sábado, 12 de junio de 2010

LA POESÍA DE MARI CARMEN GUZMÁN POR MORALES LOMAS

Morales Lomas, Mari Carmen Guzmán e Inés María Guzmán en el Ateneo de Málaga (17 de mayo de 2010)



Decía Einstein que "Si la abeja desapareciera de la superficie del globo, al hombre solo le quedarían cuatro años de vida: sin abejas, no hay polinización, ni hierba, ni animales, ni hombres..."
Las abejas son insectos sociales que llevan una vida muy jerarquizada: una sola reina, las obreras (solo hembras), los zánganos (sólo machos, cien solo fecundadores potenciales de la reina), alimentados por las obreras y destripados finalmente por la reina, una vez cumplida su misión como reproductores. En cuanto han salido de la colmena las obreras ya no les dejan entrar, porque son considerados bocas inútiles para alimentar. Los que se quedan en el interior son despiadadamente expulsados y abandonados a su suerte. Incapaces de sobrevivir son condenados a una muerte segura. Alguna vez habrá que escribir esta aventura de perdedores, los zánganos.
Las abejas pueden desatarse, se desatan en el poema. Proceden desordenadamente, producen movimientos impetuosos. En el último poema, se liberan, salen del yo poético y crean una enumeratio de sensaciones: pasiones, ternuras, confusión, desafíos… El yo poético se ha desatado. Ha creado la metáfora de la ruptura del orden personal y/o social. Ha desnudado su orden. Ha decidido reinventarlo y perder el corsé de la impostura, el corsé del fingimiento. Ha decidido contar verdades y de ahí, como en el Elogio de la locura de Erasmo de Rótterdam, la locura sólo es un elogio porque la realidad, el orden que esta impone (su cordura) es repugnante.
Hay una perspectiva ética que se recrea en una estética. De ahí el fulgurante comienzo, toda una declaración de principios: “No quiero volverme cuerda,/ que las cuerdas… atan”. La cordura asociada al orden, la locura al desorden: esa abeja desatada. Desorden bueno y necesario. Los versos son suficientemente explícitos para corroborar estas palabras: “Me gusta mi insania./ Dejadme recluida en mi prisión,/ lunática en el ático,/ en las cuatro paredes de mi bella locura”. La exaltación de la locura, como la ruptura de un orden impuesto que no se desea para sí.
Siente necesidad de tener “las puertas de su alma” siempre abiertas, de poder abrirse al mundo e incluso desdoblarse, hablarse a sí misma, reconocerse en el espejo que es ella misma: “La luna del armario/ me devuelve tu imagen invertida”. A través del apóstrofe construye un tú sobre el que trata de construir su esencia, siguiendo el esquema de la enumeratio y el paralelismo rítmico. Ese tú apostrófico es un sueño, “una hermosa mentira disfrazada de carne”. De nuevo el juego de contrarios verdad/mentira, orden/ desorden, cordura/locura… Las imágenes se suceden, pretenden reconstruir esa huida de sí y declarar la imposibilidad de la vuelta. Desde esa altura, que es como la de un bajel flotando a la deriva, por supuesto no podía ser otra cosa que un barco de locos, el barco se detiene, es su fortaleza, esa azotea expuesta a los vientos, sostenida sobre grietas antiguas y viejas memorias que se pretenden ajenas.
Se trata de una mirada interior ante el desbocado impulso de seguir
viva, en esa locura de existencia que dé clarividencia a nuestros actos, de ahí ese aferrarse a la vida desesperadamente y la pregunta retórica que bien vale una paradoja: “¿Me estaré suicidando con la vida?” Por exceso de vida, por exceso de pasión vital. A veces, ese desdoblamiento no es tal sino que el tú apostrófico es la soledad, pero una soledad que aunque desdoblada, en realidad es la propia. En ocasiones, el amor en forma de manos que se unen en la metáfora de los surcos juntos o de las sangres o los latidos mezclados. Por momentos, también el yo poético puede ser la mujer de Lot (poema XXI) que acabó convertida en columna de sal por mirar hacia atrás, aunque no sea habitual el recurso a la memoria en estos versos, sino todo lo contrario. Está centrado en el presente, en su propia realidad y en su interpretación de la misma.
Los objetos, la contemplación del paisaje, de la casa o de los elementos que la circundan coadyuvan en esta poesía directa que busca siempre algún tipo de interlocutor mudo: “Tú llenaste mis horas con un zumbido de abejas”. Ahora es el personal computer, que le advierte de todo tipo de ventanas y laberintos, pero en otro momento puede ser la reflexión en torno a los coches aparcados en la calle, de pronto personificados, adquiriendo una vida poética como si fueran elementos futuristas vivos, o puede ser la noche o ese tu cuerpo apostrófico, “columna de alabastro quemada por el sol”.
Una poesía que está construida sobre los paralelismos, las anáforas y los elementos de repetición y en la que los mecanismos verbales son determinantes para expresar una continua acción, acción que no se detiene. El yo poético siempre está en acción: asomándose a la madrugada, observando las palmeras, los coches, las manchas de los ojos… y actuando. Acción y observación concitan una unión plena en estos versos en los que la escritora es parte del paisaje urbano que advierte y una realidad ajena. No es sólo elemento observador, también quiere ser elemento observado y definido (en la locura vital). El poema XXXI puede ser significativo al respecto de lo que decimos: “Porque bebí en la fuente/ y me embriagué de luz,/ porque lavé mis manos/ en el fuego del río de la vida/ me convertí en libélula”. Un río sin duda, esta ciudad que se nos anuncia, pero también un lugar para la acción: bebí, embriagué, lavé, convertí…
Algunos poemas nos señalan la querencia al fuego, a la luminosidad de lo que llega inmenso en sus surtidores y crepitando, en la mañana de los sueños y a la espera.
En definitiva, una poesía vital, jugosa, en la que el diálogo truncado con el tú apostrófico es múltiple y plural, y no exenta de esa verdad de la transfiguración como en el personaje de Lot, aunque siempre con las puertas del alma abierta, gritando al mundo, en desvarío, en locura, como las abejas desatadas que salen de ella exultantes.

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