MORALES
LOMAS
Presidente
de la Asociación Andaluza
de
Escritores y Críticos Literarios
Martin Heidegger
estuvo muy acertado cuando tituló su obra máxima Tiempo y ser, uno de los monumentos a la reflexión en el siglo XX.
Nos movemos en esos parámetros que al fin y al cabo son el mismo. Nuestra
esencia solo es reconocible en nuestra existencia, en el estar ahí (Dasein) de
Heidegger y en la dimensión que alcanza el título nerudiano: Confieso que he vivido.
Ricardo Bellveser en
este emocional libro, La primavera de la
noche (Calambur, 2016), confiesa que ha vivido y su esencia se revela en
los veintidós ámbitos para la reflexión por su vida que conforman estas
unidades de un objeto poético concreto que son los poemas: la afirmación de un
momento vital para celebrarlo. Un vuelo de celebración que se encarama al
tiempo y sus pesos, sus memorias y sus grandes verdades pero también su futuro:
“Frágil e indefenso sospecho el final”. El poeta se declara y consiente en
defender la existencia desde la ponderación y las sensatez de haber cumplido
años, pero también desde la sinceridad consigo mismo. Afirmando el principio de
placer del que hablaba el mexicano José Emilio Pacheco.
En la lírica de
Bellveser hay una arquitectura interiorizada sobre lo que ha sido el tiempo
vivido pero también lo que resta, y habiendo sido consciente de un bagaje
aprehendido y de espacios para la desolación quiere imprimir sus años de “vida”
y evitar el desasosiego y la decrepitud, aunque pueda surgir por momentos. Es
una oda a la esperanza muy loable y confiada que nos habla de la gratitud ante
la existencia.
En este recorrido por
el ser, lo que fue ocupa un espacio necesario, aquellos “días azules” que tan a
Antonio Machado nos llegan. Pero este hecho no impide que en este confesional
libro, directo, sincero y cuidadoso con los excesos, se olvide de lo
perecedero, se niegue la destrucción progresiva del ser. Es muy consciente de
ello y que “los años corren tras su monotonía” evitando ese discurso del que la
melancolía podría adueñarse en otra situación. La memoria de los caídos está
ahí (“Cada gota de lluvia me trae el recuerdo/ de un muerto mío y ella misma es
la muerte”). También existe un ámbito
para la tribulación, como en el poema “Mis amigos habitarán mis silencios”,
donde trata de conformar al silencio como horma para ese desencuentro y, con
ironía elegante, desoye esos sarcasmos que se bebe, como si el silencio
habitara un espacio para la temeridad de una vida.
Es un recorrido vital
también por la infancia y la adolescencia sin tratar de ajustar cuentas pero sí
mostrando sus afanes y búsquedas, su crecimiento personal que, en ocasiones
sufre conmociones: “La realidad/ siempre se imponía y lo arruinaba todo”. Pero
en ese recorrido por el mundo, por los demás, descubre que siempre hay que
mirar dentro de uno mismo. Porque en ese yo se oculta siempre el discurso de la
verdad con la intertextualidad de San Juan de la Cruz como guía: “Quién me iba
a decir que dentro de mí/ iba a dar a la caza alcance”.
Ricardo Bellveser ha
querido contarnos su aprendizaje en el mundo y adentrarse en la palabra pero
también en la música, como liberación, como en el poema “Réquiem”, en homenaje
a Mozart, que le sirve para descubrirnos su sentido de la existencia, que es
siempre un canto gozoso y del que escucha siempre ese interior al que aludíamos
antes: “Escucho en mi interior/ a aquel personaje que me habitó/ y se volvió
invisible con la caída/ de los granos de arena tras el cristal”.
El amor no podría
dejar de ser un espacio necesario para adentrarse también dentro del poeta y
conmocionarnos con una sincera definición de lo que fue, de lo que es, de lo
que ha sido, tan “ritual de esfuerzos” como “tenaz e incansable” en sus
encuentros y afectos. Como si la consunción no fuera nada significativo y la
intensidad perviviera como algo que “no se nos consume”, como algo que lucha
por aparecer y sigue naciendo “tras la curva de sus hombros/ desnudos”.
El tiempo para el
desasosiego inaugura la segunda parte, donde la experiencia de lo vivido y la
fotografía en movimiento habita el poema plagado de regresos y habitaciones que
se van abriendo para airearse y descubrir sacudidas como el olor a leña o la
habitación donde el recuerdo nos llena de seres queridos (Gil-Albert, Gaos,
Grande, García Berlanga…): “Hablo con ellos después de que la muerte/ entrara
en sus casas”. Pero siempre son amados
muertos que nacen para alegrar una vida plena que encuentra en estos versos la
densidad de lo visible y lo invisible pero reflexionado y sentido desde la
experiencia vital que puede consentir con la nostalgia.
Pero como Heidegger,
Ricardo Bellveser sabe que el tiempo es ser y esencia. Es el Dasein, el estar ahí. Por ello pide
tiempo para seguir siendo, para seguir estando ahí, “el tiempo que no existe”,
aunque lucha por adentrarse en él una y otra vez evitando lo perecedero y
adueñándose de esa luz que espera, como palabras que acechan y también como
caminos que se abren, aunque sea consciente de que todo conduce “hacia la
sombra” pero al fin y al cabo también “la sombra es una forma de belleza/
porque la sombra es luz, o es su ausencia,/ o es la no luz, pero luz detrás de
todo”.
En el último poema
“Final anancástico” oficia una conclusión emotiva y envolvente donde revela que
el desengaño de la existencia no lo ha derrotado y en su lucha siempre ha
deseado la búsqueda de la perfección en un mundo limitado, imperfecto. En él
siempre hubo convicciones, un principio ético que todo lo envuelve sin dejar
nada al azar y se corresponde también con la presencia del los suyos pero
afirmando con rotundidad su esencia: “Mi existencia es totalmente mía”.
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