lunes, 12 de diciembre de 2016


LA POESÍA DE OLVIDO GARCÍA VALDÉS

LA PALABRA Y SUS ESCENARIOS EN LA LÍRICA DE OLVIDO GARCÍA VALDÉS 

F. MORALES LOMAS


  SUR.REVISTA DE LITERATURA, núm. 7, invierno 2015-2016.

Alcanzar la dimensión de lo significado es un ejercicio estético que pretendemos conformar en el estudio de la poesía de García Valdés desde 1982 al 2000. Con esta primera entrega nos acercamos a sus primeras creaciones. Si bien, es necesario tomar como una prescripción la idea esencial de que su poesía es única, conforma un corpus propio y continuado cuya dimensión no lo agota el tiempo ni el espacio, porque existe una voluntad de crear un continuum y en razón de ello la percepción se aclimata a esta idea en el uso de las grafías y los signos de puntuación (con finales de poemas sin ellos) y en el uso de minúsculas (poemas que comienzan con estas). Todo ello para advertirnos de la continuidad del poema, de la existencia de un único poema en su vida. No obstante, por una razón conceptual y para acotar el campo de estudio creemos necesario aclimatarnos a esa división en libros. Antes de finalizar el siglo XX, de 1982 a 2000, escribe cuatro obras: La caída de Ícaro (1982-1989), Ella, los pájaros (1989-1992), Caza nocturna (1992-1996) y Del ojo al hueso (1997-2000).
La caída de Ícaro lo conforman tres grandes apartados: “Del jardín”, “Exposición” y el homófono “La caída de Ícaro”. Ícaro, el hijo del constructor del laberinto de Creta, Dédalo, es tomado como referente conceptual para incidir en un mito que desde su origen ha sido germen de literatura a lo largo de los siglos para expresar la concepción de la existencia. Ícaro rompe los preceptos del padre y se acerca al sol que derrite sus alas y cae al mar muriendo. El incumplimiento de los límites de nuestra existencia rompen nuestro hilo vital. Cada uno de nosotros tenemos un espacio en el que desarrollar nuestro yo. Aquel que no lo alimenta cae en la muerte y, aunque se alimente, también. Esta interpretación ha sido cauce de una gran literatura. Percibir nuestra identidad, lo que somos, lo que ambicionamos… forma parte de esas alas construidas, pero su fortaleza es siempre una fortaleza imaginaria porque somos conscientes de sus límites.  Para Ícaro la vida era emoción, también para García Valdés, pero el polvo se apoderará de todo. Hay un límite preciso que en Ícaro era el sol por arriba y el mar por abajo. Al fin venció el mar, ese destino de sal que se convierte en una gran caja mortuoria: “El alma muere con el cuerpo./ El alma es el cuerpo”.  Hay, pues, un “no yo” que será y se alimenta de nuestros sueños. La negación del ser, por tanto, no es tal negación sino un reconocimiento. A Ulises ser Nadie lo salvó, también a García Valdés le suenan estas historias cuando dice: “Es un niño pequeño, le pregunto/ quién es y contesta que nadie”.  El ser nadie ya es mucho. La conciencia de lo sido o de lo que será: “Terminada la juventud,/ se está a merced del miedo”. El tiempo, como el vuelo de altura de Ícaro, corre en nuestra contra. Es nuestra contra. Pero, sobre todo, es una aceptación de nuestro nihilismo. Solo la quietud (ese quietismo filosófico de raigambre moliniana) nos permitiría alcanzar una vida interior, una identidad propia donde cuerpo y alma fueran la misma cosa, pero al final siempre somos “un cuerpo caminando./Un cuerpo solo;/ lo enfermo en la piel, en la mirada”:

En la tradición contemplativa de una poesía exterior –no desde el punto de vista del lenguaje, que siempre es exterior, sino de cosa que el lenguaje ya atisba como otra cosa fuera de sí mismo, de cosa fuera para ser dicha-, gesto oriental, extraño, de alta frecuencia en la poesía de Olvido García Valdés, llama la atención el control de la expresión, otro de sus rasgos característicos (Milán, 2008: 9-10).

Hay una soledad que se alimenta de nuestro yo, una soledad para fijar nuestra inexistencia, para avanzar en nuestra pérdida: “Un cuerpo enfermo que avanza”. Y en ese recorrido vital la naturaleza nos alimenta, como algo que se suspende en nuestro interior, como una brisa, como algo que forma parte de esa visión spinoziana de la que se nutre toda la lírica de García Valdés para la que la sustancia es la realidad y la forma de conocer es el entendimiento, siendo la unidad del alma y el cuerpo justificada por la unidad de la sustancia (que en Spinoza siempre será sustancia infinita) de la que son sus modificaciones finitas o modos.
En su primer apartado nace el concepto de identidad y el sentido de lo que somos, “el cuerpo como otro”, como puede ser un pájaro o una planta, siendo paisaje o piedra.  Y la necesidad de avanzar como un héroe en un tablero de ajedrez, una navegación por la existencia, deslizándose como ese Ícaro con los peligros de los límites, trasgrediendo pero avanzando en las horas, navegando espacios, como excursionistas con la inquietud de Ícaros que evitan el sol y el mar, acuciados por un destino, por unos términos: “A sus pies, en el ascenso, cornisas del vacío; abajo, oscuras olas sólidas arrasándolo todo”. Son los límites de Ícaro, son nuestras definiciones vitales en esa necesidad de contemplar la luz sin que esta nos queme definitivamente. Pero también abajo está la noche, con sus aullidos… Al fin y al cabo “Todos los tiempos son la noche”. Son el propio límite, nuestro encuentro definitivo.
En ese espacio, la casa, otro gran símbolo en la lírica de García Valdés, nos acoge pero nosotros abrazamos la luz, la queremos, la deseamos… es una emoción de vida, a pesar de que siempre sobre nosotros existe la razón última de que “la muerte tiene ojos de la infancia” y la luz un límite cierto.
Todo el espacio donde se habita puede convertirse en un lugar para la muerte, para el miedo, para acumular luz en las alas, para ser devorado por el mar que nos espera con su monotonía de sombra: “Ahora la luz nombre el mar,/ los remeros de la laguna/  y la sombra del que no está”. Esa laguna Estigia que nos detiene el rumbo o acaso nos los continúa hasta la eternidad de la nada. Durante un tiempo la naturaleza como seno materno alimenta una espera, es una entronización con un espacio que nos detiene, que nos alimenta, que forma parte de nosotros y es nosotros: “Eucaliptus y pinos rodean/ el pueblo de tu infancia”.  Pero nosotros avanzamos con el río manriqueño y cruzamos a la otra orilla sin darnos cuenta, “sin haber cogido flores”. Vamos dejando huellas, sombríos recuerdos, en ese bosque donde la lluvia y el viento nos conforman, son nosotros, nuestro ser en sí, como una dulzura riente, naciente, una dulzura de infancia, de ser niños y escondernos en la gruta de un encuentro que se necesita, en esa quietud moliniana contemplativa tratando de ocultar “los bordes de la herida”. Pero al final somos conscientes de que todo se reduce a una mañana gris y árboles muertos.
En “Exposición” la información pictórica y los referentes textuales a ella son un instrumento para la retórica de vida; sus imágenes pictóricas son un alimento para la poesía, una forma de mirada reivindicadora de un orden vital:

El título no es casual. “Exposición” hace referencia, en un primer momento, al ámbito de la pintura, tan querido y frecuentado por Olvido, y que aparece una y otra vez en forma de mención, de cita, como una señal indicadora que permite encontrar paralelos o correlatos visuales de lo que el poema nos cuenta. Pero la presencia de la pintura es algo más que un guiño o un apoyo textual. Muchos poemas parecen replicar, desde su estructura, desde su organización interna, el modo en que leemos un cuadro, captando de un golpe su tema o su atmósfera para ir luego sumando detalles, matices o contradicciones que corrigen la visión primera, o incorporando a la escena del pintor nuestra propia ensoñación, los fantasmas que nos dictan el deseo o la memoria (Doce, 2007: s. p.).

Ambrogio Lorenzetti, Juan de Flandes, Burne-Jones, Botticelli, Piero della Francesca, Amadeo de Souza-Cardoso conforman un conjunto pictórico que delimita desde su incidencia visual un modo de encarar la existencia. Incide en el primero en la primavera como espacio temporal y en la contemplación de ella en su recorrido al ser observada por un niño. Y las formas rapaces en su vuelo con el concepto de quietud: “La quietud: el mundo se ha dormido”. Hay una muestra de ese mundo que se contempla como un cuadro, y ves a ese niño que te mira y eres tú y lo miras, lo describes, lo pintas como un mundo de ausencia, un mundo perdido que tratas de recuperar: “La quietud/ de la vida, de lo que permanece/ en lo deshabitado”.  Y la luz siempre surge como herida. Ya lo había delimitado el mito. Es nuestra pérdida: “Hiere la luz”. Por esta razón la vida sólo puede ser en blanco y negro. Al final siempre negro como el tiempo en su feroz y feraz avance y siempre “el silencio del mar”. Hay un vacío en su entorno, una inexistencia que es muerte y a la vez vida: “Existe un tú que sabes que no existe/ -qué hilo tan frágil/ uniéndote a la vida-,/ no existen tús, ya sólo existe el miedo,/ ese yo que es el miedo,/ y el silencio del mar”.
En el cuadro de Juna de Flandes es invierno. Ella, ovillada y encerrada en sí en su propio interior: “Cada vez más pequeña”. Y el agua cercana que nos va invitando a ese encuentro en la nada. Ella lo contemplaba, no obstante, pero también veía al mismo tiempo las piedras, en ese juego de contrarios y la mirada apagándose.
Burne-Jones, inspirador de la escuela prerrafaelista posee una pintura sobrecogedora, y en el cuadro ella está indefensa, en una sala. De nuevo la mirada de él sobre ella como un sueño de hacía tiempo, pero él sabe que esa luz que soñó se irá y que el amor es una enfermedad. Cada vez más pequeños en nuestra resolución vital, cada vez más conscientes de que debemos llegar como indefensos ante el todo y también ante el amor y su caza: “Tan incierta/ la luz. Como en el sueño”.
Una escena de caza es el cuadro de Botticelli donde el amante azuza contra la amada los mastines, abriendo en canal su espalda y arrojando a las bestias las vísceras. Se trata de la obra Historia de Nastagio degli Onesti inspirado en escenas del Decamerón de Boccaccio, donde Nastagio se horroriza ante esa escena. Según el cuento, este caballero es Guido de los Anastagi quien, loco por el amor no correspondido de la mujer asediada, se había suicidado. Tras la muerte de ella, ambos fueron condenados a ser eternamente perseguidor y perseguida hasta el fin de los tiempos. De este modo, vemos en el fondo de la composición cómo la muchacha, que ha resucitado, vuelve a ser asediada por los canes del caballero. Una persecución de amor en la muerte.

Una lírica profundamente reflexiva, heterodoxa e inteligente de una de las poetas actuales más profundas.

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