domingo, 9 de noviembre de 2008
EL TAM-TAM DE LAS NUBES. Relatos de inmigración de VARIOS AUTORES
Está editado por la Obra Social de Caja Granada en 2008. ISBN 978-84-96660-48-9.
Algunos enlaces en internet:
http://www.libreriaproteo.com/libro-457791-TAM-TAM-DE-LAS-NUBES.html
http://www.iberbook.com/espanol/Informacion.asp?P1=857945
http://andalucianoticias.com/index.php/cultura_se/97817-Redacci%C3%B3n%20GD
http://www.ideal.es/granada/prensa/20080419/opinion/relatos-inmigracion-20080419.html
Es éste- como dice la contraportada- un libro fundamentalmente cordial, hecho de corazón y con el corazón, por cuyas páginas, una tras otra, transita lo mejor de la condición humana desus autores que se han aproximado a los protagonistas de las historias con infinito afecto, solidaridad y deseo de contribuir a la comprensión de la realidad de la inmigración con las decisivas armas de su pluma e inteligencia.
No es poco cuando el empeño ha reunido tantos y tan buenos escritores como felices testimonios de lo más excelente del ser humano. Además, este libro es una aportación importante a una temática en el género literario, la literatura del mestizaje, del desarraigo, del exilio, poco tratadas en clave de contemporaneidad, si bien la hay inspirada en acontecimientos puntuales generados por los grandes conflictos bélicos del siglo XX.
Los autores que han colaborado en esta obra son: Francisco Morales Lomas, Manuel Villar Raso, José Carlos Gallardo, Belén Juárez, Gregorio Morales, Fernando de Villena, Ángel Olgoso, Carlos Asenjo Sedano, José Asenjo Sedano, Enrique Morón, José Antonio Santano, José María Pérez Zúñiga, Charo Blanco, Emilio Atienza, Lezin Kimvouama, Francisco Gil Craviotto, César Girón, Francisca Medina Cuenca, Antonio B. Espinosa Ramírez, Miguel Arnas Coronado, Concha Casas, Andrés Cárdenas, Celia Correa, Antonio César Morón, Nicolás Palma, Manuel Ruiz Amezcua y Armando Guerrero Cejudo.
Fragmento de la historia de F. Morales Lomas, El laberinto de la esperanza:
La esperanza es como una puta de alterne: siempre te traiciona.
El Juanma se lo había remachado erre que erre, pero el negro Eto´o hacía oídos sordos. El peor sordo no es el que no quiere oír sino al que le importa un bledo lo que le digan. Ya le había repetido hasta la saciedad el Juanma que él era un fugitivo y su destino era evadirse, como hacía en la película Harrison Ford interpretando a Richard Kimble. Pero, cuando le hablaba el Juanma, él no estaba allí. Se había marchado. Es verdad que dejaba físicamente su cuerpo, su mirada negra de gacela perdida, sus labio inferior caído y su cabello crespo, pero no se encontraba allí. Se perdía acaso en la evasión del mar de arena y en los cuentos maravillosos del imperio Songai, se perdía en las luces añiles del atardecer sobre el Níger y la mirada vaporosa de su madre. El Juanma lo veía triste y trataba de animarlo y traerlo a la vida que se le perdía desde el talud en que ahora contemplaba el pasado. El Juanma, que no desfallecía fácilmente, insistía una y otra vez y le hablaba de cosas maravillosas, de su amiga Gracia, de los papeles; pero su ánimo se debilitaba. Sin embargo, el Juanma, que tenía la fuerza de una madre magnánima, la voluntad de Teresa de Calcuta y los aspavientos de las panteras enjauladas, iba de un sitio a otro, deambulaba, levantaba la voz, se tocaba la barba rala y miraba al cielo para decir categóricamente como una leyenda aprendida:
-¡El señor te va a castigar, Amadou!
A veces, al Juanma se le aflojaba la palabra y se callaba acompañando el silencio de su compañero de fatigas y mirando la inmensa sabana de agua. Alguna gaviota surcaba el cielo y unas ligeras rachas de viento levantaban de poniente. El Juanma miraba las uñas negras de su colega y las tenues lagrimitas que quería ocultar, pero se perdían en el lagrimal zigzagueando en la mañana soleada de primavera. Y pensaba que su dorado colega, al mirar con tanta intensidad hacia el horizonte, estaba hablando en silencio con las tinieblas. Había dejado al otro lado de la calle del agua una patria de arena y viento, una patria de indigencia y sed, de cantos dulces y padecimiento, unos cuantos muertos amigos perdidos en el océano y una enferma madre que lo esperaba. También el Juanma había dejado al otro lado, en lo más recóndito de la memoria, algunas sombras y muchos cantos fúnebres, pero las cosas eran como eran y cambiarlas no estaba en su mano. Y tan estériles y descarriados, parecían personajes detrás de un espectro, encerrados en las tinieblas de sus respectivos laberintos, tratando de encontrarse a sí mismos tras el charol de la esperanza.
Al Eto´o lo había conocido un tiempo atrás, una noche que regresaba a Los Espigones acompañado del Trifulca. Veníamos de la costa, de hacer un trabajillo que nos había encargado el Lolo: colocarle unas mercancías a unos niños espigados y pijos que conducían bemeuves. Y justo sobre la cama del Trifulca encontramos un ovillo negro. No nos oyó. Teníamos la costumbre de andar con sigilo por si la pasma nos aguardaba, aunque sospecháramos que tampoco sería para tanto. Pero fardar, fardábamos con los colegas sobre nuestra trascendencia y nuestras persecuciones policiales. Al Trifulca se lo llevaron los diablos cuando vio al negro tan ricamente dormido en su catre y, aunque su sangre era briosa, tuvo la majestad que los años confieren a los canallas y sigilo suficiente para desabrochar la navaja y colocársela en la yugular. El negro, de una atroz oscuridad, ni se inmutó. Creo que ni se le oía la respiración.
-¡Negro de mierda, qué cojones haces en mi lecho! –espetó el Trifulca, que tenía la bondad de cierto léxico chabacano y la osadía de la jerigonza culta, una suerte de aleación lingüística entre la RAE y los barrios lentos. Pero al pobrecito Eto´o no le salía el abecedario del cuerpo. Yo creo que, de pronto, pareció más blanco y por el olor que llegó a nuestras narices de pronto afirmo categóricamente que el negro se cagó encima sin recato alguno.
-El hijo puta se ha defecado –insistió el Trifulca con su lenguaje bífido. En aquellas circunstancias me habría cagado yo mismo sin ninguna duda y, sobre todo, cuando comenzó a destilar un poco de sangre del cuello del negro con ojos de gacela.
-No lo mates, picha, que no merece la pena –le espeté al Trifulca.
-Claro, como no se ha acostado en tu tálamo. Con la repugnancia que me da a mí un tostado, y qué peste, tío, cómo hiede –insistió el Trifulca con su labia bicéfala. Y el negro, al fin, habló como pudo:
-No negro, yo andaluz.
-¡Anda coño, andaluz, vaya con el Eto´o! –dijo el Trifulca sonriendo.
A mí me pareció gracioso que, de pronto, el negro, cagado y a punto de espicharla, negara su tenebrosidad y se le disparara la veta nacionalista. Casi lo veía enarbolar la bandera verde y blanca y canturrear el Andaluces levantaos, pedid tierra y libertad. Me cayó simpático el Eto´o y le dije al Trifulca que no merecía la pena matar a un negro nacionalista andaluz, que nosotros también éramos nacionalistas andaluces, y bastante morenos, por cierto.
-¡Manda huevos, que diría el Trillo! ¿Desde cuándo eres nacionalista andaluz? –le preguntó el Trifulca mientras mantenía la navaja en la yugular del Eto´o.
-¿Acaso eres entonces una mica del Jordi? –le devolví la pregunta.
-¡Déjate de hostias! Acabemos con el Blackpower –volvió a insistir el Trifulca, aunque en su voz ya se percibía falta de convicción. Y así, como siempre sucedía en casos extremos, el Trifulca, que en el fondo era un canalla de buen corazón, me hizo caso. El Trifulca era buena gente, sólo que un poco verboso y cotorra. Se le escapaba la adrenalina y los secretos por la boca. Le dijimos al Eto´o que se lavara fuera y tendiera la ropa, que yo le daría unos pantalones.
-Tío, yo no te entenderé nunca. ¿Nos encontramos con un puto calcinado en mi cama, no me dejas que lo ensarte y encima le das unos pantalones tuyos? Y hasta serán de Zara ¿Tú de qué vas, madre Teresa de Calcuta? A ti te canonizan de seguro un día de estos. Yo le escribo al Benedicto, fijo.
Después de aquel episodio, que por poco le cuesta el pellejo al Eto´o, hicimos buenas migas, incluso me iba de marcha con él al pueblo o le ayudaba a enviar algo de dinero a su madre. Pero el Trifulca no. Había visto en la llegada del negrito un rival de los afectos. Ahora yo dialogaba quizá más con el africano y, en muchas ocasiones, el Trifulca se quedaba en silencio, pensativo, como si lo que hablábamos no tuviera nada que ver con él. En el fondo le tenía celos, y ya se sabe que los celos son las furias de la malquerencia y anticipo de los infortunios. Un día me preguntó que por qué no lo echábamos, que era muy lento en el trabajo y daba mucho el cante con ese color a tierra quemada. Pero yo defendí a Amadou y traté de darle un pellizco al Trifulca donde más le dolía, que era en su propia memoria. Al Trifulca, que se llamaba en realidad Francisco Vallejo Martínez, no le quedaba nada más que un apego, el mío, ninguna familia que no fuera yo, al que me había encontrado en la calle un día cualquiera. Éramos dos insumisos solitarios en medio de un mar de fieras, dos anarquistas del hastío, dos prófugos en sus laberintos. Su padre abandonó a la familia cuando él apenas tenía cinco años. La madre los mantuvo a él y a su hermana durante un tiempo pero, al fin, se marchó al extranjero con un guiri con el que se había liado un verano en Marbella, y quedaron al cuidado de una tía. Pero, a medida que fueron creciendo, su hermana se largó también con un chorizo de Camas y él, que comenzaba a inventar pequeñas trapacerías en el colegio, acabó haciéndole la vida imposible a su tía que decidió finalmente darlo en prenda a la Junta de Andalucía. Toda una aventura que lo llevó por colegios diversos, internados, expulsiones de institutos..., hasta que una de las veces que pudo salir, se marchó conmigo. Yo era su única familia. Así que, yo le recordé su pasado y mi ayuda, como ahora trataba de prestársela a Amadou. Sin embargo, no hay peor entendedor que aquel que no quiere hacerlo, de modo que, cuando veía que me apretaba con Amadou y lo acompañaba al pueblo para que le enviara a su madre un dinero o me iba a la disco con él, al Trifulca le entraba una dentera de miedo...
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