sábado, 23 de noviembre de 2013

UNA LECTURA HETERODOXA DE FRAY LUIS DE GRANADA Y EL HUMANISMO SOLIDARIO POR F. MORALES LOMAS

ESTE BREVE ENSAYO SE PUBLICARÁ EN EL PRÓXIMO NÚMERO DE LA REVISTA ENTRERÍOS, DEDICADA A LA LITERATURA RELIGIOSA


FRAY LUIS DE GRANADA

Hace un tiempo me comprometí a escribir sobre Fray Luis de Granada, el más grande de los oradores sagrados que ha conocido España y best-seller del siglo de oro con su Libro de la oración .
Y algunos dirán: ¿cómo una persona agnóstica como usted se decide a escribir en el momento actual sobre alguien como Fray Luis de Granada, uno de los intelectuales más importantes de la España del siglo XVI, defensor de ideas tan doctrinarias aunque amenazado por la Inquisición? ¿Qué hace una oveja descarriada interpretando a un sabio del clasicismo español del Cinquecento? ¿Qué puede aportar, si acaso, fray Luis de Granada al no creyente, al agnóstico o simplemente al cristiano?
Siempre existe una intrahistoria (en palabras de Unamuno) en cualquier toma de decisiones importante que se lleve a la práctica en la vida. Y, como era de esperar, también en esta.
La decisión tiene mucho que ver con la memoria, los sentimientos y los afectos… y hay que incardinarla en una vuelta al pasado. Quiero decir que al pensar en Fray Luis de Granada, de pronto la adolescencia ha aparecido en mí con su rubor de antaño, con su osadía y con su cielo conquistado, ganado o definitivamente perdido. Les estoy hablando de los últimos años del franquismo, los cursos 1971-1972 y 1972-1973. Por entonces España estaba hecha unos zorros (casi como ahora) y algunos andábamos contemplando las boqueadas de un régimen dictatorial que se tambaleaba en un misticismo egregio a pesar de los pecados contra el sexto (cosas de la edad y la sangre) a los que teníamos que hacer frente de continuo porque ya se sabe que “la cabra tira al monte”. ¡Y había tantas cabras descarriadas entonces!
Digo yo que algo de aquel misticismo  pródigo vendría por nuestra asistencia a las clases de quinto y sexto de bachillerato en el Seminario Menor (o habría que decir más propiamente el Instituto que como anejo había al mismo) y aquel aire de luminosa presencia de los futuros curas de Granada que inundaban las aulas de entonces. Algunos compañeros míos hoy ejercen su magisterio religioso, aunque los años han creado una distante pátina en nuestros apegos.
Eran años de una eficaz quimera. Se vislumbraba la utopía. Sabíamos que al dictador no le quedaba ya mucho resuello y la democracia estaba vecina. Sin embargo, los jóvenes que entonces andábamos por los catorce años vivíamos aquel misticismo especulador al que me refería. No en vano, vivíamos rodeados de seminaristas y eran las aulas del seminario, sus instalaciones deportivas, su biblioteca y su salón de actos los que nos servían de refugio y cerco a nuestras vidas, de espacio dorado, que diría el poeta, donde razonar y sazonar el tiempo.
Por entonces dirigía aquel centro una de las mejores personas que he conocido en mi vida (no he conocido muchas, la verdad): Don Gaspar de la Chica Cassinello. Un verdadero prócer de la cultura, catedrático de latín y más tarde profesor de la Universidad granadina. Un mocoso como yo (¿qué son catorce años si no?) hablaba con él como si fuera su amigo, me invitaba a ir a su casa (un verdadero museo, pues no en vano, su afición era la arqueología) y charlábamos de algo que en esa edad viene muy a propósito y está en la línea unamuniana de la exsitencia: la búsqueda del sentido de las cosas, la trascendencia de lo religioso, los límites que esto nos impone y la exploración de la verdad y la libertad en un mundo hostil. Nosotros, a la vez que estábamos descubriendo la sexualidad y a la mujer, también estábamos descubriendo el mundo. Y había muchas cosas que nos atraían, muchas de ellas pecaminosas, porque ya se sabe que el pecado ha ejercido siempre mucha atracción por su componente de prohibición corrosiva. Y, por entonces, diezmado por las enseñanzas recibidas había ocasiones que me sentía un pecador como la copa de un pino. No mucho menos que la mayoría de los que ¡ahí! casi andábamos con pantalones cortos.
En mis ataques de misticismo (era asiduo a la misa y a oficiar de ayudante cuando se apreciaba, casi monaguillo diría) buscaba libros que aclararan mi existencia y ese mundo ruinoso que hallaba a mi alrededor. Miseria por todas partes, egoísmo, hipocresía… Me estaba comenzando a dar cuenta de lo que era el mundo y no me gustaba ni un ápice. Cuando podía, ayudaba en causas perdidas: en organizaciones no gubernamentales que ayudaban a los necesitados y a dar mi sabiduría (¿qué podía ofrecer un chico de catorce o quince años?) a los que se hallaban todavía más faltos de ella que yo. Hacía lo que podía y estaba comprometido con la causa de la humanidad. Esa palabra que suena tan rimbombante y que ahora se ha puesto de moda, quizá porque hemos llegado a la conclusión de que la globalización ya sí nos ha hecho a todos un poco más hermanos y humanos.
La lectura también me servía de consuelo. Era el único consuelo ante tanta soledad, desolación y aislamiento. Con frecuencia me acercaba por la calle Elvira donde había una librería de viejo con el que me llevaba muy bien y que, seguramente, era el mejor bibliófilo que había entonces por Granada. Allí compré muchas obras: Crimen y Castigo, El extranjero de Camus, poemas de Garcilaso, novela negra… y, por supuesto, en ese arrebato místico-ascético al que vengo aludiendo, la obra de la que quería hablarles: Guía de pecadores de Fray Luis de Granada , en una publicación de la Editorial Sopena de Argentina y en la colección Universo, que llevaba fecha de edición de 1946. Libro que ejerció una gran seducción entre los heterodoxos como el abate Marchena o Emilio Castelar. Todavía la conservo como un regalo de época, igual que conservo todos aquellos libros que fui comprando. Pero ya está deslucida, amarillenta, con ese color ocre que ofrece la cultura cuando pasan los años por ella. Por entonces no había dinero para comprar libros, pero había tomado la iniciativa de guardar en una hucha el escaso estipendio que me daban mis padres para unas chucherías o para ir al cine y así hacer una biblioteca de la adolescencia que ahora me llena de pasado y nostalgia.


FRAY LUIS DE GRANADA, EN PROSA, HA LLEGADO 
A LOS MISMOS EFECTOS QUE  GARCILASO EN VERSO

                                                                                      AZORÍN 




Guía de pecadores es un libro que ayuda a vivir al que se considera cristiano, pero desde luego puede ayudar (y mucho) al que sencillamente desea, como hoy se dice, “poner en valor” los beneficios de eso que se llama humanidad compartida y humanismo solidario.
Desde luego que el sabio granadino nos ofrece las reglas del bien vivir bajo la férula del cristianismo: de ahí la conversión del pecador con la exaltación de la oración, la confesión y la comunión, pero sobre todo, y ahí está lo que más me interesa: la perfección y la buena vida, que algunos confunden con estar borrachos todo el día o bajo los efectos de esos menjunjes que nos conducen por los paraísos artificiales de la idiocia.
Un pensamiento que está muy presente siempre en su obra es penetrar en el interior de uno mismo y comprendernos, comprender el mundo que nos rodea si previamente nos hemos conocido a nosotros mismos. El consejo de Sócrates parece que está presente: conócete a ti mismo. Solo a partir de este momento, podremos penetrar en el enigma de la humanidad y en el otro, el verdadero referente para nosotros de eso que hemos dado en llamar “humanismo solidario”.
El concepto de muerte nos delimita el terreno (“eres hombre, sabes por cierto que has de morir”), el campo de juego de la vida. Con mucha frecuencia, o somos ajenos estos límites o nos cercenan nuestra existencia, pero para Fray Luis de Granada son un buen reclamo para imbuirse del concepto relativo de las cosas y la trascendencia de otras realmente superiores. Necesita que dejemos esa liviandad en la que nos movemos y nos introduzcamos en lo sustancial. Las preguntas del poeta en su poema “Lo fatal” de Rubén Darío, parece que están presentes cuando Fray Luis de Granada se pregunta retóricamente: “¿Dónde irás? ¿Qué harás? ¿A quién llamarás?” Y se responde que “alegre cosa es para el que vive la vista de sus hijos, y de sus amigos, y de su casa y hacienda, y de todo lo que ama”.
Surge entonces el concepto de rendimiento de cuentas ante la existencia, del recordatorio de las cosas y las actuaciones de la vida. Al final, siempre hay que colocarse en el final, y rememorar qué ha sido nuestra existencia. Este propósito nos permitirá seguir avanzando. De ahí que nos hable de ese “juicio final” que para un agnóstico debe ser un análisis permanente de la realidad y un compromiso con el todo. Esta visión apocalíptica que él ofrece lo hace introducirse en lo que llama la “gloria de los bienaventurados”, es decir, esos principios que, según San Agustín, deberían regir nuestros actos: vida sosegada, vida hermosa, vida limpia, vida sin tristeza, sin dolor, sin congoja…: “Cuanto más te considero, más me hiere tu amor. Grandemente me deleita el deseo grande de ti, y no menos me es dulce tu memoria”. Cualquier enamorado suscribiría estas bellas palabras.
Pero existen prisiones del “corpezuelo” que nos impiden esa travesía placentera a la que se refiere el sabio Fray Luis, que habla metafóricamente de tormentas, ladrones y corsarios, guerras… ese infierno de la vida en cuya eternidad de males andamos de continuo y acosan nuestra existencia. Fray Luis de Granada expresa la necesidad de, a pesar de todo, agradecer el haber existido y el esfuerzo de los demás por nuestra existencia habiendo siempre una necesidad de agradecer permanentemente los beneficios recibidos. Se debe estar ejerciendo la libertad y postulándose frente a la maldad y rehuyendo la mala vida: “El niño llora cuando sale del vientre de su madre, porque no conoce cuánto mejor es  este a donde viene, que aquel de donde sale”. Y nos incita a valorar la bondad de lo bello y lo bueno que existe en esta vida y obviamente incita, desde su perspectiva, a esa conversión necesaria. Pero desde luego existe una apuesta por la otra vida: “No se acaba del todo el hombre cuando muere… queda otra vida perdurable”.
Sin embargo, lo que me interesa resaltar es algo que conecta esta visión con ese humanismo solidario al que nos referimos, sobre todo cuando dice: “No hay criatura en el mundo, si bien se mira, que no nos llame al amor y servicio común del Señor”. Idea extensible a esa humanidad en la que se concitan las expectativas del hombre contemporáneo a la que nos referimos. Y el camino que propone para conseguir esa humanidad no es otro que “la razón, y la justicia, y la ley…” Palabras en las que obviamente se reconocerá cualquiera. Y es que Fray Luis de Granada bebe de Erasmo y de su espíritu humanista, de ese humanismo cristiano en este caso, como bien nos recordaba León Navarro , y de un humanismo esperanzado, que no ingenuo, como la mayor parte de los humanismos defendidos por esas antropologías de época que acabarían en el desengaño, sino otro tipo de humanismo, comunicable y espiritual:

Con ello descubrimos en el ser humano su apertura a la trascendencia, la comunicabilidad con los otros y con el Otro, Dios, y la capacidad de ser elevado al orden de la gracia .

  Y de hecho, esta aventura humanista, lo hizo enfrentarse al tribunal de la Inquisición que afiló sus cuchillos contra el fraile a principios del verano de 1559 y cuyas obras estarían destinadas a estar en el Índice de libros prohibidos  que iba a enumerar el Tribunal de la Santa Inquisición como también advertía Alonso del Campo . Es obvio pensar que en ese humanismo militante de fray Luis de Granada la existencia de ese ser humano no es ajeno a Dios (Sumo Hacedor) cuya presencia y valores deben ser tenidos en cuenta:

La amenaza más grave sobre el hombre es que llegue esa dimensión esencial de su vida. Si hay dominio del mundo y tecnificación, pero falta la adoración, no hay humanismo. Sin la llamada de la trascendencia, el hombre corre el grave riesgo de ser manipulado, con fines que no son los de un verdadero servicio al hombre. Sin contemplaciones el mundo acabaría en la humanización.

Para ello propone unas reglas del bien vivir que se reducen a un principio muy básico, como de andar por casa: “Guardarse del mal y hacer el bien”.
Lo que le lleva, en consecuencia, a proponer una serie de males de los que debemos de huir y una serie de bienes a los que debemos hacer frente. Entre los males sitúa la blasfemia (pero también la infidelidad, la desesperación y el odio a Dios), el jurar el nombre de Dios en vano, la torpeza y carnalidad, el odio y la enemistad formada con deseo de venganza contra el otro, el retener lo ajeno contra su voluntad, el quebrantar cualquiera de los mandamientos eclesiales, pero también la envidia, la ira, la murmuración, el escarnecer y mofarse del otro, el juzgarlo temerariamente… y la mentira y la lisonja que procura beneficios.
Pero existe todo un corolario de maldades que no acaban en estas palabras mayores contra Dios y el “otro” (el prójimo) sino que conforman y delimitan esa inferencia de la maldad que no debe menospreciar las cosas menores porque presto caerá en las mayores: la vanagloria, la gula, los pensamientos ociosos, las burlas desordenadas, el perder el tiempo e incluso (algo que llamará mucho la atención) el dormir demasiado…
Son los males que la humanidad, según fray Luis de Granada, debe alejar de sí misma si quiere progresar en las bondades humanas. Y lo primero de todo es tener suficiente humildad para reconocerlo. Este principio nos salvará.
A continuación enumera los remedios contra esas maldades y apunta las siguientes: analizar detenidamente todo lo que perdemos por incidir en esas abusivas maldades pero también evitar aquellas malas compañías que puedan inducirnos a la maldad. La rapidez en la reacción tiene tanta o más importancia como el uso de los sacramentos, la oración o los buenos libros. Incluso el ayuno o la abstinencia de determinados alimentos (algo que procede de esa larga tradición oriental y que llegará al medio oriente, como tantas otras cosas) y la realización de buenas obras que redunden en el ejercicio de la bondad. Pero desde luego el encontrarse consigo mismo en la meditación que genera el silencio y la soledad, que nos permitan entrar en la idea de la importancia que tiene no perder el tiempo vanamente. Y, desde luego, hacer un ejercicio básico de humildad y abandono de la vanidad suma que todo lo corrompe.
Pero, sobre todo, a partir del capítulo IX propone una serie de principios que van a permitir el uso de los valores del ser humano. Se parte de un principio básico: el dar a cada uno lo suyo, que nace de un principio de justicia sobre el que debe sostenerse ese ser humano. Ese principio de justicia conlleva en consecuencia la denuncia de la injusticia y la postura crítica ante esta.  Y este ha de tener dos pilares básicos que son: la prudencia y la fortaleza para ejecutar todo con rigor y severidad. En esa tradición que tanto tendría que ver con el orfismo y otros ritos (no comer carne ni derramar sangre animal…) propone que el cuerpo sea tratado con rigor y aspereza.  El credo órfico proponía una nueva interpretación del ser humano (cuerpo/alma, esta última como la única que sobrevive) que tendría precedentes en Homero (que ad sensu contrario vería lo verdadero en el cuerpo y no en el alma como los órficos), lo que el iniciado debe cuidar siempre y esforzarse en mantener pura para su salvación. El cuerpo es un mero vestido, una prisión, una tumba del alma. De ahí la necesidad de ese rigor al que se refiere fray Luis de Granada. Dice que si hubo ciudades y reinos que se perdieron por los regalos y las delicias, por esa demasía en las cosas, el cuerpo debe permanecer ajeno a esa “erótica” que ejerce la blandura y la vida regalada y se debe ejercitar en la aspereza “en el comer, en el beber, en el vestir, en la cama, en la mesa, en la casa, y finalmente en todas las cosas que pertenecen para la conservación del cuerpo; en las cuales no se ha de tener respecto a su regalo, sino a la necesidad”. De ahí la necesidad también, en el trato con nuestros semejantes, de ser humildes, suaves, mansos y graves.
Y es que, como vamos viendo, existe en su vocación humana una preocupación trascendente por los problemas del hombre y el modo de resolverlos. En esa vocación, que fue la de toda su vida, sus escritos tratan de establecer las coordenadas previstas con la presencia de este como frontispicio de sus actuaciones, pues ve a este como creación divina antes que cualquier otra cosa, y su propósito es que vuelva a cerrarse en él ese círculo de su profunda humanidad.
Habría pues una búsqueda de la raíz ontológica de ese ser. Pero también se ejercita en él esa apertura a lo trascendente que nace de la mente de cualquier hombre (sea o no religioso), y, en consecuencia, las derivas de su mundo interior. Y también, como vemos en las últimas ideas, hay una realidad biológica a la que no es ajeno y que influye sobre manera en esa voluntad de pureza anímica:

La consecuencia primaria y básica de la visión del hombre en fray Luis es que debe estar animado por una esperanza viva que contrasta con el pesimismo, el nihilismo, la opacidad, la desesperanza y el desarraigo o el individualismo insolidario a que han conducido gran parte de las antropologías modernas, encerradas en un subjetivismo, en un inmanentismo reacios o negadores absolutos de toda trascendencia en el hombre .

Es en esa capacidad contemplativa y la apertura a lo trascendente es donde radica el humanismo solidario que propone fray Luis de Granada, con lo que defiende uno de los elementos básicos de cualquier ser humano: su dignidad:

Fray Luis deja al hombre en un silencio capaz de acercarle a su propia intimidad. Frente al hombre disperso y dividido, fray Luis presenta al hombre de la interioridad y la armonía .

En esa búsqueda de la perfección en el ser humano, defiende que una de los instrumentos fundamentales está en la lengua, y siguiendo al sabio, dirá: “La muerte y la vida está en manos de la lengua”. De modo que esta es un fiel reflejo del ser humano, su dignidad y su bondad. Y uno de los elementos básicos es la humildad, definida por San Bernardo como el desprecio de sí mismo, que es una forma de contemplar con distanciamiento las cosas del mundo, aspirando a otros bienes espirituales.
Desde luego que la imaginación mal conducida también puede ser una fuente de conflictos para el ser humano, sobre todo cuando tiene como aliado la falta de entendimiento y la ausencia de prudencia, que se define básicamente como una forma de conocerse el hombre a sí mismo.
Cuando esto sucede estamos condicionados para realizar los peores pasos, tanto como cuando  abandonamos el justo medio que ya habían predicado, entre otros, Confucio, Budha, Lao Tsé, Platón, Aristóteles, Krishna, el Bagavad Gita... Confucio, cuya doctrina de la Medida Áurica se tradujo como el Justo Medio, propone el Cheng-Yung o doctrina del medio. Aquello que no se desvía a un extremo se llama (Cheng), y lo que no es confiable recibe el nombre  de perseverante (Yung). El camino recto o ley ordenada  del universo representa el centro, el hecho de mantenerse  en el mismo supone la perseverancia.
En Grecia, la doctrina del "Justo Medio" la desarrollan de manera manifiesta Platón  y Aristóteles. Sin embargo, ya otros sabios griegos dijeron:" Nada en exceso, todo es bueno a la medida". En la Ética a Nicómaco, Aristóteles afirma que la virtud moral es el punto medio entre los dos extremos.
Y fray Luis de Granada dirá: “Huir siempre de los extremos y ponerse en el medio. Por donde, ni todo lo condenes, ni todo lo justifiques, ni todo lo niegues, ni todo lo concedas, ni todo lo creas, ni todo lo dejes de creer…” Toda una filosofía vital que conecta con uno de los grandes principios del humanismo solidario: el otro. Y dice fray Luis en este sentido: “La segunda parte de justicia es hacer el hombre lo que debe para con sus prójimos, que es usar con ellos de aquella caridad y misericordia que Dios nos manda”. Que se traduce en el sumo principio del amor hacia los otros y la humanidad, la clemencia y la indulgencia como instrumentos que nos hace más seres humanos. Aquí radica uno de los elementos definitorios de este pues el que ama está en el primer grado de caridad, el que ayuda, el que perdona y el que edifica con sus palabra y buena vida la y trabaja por tener “un corazón de madre”. Y todo ello porque, en el discurso de la “otredad” que venimos propugnando, el otro es visto como uno mismo o como la bondad divina, en palabras de fray Luis de Granada: “No has de mirar al prójimo como a extraño sino como a imagen de Dios”.
En la obra de Laín Entralgo, La antropología en la obra de fray Luis de Granada, que culmina con dos monografías La espera y la esperanza y Teoría y realidad del otro, Laín habla del concepto de encuentro con el otro  y sus diversas formas de encuentro (amor, comunicación, relación interpersonal…) y propone un estudio profundo del concepto antropológico que poseía fray Luis de Granada y al que remitimos al lector.
Fray Luis parte de ese concepto de ser humano de microcosmos que refleja ese macrocosmos (de origen oriental), y en consecuencia, el objeto último será Dios y su criatura predilecta: el ser humano. Así se considera el hombre como un breve mapa donde Dios representó el mundo. Pero, además, y aquí radica otra de sus ideas fundamentales, este ser humano es estructuralmente complejo, como lo es el Otro. Y así dirá Alsina Calves :

El trasfondo intelectual de la anatomía humana de fray Luis de Granada es una combinación de elementos galénicos y aristotélicos, que constituyen su armazón ideológico con aportaciones de anatomistas contemporáneos… Andrés Vesalio, Juan de Valverde de Hamusco y Bernardino Montaña de Montserrate.

En definitiva, la clarividente obra del fraile granadino, el mejor orador de la historia de España, según el parecer de muchos, nos habla de una de las grandes ideas que más nos preocupan en la actualidad: el ser humano. De lo que seamos capaces de hacer por él, que es lo mismo que decir por nosotros mismos, depende la deriva o el acierto de la humanidad.

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