domingo, 20 de noviembre de 2016

GITANJALI DE TAGORE Y EL DISCURSO DEL HUMANISMO SOLIDARIO
F. MORALES LOMAS




Dos grandes poetas del siglo XX y premios Nobeles avalaron la obra de un escritor desconocido entonces en Occidente a principios de ese siglo con enormes ditirambos: Juan Ramón Jiménez y William Butler Yeats. El primero gracias al influjo de su mujer, Zenobia Camprubí; el segundo, con un prólogo de entrega total en que son constantes las aclamaciones del poeta calcutense.
Decíamos (2011) en un estudio publicado sobre la poesía infantil y juvenil de Juan Ramón Jiménez que fue a partir del encuentro con Zenobia y Tagore cuando se produce lo que llamaría la cuadratura del círculo de la trascendencia de la infancia en la obra de Juan Ramón. Ambos, Tagore y Juan Ramón Jiménez, habían vivido su infancia en la escuela con dolor.  Es la catalana Zenobia Camprubí quien lo llevará a leer la poesía del otro premio Nobel, Tagore[1] , y este hecho le permite profundizar aún más en una temática, la infancia, que no solo era temático-poética sino un compromiso con el niño y su mundo, sus ausencias... Ambos trabajaron juntos, Juan Ramón y Zenobia, en la traducción al español de la obra en inglés del poeta hindú. Y así en 1915 se publicará una traducción de Zenobia con poemas de Tagore en un libro que lleva por título La luna nueva. Poemas de niños[2]. Fue el primero de los libros que publicaron conjuntamente con un poema-prólogo de JRJ. Zenobia traducía literalmente y JRJ le daba forma poética. Fue el comienzo de las traducciones del poeta hindú que llegaron a treinta junto a la de otros autores como Poe, Pound, Shakespeare, Shelley... Y aquí, entiendo, radica una de las claves fundamentales para entender la trascendencia del mundo del niño en la vida y la obra de ambos, reforzada aún más por hechos biográficos (como la ausencia de hijos) que determinarán otros acontecimientos posteriores. También al cabo de los años, fruto de ello y estando en Puerto Rico, publican el libro Verso y prosa según textos de Tagore[3]. Esta traducción de la obra de Tagore del inglés al español fue hecha por Zenobia, en tanto JRJ hizo la poesía traducida suya ofreciendo su propia impronta lírica. Al observar los manuscritos de los archivos, las correcciones del poeta van escaseando según adelantan las traducciones.
En consecuencia, existe una vía valiosa en la lírica de Juan Ramón Jiménez que llega directamente desde Tagore, este calcutense que llegó a convertirse a principios de siglo en el único Nobel hindú y conocido mundialmente sobre todo por dos obras: Gitanjali y El hogar y el mundo. Obras que nos conducen por una visión del mundo rica, plural, sugestiva… donde se produce el encuentro del yo poético con aquel en una síntesis animista consecuente con la visión de microcosmos que siempre caracterizó la cultura búdica al ser humano siendo la divinidad una presencia inconmensurable y constante que por momentos nos permite adentrarnos en una mística con lazos expresivos similares a los escritores españoles como San Juan de la Cruz, Fray Luis de León o Santa Teresa, como veremos a continuación.
Pero el discurso de Tagore se amplifica y enriquece con la volatilidad del significantes expresivos que forman parte de una tradición oriental anclada en las grandes y profundas ideas del hinduismo y el budismo (Brahma, el universo eterno, el eterno retorno, la búsqueda de la felicidad, el mundo como causa y efecto, la iluminación…)   y que no es óbice para romper la coyuntura limitativa de los géneros.
No solo era un filósofo del movimiento Brahmo Samaj sino que su visión del mundo se extendía a la dramaturgia, la música, la novela, las canciones o la lírica. Toda su producción literaria, sus reflexiones vitales eran una síntesis discursiva en la que lo relevante nacía de la palabra y su encuentro con el mundo, a través de la figura interpuesta de un poeta que ejercía la labor de intermediario de un arte recóndito que nace de una rica tradición secular donde la unidad con lo divino está muy presente en una suerte de pensamiento solidario y vital.
En la familia existía una rica tradición no ya económica sino también intelectual y artística. En su propia familia, su hermano Dwijendranath era un buen poeta y filósofo; Jyotirindranath era un músico de talento, compositor y autor de obras; su hermana Swarna Kumari Devi tenía fama como novelista… Su abuelo, Dwarkanath, por ejemplo, era propietario de empresas de remolques de vapor y minas de carbón, y se convirtió en un favorito de la reina Victoria, falleciendo en Inglaterra (su lápida está en el cementerio de Kensal Green).
La familia de Tagore también tuvo profundos vínculos con la religión y la filosofía. Y sobre aquella decía Yeats que notaba “en el pensamiento de estos hombres un sentido de belleza y significado visibles como si sostuvieran esa doctrina de Nietzsche de que no debemos creer en la belleza moral o intelectual que tarde o temprano no se impone a las cosas físicas”.
Tagore ayudó a fundar una secta reformista del hinduismo en Bengala, conocida como el Brahmo Samaj, que a finales del siglo XIX tenía varios miles de seguidores, principalmente de esa región. El Brahmo Samaj surgió como una respuesta a la presión de los misioneros británicos que intentaron demostrar a los hindúes que el cristianismo era una fe más coherente que la compleja variedad de rituales hinduistas. Con su reforma brahmista desarrollaron el panteísmo hindú con un énfasis más monoteísta, intentaron abolir la jerarquía social "irracional" del sistema de castas y diseñaron un nuevo tipo de templo que se parecía mucho a las iglesias protestantes. Estos brahmistas eran las élites del estado y muchos de ellos trabajaron estrechamente con la administración británica.
De niño vivió en una atmósfera de publicación de revistas literarias y de representaciones musicales y de teatro, y su escritura fue temprana, consiguiendo pronto en Calcuta y en la India un enorme reconocimiento, ganándose también una reputación como ensayista, escritor de obras y de historias cortas que reflejaban la vida del pueblo que siempre estará presente en su obra.
 Gracias a las propiedades paternas heredadas, creó una escuela que seguía la tradicional estructura brahmacharya de los estudiantes viviendo junto a su maestro, el gurú de la comunidad, y continuó su labor literaria (en torno a 1901) con obras como Naivedya (1901) y Kheya (1906). Las desgracias (muerte de mujer e hijos) se sucedieron y acabó muy hundido. Pero sus lectores no paraban de crecer.
Su relación con Inglaterra venía de antiguo. Había tratado de estudiar en el University College de Londres pero lo dejó tras un periodo. Después volvió en varias ocasiones pero quizá la visita más importante la realizaría en 1912 cuando sedujo con sus poemas a buen número de escritores. Sobre todo al poeta anglo-irlandés W. B. Yeats, que acabará escribiendo una introducción a su obra más conocida, Gitanjali, en septiembre de 1912. En ella vierte enormes encomios sobre la escritura poética de Tagore, al que un año después se le concedería el premio Nobel de literatura, el primer no europeo que lo obtenía.
Tagore había navegado a Inglaterra con una colección de traducciones inglesas, los poemas que se convirtieron en la antología Gitanjali, u "ofrendas de la canción", pero perdió el manuscrito en el metro de Londres aunque se encontró en una consigna de equipajes. En Londres, Yeats se reunió con Tagore, leyó sus poemas y se convirtió en su apasionado defensor (mientras escribía sugerencias para mejorarlos). Gitanjali encontró una vasta audiencia en sus muchas ediciones. Desde entonces su relación fue magnífica pues había sido Yeats quien había abierto al mundo a Tagore.
La suposición de Yeats a lo largo de su introducción es que la escritura de Tagore es apolítica y está fuera del mundo “mundano”, de la vida cotidiana, Para ser más específicos, Yeats mueve a Tagore fuera del momento presente y lo alinea con el Renacimiento, el período medieval o la antigüedad. Yeats quiere convertir a Tagore en una especie de sabio medieval. Observa en su escritura un profundo atractivo y una enorme accesibilidad: “Por lo que sé, tan abundante y simple es esta poesía, que el nuevo renacimiento ha nacido en vuestro país y nunca lo sabré sino por oídas. Él respondió: "Tenemos otros poetas, pero ninguno que sea su igual; Llamamos a esto la época de Rabindranath. Ningún poeta me parece tan famoso en Europa como él está entre nosotros. Él es tan grande en la música como en la poesía, y sus hijos son cantados desde el oeste de la India en Birmania donde se habla bengalí.
Yeats acaso querría que Tagore fuera más místico que la persona que fue en realidad, que fuera una especie de sabio o santo oriental, todo espíritu y ningún cuerpo. Sin embargo, somos conscientes de que Tagore era una persona enormemente comprometida con su época. Y además era una persona muy atenta a los recursos formales, un estilista que usaba, por ejemplo, recursos modernistas para llevarlos a la lengua bengalí.
En esa introducción dice Yeats que toda la humanidad está contenida en los himnos de Gitanjali, y que sigue “una tradición, donde la poesía y la religión son la misma cosa, han pasado a través de los siglos, recogiendo de la metáfora y la emoción aprendidas y desaprendidas, y llevando de nuevo a la multitud el pensamiento del erudito y del noble”. Es consciente el escritor anglo-irlandés que Rabindranath Tagore, como los precursores de Chaucer, escribe música por sus palabras, y se entiende en cada momento que es tan abundante, tan espontáneo, tan atrevido en su pasión, tan lleno de sorpresa, porque está haciendo algo que nunca ha parecido extraño o antinatural: En cada momento el corazón de este poeta fluye hacia fuera de estos (los seres humanos) sin derogación ni condescendencia, pues ha sabido que comprenderán, y se ha llenado de la circunstancia de sus vidas (…) Un pueblo entero, una civilización entera, inconmensurablemente extraña para nosotros, parece haberse incorporado a esta imaginación, y, sin embargo, no nos movemos por su extrañeza, sino porque hemos encontrado nuestra propia imagen, como si hubiéramos caminado en el sauce de Rossetti u oído, tal vez por primera vez en la literatura, nuestra voz como en un sueño”.
La edición inicial de Gitanjali la componían 157 poemas que fueron publicados el 14 de agosto de 1910. Pero la versión en inglés redujo este número hasta 103 poemas, publicados en noviembre de 1912 por la Sociedad India de Londres. Esta contenía 53 poemas originales de la edición bengalí de Gitanjali, otros 50 poemas del drama Achalyatan y otros libros de poesía como Gitimalya (17 poemas), Naivedya (15 poemas) y Kheya (11 poemas). Fue una traducción al inglés bastante radical donde se dejaban fuera o alteraban largos fragmentos del poema o se fusionaban dos poemas.
El nombre Gitanjali está compuesto por el lexema “geet” que significa canción y “anjali”, ofrenda. Sería, pues, una ofrenda de canciones, pero el valor de ofrenda tiene una connotación muy devota que permitiría traducirla propiamente como una ofrenda oracional de canciones. Y así se percibe desde el principio en el tono empleado. Tagore a través de una figura interpuesta (una mujer en unos casos, una amada; en otras, un joven inexperto) se dirige a la divinidad constantemente o a un ser superior, o a un Padre en mayúscula. Una divinidad que está ausente y de la que se requiere su constante presencia. Existe mucho de búsqueda en el amor en una línea que confluye con algunos místicos y nos ha recordado el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz. Esa búsqueda, unida a la esperanza de encontrarse en Dios, de llegar a la unidad nos acerca a esa vía unitiva de los místicos tan presente aquí también. Pero al mismo tiempo en ese yo poético en soledad que busca al amado se halla una ascensión espiritual, una voluntad que escala: “Fue tu voluntad hacerme infinito”, dice Tagore al comenzar la obra. Una finitud que se conforma en una antítesis perfecta con ese “Tú” poético en mayúscula que le sirve de interlocutor mudo.
Desde el comienzo la metáfora del vaso que se llena y se derrama y se vuelve a llenar sin solución de continuidad nos conduce a una suerte de eterno retorno en un mundo donde la música y la naturaleza conforman una singladura cósmica. Los valles y las colinas de San Juan de la Cruz, como en un arrebato, se prenden a ese corazón que ansía convertirse en cantor y busca en Él la amistad más sensitiva: “Y con el fleco del ala inmensamente abierta de mi canto, toco tus pies, que nunca pude creer que alcanzaría”.
Una pureza desde la que se aspira al encuentro con el amado, al que se pide la indulgencia del momento y la necesidad, como a un idolatrado, de requerir su representación y sentarse a su lado como abeja, zumbando, o como amante, suspirando.
Muchas son las referencias simbólicas a una naturaleza que adquiere un animismo preciso y conformador en aras de conseguir el efecto disuasorio pedido. Incluso en determinados momentos, se insulta, se desprecia a sí mismo por no saber cómo actuar, cómo ser. Y también por momentos le reconoce su presencia con los más pobres y humildes: “Quiero inclinarme ante ti, pero mi postración no llega nunca a la cima donde tus pies descansan entre los más pobres, los más humildes y perdidos” (Poema 10).
En el Poema 11 está argumentando contra el aislamiento de la experiencia humana del mundo cotidiano y natural. Se trata de una retórica familiar del romanticismo, y en ella se han visto rastros del poeta W. Blake. Pero los detalles del ritual hindú ( "cantando y cantando y contando cuentas") y la oposición espacial entre la "esquina oscura de un templo" y el campo abierto son importantes porque son particulares en el contexto hindú. En este poema existe una exaltación de la vida cotidiana, del trabajo, del descenso a la tierra. Como cuando después de preguntarse qué haces en este rincón, se anima a sí mismo a bajar al “terruño polvoriento”: “Dios está donde el labrador cava la tierra, donde el picapedrero pica la piedra; está con ellos, en el sol y en la lluvia, lleno de polvo el vestido”. Está claro el lugar donde se halla y también que existe en su lírica una conformación explícita de ese Humanismo Solidario del que venimos hablando durante este siglo XXI. Tagore mira al otro, a su lugar en el mundo, desde la humildad y desde la cercanía moral. Se siente uno con él, identificado y humilde: “¿Qué importa que tus ropas se manchen o andrajen? ¡Ve, a su encuentro, ponte a su lado, y trabaja, y que sude tu frente!”.
Como en todos los caminos de perfección, y este lo es, el yo poético se encuentra saliendo de madrugada, en los albores, caminando por desiertos, tratando de encontrarse a sí mismo, de “saberse”. Le ha acompañado en sus días el arpa (ese símbolo de la música, muy presente en toda su obra) pero no ha sabido encontrar el tono justo. Es consciente de que sus deseos son infinitos y lastimeros sus clamores, y que se desvive en busca de un fin que no llega, que se cela de él.
Pero sabe que el vivir es una invitación a una fiesta, “la fiesta del mundo”, así define la creación y la existencia, una fiesta a la que ha llegado para tocar un instrumento. Y solo ansía entregarse al amor de sus manos. Sin embargo, la respuesta de Él siempre es el silencio: “Si no hablas, llenaré mi corazón de tu silencio, y lo tendré conmigo. Y esperaré, quieto, como la noche en su desvelo estrellando, hundida pacientemente mi cabeza”. La quietud y el silencio como respuesta que forman parte de esa gran tradición de la filosofía hindú, una quietud que es toda una revelación para contemplar interiormente el ruido del mundo pero también su silencio.
En otros momentos no es un caminante pero puede ser un navegante que echa su barca a la mar en una noche de tormenta en la que el cielo se encuentra desesperado y se ha acabado el día. Hay un recorrido narrativo por esas estaciones vitales que va desarrollando como una historia que se cuenta, se percibe y se siente. Se necesita transmitir. Y, de pronto, se pregunta en esta oscuridad por la luz, ¿dónde está la luz? Él percibe que alguien lo llama entre los nubarrones nocturnos que hay resplandores de relámpagos y que existe un ardor de deseo en esa luz, en esa lámpara de amor con la vida.
También refiere cómo podemos hallarnos presos en los tesoros del mundo, prisioneros de ellos, forjados como cautivos a seguir la estela de ese poder, ajenos a la libertad, único bien que se alcance con Él. Pero no ansía este mundo sino el mundo en Él y así le dirá: “Permíteme, Padre, que mi patria se despierte en ese cielo donde nada teme el alma, y se lleva erguida la cabeza; donde el saber es libre, donde está todo el mundo en pedazos por las paredes caseras; donde la palabra surte de las honduras de la verdad; donde el luchar infatigable tiende sus brazos a la perfección; donde la clara fuente de la razón no se ha perdido en el triste arenal desierto de la yerta costumbre; donde el pensamiento va contigo a acciones e ideales ascendientes” (Poema 35). Una poesía deslumbrante, profunda en su reflexión vital y nueva en un discurso donde el componente moral y ético tiene una extraña elevación interior.
A través del paralelismo y la tonalidad del himno o la oración Tagore nos adentra por los pasadizos del ser, ese “pordiosero corazón” que está solazado, perdido o acurrucado en un rincón, roto, cegado. Un hombre resquebrajado que necesita la lluvia que imante su corazón y lo conmueva, que recoja ese amor, esa luz, y despida las sombras que lo reducen a la nada: “Es el anochecer, y mis ojos están caídos de sueño en la sombra”. Hay una constante meditación sobre sí y preguntas retóricas que no se sabe contestar.
En esas breves secuencias que son los poemas, en algunos casos asociados varios de ellos como si se tratara de una breve historia; en otros, autónomos, ahora “ella” (el yo poético) está sentada en la hierba esperando, viendo las antorchas, observando el mundo y el tiempo que pasa, murmurando acaso que habían embarcado juntos y que nadie sabría nada de su viaje. Deseos. Pero sabe que Él viene siempre, en cualquier momento, en cualquier circunstancia, aunque haya períodos, como en la poema 47, donde reconozca que lo ha estado esperando en vano: “Tengo miedo, no vaya a venir, de pronto, con la mañana, a mi puerta, cuando yo me haya quedado dormido de cansancio”. Es el motivo que también encontramos en San Juan de la Cruz: el agotamiento de la espera del amado/amada. De la luz, del agua que nos alimenta.
Es una poesía que respira como un alimento, que conmueve hasta la consunción y nos advierte de la historia de un pensamiento profundo que encuentra en el ser su revelación, que muestra múltiples historias de encuentros y desencuentros, de ausencias, de esperas y desesperanzas… Toda una batería de sensaciones para un pensador, un poeta de una naturaleza distinta al resto, que encuentra arrebatos de plenitud y misterio: “¡Luz, luz mía, luz que llenas el mundo, luz que besas los ojos, que haces dulce el corazón! ¡Ay, cómo salta la luz, amor mío, en medio de mi vida! ¡Cómo hiere amor mío las cuerdas del amor!”. Un estado de alegría vital y zozobra, de frenesí… de alborozo de un joven o una joven que en su eterna búsqueda ambigua quieren encontrar el mundo en el amor, en la luz, en el viento, en el silencio de la noche.
También la vida como copa, y Él como tiempo, como cielo, como nido. Todo un conjunto de elementos que amplifican su visión de un modo conmovedor hasta llegar en las últimas canciones a una permanente exaltación vital, después de la lucha, del recorrido por tierra y agua, por los cielos…
El yo poético sabe que la vida es lucha, que puede haber derrota, que el silencio se puede apoderar de la espera pero existe una persistente voluntad de resiliencia, de permanecer a oscuras, callado, sabiendo que Él llegará tarde o temprano.
En esa navegación por la existencia, por el mundo, con “mi barco viejo de naufragios”, el yo poético desea “morir en lo inmortal”. Palabras que nos conducen directamente a Santa Teresa de Jesús y su “vivo sin vivir en mí/ y tan alta vida espero/ que muero porque no muero”. El morir en la inmortalidad. Con esta paradoja que nos conduce a resolver el misterio de la existencia y la pervivencia. Es el mismo mensaje. Una poesía, la de Santa Teresa de Jesús, popular y humanista también, que trataba de anclar con fortaleza en la tradición pero anhelaba reconquistar al ser humano, con esa visión de época que permitía adentrarse en un espíritu más ecuánime… que procedía de pensadores como Erasmo de Rotterdam, Pico della Mirandola, Leonardo da Vinci, Miguel Servet, Antonio de Nebrija, Juan López de Hoyos, Fray Luis de Granada, Ignacio de Loyola, Juan Luis Vives… No en vano, Yeats siempre decía que con Tagore se volvía al renacimiento. Y añadimos a esa presencia omnímoda del ser humano como centro de su relato poético.
Pero en la consagración de la música como espacio para la singladura vital también conecta con el sabio salmantino Fray Luis de León. Dice Tagore: “Llevaré el arpa de mi vida al tribunal que está junto al abismo sin fin de donde sube la música no tocada. Y acordaré mi música con la música de lo eterno, y cuando haya cantado su sollozo último, pondré mi arpa a los pies de lo callado”.  ¡Qué bella imagen! ¡Qué recorrido por la eternidad del sonido y su presencia última y reveladora! También Fray Luis de León y su Oda a Francisco Salinas, el conocido músico, nos habla de la música como fuente o acaso camino para el encuentro:

Traspasa el aire todo
hasta llegar a la más alta esfera,
y oye allí otro modo
de no perecedera
música, que es de todas la primera.

Ve cómo el gran maestro
a aquesta inmensa cítara aplicado,
con movimiento diestro
produce el son sagrado
con que este eterno templo es sustentado.

Con esta Oda a Salinas Fray Luis de León se hace heredero del pitagorismo y del platonismo como relevancia en la Estética y en la Metafísica, pasando a formar parte desde entonces del pensamiento filosófico de Occidente. Una visión que se comparte claramente con Tagore en esa fusión de músicas acordadas entre el yo poético y el que refleja la eternidad, sabiendo que será el silencio del que surja esa “arpa muda a los pies de lo callado”.
Hay una aceptación de vida y de aprendizaje vital siendo la música uno de los conductos que han permitido el encuentro con la inmortalidad mientras acaba la espera con esa llegada a una puerta de palacio donde el yo poético se halla.
Y en los últimos versos se pregunta quién es él (ahora en minúscula), pero él no contesta, solo sigue ahí, sentado y sonriendo, como ese gran buda de feliz rostro. Y ante las preguntas sobre el sentido de la existencia, sobre el secreto que se guarda en el corazón siempre son las mismas respuestas: “¡Ay, quién sabe lo que quiere decir!”.
En el último poema, se permite la licencia de situarse ante los pies de él, en sentido de sumisión, no ya en cuerpo sino en espíritu, en entendimiento, para saludarlo alegremente con todas sus canciones y, en ese eterno vuelo de tanta raigambre mística, ascender hacia la divinidad como ascendía en las Coplas a lo divino San Juan de la Cruz:

Tras de un amoroso lance,
y no de esperanza falto,
volé tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino,
tanto volar me convino,
que de vista me perdiese;
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto;
mas el amor fue tan alto,
que le di a la caza alcance.

Cuando más alto subía
deslumbróseme la vista,
y la más fuerte conquista
en oscuro se hacía;
mas, por ser de amor el lance,
di un ciego y oscuro salto,
y fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Cuando más alto llegaba
de este lance tan subido,
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba;
dije: No habrá quien alcance;
y abatíme tanto, tanto,
que fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo,
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera;
esperé sólo este lance,
y en esperar no fui falto,
pues fui tan alto, tan alto,
que le di a la caza alcance.

En ese vuelo de unión con Dios, el yo poético ya está libre de ataduras, ha logrado elevarse espiritualmente con la música y el verso (siempre música) y alcanzar metafóricamente con ese vuelo de altura el bien ansiado para seguir permanentemente acogido en el seno de la eternidad. Dice Tagore en los últimos versos: “Como una bandada de cigüeñas que vuelan, día y noche, nostálgicas de sus nidos de la montaña, permíteme, Dios mío, que toda mi vida emprenda su vuelo a su hogar eterno, en un saludo a ti”.
Una lírica de gran fortaleza vital donde el recorrido por el mundo alcanza su éxtasis definitivo en esa elevación espiritual y donde es constante la presencia de los valores de un humanismo solidario que revela la preeminencia de la salvación mental (“permite que mi sentimiento se postre a tu puerta”) y la salvación trascendente.
Cuando Tagore murió en 1941, la enorme multitud que rodeaba su cortejo fúnebre arrancó cabellos de su cabeza como ofrendas que querían tomar de su cuerpo para el recuerdo. En la pira de la cremación, los dolientes irrumpieron a través del cordón antes de que el cuerpo hubiera sido consumido por el fuego, en busca de huesos y recuerdos.
Es difícil pensar en cualquier otro escritor, en cualquier lugar, que haya despertado este nivel de fervor. Es el misterio de la palabra, su encuentro permanente con «el Otro».




[1] De hecho Tagore creará su propia escuela y creará métodos pedagógicos que lo hacen uno de los pensadores más importantes en el ámbito de la pedagogía a pesar de su olvido. Como nos recordaba J. Paz Rodríguez, “Tagore, un precursor de la nueva educación en la India”, Recre@rte, 3, junio 2005, también [en línea], Dirección URL: (Consultado el día 28 de enero de 2010). Su objetivo es crear una escuela para que los niños no sufran lo que Tagore sufrió:Sabía cómo no deben ser tratados los niños. De lo que yo he sufrido sobretodo en mi infancia, ha sido de sentir que la educación que yo recibía estaba separada de la vida (...) Para mí, en efecto, el niño vive hasta los doce años, más por el subconsciente que por la conciencia clara, y lo que importa en sus primeros años no es que su memoria se pueble de conocimientos que tiene muy presentes en el espíritu, sino que su subconsciencia se llene de belleza al contacto de la Naturaleza viviente (...) Para ser maestro de niños es completamente necesario ser como un niño, olvidar lo que sabemos y que hemos llegado al término de los conocimientos. Si se quiere ser un verdadero guía de niños, no hay que pensar en que se tiene más edad, ni que se sabe más, ni nada por el estilo; hay que ser un hermano mayor, dispuesto a caminar con los niños por la misma senda del saber elevado y de la aspiración. Y el único consejo que puedo daros en esta ocasión, si habéis de dedicaros a enseñar a los hijos del hombre, es éste: que cultivéis el alma del niño eterno”.
[2] Madrid, Imprenta Clásica Española, 1915; otra edición de esta obra se lleva a cabo en  México: Universidad Nacional Autónoma de México, 1924. Zenobia se ocupaba de traducir literalmente y Juan Ramón le daba forma poética. El primer libro que publicaron conjuntamente fue La Luna Nueva, que apareció con las iniciales de Zenobia y con un poema de Juan Ramón. El libro tuvo un enorme éxito, aunque a ella le disgustó mucho que apareciera su nombre, pues dejaba ver su relación, algo que llevaban en secreto, y porque creía que todo el mérito era del poeta. Este fue el comienzo de una enorme tarea traductora y no sólo tradujeron gran parte de la obra de Tagore, sino también de obras de otros autores, como Shakespeare, Shelley, Poe, Pound…
[3] Empiezan su vida de casados con pocos medios y montones de libros y trampas. Zenobia hace traducciones para la editorial Calleja. Este mismo año aparecieron las traducciones de cuatro obras de Tagore al español hechas por ella y su marido (El jardinero, La cosecha, Pájaros perdidos y El cartero del rey), una de éstas encabezada con un poema de Juan Ramón.

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