F. MORALES LOMAS Y ANTONIO HERNÁNDEZ (MÁLAGA, 2014)
LA NARRATIVA Y LA POESÍA DE ANTONIO HERNÁNDEZ, MEDALLA DE
ANDALUCÍA 2015
F. MORALES LOMAS
UNIVERSIDAD
DE MÁLAGA
No es
hasta los años 70, en concreto en 1978, cuando publica su primera obra, El Betis: la marcha verde (1978,
reeditado en 1987: cuentos de fútbol que tratan sobre asuntos o temáticas diversas, un retrato psicológico de las distintas
aficiones que aparecen en el libro, incluso de la del eterno rival, el Sevilla,
también protagonista de fondo de uno), y diez años más tarde Goleada. Con estos relatos sobre el
fútbol, Antonio Hernández logró colocar su nombre en un ámbito muy popular por
el efecto mediático que siempre ha tenido este deporte.
Será en este mismo año 1988 cuando publique
su primera novela, Nana para dormir
francesas (1988), a la que seguirá un año más tarde Volverá a
reír la primavera (1989), y ya en
la década de los noventa El nombre de las
cosas (1993), Sangrefría (1994), La leyenda de Géminis (1994) y Raigosa
ha muerto, ¡Viva el Rey! (1998). Y, a partir del siglo XXI, Vestida de novia (2004), El submarino amarillo (2008) (que
incluye los relatos El
submarino amarillo, El pintor que sólo ama dos colores, El trofeo, Los gemelos
y Del saber a la constancia) y Gol Sur
(2008).
ASPECTOS ESENCIALES DE SU NARRATIVA
La tradición picaresca y clásica, y el cultivo de la forma
Para un poeta como Antonio Hernández, cuya
obra posee un especial cuidado en el significante tanto como en la forma de
construcción del hecho literario, no podría pasar desapercibido este asunto en
el ejercicio narrativo. Y de hecho ha sido un elemento que siempre se ha
destacado por la crítica en general. Ángel Basanta decía desde las páginas del
diario ABC que en su obra existe un evidente
virtuosismo lingüístico; Santos Alonso en el diario El País advertía de la impecable técnica narrativa; José Lupiáñez
hablaba de eficacia narrativa y lujo barroco en su expresión desde las páginas
de República de las Letras; Rodríguez
Pacheco en Tierra de Nadie saludaba
la autenticidad suprema del estilo, la agilidad, la frescura y la donosura
gozosa de su dicción y ejecución; y el crítico Miguel Hernández, desde El Urogallo, nos anunciaba que con
Antonio Hernández llega el castellano mejor escrito.
En consecuencia, existe un concurso formal
que nos permite testificar que, con la narrativa de Antonio Hernández, la
lengua española alcanza una enorme magnitud literaria y se ancla en la mejor
tradición narrativa española que procedería, desde mi punto de vista, de la
picaresca, Quevedo y Cervantes. Podemos hallar a Lazarillo, a Guzmán de
Alfarache, a Marcos de Obregón, al Buscón... en su narrativa, pero también y
sobre todo podemos encontrar al gran creador de la narrativa de la modernidad:
Cervantes.
La narrativa de Hernández tiene el anclaje
en toda una tipología propiamente castiza y en un modus narrandi que participa de las claves constructivas de ella.
Pero esto no significa una imitatio
clásica, porque los instrumentos de construcción teórica que ha creado la
narrativa del siglo XX como, por ejemplo, el monólogo interior o determinado
perspectivismo, están también presentes en su obra. Se produce así una síntesis
ecléctica entre la picaresca y la renovación técnica de la novela del XX. Todo
lo cual nos indica que no será el realismo strictu
sensu, tal como lo creó la novela decimonónica, el campo abonado de su
narrativa sino la deformación caricaturesca de la mejor narrativa española, la
transformación del espacio y el tiempo narrativo en aras de dotar al relato de
expresividad y fuerza convincente como no se hacía en la narrativa española
desde Valle-Inclán y su Ruedo Ibérico
o desde La familia Pascual Duarte. Lo
que me lleva a entender que Hernández lee en la picaresca a través del
esperpento de Valle y la narrativa remozada de Cela básicamente.
La construcción del significante posee en su
obra tanta o más relevancia que la estructura narrativa o la conformación de un
mundo novelesco. Antonio Hernández es consciente del dominio del lenguaje, la
selección de un léxico culto o popular según necesite en cada contexto
narrativo y el recurso a las metáforas significativas, la adjetivación
apreciativa, los símiles espectaculares que creen una impresión imaginaria en
el lector, el uso de la metonimia con valor expresivo, las estructuras paralelísticas
y acumulativas que tienden a la enumeración como efecto de creación de un mundo
y las intertextualidades como recursos literario formal que crean riqueza y
variedad a una prosa sazonada y siempre sorprendente. Y toda esta batería
formal la pone al servicio del personaje, básicamente, que en muchos casos
adquiere una evidente simulación caricaturesca o deformadora pero también del
propio decurso narrativo que se ha parangonado con el juego conceptista de
Quevedo sobre todo en el efectismo hiperbólico o en el lenguaje de germanía o
en el recurso a un lenguaje sentencioso y definitivo al definir situaciones o
personajes. Uno de los recursos caricaturescos más empleados es el sarcasmo, la
ironía, la degradación caricaturesca, incluso los feísmos, pero también, como recordaba
Lupiáñez (2008: ): “Un humor
inteligente, de un humor de tertulia, de un humor periodístico y provocador,
portador a veces de contravalores y de subversiones, y otras de grandezas
insólitas e inesperadas”. En este aspecto habría que colegir ese maridaje
también entre lo canallesco y lo señorial, el lenguaje envilecido pro la
sociedad y el cultivado por la elite y la expresividad de su prosa.
Los personajes
y su mundo personal
Sabemos que los personajes que organizan su mundo novelesco siempre
han formado parte de su propia realidad. No nacen de la nada. El propio
narrador, en muchas ocasiones en primera persona, conforma una dimensión que se
alía con el escritor Antonio Hernández, con sus vivencias familiares, sociales
o amicales. Muchos de los personajes que forman parte de su existencia nacen en
ese ámbito de la memoria y de lo vivido. Lo vemos de un modo manifiesto en Volverá
a reír la primavera cuando nos habla de
un bar, de una sala de billares, de unos futbolines y un cine como espacio de
ese ámbito familiar en el que se reflejarán algunos de sus familiares. Pero
también en muchos de los personajes que surgen en Nana para dormir francesas
que han poseído una existencia real que se evidencia en muchos elementos de la
narración, del anecdotario particular e incluso la existencia del propio autor
en esa novela, el personaje Fabio –poeta y de Arcos, para más señas- y amigo
del protagonista, el Cordobés Manolo.
La construcción del personaje es uno de los máximos valores de su
narrativa. Son personajes que en muchos casos forman parte del ámbito de la
picaresca o de la creación literaria (tan poco ajena a la picaresca) o el
ámbito familiar. Pero son construcciones muy personales, claramente
identificativas. Los mundos de cada uno de ellos están marcados y determinados
por la esencia vital. En ocasiones pertenecen al ámbito del desarraigo y el
desengaño que actúan en una sociedad en la que no creen y tratan de sobrevivir
en ella con toda suerte de actos asociales que les permitan hacer frente a esa
degradación exterior. Pero en cierto modo también ellos se conforman en
personajes degradados y críticos con la sociedad que les ha tocado vivir.
Algunos de sus personajes han conformado todo un escenario preciso y
rico, como Raigosa, en la novela homónima, el rey de los poetas, el bohemio y
visionario retratado con solvente habilidad en Raigosa ha muerto viva el rey, un poeta narcisista (como todos),
vanidoso e indolente, un crápula de la noche madrileña sobre el que circula
como emblema y centro toda la obra. Un antihéroe, más cercano a la picaresca
que a la honradez personal que se mueve en las turbias aguas de los pícaros
cercanos como pez en el agua, un Quijote degradado, pero también un creador,
una caricatura de una época.
En ocasiones el autor aparece como una especie de alter ego de algunos
de sus personajes, como el Pedro Calvete de Sangrefría,
el narrador y vendedor de parcelas, manager de artistas que desarrolla los
acontecimientos como narrador-testigo. Un narrador intelectual que maneja con
rigor la lengua y con un profundo desparpajo en la creación de un mundo propio.
Pero algo fundamental también en su narrativa es la importancia que
adquieren los personajes secundarios (una especie de colmena o aluvión en todas
sus obras). Por ejemplo en Sangrefría: El Palitroque, Juanito el Coraza, la
Esperanza, Mojama el taxista… pero también en Nana para dormir francesas con
Barbate, Mediopero, la Cantaora, Morado, Benito… o en Volverá a reír la
primavera con toda la saga familiar de tíos y tías.
La construcción narrativa
Un elemento común en algunas de sus obras es el proceso de acumulatio, depósito y acopio de situaciones y circunstancias
narrativas, escenas secundarias o primarias que no forman parte de una
estructura precisa sino de un decurso en un juego que nos permite anticipar
situaciones que más tarde a lo largo de la novela se van a conformar pero que
se interrumpen y zozobran en todo el proceso, creando como meandros que van
sobre el río principal de la narración. Así nacen múltiples historias que van
adentrándose en el río general de la historia. Es un proceso de acumulación que
está presente en El Quijote y en gran parte de la narrativa picaresca. Al
respecto se decía, por ejemplo, que esa serie interminable
de situaciones estáticas o circulares se presenta, aparentemente, organizada en
sarta a lo largo de las dos partes, pero su acumulación va desgastando
progresivamente al personaje para conducirlo hasta el desengaño final. Algo
similar sucede en Nana para dormir
francesas en torno al personaje protagonista, Manolo que va contando toda
una serie de aventuras, sin solución de continuidad con escenarios diversos:
Madrid, Andalucía y múltiples personajes tanto desde el cuartel como mujeres
que aparecen y desaparecen de su vida: Dominique, Claudine, Marie-France,
Marion, la mexicana… con el desengaño final: “Recordé, como pidiéndoles perdón,
a todas mis víctimas (…) Y fue entonces, precisamente entonces, cuando me di
cuenta de que mi vida se había ido al mismísimo carajo” (Hernández, 1988: 271).
En
la misma línea se conforma la estructura de Volverá a reír la primavera desde
ese joven narrador-testigo de los acontecimientos que va progresivamente
introduciéndonos en múltiples situaciones vitales relacionadas con el contexto
familiar y sobre todo con la figura de Tío Andrés, pero también de toda la saga
familiar.
En
una línea similar se desarrolla Sangrefría
con la multiplicidad de historias que conforman la cuadrilla del torero Manolo
que, como en las anteriores, conforman sucesos variopintos y canallas.
ALGUNOS MIEMBROS DEL PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA CON ANTONIO HERNÁNDEZ EN EL CENTRO ANDALUZ DE LAS LETRAS (MÁLAGA, MARZO, 2014)
La
poesía ha sido definida por él mismo como el saber “adecuar el caudal de
experiencias, tanto sociales como mágicas, al cauce expresivo más o menos
profundo que se posea”. Caudal experiencial, lenguaje y proyección lírica para
transformar el mundo, poesía cívica y profundamente humana, neorromanticismo…
son las claves de toda la lírica del escritor de Arcos. Insistía Hernández que
“la función de la poesía es iluminar una
zona oscura de la realidad. Vale cualquier tema si el poeta está dotado
para hacerlo trascender universalmente,
lo que no quiere decir a todo el mundo porque no todo el mundo tiene el mismo
grado deseable de capacidad perceptiva”[1].
Si la tradición lírica del Sur es una flor encendida para muchos autores de
esta Promoción, más aún si cabe es la visión del Sur, su paisaje, su cultura y
su idiosincrasia desde una visión desmitificadora y fundamentalmente desde la
memoria, desde esa pulsión nostálgica que entra cuando la tierra está lejos en
el recuerdo, como le sucedía a Rafael Alberti, a quien le tuvo especial
querencia Antonio Hernández.
La
poesía de este gaditano de Arcos se caracteriza, como decía Rafael Morales
Barba, por lo “neorromántico y
sentimental desde sus comienzos, es un poeta que, pese a sus incursiones en
lo existencial o en el ámbito indagatorio de la reflexión, de la solidaridad,
o de un culteranismo de plenitud tardía,
tiende a vertebrar siempre su mundo sobre sus sentimentalismo inicial, cuya
vena entreverada siempre surge o como amor o como su contrario, que es el
despecho irónico, doloroso o agónico”.[2]
La
obra de Antonio Hernández admite la formación de una serie de trilogías, según
el poeta y crítico Manuel Galanes[3],
no siempre compartido por otros críticos:
1. La formarían Oveja negra (1969), Donde da la luz (1968), Metaory (1979). Poesía
con la que Hernández quiere dar su voz a los marginados, forjando así una
conciencia ante la realidad colectiva.
2. Homo
loquens (1981), Diezmo de madrugada (1981), Con tres heridas yo (1983). De carácter íntimo y personal.
3. Compás
errante (1985) Indumentaria (1986) Campo luminario (1988):
exaltación de la cultura de Andalucía, el proceso poético, el amor, la historia
de España, la importancia del paisaje, etc.
4. Lente
de agua (1991), Sagrada forma (1994), Habitación en Arcos (1997). En ella hay alusiones a la infancia, a la
cotidianidad pasada y a la función estética.
Esta división por trilogías la han visto
algunos como algo artificial pero pueden tener un valor didáctico evidente. Ha
habido críticos, caso de Laura Rosana Scarano[4], que
han señalado el conflicto que subyace en toda la lírica de Hernández que
provoca un “extrañamiento” del yo y unas vías para superar este conflicto a
través de: 1) Andalucía (se produce un proceso de fusión de identidad entre el
hombre y su tierra), 2) El amor humano (el yo ensancha su espacio vital y
accede a su plenificación), 3) La palabra (verbalización del yo). Y llega a las
siguientes conclusiones: “Es evidente la centralización de los temas poéticos
en torno a un yo que se mira y analiza, en un sondeo permanente, descubriendo
su identidad conflictiva: la incertidumbre agónica, el vértigo del absurdo, la
angustia del desdoblamiento continuo y
la coexistencia dual, la extrañeza ante el misterio del propio ser. Esta minuciosa visión introspectiva del yo sumerge
también al poeta en un clima de evocación y recuerdo como vía de aprehensión de
partes de ese yo imnovilizadas en el pasado”[5].
[2]
Morales Barba, Rafael: El mundo renovador
de la segunda promoción de los 50: Joaquín Benito de Lucas, Antonio Hernández y
Manuel Ríos Ruiz, en Ínsula, nº 543, marzo de 1992, p. 17
[3] Galanes,
Miguel: Historia personal en Habitación en Arcos de Antonio
Hernández, Libertarias/Produfi, 1997, pp. 11-12.
[4] Sacarano, Laura Rosana: “La poesía de Antonio Hernández: Tránsito del
“yo” al “nosotros””, en Cuadernos para investigación de la Literatura
Hispánica, Fundación Universitaria Española, núm. 14, Madrid, 1991,
p. 204.
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