Pero una diferencia sustancial que existe entre Miguel Delibes y otros escritores es que a Miguel Delibes se le puede querer más fácilmente. La hondura de sus personajes, su meditación permanente sobre lo intrínseco al ser humano, la bondad y generosidad de sus propuestas estéticas, la pulcritud en el trato y la moderación de individuo corriente, sin pretensiones, la defensa de valores y principios que afirman la dimensión de lo humano… testifican de modo generoso su consistencia como narrador extraordinario y como persona apreciada.
En las novelas de Miguel Delibes, como decía Giusseppe Bellini, “no hay seres excepcionales, héroes o superhombres, sino una normalidad de personajes que corresponde a una realidad creíble”. Y, en consecuencia, como decía el cura de El camino: «La felicidad no está, en realidad, en lo más alto, en lo excelso; está en acomodar nuestros pasos al camino que el Señor nos ha señalado en la Tierra. Aunque sea humilde». Lo cual no significa resignación pasiva, sino que cada uno tiene que llenar el papel que le corresponde.
Morales Lomas durante la conferencia sobre Delibes en el IES SUEL (Fuengirola-Málaga), 11 de junio de 2010
A pesar de esa tendencia a la clandestinidad, Miguel Delibes es un hombre al que se le quiere fácilmente, porque lo amamos en sus personajes, porque lo festejamos en sus ideales. Sus novelas no sólo nos ayudan a comprender el mundo sino a querer a las personas y, sobre todo, a querer al hombre que ha creado estos personajes. No podemos decir lo mismo de otros escritores de esa misma época que tenían más necesidad de significarse y parecerse a sí mismos en los exabruptos que en su inteligencia y bondad.
Me consta que hubo muchos que quisieron a Delibes: Manu Leguineche, Alonso de los Santos, Umbral... Por ejemplo, el admirado Francisco Umbral, al que tanto ayudó en el Valladolid de los años 50 y en el Madrid de los 60, decía que Delibes no era metafísico, sino un “hombre directo y sencillo que se interesaba por la insinuación feliz de un orden superior para el mundo. Siempre ha sido tan discreto en esto que a veces ni se le nota. Delibes era un godo castellano, alto y rubio, de ojos claros e irónicos, que metía mucho humor en sus novelas, pero detrás de ese humor estaba siempre la paz sobrenatural del hombre bueno”.
Se ha destacado la independencia, el individualismo y la presencia de seres marginales en sus obras, pero también decía Martínez Cachero que su narrativa se podía considerar como amena, sugestiva, amable, de modulación noble y de cierta delicada ingenuidad en el tono, dentro del realismo clásico y ajeno a las modas o corrientes, si bien en ocasiones es de especial relevancia el lenguaje. Por ejemplo, en Los santos inocentes, el habla coloquial e incluso jergal está perfectamente recogida en los diálogos de Iván el señorito, Azarías, la Régula o Paco el Bajo, que, sin solución de continuidad y con tan solo el recurso a la coma, los integra dentro de la narración.
El mismo Delibes, con motivo de la entrega en 1991 del Premio de las Letras Españolas, definió la novela como “una historia encaminada a explorar las contradicciones que anidan en el corazón humano y, por tanto, requiere, al menos, un hombre, un paisaje y una pasión”.
Convenimos fácilmente en que la pasión está en la defensa de unos principios éticos que están entreverados a lo largo de su producción narrativa y periodística. El ser humano está presente en todas sus obras con una pasión inusitada. Seres al margen o al límite, perdedores, siempre a la espera de algo que no llega o en el final de un ciclo, pendientes de sucesos trágicos o incluso dentro de ellos.
Y al referirnos al paisaje no podemos olvidar a Castilla, incluso Extremadura en el caso concreto de Los santos inocentes. Al respecto Marta Cristina Carbonell, entrelazando palabras de Delibes, estaba convencida de la “siempre afirmada convicción de que la tarea del novelista no es otra que la de «descifrar al hombre» a través de la palabra, ahondando en su verdad esencial para acertar «con su última diferencia», y de que sólo «viviendo a su lado», estando cerca del hombre, siendo con él se hace posible esa labor de íntimo desentrañamiento con que el escritor aspira a ofrecer —alumbrando un pequeño pedazo de mundo— una visión «del mundo todo, de la vida toda»”.
Pero no todas las obras ejercieron en él la misma razón de ser y las mismas sensaciones. En una de las entrevistas realizadas a algunos de sus hijos (tiene siete) en la radio uno de los más jóvenes decía que en el trato su padre hacía distingos y a los mayores (mejores estudiantes, etc.) había tratado con mayor delectación, les consultaba cuestiones diversas, etc. Con esta visión daba a entender sus preferencias pero también cierto espíritu de aislamiento con el correr de los años. Con los libros le sucedía igual. Y así afirmaba en Un año de mi vida (1972) lo siguiente: “Los temperamentos neuróticos pasamos, casi sin transición, de la depresión a la euforia. En mi infancia me sucedía otro tanto. Y pienso que en los momentos actuales de equilibrio, uno reconstruye con fruición sus momentos felices (El camino, Diario de un cazador), y por el contrario, en las fases depresivas, uno rescata aspectos sombríos y melancólicos del pasado (La sombra del ciprés, Cinco horas con Mario, Parábola del náufrago, etc.). En todo caso, para encontrarle a uno entero (al menos una aproximación) habría que rastrear entre lo positivo y lo negativo que recatan los personajes que uno ha puesto de pie a lo largo de su vida”.
[1] Muchos libros del autor han sido adaptados al cine, la televisión o el teatro, como El camino (1963), de Ana Mariscal; La guerra de papá (1977), de Antonio Mercero; Los santos inocentes (1984), de Mario Camus; Una pareja perfecta (1997), de Francesc Betriu; o El disputado voto del señor Cayo (1986) y Las ratas (1998), películas ambas de Antonio Giménez Rico. Dentro de la escena queda el recuerdo de sus Cinco horas con Mario, monólogo a cargo de Lola Herrera, o Las guerras de nuestros antepasados
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