
la cabra, los pájaros, los bueyes… en
esa suerte de compartir el espacio vital en una relación de igualdad de
sensibilidades. Y es en estas premisas fundamentalmente donde la obra puede
alcanzar un recorrido en donde se sientan identificados los ciudadanos del
mundo, pero también en la sensibilidad que nace como un lenguaje de las
emociones y los sentimientos:
Apartándonos ahora de los
hombres, los animales y los elementos naturales, y volviéndonos al mundo más
amplio de la naturaleza, encontramos que humaniza casi todos sus aspectos (…)
Aparte de esta humanización, dota al universo de fenómenos naturales de una
gran unidad y armonía (…) El poeta encuentra alegría y consuelo espiritual en
ese mundo en el que una armonía y una unidad parecen penetrar todas las cosas y
todas las criaturas (Predmore, 1966: 110-111).
En el capítulo XLVII
“Amistad” se promociona esa proyección querida de la felicidad como espacio
para la unión en ese deleite del burro y el hombre de la mano, en el consuelo
de saber lo que al otro le gusta y lo complazco (“Sabe que me deleita la
veredilla que va, entre céspedes, a la Fuente Vieja; que es para mí una fiesta
ver el río… Yo trato a Platero cual si fuese un niño…”). Se trata de una
amistad que nace de la bondad, de la comprensión del otro y de los afectos que
se universalizan. En el XXXIII “Los
húngaros” ofrece una imagen desoladora pero también tierna con esa descripción
de los personajes que ambientan la escena: la muchacha, “estatua de fango”, y
el chiquillo, que se orina en su barriga, o el hombre y el mono: “Un hombre
como un roble, que se rasca; una mujer, como una parra, que se echa; dos
chiquillos, ella y él, para seguir la raza, y un mono, pequeño y débil como el
mundo, que les da de comer a todos, cogiéndose pulgas…” La compasión, ese
sentimiento tan universal, determina el capítulo XXVII “El perro sarnoso”, al
crear la imagen de la desolación en ese perro que huye al ser atacado por todos
y su muerte terrible (“un redondo aullido agudo”), casi humanizada y esa imagen
de arrepentimiento del guarda y la poesía como un espacio para la descripción
de la sabiduría y la emotividad de la palabra: “Un velo parecía enlutecer el
sol: un velo grande, como el velo pequeñito que nubló el ojo sano del perro
asesinado”. Toda una visión conmovedora que nos hace, como dice Predmore (1966: 124):
Enfrentarnos con una visión del mundo más
madura, que refleja un contacto íntimo y detenido del autor con el mundo
objetivo que lo rodea. Ya sea describiendo exactamente los aspectos negativos
de Moguer, o embelleciendo el mundo natural en una alta y lírica unidad.
Existe, en definitiva en su obra un proceso
constante de espiritualización en el que la naturaleza se integra perfectamente
con el ser humano, se anima en el sentido espiritual, a la vez que este como
elemento catalizador asume su papel de dinamizador y expresiva síntesis de
constantes vitales, de exaltación de vida aun en el marasmo y la crueldad y la
muerte que como vencejos acuden de continuo para enturbiar esta paz casi
conquistada.
Sirvan como evidencia de su pensamiento último
estas palabras para conformar su visión de la humanidad:
Nuestro progreso sucesivo
ha de tender a nuestra felicidad (…) El hombre verdadero, el auténtico, el
cultivado aristócrata por metamorfosis ideal, digo, el aristócrata de
intemperie, aristocracia inmanente que une la mayor sencillez de la vida
corriente a la mayor riqueza de la vida mayor, es el que desea más la felicidad
del mundo, el que busca su propia felicidad en la felicidad general; el que
llega, por medio de un concepto claro del sucederse completo de la vida del
mundo, a ocupar, emplear y gozar mejor su espacio y su tiempo (…) Si el hombre
no se sitúa en el mundo para su fin vive en él de una manera provisional (…)
Cuando contemplemos las cosas y los seres, los amemos, los gocemos; cuando
tengamos su confianza, porque les hayamos
dado la nuestra; cuando los consideremos conciencia plena y como plena
conciencia nos manifiesten su contenido, tendremos su más hondo secreto, y así
podrán ofrecérsenos como un ideal; que acaso el ideal sea solo un secreto que
merezcan los más enamorados. Una vida con más elementos de felicidad posible
que esta vida en que vivimos (Juan Ramón Jiménez, 1982: 405-407).
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