(En homenaje al escritor José Manuel García Marín fallecido hace unos días en Málaga)
MITOMANÍA Y REALIDAD DE
AL-ANDALUS EN LA NARRATIVA
DE J.M. GARCÍA MARÍN
(HOMENAJE AL ESCRITOR IN MEMORIAM)
F. MORALES LOMAS
Es necesario el transcurso del tiempo,
sucesivos siglos para que la realidad adquiera ensoñaciones diversas y su
proceso natural de construcción se sostenga sobre la voluptuosidad de los
deseos, sobre la mitomanía de los sueños o sobre la conformación de realidades
que se han perdido a medida que la memoria histórica se tergiversa o se arrumba
en el moho oscuro de un rincón cualquiera de la tradición.
Desde pequeños convivimos con el mito
de las tres culturas. Acaso porque nos había llegado desde la lectura de El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha
en el que Cervantes las reivindicaba como uno de los grandes logros del
momento. Otros, siglos más tarde, como Juan Goytisolo o Antonio Gala, las han reclamado
de nuevo y se han convertido en sus más combativos defensores. Nos imaginábamos
a cristianos, musulmanes y judíos conviviendo durante siglos en armonía
(armonía más o menos confusa, deleznable y guerrera, por momentos, es verdad)
sin que la religión fuera un impedimento cuando ahora se ha convertido en un arrebato
y ha sido necesario crear el “encuentro de civilizaciones” (en realidad,
encuentro de religiones) para disipar tanto aciago combatiente. Pero las
espadas están en alto y la universalización a la que aspira cristianismo e
islamismo son sus principales enemigos.
Algunos incluso han tildado esta
coyuntura idealizada y falsaria de “patraña de las tres culturas”, afirmando que
si España fuese el resultado social, cultural e histórico de esas tres
culturas, habría que pensar que una de las tres comunidades cometió la
injusticia histórica de expulsar a las otras dos. En la argumentación de los
defensores de la España de las tres culturas, de aquí se desemboca con toda
naturalidad en la Inquisición, que es presentada como un bestial e inhumano
medio de practicar la intolerancia: se la expone como el hecho más repudiable
de nuestra Historia, un hecho o institución de la que España debería
avergonzarse.
El narrador José Manuel García Marín entra
directamente en lo íntimo de esa polémica a través de la ficción, creando
historias, personajes, seres que pueden parecernos de carne y de hueso por la
verosimilitud con los que los trata, pero también seres simbólicos, seres que
persiguen siempre una idea, en el sentido de ideal que tratan de recuperar para
las generaciones actuales. Una visión idealizada que tiene mucho de cosmovisión
complaciente sostenida en un pensamiento y una erudición que conecta con lo
mejor de la cultura judía y musulmana fundamentalmente.
Practica un agradable aroma filosófico
en la defensa de unos principios (los de las tres culturas o las tres
religiones o las tres místicas) con los que, sin duda, se encuentra en
comunión. Dice, verbigracia, en Azafrán:
“Así como las religiones tienen sus divergencias, que en lo esencial no son
tantas (…), cada tradición mística respeta a las demás y las considera tan
válidas como la suya. Es una cuestión de elección de caminos, pero lo
importante no es el camino, sino el objetivo final, que es convergente. El
mismo en todas” (p. 31). Y en este propósito también dirá en su momento que lo
importante es llegar a esa sublime iluminación y cualquier religión puede ser
buena pues cuando el amor a la filosofía es auténtico y el razonamiento
impecable, ¿qué importa la religión del autor? (p. 64). E incluso, en otro
momento, cuando el musulmán protagonista de Azafrán
defienda con fortaleza y espíritu devoto, ciertamente paradójico visto desde
fuera, a un sabio judío demostrando “con ello la superior importancia que éste
concedía al humano, por encima de creencias religiosas” (p. 138).
En Azafrán
desarrolla la historia de un maestro musulmán de cuarenta y dos años con cuyos
ideales se identifica el autor, Mukhtar ben Saleh, que sale de su pequeña
localidad, Sanlúcar del Alpechín (cerca de Sevilla), tomada por los cristianos
y decide marcharse a Granada (y después a un pueblo de Almería) donde pueda
vivir su cultura y profundizar en el conocimiento. Personalmente, por tanto, lo
considero un camino iniciático, pero también profundamente lírico, en el que
siempre están presentes las simbologías en torno al agua, la tierra… en esa
aleación cabalística que todo lo inunda y que persigue como objetivo último
trascender el momento de nuestra existencia: “Ahora el poder es de los
cristianos y, rotas sus promesas a sangre y fuego, han acabado con todo,
incluso con el sentido de mi vida” (p. 11).
Mukhtar ben Saleh, que no ha salido
nunca de su pueblo, sin embargo, es un aprendiz del mundo y sus realidades, un
aprendiz que observa que sus sueños han ido perdiéndose y pretende recuperar la
esperanza en Granada, un símbolo, una ciudad que todavía tardará doscientos
años en ser conquistada. Y a través de esa visión se conquista el valor sublime
del título de la obra, el azafrán, una especia de forma alquímica que halla
similitud con esa carrera vivencial que pretende conquistar Mukhtar en tanto el
proceso de la planta, que resulta en una especia tan estimada, es similar al
camino y la actitud del hombre que busca el Conocimiento: “¿Puede el hombre
recorrer su senda espiritual sin haberse abierto al universo? ¿Qué avanza de
él, sino su esencia? “ (p. 212). Al igual que el fuego transmuta las hebras en
la especia más valiosa, el fuego de los sentimientos, de las circunstancias, le
obligan al ser humano a aprender, a enfrentarse, a conocerse y a resolver su
existencia. Y en ese proceso se produce una transmutación personal de ámbito
espiritual semejante a la que quiere llegar a conquistar nuestro protagonista.
En cierto modo, en ese camino la
contemplación de algunos paisajes puede servir de símbolo para catapultar su
pensamiento. Así, el quietismo decadente de las ruinas de Medina Azahara (en
Córdoba) será una alegoría de ese transcurso infalible de la historia; a lujosa
ciudad fundada por el califa tras ser derrotado por las tropas de Ramiro II,
quizá como una respuesta última y a la desesperada de un mundo que se venía abajo.
Nuestro protagonista también observa
que ese mundo en el que cree se está viniendo abajo como consecuencia de
fuerzas inquebrantables (la conquista de los cristianos), pero es un idealista
para el que los cambios históricos representan una necesidad de reconquistar el
camino espiritual en tanto el otro camino desfallece y, en consecuencia,
Mukhtar se enfrenta a la destrucción de su mundo pero huyendo (de ahí el título
del primer capítulo, Huida. Ishbiliya)
para no ser arramblado por el inexorable proceso histórico, pero también para
vivir en paz. Su pacifismo es real y creíble, como era el de Al-Ahmar en la
referencia que se hace en La escalera del
agua. Mukhtar ben Saleh es un hombre extraño que vive soltero y que solo
estuvo una vez enamorado, aunque su amada nunca lo supo, y que presiente que en
el amor se halla (en el fuego) su respuesta, amor al otro pero también al
conocimiento.
En ese trayecto, en ese bildungsroman que es su vida narrativa, antes
de llegar a la ciudad de La Alhambra (destino inexorable y también simbólico, símbolo
de su segunda novela, La escalera del
agua, aunque sea Toledo el emblema y símbolo máximo), en el capítulo
quinto, Ben Saleh recorre diversos lugares que le van a ir enseñando la
situación del mundo de entonces, la forma de vida y la cultura que la sostiene:
su llegada a Sevilla, donde vive en la casa de un médico musulmán, Târek ben
Karim, que lo acoge muy amablemente; el encuentro con la familia judía de Yonatán
ben Akiva en la ciudad de Córdoba, donde la cultura judaica adquirirá
especialmente relevancia; y la llegada a Granada con la recuperación del pasado
místico y el definitivo encuentro con la sabiduría: “Sé que estoy en la
cristalina melodía del agua… en el murmullo de las arenas… en el aullido del
viento entre los bosques… en la desgarrada llamada del muecín… en la fuerza de
la materia… en la inevitable, irresistible, atracción de la vida…” (p. 226).
Más adelante acabará sus días literarios en cerca de
Pechina (Almería), en lo que hoy llaman "Baños de Sierra Alhamilla",
por donde es muy posible que tuviera, en su época, la escuela mística, Ibn
al-Arif.
Un viaje que nos va a permitir crear
tres imágenes decisivas sobre un periodo histórico que se sitúa en torno a 1252
(en marzo de este año sale de su ciudad Mukhtar ben Saleh), en que sube al
trono en Castilla el rey Alfonso X el Sabio.
Existe una cierta bonhomía y una
proyección de pacifismo, humanidad y misericordia en muchos de los personajes
con los que se encuentra. Por ejemplo, el médico Târek, que en un momento
determinado dirá: “El día que comprendamos que somos mucho más que hermanos
–repuso sin dudarlo Târek-; el día que seamos conscientes de que sólo somos
uno” (p. 29). Hay a lo largo de toda la obra un canto al ser humano, un
humanismo romántico preciso que alcanza su aspecto sublime en el
sentimentalismo creador de algunas de sus propuestas, de corte ingenuista sin
duda, y que, en cierto modo, existen en esa visión histórica en torno al
desarrollo humano que ha sido visto por algunos (Rousseau es un caso
sintomático) como un proceso de descenso a la naturaleza primigenia después de
las contaminaciones diversas de la convivencia. De ahí que García Marín quiera
aprovechar lo mejor de las tres culturas, de las tres místicas, para
profundizar en ese humanismo recreador y reconfortante con el que aspira a
ilustrarnos.
De hecho Târek, que significa “el nombre de una estrella”, es figuradamente
quien pretende iluminar a Mukhtar cuyo nombre significa “el elegido” en su
camino de perfección (como diría Baroja) y de iluminación (como podrían decir
Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o cualquier místico árabe). Târek
trata de inculcar en ese ya maduro Mukhtar su visión del mundo que llega desde
muchos de esos textos filosóficos-históricos y le habla de la indisolubilidad
del todo, del universo como una gran Unidad, como un camino también (como el
camino que emprende desde su microcosmos particular Mukhtar), y un regreso
alegórico.
El encuentro con Târek le va a
permitir a Mukhtar, pues, profundizar en alguna serie de ideas transcendentes y
llenar diálogos interesantes sobre la filosofía del momento: la trascendencia
del agua (fundamental en la novela siguiente), de la naturaleza, la igualdad de
la mujer (“la mujer es un ser humano con igualdad dignidad que el hombre”, p.
37), el haber conseguido para él un camino de iniciación. De hecho le dirá
Târek: “Con esto, Mukhtar, creo que he consumado tu preparación, que sólo es un
inicio” (p. 72). Pero también las
enseñanzas le llegan a través del jardinero-loco Hamza que le habla de la
metáfora del río, que corre, alimenta a hombres, animales y plantas y su
blandura encuentra su fortaleza es toda una metáfora para Mukhtar. Una metáfora
permanente, persistente y reiterativa que en la época medieval tanto juego
daría a poetas como Jorque Manrique al decir que nuestras vidas son los ríos
que van a dar a la mar que es el morir.
En Córdoba conocerá Mukhtar el amor, gracias
a Yael, la hija del rabino. En cierto modo, este encuentro amoroso podemos
considerarlo emblemáticamente como un encuentro entre culturas, aunque son
conscientes de la imposibilidad de un amor que lleva parejo en sí a miembros de
religiones diferentes. En la casa del rabino el lector accederá a algunos
conocimientos básicos del judaísmo. Por ejemplo, de la cábala, herramienta o
medio (como lo define García Marín) que “conecta al ser humano con lo cósmico,
una vía de sabiduría, no la sabiduría en sí” (p. 125).
Es una historia no resuelta la de
Yael y Mukhtar (o resuelta negativamente), que en sí lleva el germen de una
antítesis irresoluble. Y es que en el trasfondo de todo sumario religioso
existe siempre un origen infausto si bien profundo. Insondable en cuanto toda
religión aspira, al menos en su origen, a dar una explicación del mundo y a
profundizar en el conocimiento; pero infausto por su individualismo, exclusividad
(la exclusividad atroz, diría, de todas las religiones) y negación de las demás
como las verdaderas (cada religión se considera a sí misma como la verdadera,
la única) y esta consideración última a sus líderes históricamente les ha hecho
iniciar el camino de la confrontación y a sus seguidores convertirse en mártires,
víctimas, santos o profetas (las religiones han necesitado a veces sangre para
crecer), evitando así el original sentido espiritual de cada una de ellas y el
sentido último que, en sí, puede resultar comprensible y aceptable. Su
exclusividad encierra una ruptura, ruptura que se produce en la historia de
Yael (judía) y Mukhtar (musulmán) para evitar que su amor se convierta en
solución factible.
A veces la historia está entreverada,
siguiendo un tanto el canon de El Quijote,
de breves o brevísimas historias secundarias que producen una detención en el
proceso narrativo o cuando no pequeños descansos en el proceso normal del
protagonista. Así sucede con la historia de Zaynab, violada por los soldados
cristianos; el benedictino Manrique y la homosexualidad; el loco Hazam; la
historia del libro que le regalan a Ben Akiva… Un conjunto de fragmentos que
forman el gran todo novelístico que aspira a completar esa amplia visión del
mundo.
A través de los diversos diálogos de
la novela se van creando las condiciones para conocer las ideas que sostienen
su naturaleza. La interpretación sobre el amor llega desde las revelaciones de
Hermes Trismegisto y su relación entre el microcosmos y el macrocosmos en esa
circulación de energías, como le recordará Târek.
Hay por momentos expresiones muy líricas
como “tengo miedo de que me delate la luna” y reproducción de poemas de
escritores musulmanes o judíos como Ben Gabirol, Maimónides… Pero, en última
instancia, lo que siempre se persigue en la novela es la configuración de un
sentido a la existencia. García Marín trata de explicarlo y es consciente, por
enamorado del tema, de que en el fondo de cada una de las culturas, de cada una
de las religiones (al menos en este libro de la cultura musulmana y judía,
porque la cristiana no aparece prácticamente) existe esa voluntad creadora, de
ser como la flor del azafrán que en sus tres filamentos concita la voluntad
simbólica de las tres tradiciones místicas, los tres estambres, los tres dentro
de la misma rosa: “Además de instruirte en tu camino –le dice Nicolás- debes
conceder la misma importancia y respeto a los otros dos. Ten presente que de la
flor surgen tres filamentos diferentes, aunque de una raíz común, pero acaban
siendo la misma especia. Tres senderos distintos en una única dirección”. Estas
tres direcciones místicas son las tres culturas, las tres formas de ver el
mundo tanto tiempo enfrentadas por los hombres y tanto tiempo unidas por
conceptos de conocimiento y por aspiración a ideales similares.
Su siguiente novela, La
escalera del agua (2008) aunque se nos presenta como una novela histórica,
yo diría que es una narración de la memoria, una alegorización simbólica con
ribetes o componentes históricos. Hay una voluntad auténtica en cuanto acceso a
la información de época y a la interpretación (si quieren) figurada. Ahí está
su simbología humana sobre la emblemática Toledo en la última parte (p. 214)
donde Toledo le habla, nos habla como un cerebro cuyos surcos son vías, plazas,
calles… donde surge el sentido de la vista por el Paseo de Cabestreros y el
Museo de Santa Cruz; el sabor en la Catedral, y el de la Audición en el
Ayuntamiento… Pero también germina una transfiguración del corazón, pues por el
puente de Alcántara se llega a la entrada interior que recibe en torrente a las
muchedumbres (sangre venosa) que pasa por la aurícula y el ventrículo derechos
y sale por la Puerta del Cambrón… y regresa, como sangre arterial, por el Paseo
de Candelaria: “El latido de mi corazón marca ritmo de vida a edificios, calles
y ciudadanos. El cerebro, en cambio, guarda celosamente, en la maraña de
travesías, las pisadas y los ecos de los hombres, grandes y pequeños, que han
tejido aquí sus vidas a lo largo de la mía. Yo soy la ciudad viva, el ser que
hará de guía imperceptible a aquel que, bien despierto, aspire a descubrirme”
(p. 215).
Entendemos que se trata también de una
novela iniciática, de comienzo de la existencia vital en la que el joven
narrador, y descendiente de moriscos, Ángel Castaño Crespo, nos explica su
azarosa existencia una vez que asesina a un hombre que ha forzado a su hermana
en Las Hurdes y huye a Toledo para ser recogido por los hermanos franciscanos,
que lo ayudan e intentan completar su formación humana. Si bien es verdad que,
en este proceso, los acontecimientos históricos, con continuas analepsis, se
manifiestan en todo su esplendor aunque muy resumidamente.
Sus ascendientes eran moriscos
expulsados de Granada en el siglo XVI y refugiados en Las Hurdes. Este tránsito
entre diferentes siglos (la época actual y el XVI) genera en la novela un
diálogo histórico sostenido en el que se parte de una tesis evidente en la obra
de García Marín: las víctimas de antaño también siguen siendo, a pesar del
transcurso de los siglos, las de hogaño.
Ángel Castaño Crespo tiene
similitudes con el protagonista de Azafrán.
El motivo de la huida (aunque por razones harto diferentes) conserva señas
iniciales en ambos, pero también el motivo del camino como instrumento de
iniciación personal y descubrimiento del mundo. Es cierto que la edad de Ángel
Castaño Crespo es inferior a la de Mukhtar pero también lo es que en ambos su
lugar de referencia es cerrado. Su mundo se circunscribe a una aldea
prácticamente y es necesario el descubrimiento de una realidad más amplia para
que sus mundos se enriquezcan y el conocimiento aflore a ellos.
Gran parte de los acontecimientos se
centran en la consolidación de la imagen de este joven bondadoso, honrado, que
actúa con la solvencia de un joven responsable. Elementos símiles también con
los de Mukhtar cuya moralidad y bonhomía forman parte de su ser más íntimo.
En el trasfondo de esta historia está
la consolidación de un error histórico y la reflexión del escritor sobre esta
barbaridad que llevó al exilio (interior o exterior) a parte de los españoles
de su tiempo. Compromiso que se manifiesta a través de estas palabras de Ángel:
“En las expulsiones de judíos y musulmanes se desterraron auténticos españoles,
con otra religión, pero españoles”. Aunque es evidente que el concepto de
España será y ha sido siempre discutible como entidad nacional. Sin embargo, la
tesis de García Marín es muy clara y con ella muestra una preocupación
permanente y una apuesta decidida por esa vía historicista que sostiene el gran
error de los Reyes Católicos al provocar la expulsión de los judíos y
musulmanes. Una riqueza inmensa, desde el ámbito espiritual pero también desde
el ámbito real, crematístico, que se va constatando a lo largo del siglo XVI y,
finalmente, en el XVII, porque, como se verá durante la monarquía de Felipe III
y el duque de Lerma, la salida de muchos moriscos supuso el empobrecimiento más
atroz de zonas de Levante...
Organiza la novela en seis capítulos:
los primeros, más breves y el tercero y cuarto (que se centran en la expulsión
y el monasterio) más amplios. A través de la primera persona (que lo hace
conectar con la novela picaresca en la organización de las vivencias y
antecedentes del protagonista y con la cervantina en la versatilidad y cambio
de acontecimientos, lugar y tiempo) García Marín, con una prosa cuidada y una
adecuada selección léxica, transmite una imagen entrañable de los moriscos.
Las circunstancias históricas de la posguerra
española, sin embargo, están ausentes, como no sea la referencia al hambre que
se pasó. El resto se soslaya. Una elipsis que creemos intencionada, por cuanto
al escritor sólo le interesa la relación entre el personaje como ser en
crecimiento y su pueblo como referente histórico. Sólo el lector juzgará. Existe
esa necesidad histórica de demostrar la tesis de un pueblo atacado y zaherido,
y su recuperación y su memoria. En cierto modo, el narrador hace un ejercicio
de resarcimiento histórico si es que existe esa compensación a través de la
literatura.
Su llegada al mundo el día 4 de abril de
1492 en Las Hurdes, sus hermanos Gabriela, Anastasio y José, sus sensaciones
infantiles (a veces forjadas con descripciones muy rigurosas y precisas), las
historias del abuelo y sus antepasados granadinos, el resumen histórico de la
expulsión (en este sentido hay que decir que los acontecimientos históricos
están adecuadamente integrados y son suficientes para no ahogar el proceso
narrativo y tampoco debemos olvidar que en Azafrán
el protagonista vive en Granada un tiempo, lugar simbólico y emblemático de
este proceso con el que conecta la novela), la historia de Eusebio y
Clementina, la muerte del vinatero a sus manos, la huida, el encuentro con el
padre Zaragüeta (que va a mantener en secreto todo lo que sabe sobre él y lo va
a ayudar)… Salto histórico para estudiar los acontecimientos de 1610, y antes
de 1570, la ida de Gerónimo y su grupo a Portugal (siempre perseguidos por las
injusticias), los diversos asentamientos y cambios de costumbres, los múltiples
problemas y, de nuevo, el momento presente, su situación en el monasterio y su
vida en progresión personal gracias a los frailes... hasta encontrar su amor
adolescente.
Son los acontecimientos esenciales
que jalonan una obra que tiene momentos también para la metaliteratura y la
exaltación de los libros (como en las páginas 162 y ss.) de raíz cervantina y
nos permite entrar en el análisis histórico sin olvidar los fundamentos
novelescos y la formación de un ser humano y su tiempo.
Las referencias a las tres culturas persisten
en ella porque forman parte del pensamiento idealizador, no exento a veces de
optimismo histórico, en el que realmente cree García Marín: “Nuestros
antepasados vivían felices en un reino que se llamaba Granada (…) El último de
estos pueblos trajo consigo una cultura superior a la conocida, costumbres a
las que se amoldaban los nativos con placer, y una religión, que defendía que
Dios sólo era Uno, que tomaron libremente éstos como propia después de mucho
tiempo. Al menos, la mayoría, porque había otros que practicaban el judaísmo y
algunos, los menos el cristianismo, pero convivían en paz. A esa mayoría, a la
que pertenecieron nuestros antiguos parientes, se les llamó «moros»” (pp.
29-30).
Con
esta novela también, decíamos, se produce en cierto modo un resarcimiento
histórico. Si en la anterior, Azafrán,
los cristianos aparecían desde una perspectiva crítica muy negativa, ahora se
convierten en protagonistas positivos en tanto es el padre Zaragüeta el que
ayuda al protagonista. Con ello, traslada al lector la imagen de que el proceso
histórico no se produjo por la religión sino por las decisiones políticas que
se adoptaron y por las decisiones de la jerarquía religiosa. Nunca por el
pueblo ni por los que han defendido las ideas de un cristianismo solidario y
humanitario. Pero también, a través de él, se produce la exaltación del libro
como instrumento único para comunicar el mundo: “El escritor es un alquimista
que une dos naturalezas: la abstracta, en al que se interna para absorber
esencias del universo platónico de las ideas, y las conduce, por el alambique
de su pluma, a la terrenal, transformadas ya en palabras, retenidas para
siempre en el papel, cautivas de la tinta” (pp. 162-163).
E insiste una vez más en la idea fundamental (ya
comentada) de que la expulsión de los judíos y los musulmanes no fue la de
miembros de otras religiones sino la de unos españoles que expulsaron a otros.
Hay una traslación en este caso del tema (en cierto modo, pero desde otra
perspectiva) de las dos Españas: la de los vencedores (los cristianos) y la de
los vencidos (los judíos y los musulmanes) en tanto todo fue un proceso en el
que la realidad se sostenía sobre elementos económicos. Su expulsión supuso un
enriquecimiento para los cristianos aunque se produjera una pobreza general en
otros ámbitos.
Y desde la novela proyecta esa
pérdida y trata de crear un relato objetivo de lo que ocurrió y de lo que
significó el florecimiento de al-Ándalus “para que recuperemos la conciencia y
el orgullo de nuestras raíces” (p. 233).
Desde la
publicación de Azafrán, novela con la
que alcanzó una gran repercusión, García Marín es uno de los escritores
españoles que ha anclado sus naves literarias en las historias que tienen como
protagonistas la cultura árabe y cristiana. Sobre Azafrán afirmé que era una visión idealizada (con mucho de
cosmovisión complaciente) sostenida en un pensamiento y una erudición que
conecta con lo mejor de la cultura judía y musulmana fundamentalmente. Después
llegó La escalera del agua, a la que
definí como una novela iniciática, de comienzo de la existencia vital, en la
que el joven narrador y descendiente de moriscos, Ángel Castaño Crespo, nos
explica su azarosa existencia una vez que asesina a un hombre que ha forzado a
su hermana.
En esas novelas tomaba como armazón
estructural el viaje (un constructo creativo
que puso de moda la novela bizantina) y ahora en su nueva entrega La reina de las dos lunas (Rocaeditorial,
Barcelona, 2012) se lleva de nuevo a término con la historia del joven mijeño
Estevan Peres, enamorado de la mujer del sultán de Fez, Yumana, con la que
logra casarse tras una serie de peripecias muy novelescas que le dan
profundidad y sentido a la obra.
Es una intensa historia de amor
(amor real en tiempos convulsos) que en las manos de García Marín adquiere un enorme
interés pues es un perito en la construcción de lo esencial narrativo, en la
verosimilitud de los personajes, en la imaginería y condición de ese mundo
(costumbres, hábitos, formas de pensamiento, filosofía vital…), pero también en
la organización de la estructura y en el manejo de la lengua. Es un producto
literario en el que se nota la mano de la investigación histórica y sus
continuas referencias a hábitos y costumbres de la época que permiten crear un
mundo en el que visualizamos todos sus componentes y podemos penetrar con razón
de ser en diálogos perspicaces y bien conducidos.
Toma como base estructural la organización
en capítulos. En total siete (el número mágico) que van desde el año 1518,
fecha en que en la playa de Fuengirola es capturado por los turcos el joven
Estevan para ser convertido en esclavo, hasta el capítulo siete en que tienen
lugar los esponsales con la joven sultana ya cristianizada. Entre tanto, cada
uno de los capítulos es una incidencia fragmentaria de la historia con los
acontecimientos en torno a Fez, la ciudad donde finalmente llega como esclavo,
la huida hacia España, la persecución a la que se ven sometidos por mandato del
sultán que quiere darles muerte....
La novela se va configurando por una
serie de meandros internos que van mostrando las intrigas palaciegas, los
intentos de asesinato del sultán (sobre el que hay todo un entramado que desea
sus cabeza), la intervención casual de Estevan que salva a la sultana y los
anuncios de la adivina de que finalmente vivirá lejos del harén en el que pasa
su vida.
Pero también la historia conforma el
imaginario de una “cierta liberación de la mujer”. Yumana es una mujer rebelde
que no está de acuerdo con su condición y desea vivir libremente, una vida
propia y no una dictada por la sociedad y las costumbres de la época. Yumana se
adelanta a ella y su valentía es el inicio de un tiempo nuevo. Dice la sultana:
“No he nacido para ser una esposa más del monarca, depender de su humor o de su
variable antojo (…) Yo soñaba con enamorarme de un hombre común (…) Ni estoy
enamorada, ni deseo un hijo suyo; como tampoco envejeceré junto a él” (p. 119).
La dificultad en la construcción de este
tipo de obras radica en el exceso. Es fácil organizar situaciones secundarias,
caer en el determinismo de la destreza. Pero el acierto de García Marín es su
contención, su prevención, saber siempre qué cuerda ha de ser pulsada y durante
cuánto tiempo. Hubiera sido fácil perderse en mil y una aventuras pero él logra
introducir el punto de equilibrio en la narración de modo que todo fluye con
naturalidad y contención narrativa.
Aunque sabemos desde el principio que
los enamorados van a conseguir su propósito, el secreto de la obra es la
narración en sí, su gestación y sus procesos constructivos, pero también el
pensamiento de los personajes que tiene tanta fuerza como la historia en sí.
Pero junto a ello la intriga que, en un relato con estas condiciones exógenas,
es fundamental. El acierto en su mantenimiento determinará el éxito del
producto estético.
No hay comentarios:
Publicar un comentario