Publicado en el número 88 de la revista TURIA (España), noviembre 2008, pp. 480-483.
Luis García Montero es una persona normal y, además, quiere serlo. Esta razón justifica un título tan aparentemente corriente y alusivamente temporal, que marca un período de tiempo en la vida de una persona que comienza a percibir una lejanía en las cosas y la necesidad de recuperar la realidad con cristales de aumento. El título viene afianzado en la cita de Eliot: And on the deck of the drumming liner/ Watching the furrow that widens behind you,/ You shall not think the past is finished/ Or the future is before us”. La vista cansada es el canto del cisne de la presbicia. El présbite (del francés presbyte, viejo, y éste del griego, πρεσβύτησ) que va alcanzando los límites de la juventud. Es el tempus horribilis fugit. Una invocación de lo que fuimos con su memoria desconchada o reconstruida, sabiendo, como ya lo ha dicho el autor granadino, que cuando esto sucede nos movemos en el ámbito de la mentira bien construida (que ya lo dijo Diderot y se encargaba de repetirlo una y otra vez en sus clases de teatro Juan Carlos Rodríguez). Y, en muchas ocasiones, como diría Caballero Bonald respecto de sus memorias (y este libro lo es de memoria lírica, toda la memoria lo es en cierto modo) más que reorganizar el pasado en nuestra memoria, lo que hacemos es inventarlo. En la lírica de Vista cansada (Colección Palabras de Honor, Ed. Visor, 2008) hay una propensión sistemática a trascender lo anecdótico ofreciendo un aire simbólico, mágico, testimonial y sentimental, sostenido sobre la nostalgia y la temporalidad. La memoria, que es, en consecuencia, mentirosa, juega un papel eminente, pero no se trata de decir verdades o mentiras sino de construir sentimientos, sensaciones o nostalgias que generen una emoción. La emoción de lo que fuimos y la creación emocionada de lo que somos. La estructura temporal del libro es, por tanto, una consecuencia desde el título inicial (y mucho más expresamente desde el apartado II, que lleva por título “Infancia”, hasta el final). Siendo el capítulo I, “Preguntas”, una introducción ensimismada en la que el poeta se hace preguntas retóricas sobre las que se descarga la construcción (siempre y cuando la memoria sea posible) para, en segundo lugar, frecuentar la memoria, las ciudades de Granada y Madrid, y definir metafóricamente la memoria como una "mesa revuelta y una lámpara/ que saca la cabeza de las sombras". Después, por tanto, todo es tiempo, tiempo organizado, tiempo detenido, tiempo diferido, un tiempo, dos tiempos..., y la ciudad, las ciudades. La memoria aliada con los espacios. Casi siempre espacios cerrados, como en el cine del sueco Bergman. Y , de vez en cuando espacios exteriores. Aunque García Montero siempre soñó y se emocionó más con los espacios interiores. Él es un hombre de espacios interiores y diseñador libérrimo del poema. Y tras este trasiego de personalismos e interiorizaciones, la emoción del amor, como reconquistado o transferido. Pero también desde la dedicatoria amorosa (los últimos libros van dedicados todos a Almudena Grandes, su mujer; también éste) está presente la expresión del poeta como alguien que también se alza sobre la realidad y sólo el amor puede conseguir llevarnos a la tierra, a través de un juego de palabras que contradice la visión que siempre se ha tenido del amor como algo que catapulta al poeta por encima de la realidad cotidiana: "Como siempre he vivido/con los pies en las nubes,/ necesito el amor/ para poner las manos en la tierra". Alguien me dijo en una ocasión que el poeta vive siempre a un palmo de la tierra. Aquí confiesa García Montero algo similar: con los pies en las nubes, y el amor para delimitar la conquista de las manos. El amor es la conciencia de ser. Y por eso hay varios poemas en los que el amor es permanentemente su sorpresa vital, aunque es consciente de que también (como tantas otras cosas en nuestra vida) tiene o puede tener fecha de caducidad. Así dirá: "Aprender a vivir enamorado,/ saber amar,/ significa también sentirse libre/ cuando un amor se acaba". Y en otro momento confirmará, emulando a Heráclito y asociando tiempo y amor: "Nadie besa dos veces/ a la misma mujer", con lo que nos quiere transmitir que el amor necesita de una renovación constante para que adquiera su permanencia, o bien, de que el amor no está siempre identificado con la misma mujer... En cualquier caso, el poemario se sustenta también sobre la mirada (tanto en una como en otra dirección, tanto interior como exterior) y el ámbito múltiple de las sensaciones, como en Juan Ramón Jiménez. La mirada adquiere en la poesía una especial relevancia y con ello el valor de la imagen. En su origen su poesía es visual, nace de la observación de la realidad a través de la vista pero inmediatamente se desvía de ese objeto que proyecta su realidad vivida (soñada o recreada) y trata de simbolizarla, en consecuencia, que adquiera una dimensión más propia de la literatura y de su valor metafórico o connotativo. Siguiendo la estructura temporal del poemario, “Infancia” es el título del apartado segundo que comienza con el poema “1958”, la fecha de su nacimiento, año al que se traslada y trata de reconstruir de modo memorial en sus olores, los espacios..., y juega con la numerología y sus símbolos, los que conforman cada uno de estos años: el valor del 1, del 9, del 5 y del 8. Y concluye con la simbología de su existencia y su propósito vital: “Desde entonces procuro defender/las noches en mi casa,/ los barcos sin bandera,/ los inviernos con sol/ y las dudas que acaban resolviéndose/ en la última página”. Lo narrativo (forma de expresión habitual en su poesía) se ahorma y captura la ciudad (Granada) de nacimiento, que sin nombrarla se adentra en el poema: “Bella ciudad que guardas/ un ciprés en la música de un piano (...) Ciudad, calor nevado,/ puro contraste impuro// Conmigo vas, porque me buscas/ en la luz descosida de tus atardeceres”. Y con las imágenes, con la impronta de la mirada, un conjunto de cosas, de elementos, de lugares que conforman su existencia: la casa, la Universidad, los bares... Unos recuerdos que, a pesar de lo mustio, que siempre es una provocación del tempus horribilis fugit, son rememorados siempre con la luz que provocan los colores. Y así dirá:“Hay recuerdos y árboles forzados a crecer/ con la madera deshojada/ de un lápiz de colores”. La melancolía es un sentimiento muy común en toda su poética; incluso la tristeza melancólica cuando trata de reconstruir su infancia y entonces se agolpan en su imaginario lírico los proyectos vitales y la asociación del ser humano a un árbol que crece en la vida, “Sólo un árbol/ porque la rueda de la vida/ no se llamaba muerte”. Observa a aquel niño “con su tiempo propio”, con su propia soledad de náufrago, “un joven solitario perdido”. Y la emoción del recuerdo, que en el hermoso poema dedicado a su madre (uno de los mejores del libro) alcanza una especial sensación. Crea García Montero la imagen: quiere llevar a su madre a París. Y mientras este estribillo se apodera del poema, el escritor construye la historia de los apegos y las devociones, y también la imagen metafórica que desea proyectar de su madre: “Bandera hermosa de un país difícil/lluvia delgada de los sábados”. Canto de la generosidad y temor a la enfermedad, siempre. El temor que infundía a los hijos que salían a la calle: “Hay que tener cuidado/ con las mujeres y las carreteras,/ deja ya la política”. Orgullosa, culta, de familia burguesa y con más aspiraciones que dinero. Junto a la visión del puzzle reconstruible que es el pasado hay imágenes, pero también sabores, olores, la dictadura del tacto... Son los sentidos que se apoderan de poemas como “Idioma” (el oído), que es un homenaje a la palabra; “Las comparaciones no son odiosas” (el tacto)... Se sitúa en la escuela y es el oído quien crea la imagen, la metáfora sinestésica, el valor de la lengua española creciendo por el mundo gracias a la fuerza de su espada. Se apoderan las formas de los recuerdos, imágenes fragmentarias que a veces quieren consolidarse a través de la estructura rítmica del paralelismo (elemento sonoro y reiterativo habitual en su producción literaria), el lugar donde escribió su primera mentira y “dijo” su primer silencio, sus estudios en los Padres Escolapios, sobre los que proyecta una imagen idealizada, desde mi punto de vista (niega la mayor, y afirma que “No fueron el invierno/los Padres Escolapios,/ aunque pasaba el frío por sus declaraciones/ de amor a la verdad y a mis rodillas”. Y más adelante, como la cuadratura del círculo, nos transmite la imagen del Padre Iniesta leyendo al comunista Bertold Brecht), las fotografías de la infancia, las sesiones de cine de los domingos por la tarde, el descubrimiento de la mujer desnuda... Para acabar diciendo, en este ejercicio de funambulismo y reconstrucción de la memoria: “Hay algo serio y roto/ en el niño que fui”. Enigmáticos adjetivos: serio y roto.
La metáfora del soldado que regresa del frente de guerra (esta metáfora del soldado está también presente en toda su obra: no olvidemos el título Poesía, cuartel de invierno) la emplea para afirmar que la devolución al poema de la memoria es una forma de regresar al calor del pasado “con la prudencia del soldado/ que soporta la nieve de su noche,/ y tirita en voz baja, y no quiere dormirse”.
Y el fútbol, la pasión de todos los niños de entonces y de ahora. “Domingos por la tarde” es una construcción experimental que nos trae a la memoria los juegos literarios del ultraísmo de la revista “Grecia” y el dadaísmo: “Las verdades del área/ son rectas de dudosa geometría/ como ardientes amores de ficción/ en manos de un penalti”.
“La ciudad que no quiso ser palacio” es el título del apartado III. Por él pasan el misterio de los personajes amados, la metáfora del otoño de su vida, la huerta de San Vicente, la búsqueda de la ciudad (cuando ya la adolescencia deja paso a la infancia), los primeros versos (y de nuevo, el concepto de ruptura, referido a aquellos años, surge en el poema: “Hablo de aquellos años honestamente rotos”), los cafés-tertulias, la Universidad, las amistades (Javier Egea –identificado con la risa, y suicida a la postre- , Antonio Jiménez Millán –metáfora del sol-, Juan Carlos Rodríguez -lo define como el teórico: “Descubría dos versos en los malos poemas y en las buenas canciones”-, Álvaro Salvador , Andrés Soria, Juan, Mariano), la llegada de la democracia, exaltación de Alberti (sobre el que escribió su tesis doctoral), y el primer amor (también roto). Es una etapa de su vida la que aparece recogida aquí, reunida en las fotografías sepia de la memoria, en la tinta indeleble del escrito, en la reconstrucción verdadera o mentirosa del pasado con sus sentimientos, sus deseos, sus frustraciones: es el pálpito de la vida creciendo en el poema, del álbum fotográfico de la memoria.
Aparece el niño que buscaba la amistad y en muchas ocasiones encontró la clausura: “La soledad se aprende y se conquista”. Reconstruye sus sentimientos hacia Lorca, buscando en los escombros de la historia, y trata de que el viento nos tire por la borda sus primeros versos. El descubrimiento de los bares era una forma de ahuyentar esa soledad (y desde entonces siempre lo han acompañado, el bar como sinónimo de encuentro): “Son la patria del que ha sido muy joven”. Por entonces Granada era un hervidero de tertulias. En el Enguix, en el sotano-bar de la Facultad de Filosofía y Letras de Puentezuelas, en La Barraca, en La Pataleta... Había tantas tertulias por entonces en todos los barecillos de Granada: hasta en las prosaicas bodegas Muñoz. Y allí los maestros, los alumnos, los amigos: “Yo sé quien soy/ si levanto la copa y bebo con vosotros,/ mis primeros amigos elegidos”. Y surgen los nombrados, que serían el germen inicial de la poesía de la nueva sentimentalidad, amigos, profesores y alumnos al unísono: entonces, Juan Carlos Rodríguez era el maestro de ceremonias; los demás, alumnos aventajados.
El poema “Defensa de la política” tiene una evidente relación con la poesía pedagógica y moralizante del siglo XVIII con la que conecta en determinados momentos esta lírica. Un hecho no valorado suficientemente ni puesto de manifiesto adecuadamente por los críticos que se han dedicado a valorar la poesía de la experiencia. En este sentido habría que decir que esta lírica, con una evidente componente neorromántica en muchos casos, no asiste ajena a la filosofía subyacente de parte de la lírica neoclásica que se sustenta sobre principios morales que intentan proyectar valores y contenidos positivos para la sociedad. García Montero personifica a la política, la llama “amiga mía,/ compañera de curso en la Universidad (...) Nunca me fallas si te necesito”. Y lleva a cabo una defensa de la política trascendente y necesaria ante los vilipendiadores. Siempre que alguien vilipendia la política per se, sin entrar en los hechos políticos concretos, se acerca al fascismo (al menos así lo estimo). Y creo que esta es la razón que le impulsa a decir: “Por eso te defiendo de los calumniadores./ Cuando somos corruptos te llamamos corrupta (...)/ y nada es más obsceno/ que mentir en tu nombre/ para después llamarte mentirosa”. En esta imagen que proyecta se nos aparece la amada medieval (la política) a quien el trovador rinde pleitesía.
En la misma línea está la construcción del poema “Democracia” (no creo que sea un buen poema) para el que emplea una letanía de corte seudorreligioso bajo el paralelismo y la anáfora: “Venga a mí tu palabra... Venga a mí... A mí.... Por los que se levantan... Por el exiliado... Por su recuerdo... Por los libros de Freud y Marx,/por las guitarras de los cantautores... Por los que salen... Por los ojos... Venga a mí tu palabra”. Mucho mejor es el titulado “Democracia Dos” (en el apartado IV) donde nos transmite un profundo desengaño y crea la metáfora del agua que todo se lo lleva, incluidas “la luz de mis banderas comunistas”. Y concluye: “Yo me recuerdo así,/ más amargo y más frío./ Una vitalidad desesperada”.
Alberti lo llama. Una cita con él (el elemento costumbrista) es tomado como referente poético. Este hecho es consustancial también a su lírica. Lo anecdótico, lo cotidiano aparentemente intrascendente... adquiere una valor simbólico, un valor intrínseco y necesario: “Y llamas por teléfono,/ y preguntas la hora,/ y sugieres la cita,/ busquemos otros montes y otros ríos,/ para comer al sol de las afueras”. Llama la atención que esta cita con Alberti le lleva a decir a continuación: “Una vez más me siento el elegido”.
En su cuarto apartado, “Segundo tiempo”, introduce una mayor variedad de temáticas que van desde la política, los viajes, hasta los hijos, el homenaje a los poetas queridos o el compromiso. Precisamente en este último, hace un juego simbólico con los colores rojo, negro y blanco definiendo el rojo como “el cielo que rompe/ en el amanecer de la ciudad”; el negro: “lluvia y paredes quemadas por la lluvia”; y el blanco: “el jazmín sereno de la mortalidad”. No dejan de ser irónicas estas palabras que trascienden el mensaje habitual.
Pocas veces habla García Montero de la muerte o es tan definitivo y axiomático en la definición de la existencia, pero en el poema “Resumen de los hechos” afirma contundentemente en el alejandrino: “Al final sólo importan el amor y la muerte”. Efectivamente, estos son los términos que dan sentido a la existencia. Todo un mensaje para navegantes y todo un mensaje para los que han criticado la poesía de la nueva sentimentalidad desde cánones intrascendentes.
Pero lo que también llama profundamente la atención en su obra es la solidaridad para con las personas que ama o estima. Cuando el poeta se imagina muerto, aun se imagina hablando de sus amigos, pero también la retórica de “dejarse la piel en esta vida”, que suena tan emblemático y el concepto de tránsito aplicado a la existencia. En esta derrota que asoma con frecuencia en su obra, tienen un rincón preferente Antonio Machado o Ángel González, gran seguidor de la obra del sevillano.
Rememora las playas de los años sesenta, exalta las ciudades: Madrid y los amigos; París, La Habana, Granada: “Las ciudades enseñan un modo de hablar solo”; o Nueva York (y entonces recuerda al surrealista Lorca). Y sobre todo los recuerdos como en “Morelia” donde se define como “cobarde”, pero digno: “Por eso corro hasta mis versos/ como el niño que huye hacia su cuarto/ cuando empiezan los gritos de la casa”. Escribe un bello poema en “Los hijos” (Elisa, Irene y Mauro), un poema sentido, directo, emotivo donde trata de vencer la premura del tiempo y conseguir el camino de los afectos a través del juego metafórico: “Un hijo es el segundo país donde nacemos”. Y dice como tantas veces han dicho las personas normales: que los hijos crecen como espinas.
Tiene también conmovedores recuerdos para “El profesor”, y aparece entonces la vía que lo conecta con el neoclasicismo en la lírica en su componente de lírica pedagógica: exalta la duda, la defensa de lo que somos y pensamos, la no mentira, la no ruptura de ilusiones. Y, por supuesto, “Jaime”, Gil de Biedma, su faro literario durante mucho tiempo junto a Antonio Machado, L. Cernuda o Ángel González. Se hace sincero y directo, y reconoce la aportación a su obra de Gil de Biedma: “Yo habité los poemas/ que me fueron haciendo como soy/ (...) La herencia literaria / se pide como un crédito./ Yo lo aprendí en Granada, meditando/ palabras de familia/ con Jaime Gil de Biedma”.
El amor se va adueñando del poema. No tiene sentido la poesía de García Montero sin la presencia constante del amor, como sucede en el apartado V, “Punto y seguido (Habitación con vistas a tu cuerpo)”. Sin Salinas, del que toma ese gusto por lo dialógico y a inventar siempre un juego de lenguajes indirectos. La construcción amorosa es consustancial a su energía poética. Un amor indefectiblemente unido siempre a lo corpóreo, pero sobre todo a la memoria del amor, al poso que dejó. Para él el amor es la búsqueda de la luz, pero es consciente de que no para todos existe, y hay gentes que se mueren sin amar, sin haber conocido la legitimidad de la luz, la razón de amor (Salinas), el sentido de esa habitación con vistas a un cuerpo y la necesidad de que los árboles del bosque se parezcan a la amada, reconociéndose en ella, en el paso del tiempo. Lo cotidiano, el lenguaje diario, estándar, las pequeñas cosas van adueñándose así del poema en esta tendencia a convertir lo anodino y diario en elixir de una verdadera existencia. Por momentos rescata la memoria de las cosas (donde también está ella, habitándolo todo como un encendido recuerdo), y la necesidad de buscar la verdad de la piel, y de la luz de la tarde, de la libertad de ser también en ella (como Cernuda), y regresar enloquecido a esa instancia de la memoria, a las habitaciones habitadas.
Dos poemas conforman el último apartado VI, “Vista cansada”, con un poema homónimo y el titulado “Las huellas”. Son un epílogo a este estructurado poema con voluntad de circularidad y un paradigma de su poesía. Podríamos decir que, como el aleph, contiene en pequeñas dosis los elementos esenciales de su lírica a modo de resumen. El recuerdo de la nieve, el recuerdo de la infancia (permanente y constante en toda la obra), también la soledad de otro tiempo y “aquel tímido Luis/que cuidaba el pesebre/donde comían los caballos”. Son las huellas que están depositadas en cualquier lugar y basta que el poeta las encuentre y las lea. A pesar de que muchas veces pensemos que es como un sueño. La vida no lo es. Tras hacer un repaso a su existencia, un leve repaso de años, de tiempo que se va con la presbicia. Este libro tiene un fondo de epítome. Pero también de reflexión emotiva, contemplativa, la que produce el tiempo: “Ahora aprendo a vivir con la vista cansada”. El cansancio de vivir pero también la necesidad de ser, de estar en aquellas habitaciones, en aquellos amores, en aquellos días de la infancia con su sol: “Me duelen/ los finales injustos,/ que cierran nuestros ojos/ porque somos cadáveres vivientes”. Bellos versos que resumen una existencia, que palpitan en el gozo de la palabra, en la singladura del compromiso con la vida y los afectos.
1 comentario:
fue un agrado leer un pequeño resumen de algunas líneas del libro de Luis Garcia Montero, es una pena no contar con ese libro. Ya que soy un acérrimo admirador de Montero. Espero que algún día venga a Perú. Lo recibiré con brazos abiertos...
Jean
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