lunes, 4 de enero de 2010

La narrativa de Antonio Muñoz Molina por F. Morales Lomas

Vivir es un «estado en suspenso en el que contaban sobre todo cosas lejanas, presencias perdidas»[1], vivir en la memoria, en la reconstrucción de una existencia, y amar en el fragor de la guerra mientras toda la existencia se desintegra, se dilapida... Muy cinematográfico, muy novelesco, muy real todo en La noche de los tiempos. De hecho la realidad era uno de los principios básicos que sostenían su visión sobre la novela y sobre lo que en ésta quería decir, a lo que habría que añadir la credibilidad:

Lo que yo quería era escribir una novela que tratase sobre lo que sienten las personas, no sobre las categorías ideológicas que se imponen a posteriori. Lo que me interesaba era contar una historia real de gente verdadera, que tratase de cómo las vidas de las personas suceden y son alteradas o destruidas en medio de circunstancias catastróficas[2].

Vivir y amar y morir. La noche de los tiempos es una novela con densidad en la historia de Judith Biely e Ignacio Abel, en medio del marasmo de los acontecimientos históricos que destrozan sus propios procesos vitales. Sin duda estamos ante una de las últimas grandes novelas españolas de lo que va de siglo pero tengo mis dudas sobre su redondez. Puede que sus novecientas cincuenta y ocho páginas sean un handicap, excesivas para una historia de amor que por momentos se hace recurrente y elíptica (como sucede con el capítulo diecinueve, perfectamente prescindible), aunque no sea éste el propósito del escritor ubetense, obsesionado por no frecuentarse y crear constantemente:

No se tome como cicatería o lugar común ponerle una pega a este excelente conjunto, su excesiva longitud. Es el precio del criterio más acumulativo que selectivo del autor y de un recrearse un poco en la suerte de sus capacidades. De ahí la rémora de páginas prolijas y de algunos pasajes pegadizos aunque en sí mismos excelentes[3].

A través de las diversas técnicas narrativas que pone en marcha, deudoras de John Dos Passos[4] y Manhattan Transfer[5], sobre todo el collage y la narración disociativa y fragmentaria que revela la técnica cinematográfica de los veinte, la ruptura del final de las historias que parecen no tener fin (de hecho pocas de ellas lo tiene, la de Rossman), aunque se intuya. Pero también debe mucho esta novela a la experimental del 60, no ya en la tendencia a la fragmentariedad y los cambios en la focalización que va desde la primera persona al narrador omnisciente, el monólogo interior, el juego temporal pasado-presente, en la rememoración...:

Pocas veces va a encontrar el lector una estructura novelesca tan bien trabada (o inspirada, palabra que el mismo autor no atina a rechazar (...), tan atenta a los menores detalles descriptivos (del espíritu y del cuerpo), rigurosa en el uso del punto de vista, omnisciente pero a la vez con una multiplicadora capacidad de perspectivas (...) y tan generosa en el despliegue de las digresiones, una de las bazas narrativas que tan bien gobierna siempre[6].

En última instancia el punto de vista más habitual de la narración lo resumía Sanz Villanueva:

La capacidad de revivir la historia que tiene la ficción le aconseja contar la trama desde una primera persona anónima que se pone en el lugar del protagonista y comprende o explica su laberíntica personalidad; un yo discontinuo que, me parece, asume la voz reflexiva del propio autor. Este recurso resta frialdad o distanciamiento a la historia y añade el toque conveniente de modernidad a un relato que se desenvuelve sin el menor embarazo dentro de los cauces de una narración omnisciente que lo sabe todo de los personajes y del entorno que los oprime[7].

También rehúye de la retórica tradicional del sentimiento y, a pesar de ser una historia de amor, es casi una historia antisentimental, lejos del amor fou de esa rica tradición. Tan es así que apenas si existe el diálogo entre los protagonistas enamorados (Ignacio Abel-Judith Biely), pues está diferido a través de la voz del narrador. Es curioso que Muñoz Molina haya reconstruido una historia de amor real sobre dos personajes que no se hablan, que son mudos el uno para el otro. La reconstrucción de la historia amorosa se hace con un gran distanciamiento, sin pasión literaria, sin apenas lenguaje.
El lector que pretenda leer una nueva novela «latazo» sobre la guerra civil (se han escrito más novelas sobre la guerra civil que sobre la mundial) no la va a encontrar. La guerra civil queda pespunteada con ligeros fragmentos. Apenas indiciaria hasta las páginas finales donde su presencia es constante y mayor:

No trata de la guerra civil española. No exactamente de su inhumano transcurso. Trata de la atmósfera moral, psicológica e ideológica que la preparó con letal puntualidad[8].

No obstante, los elementos novelescos en torno a ella le dan un gracejo que pierde la novela en otros momentos, desigual en el tempo narrativo, aunque es cierto que hacia el final recobra un ritmo certero y preciso.
Llama, no obstante, la atención su «lectura» de la República y sobre la guerra civil a través de los ojos del socialista y ugetista Ignacio Abel, el protagonista, hijo de una portera de la calle Toledo y un albañil venido a más:

La novela está muy atravesada por la conciencia de la barrera de clases y la existencia de Aber está dividida por muchas cosas, por un tránsito topográfico que se puede medir porque él nace en la calle Toledo, al borde del suburbio de la miseria, y ha llegado al bario de Salamanca (...) Su vida es la mezcla de una serie de cosas que no acaban de encajar, es la existencia de una persona normal[9].

Un personaje que desde el principio se muestra decepcionado, conforme, indiferente, ensimismado. Una persona que no ha sido capaz de tener una conversación íntima nunca con nadie, salvo con Judith: «Una mezcla de arrogancia íntima y de aguda inseguridad de clase le había vedado siempre el trato fluido con la mayor parte de sus colegas arquitectos»[10], cuya idea de la revolución social (práctica) se puede ver en estas palabras que le dice Negrín: «Abel, para usted la revolución social es cuestión de obras públicas y de jardinería»[11]. Un ideal que no estaba lejos de los intelectuales del siglo XVIII. Ni tampoco entendía la lucha de clases, cuando le dice Eutimio el capataz: «La lucha de clases es que caigan cuatro gotas y a uno se le mojen los pies»[12]. Incluso el profesor Rossman, amigo del protagonista, le echará en cara: «Ustedes no quieren ver lo que está pasando en su país.»[13] Un personaje que v los acontecimientos con distancia crítica y que no cree en la existencia de dos bandos sino de descerebrados. Entiendo que las ideas de Ignacio Abel son las ideas de Muñoz Molina sobre esta situación trágica del país. Una lectura discutible pero valiosa por su actitud descreída, crítica, heterodoxa, impertinente, ajena a ese bipartidismo que ha contaminado todo lo tocado por los escritores españoles desde el año 40: si escribían los republicanos hablaban de «los rojos» como unos pobrecitos perdedores y de ellos mismos como unos idealistas sin patria; si escribían los triunfadores de la guerra hablaban de éstos como unos desalmados a los que había que vencer y de ellos como los conquistadores de los ideales de la raza, etcétera Un despropósito. La mayor parte de las novelas de la guerra civil española son un desatino bipartidista. Un auténtico tedio. Es de agradecer que Muñoz Molina se aparte de esta visión solecista y tahúr de la guerra:

Supone un firme alegato contra los vicios -simplificaciones, flojeras sentimentales, oportunismos varios o tributo pagado a la moda- de muchas recapitulaciones últimas de aquella época seminal y les opone tanto un trabajo exigente como la profundidad de una conciencia moral estricta y conmocionada[14].
Esto no impide que Ignacio Abel sea un defensor de la República en otros momentos (por ejemplo, en el enfrentamiento con su cuñado) cuando dice que «el gobierno de la República cumple la ley y mete en la cárcel a los delincuentes y asesinos»[15], pero es evidente su actitud distanciada y crítica, así como su ausencia de compromiso con las ideas enfrentadas (a pesar de tener dos carnés de izquierda), con esas luchas de poder a las que permanece ajeno, o con la radicalización de las clases obreras y campesinas, lo que ha sido alabado desde algún periódico de derechas:

Esa es la auténtica memoria histórica que hay que reivindicar, una memoria ética y global, en los antípodas de las banderías, los nacionalismos, los partidismos y las simplificaciones de esta gran nación que habitamos[16].

Quizá estas ideas se justifican con las expresadas por el autor en alguna entrevista sobre el hecho de que «a mí no me interesaba hacer ideología, me interesa contar las cosas, qué siente la gente, como es la muerte...»[17] Llaman profundamente la atención estas palabras pues es absurdo plantear una obra sobre la guerra civil española donde la ideología no interese, máxime cuando todo en ella es ideología:

No hay dos Españas, como en un partido de fútbol siniestro, que al final entran en guerra. Hay una situación política muy confusa, muy rica, en la que lo más difícil era que se formaran bandos congruentes. Sólo dentro del PSOE había dos bandos. ¿Qué tenían que ver los anarquistas con los socialistas de Julián Besteiro, los de Largo Caballero, los republicanos de Azaña, de Miguel Maura, de Alcalá Zamora, un mundo muy fluido que no debía haber acabado en eso? Era un bando muy caótico. Por eso, en parte, se pierde la guerra.

Sin embargo, creo en cualquier caso que lo que pretende Muñoz Molina es rehuir del bipartidismo tradicional y desde posturas de izquierda ser crítico con lo que sucedió en uno y otro bando. La definición de sí más clara la formula el propio Ignacio Abel[18] a Judith Biely cuando le dice:

Yo estoy donde me han empujado (...) Yo no soy un hombre valiente. Ni siquiera soy muy apasionado. Casi nunca he tenido emociones muy fuertes, salvo estando contigo o algunas veces haciendo mi trabajo, imaginándolo. No soy un revolucionario. No creo que la historia tenga una dirección, ni que se pueda construir el paraíso en la tierra (...) Ni siquiera soy un hombre de acción, como mi amigo el doctor Negrín (...) Necesito hacer bien algo que tenga alguna utilidad y sea duradero y sólido. La gente dominada por pasiones políticas me da miedo, o me parece ridícula[19].

Tampoco es compasivo con el ambiente cultural y hortera de la época:

Literatura barata, morralla de periódicos, versos de tercrera, a veces cantados en himnos, para mayor efecto. Una país entero, un continente entero infectados de literatura mediocre, beodos de músicas chabacanas, de marchas de zarzuela y pasodobles taurinos (...) Pensaba que lo que de verdad quería era irse de España: sin preparación, sin aviso, sin remordimiento...»[20]

Un Ignacio Abel que, como le dice Negrín, ni bebe, un fuma ni le gustan los toros, ni le pierde la buena mesa y que no tiene aspecto de ir nunca de putas: «¿No tendrá usted escondida por ahí una amante voluptuosa de la que nadie sabe nada? (p. 450)»[21]. Y, efectivamente, así es, la tiene: la judía Judith Biely.
A través del diálogo con el capataz de la obra en la Ciudad Universitaria también el lector puede conocer su visión ideológica (tan quebradiza) frente a la situación reinante. Eutimio ve a Ignacio Abel como una especie de señorito de izquierdas, moderado, ajeno al ronroneo de las masas y su lucha ideológica. Eutimio, declarado defensor del materialismo histórico de Marx y Engels y que no comprende las razones para que los de izquierdas estén enfrentados entre sí, le espeta a Ignacio que éste no comprende la lucha de clases, que no consiste en lo que uno ha leído sino en «el calzado que lleva o cómo tiene las manos». Incluso llega a dudar de la ideología de Ignacio Abel cuando afirma: «Me pregunto muchas veces de qué lado se pondrá usted cuando el dique se rompa». Da la sensación de que Ignacio Abel no pertenece a este tiempo, su pensamiento va por otros derroteros y no comprende las razones del enfrentamiento civil. Es como si desde la distancia de hoy se inmiscuyera en esa época y la viviera como ajena, cuando el país estaba completamente ideologizado. Es una postura intelectual por distante. Se opera en él una extraña contradicción pues tiene una especial consideración hacia Negrín y, sin embargo, critica la trayectoria que iba alcanzando el PSOE al tomar la tendencia que reinaba en la URSS y radicalizarse identificada con él, y afirma: «Pero estos socialistas del Primero de Mayo no daban vivas a la República, sino al Ejército Rojo»[22].
Es uno de los valores del libro así como la forma de introducirlos, con leves trazos, sin la contundencia del discurso ensayístico y sí con ese valor a diáspora en la que vive el protagonista. Otra cosa es que este lector que suscriba los comparta, como tampoco comparte sus juicios burlescos que llegan al esperpento sobre Alberti y María Teresa León[23]que reduce sus nombres a cenizas en leves trazos; ni esa visión de extremista redomado que ofrece de Bergamín (mera caricatura):

Ante esta mirada le acompaña también (salvando sobre todo la figura de Juan Negrín) otra desmitificadora, en la que no quedan muy bien parados figuras señeras de la vida intelectual y política de la época[24].

Ante esta crítica ácida a determinados escritores muy reconocidos por la posteridad dice Muñoz Molina:

Es lo que es. No resulta lo mismo, por ejemplo, Miguel Hernández que otros. Él estuvo en lugares donde silbaban las balas mientras otros estaban en bailes de disfraces y comilonas de la Alianza de Escritores Antifascistas. Es así[25].

Tampoco estará de acuerdo este escritor con esa esa visión tan complaciente con Negrín[26] que tanto disiente, por ejemplo, sobre la que tenía Azaña sobre él; y, en cambio, le deja apenas unas líneas al hombre más trascendente de la República, Manuel Azaña, y prácticamente dice cuatro vaguedades de Franco. No es por la consistencia histórica por la que ha apostado Muñoz Molina y, desde luego, ofrece una visión muy debilitada y esperpéntica de la República y de la guerra civil[27]. Es verdad que en su descargo hay que decir que la visión está un tanto sesgada por el punto de vista adoptado en la narración, la pretensión de que los acontecimientos se vayan desarrollando en el momento presente, al hilo de la existencia de los protagonistas; sin embargo, esto no impide la falta de profundidad y rigor, a pesar de que en determinado momento se observa que se ha documentado a fondo. La no presencia de estos personajes ha sido por razones personales de elección narrativa.
Está claro que, como decía Miguel Hernández, vida-amor-muerte son las tres palabras que determinan una existencia y A. Muñoz Molina se ha prendido de las tres para elaborar esta novela de larguísimo recorrido en la que juega con el círculo –tanto en el trasiego de las situaciones que van y vuelven una y otra vez sobre sus propios pasos, siempre fraccionadas, siempre limitadas, casi nunca acabadas- como muñecas matrioskas que giraran sobre sí mismas, pero también juega con el tiempo pasado-presente-futuro para organizar una materia que gira en torno a la historia amorosa de Ignacio Abel, un arquitecto de familia humilde que trabaja en la construcción de la Ciudad Universitaria, y la judía americana, Judith Biely. ¿Por qué tiene en los últimos años tanta trascendencia lo judaico en la obra de Muñoz Molina?[28] Esto queda para otro comentario. Judith es una mujer que recala en Madrid y conoce a Ignacio Abel, un hombre casado, y, por tanto, infiel y desleal. Infiel y desleal hasta el final, pues lejos de divorciarse de su mujer se mantiene en su relación con ella. Una actitud incomprensible desde el punto de vista de la ideología que representa el protagonista, como en un momento determinado le echará en cara Judith Biely. En este ámbito, llama la atención la historia con Adela, su mujer; una historia que no está bien trazada:

Adela fue un personaje que se fue desarrollando sin que yo pensara que iba a tener un papel tan importante, porque reclama su lugar en el mundo, que no es lo que su marido piensa que es. Él es un hombre muy arrogante. La arrogancia es la modernidad (...) Al personaje de Adela me ayudaron mucho a imaginármelo el Diario de Zenobia y las Cartas de la mujer de Salina, una mujer de una cabeza y de una soberbia personal increíble[29].

La historia de Adela e Ignacio Abel ocupa algunas páginas. A lo largo de la obra se van introduciendo fragmentos de cartas de ella sobre su afecto hacia Ignacio y también su engaño y su desolación: «Será que ella te hace cosas que a mí me habría dado asco hacerte». Sumisa y protectora, lo trataba a él con indulgencia y docilidad, cosa que lo irritaba. Sus padres don Francisco de Asís y doña Cecilia, a quien ve ridículos, aunque lo respeten como republicano y socialista. Le dice Adela sobre su familia: “«Tú los desprecias porque son católicos y votan a las derechas y van a misa y rezan el rosario todos los días sin hacerle mal a nadie con eso (p. 216)»[30]. Sus hijos, Lita y Miguel que no ocupan prácticamente espacio ni sentido. Una historia que zigzaguea, relampaguea, pero al final deviene tópica y mal transportada hasta el punto de que el accidente de Adela y esa especie de intento de suicidio parece una caricatura: «Ignacio Abel miraba con un poco de íntima hostilidad el perfil de Adela, tan próximo, tan demasiado conocido, la cara de una mujer de la que comprendía de pronto que no estaba enamorado»[31]. ¿Qué puede suceder en una historia amorosa? Aquí se trata de la historia del intelectual que se enamora de la extrajera idealista, una extranjera enamorada de España y de lo español que al final decide regresar a España y dejar abandonado a su amor porque ha sido ésta (España) y no él quien le ha convencido de que vale la pena luchar por unas ideas identificadas con la España en peligro antes de quedarse a vivir con un hombre sin valor. Ignacio Abel es un hombre ajeno, sin espíritu (como algunos protagonistas de Baroja), que vive en un mundo que no es el suyo, un hombre para el que la existencia es su trabajo, hasta que conoce a Judith, desde ese momento sólo cree en ella. Un hombre que apenas si cree en unas cuantas cosas. Desde luego nadie que pueda morir por unos ideales. Judith es la única que lo revoluciona, lo catapulta, lo hace ser otro:

Lo que tenemos que conocer es la historia. Hay que diferenciar la historia del tebeo y del mitin. Pero yo quería contar cuál es la percepción de las cosas cuando no son historia todavía. Las personas vivieron en presente y tuvieron un orden de prioridades. Pero eso cambia y cada uno tiene asuntos personales que se imponen. Lo que quiere Ignacio Abel, el 18 de julio, es encontrar a su amante. Su desgarro no es la guerra[32].

Sólo que no llega a resolver su situación familiar, no llega a resolver su laberinto interior, y ella se marcha ante su pusilanimidad. Ya se sabe que el amor es exclusivo y posesivo. Ninguna mujer, ni ningún hombre, quiere ser compartido:

Una complejidad que se expresa en el doble proceso que vive el protagonista, simultáneamente: el alejamiento del proyecto político español y el alejamiento de la propia familia, a causa de su enamoramiento de una joven estadounidense. De hecho, quizá la característica fundamental de su personalidad sea la lejanía: de sí mismo y de los otros, como si su mirada hacia adentro y hacia fuera se centrara en el cálculo de estructuras y no en los contenidos que esas estructuras albergan.[33]

La historia comienza cuando Ignacio Abel está en la estación de Pennsylvania (“huido” de nuestra Guerra Civil gracias a un salvoconducto que le consigue Negrín y en busca de su gran amor: «Yo creo que él al huir busca que no le maten, algo más primitivo. Marcharse. Tengo esa impresión»[34]. Un día de finales de octubre de 1936. Alguien lo llama en tanto se reconstruye ese momento que va desde la incertidumbre del ahora hasta la del momento de un Madrid en plena contienda. Un narrador en primera persona, no identificado con nadie, lo observa, se detiene en todos su detalles, lo revive. A través de procesos fragmentarios, de cambios y causas que van y vienen generando cierta sensación laberíntica en el lector:

Antes de que escribiese la novela, el núcleo era el viaje de un hombre en un tren con el paisaje del río Hudson en otoño y según escribía y el personaje principal iba tomando cierta consistencia me di cuenta de que ese se iba convirtiendo en un viaje de despojamiento, el de un hombre que lo ha tenido todo, que se ha quedado sin nada y que busca un sentido[35].

A veces el monólogo interior crea su propia hechura narrativa y su propio discurso irreverente junto al puntillismo y el detallismo o el regodeo en las palabras que se agazapan o se estiran con intención de crear lo que Valle llamó el supremo bien del escritor: el estilo. Amigo de las frases expresivas y recurrentes que transmitan una nueva visión, con frecuencia consigue acertar y otras veces se sorprende a sí mismo en una autocomplacencia verbalizadora y acústica. Incluso, en pocas ocasiones, se hace un tanto garbancero (como diría Umbral sobre Galdós) y su lirismo decae hasta llegar al tópico excesivo: «Madrid olía al barro húmedo de un botijo de arcilla roja puesto a refrescar en la ventana de la cocina; olía a los pétalos y a las hojas carnosas de los geranios y a la tierra de las macetas que eran del color de la arcilla del botijo...»[36]. ¿Habla de Madrid o de su pueblo? Con frecuencia exalta Madrid, sobre todo a través de la visión idealizada que ofrece ella en las páginas 295 y ss. Sin embargo, su lenguaje es preciso y de gran altura literaria en la mayor parte de las ocasiones y rehúye los tópicos y el lenguaje excesivamente floreado o trivial:

La prosa de Muñoz Molina es lujuriante, y su alianza de precisión y sensorialidad resulta irresistible, casi avasalladora. El torbellino de la historia envuelve, arrastra y acarrea (...) a los personajes, exactamente del mismo modo que el torbellino de la pasión amatoria se lleva en volandas al lector; no la peripecia sino la hechura estilística[37].


Alguien llama a Ignacio Abel en la estación de Pennsylvania, ¿acaso es su querida Judit Biely?: «Sus hombros de nadadora, su figura delgada y sinuosa como la de un maniquí en el escaparate de una tienda o una modelo en una revista ilustrada». Su amistad con Moreno Villa –que le presentaría a Judith- y la construcción de la Ciudad Universitaria –verdadero acontecimiento arquitectónico en la ciudad de Madrid- ocupan algunas páginas. Un Moreno Villa muy bien tratado, un hombre invisible frente a la celebridad de los demás, un Moreno Villa que poco a poco va volviéndose más y más gris hasta que su figura aparecería casi identificada con la degradada sociedad española: «La realidad, tal como usted y yo la vemos es una engaño de los sentidos»[38], le dice Ignacio Abel. Una imagen extraordinaria la construida por Muñoz Molina bastante pareja a la destrucción de los ideales que existe en Ignacio Abel.
La reconstrucción del pasado, la intromisión del presente y las cábalas sobre el futuro interceden y se confunden en un juego de muñecas matrioskas. Y desde Pennsylvania reconstruye esa vida que se ha dejado atrás, ese presente que en la novela avanza parsimonioso, al hilo de los acontecimientos, a la espera de lo que va a suceder pero ya ha sucedido y no sabemos. A través de los periódicos, las noticias del momento, frecuentemente citados:

Cuando estaba sacando frases de los periódicos para intercalarlas, me di cuenta de que lo único que tenía que hacer era cortar y pegar titulares, hacer un collage que me permitiera contar...[39]

También da una visión de lo que significó la guerra entonces, una nueva perspectiva, un nuevo enfoque que causa dolor: «La guerra de España era un asunto exótico y con frecuencia menor, noticias de barbarie en un región lejana y primitiva del mundo» [40]. Idea en la que abunda aún más en las últimas páginas en un diálogo que mantiene Ignacio Abel con Negrín y al que le comenta:

¿Qué estamos viviendo?¿Una guerra, una revolución, un puro disparate, una variante de las tradicionales fiestas españolas de verano? «Esto». Ni siquiera sabemos qué nombre darle. ¿Leyó usted cómo la ha llamado Juan Ramón Jiménez? Cuando se ha visto seguro en América, eso sí. Una «loca fiesta trájica», eso dice Juan Ramón.[41]

Una historia que juega como una especie de interludio, una historia transversal que aparece y desparece y ofrece otro punto de vista de las relaciones, afectos y martirios en torno a Ignacio Abel. La conexión de la historia social (República y guerra civil) y la historia privada de Ignacio-Judith-Adela se integran en la novela como el tablero de un ajedrez lleno de luces y sombras, un tablero en donde ambas realidades están totalmente identificadas hasta el punto de que a medida que la sociedad se descompone también lo hace la vida de Abel en el ámbito privado (con Adela) y de los afectos más profundos (con Judith). Algunos párrafos son muy significativos al respecto:

Había luz en todos los balcones del Banco de España. Algo iba a ocurrir muy pronto y aún no se sabía lo que era; algo habría ocurrido ya y era irreparable; algo deseado y algo temido. Judith Biely había desaparecido para siempre o podía aparecer entre la gente a la vuelta de cualquier esquina; el entusiasmo y el pánico vibraban como oleadas simultáneas en el calor de la noche, en una fiebre de carnaval y catástrofe[42].

A partir de aquí ambas realidades tienen una mayor presencia que en momentos anteriores de la novela. Asistimos a lo más interesante de una obra que pasa por diversos intermedios inherentes a su tamaño como obra. Su prosa adquiere una gran sujeción y los acontecimientos políticos complementarios de los acontecimientos particulares se fusionan en un ritmo adecuado y una cadencia narrativa atractiva para el lector. La mayor parte de los protagonistas de esa política que vive el país no son los grandes nombres de todos conocidos sino los seres anónimos, seres normales, esos seres que, por ejemplo, fueron los protagonistas de Paz en la guerra de Unamuno. Entre estas historias está la del profesor Rossmann, a quien los del bando republicano se llevarán y matarán a pesar de ser un defensor de sus ideales:

Mi mujer añora al Kaiser y siente simpatía por Hitler. El único defecto que le encuentra es que sea tan antisemita. Y mi hija es miembro del Partido Comunista. Vive ne una casa con calefacción y agua caliente pero añora vivir en un apartamento comunal de Moscú. Odia a Htler, aunque mucho menos que a los socialdemócratas, incluyéndome a mí[43].

Un absurdo más de un país enloquecido que en las páginas de la novela resulta espeluznantemente caótico, trágico y esperpéntico. La historia del profesor Rossman, como la de otros personajes de esta novela, aparece como un río que surge de vez en cuando. Muñoz Molina la reúne a través de pequeños fragmentos que van apareciendo como un Guadiana, hasta la resolución final con la muerte del profesor y los esfuerzos de Ignacio Abel para evitarla a manos de los republicanos, en teoría, fuego amigo. Rossman trata de ofrecer otra visión, otro punto de vista desde el extranjero, de lo que se está viviendo en España y rechaza la política:

La gente obsesionada por la política me parecía tan incomprensible como la que se obsesiona por los deportes o por las carreras de caballos. Mi hija me parecía que estaba trastornada, intoxicada...»[44].

Critica a su hija por sus ideas cercanas al estalinismo. Una visión que entendemos compartida por el propio Ignacio Abel y por el escritor Muñoz Molina:

Este personaje representa a esa gente que llegó en 1933 y que era la primera oleada de algo que nadie quería ver todavía. Unos salían de la Alemania de Hitler y otros eran los apátridas de la primera guerra mundial, como Nabokov (...) Otra cosa que hace distinto al personaje de Rossman es que él ha estado de verdad en Rusia y sabe lo que pasa allí realmente[45].

Entre esas pequeñas historias deslavazadas que forman esta gran historia con cierto afán cervantino está la del cuñado de Ignacio Abel, el falangista Víctor, con su inclinación precoz hacia la lectura y sus ensoñaciones, escritor de versos y perfeccionista. A través de él llega la visión de unos intelectuales que
mangoneaban las revistas, las compañías teatrales, los periódicos, hasta la enseñanza en las aulas universitarias, a las que ni siquiera valía la pena asistir, tan dominadas estaban por agitadores de catadura soviética»[46].

La reacción de Víctor ante esta situación es dejarse llevar por las ideas redentoras y se acerca a José Antonio Primo de Rivera. El enfrentamiento entre Ignacio Abel y su cuñado es trascendente en los pocos diálogos que posee la obra en las páginas 366-369. Ignacio Abel es un declarado antibelicista y afirma con rotundidad que todos los ejércitos le dan el mismo asco, que da igual el color de la camisa que lleven. No obstante, confunde al lector Muñoz Molina, cuando llevado de un arrebato de comprensión humana hacia esta persona en la que se reflejan los ideales de lo que luego sería la dictadura dice sobre Víctor que un «Enfermo de arengas cuartelarias y prosas poéticas (...) Un idiota que quizás en el fondo no era mala persona». Esta comprensión de Ignacio Abel hacia el protagonista concibe una profunda incomprensión de muchos de los ideales que se generan en la novela y es una evidente ruptura contra un sentido.
Otra de las historias que circulan en el libro como pequeños regatos es la relación que mantienen Negrín e Ignacio Abel con el que existe una química profunda y una exaltación de su figura manifestada en muchos momentos y en éste: “Ignacio Abel encontraba en Negrín la solidez de una convicción moral que a él le faltaba, una capacidad expansiva que en ocasiones podía chocarle como histriónica pero que en el fondo le parecía mucho más saludable que su propia tendencia al disimulo y la reserva”. Y muy defensor de su filosofía que consiste en la resolución de cosas necesarias: buena alimentación, buen calzado, más higiene...
Pero lo esencial es la historia de amor con Judith Biely. ¿Qué hay de esencial? ¿Qué hay de novedad? Muñoz Molina trata de rehuir los tópicos y se aleja de la novela sentimental de ambientación decimonónica. Elude el retoricismo amoroso al uso. Desea hacer una historia real pero también una historia con fortaleza, con sentido. A partir del capítulo 6 la historia de Judith Biely e Ignacio Abel adquiere consistencia:

El romance es como un puente conector hacia la huida de una realidad desagradable y angustiosa, fuga que se concretará cuando el arquitecto emigre a Estados Unidos para edificar una biblioteca en un campus. Las citas furtivas y el deseo manifiestan la voluntad de aislarse del mundanal ruido y disfrutar de un sueño dentro de la pesadilla que se cierne en el horizonte[47].


A Ignacio Abel le gustan las mujeres jóvenes pero sobre todo las mujeres con soltura, que tomen la iniciativa, delicadas y obscenas a un tiempo, que produzcan esa sensación que ofrece el entusiasmo del aprendizaje y el temblor del descubrimiento. Así era su amor en Weimar, Mitzi (su amante húngara), a quien conocería mientras fue becado por la Junta de Ampliación de Estudios para pasar un año en Alemania en la nueva Escuela de Arquitectura fundada por Gropius en Weimar, historia que ocupa algunas páginas un tanto traídas a traspelo, y también Judith Biely. En ella ve su inteligencia irónica, su entusiasmo, su espesa melena rizada, su imaginación, su densa dulzura, su visión amplia del mundo, su libertad... Es ella la que lo aborda con una frase recurrente: «El hombre al que no le gusta la fiesta de los toros»[48]. Pero Muñoz Molina rehúye de los tópicos amorosos, rompe la estrategia del efecto que se pretende crear, enfría y vuelve una y otra vez, y sigue recreándose en el idilio desde lugares, desde perspectivas diversas con las que juega también a la literatura: «Judith Biely es una mujer de espaldas delante de un piano»[49]”. Judith, la hija menor e inesperada, alumna brillante en el City College, casada en 1930 con un compañero de curso, divorciada en el 34, amante de Van Doren, trabajadora en una oficina editorial, realiza una tesis doctoral sobre literatura española que le dirigía el profesor Onís en Columbia, pero abandona la universidad y la tesis. Será con motivo de un fin de semana en Cádiz cuando afianzarán sus afectos y la novela ya se centra definitivamente en ellos aunque estuviera zigzagueando hasta entonces. Un amor que a veces parece un proceso intelectual más que carnal como cuando dice:

Ignacio Abel hubiera deseado que cada caricia específica, cada atrevimiento del amor, se quedaran impresos en su conciencia igual que las palabras que ya no iban a olvidársele (p. 420)[50].

Un hombre tímido y retraído ante ella pero en otros momentos jactancioso y desvergonzado. Sin embargo, su relación amorosa es extraña, ¿sobre qué se sostiene? Ni siquiera concluye su despedida ni la justifica pues cuando se produce dice Muñoz Molina: «Quizá hubo una palabra que él no dijo y podría haber evitado que Judiht se marchara de Madrid (p. 338)» .
En definitiva, La noche de los tiempos es una historia de amor y de guerra. Una historia que emplea todas las técnicas narrativas heredadas de Joyce, Faulkner o John dos Passos y un héroe barojiano cuya única existencia se queda prendida de una mujer y de una construcción arquitectónica. Curiosa profesión y perfectamente empleada por Muñoz Molina con su valor alegórico, pues, mientras Ignacio Abel quiere construir (la Ciudad Universitaria) y su propia singladura vital junto a Judith, todo se derrumbará a su alrededor.


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[1] A. Muñoz Molina, La noche de los tiempos, Barcelona, Editorial Seix Barral, 2009, p. 62.
[2] G. Busutil y R. Martín, “Antonio Muñoz Molina”(entrevista), Mercurio, 115, noviembre 2009, p. 12.
[3] S. Sanz Villanueva, “La noche de los tiempos”, El Cultural.es, 20 de noviembre de 2009.
[4] Muñoz Molina cita la obra del escritor americano en la página 239, pero es curioso que no le mueve el escritor americano al elogio sino a la ironía pues afirma que John dos Passos en su novela citada imita al marido de Judith Biely (y así el personaje imita a la persona, la novela imita a la vida). J. Ruiz Mantilla, “Contra los fanatismos” (Entrevista a Antonio Muñoz Molina), El País.com, también [en línea], Dirección URL: (Consultado el día 29 de diciembre de 2009) indica la deuda que tiene con determinados autores y entre ellos Dos Passos: “Pero también me sirvió mucho la técnica de collage de Manhattan Transfer, de John Dos Passos, o el Ulises, de Joyce. Como novelista, soy deudor de los grandes maestros del siglo XX. Ellos nos han enseñado que podemos atrevernos a escapar de los corsés y ahora nos beneficiamos de esas invenciones. Yo me aprovecho de eso, también de Faulkner, Virginia Woolf, novelas suyas como Mrs. Dalloway o Alfaro
[5] Sin embargo, existen profundas diferencias entre Manhattan Transfer y La noche de los tiempos. Desde un punto de vista de técnica narrativa la primera estaría más cerca de La colmena de Cela, por esa tendencia a reflejar una época a través de la impronta de multitud de historias de personajes enlazadas. No hay protagonista único en éstas sí en La noche de los tiempos. El valor de la caricatura, que es más profundo en Manhattan Transfer, en La noche de los tiempos está más diluida y centrada en personajes concretos de la farándula, la vida literaria, cultural y política.
[6] J. E. Ayala-Dip, “Mirar bien”, Babelia de El País, 21 de noviembre de 2009, p. 6
[7] Sanz Villanueva, “Noche”, op. cit.
[8] Ayala-Dip, “Mirar”, op. cit.
[9] Busutil y Martín, “Antonio”, op. cit., p. 13.
[10] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 707.
[11] Ibidem, p. 260.
[12] Ibidem, p. 264.
[13] Ibidem, p. 348.
[14] Sanz Villanueva, “Noche”, op. cit.
[15] Ibidem, p. 368.
[16] A. Astorga, “La noche de los tiempos”, ABC.es, 2 de diciembre de 2009.
[17] Busutil y Martín, “Antonio”, op. cit., p. 14.
[18] Ruiz Mantilla, “Fanatismos”, op. cit. Dice Muñoz Molina sobre su personaje: “Abel le debe mucho a Arturo Barea, sobre todo al tercer tomo de sus memorias, La llama. Empieza cuando arranca el conflicto y acaba en 1938, cuando se va a Londres con una mujer a la que conoció. Era hijo de una lavandera y ascendió de clase social. Tenía una militancia socialista y sindicalista muy fuerte y vivió con el conflicto del hombre que ha ascendido socialmente, de quien tenía zapatos donde los demás calzaban alpargatas. La descripción del 19 de julio, cuando Abel atraviesa la ciudad en busca de su su amante, le debe mucho a él, ese surrealismo de feria y carricoches”. mucho a él, ese surrealismo de feria y carricoches, era así
[19] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 908.
[20] Op. cit., p. 402.
[21] Ibidem, p. 405.
[22] Muñoz Molina, Noche, p. 369.
[23] Ibidem, p. 64: “Viajaban a Rusia costeados por el dinero de la República y al volver se hacían fotos en la cubierta del barco, como si fueran dos artistas de cine en gira por el mundo, los dos levantando el puño cerrado, ella envuelta en pieles, rubia, con los labios muy pintados como una Jean Harlow soviética con cara de pepona española”. Incluso en un momento determinado hasta Lorca cae bajo la sátira del ubetense cuando se refiere a su teatro infantil: “¿No había hecho García Lorca el ridículo con aquella obra demasiado poética en la que los actores salían a escena disfrazados de mariposas, de saltamontes y de grillos, provocando las bromas más groseras en el patio de butacas?” (Ibidem, p. 360).
[24] Ayala-Dip, “Mirar”, op. cit.
[25] Ruiz Mantilla, “Fanatismos”, op. cit.
[26] Negrín fue apartado de la disciplina de partido por el PSOE en 1946 y fue restituido a título póstumo en cumplimiento de la resolución del 37º Congreso Federal del partido durante 2009. También se muestra irónico con el filósofo José Ortega y Gasset del que dice que los durmió en el Congreso con su prosa florida o con Miguel de Unamuno al que caricaturiza afirmando que el peor defecto que le veía a la República era que él no fuera nombrado presidente. Toda una boutade, de las que hay algunas en el libro y con las que más que ser crítico –pues el crítico ofrece razones positivas y negativas- muestra una venganza in limine con personajes históricos por los que no ha sentido ningún interés.
[27] Existe como una equidistancia. Se deja en el alero de la historia de España la visión de que todos eran poco más o menos iguales y todos podían y habrían cometido y cometieron las mismas tropelías. Esta visión descansa sobre unos principios de revisionismo histórico parcial que le llevaron en su novela Sefarad a decir que Hitler y Lenin, el fascimo y el comunismo fueron exactamente iguales. Lo que le llevó a criticar esta postura a H. Hackl, “El caso Sefarad. Industrias y errores del santo de su señora”, Revista Lateral, 78, 2001, por lo siguiente: “Al fin y al cabo, la España actual se construyó sobre la impunidad de los crímenes cometidos por el régimen franquista, y por eso me parece de mal gusto saltar desde esa impunidad a la equidistancia. El mal gusto tiene, por supuesto, una traducción al lenguaje público: se llama revisionismo histórico (...) La revalorización de varios escritores y artistas fascistas; la degradación oportuna de sus adversarios (tal como la practicó Muñoz Molina en su artículo "Pluma y pistola" donde incluye a Antonio Machado ­en la más pura jerga estalinista­ en la tropa de "plumillas de retaguardia" y a Enrique Líster en la de "los matarifes"); la progresiva eliminación de la lucha antifranquista a nivel popular y su reducción a los sectores institucionales (políticos, militares, iglesia, prensa) en los medios de comunicación; la banalización de la resistencia, bajada por Muñoz Molina, en su relato El dueño del secreto, al nivel de la incontinencia urinaria. No hace falta sufrir una paranoia conspirativa para reconocer que se trata de una tremenda lucha ideológica concertada para acabar de una vez con la memoria histórica de un país. Y en medio de todo eso, dándose la imagen de estar al margen, de discrepar, de ir por su propio camino, de defender lo que realmente ataca, de ser verdaderamente el santo de su señora, el autor de Sefarad”.
[28] Está claro que Muñoz Molina no mueve puntada sin hilo y la trascendencia de lo judaico en su obra es consecuente con ello en los últimos tiempos. En su obra Sefarad, ya desde el mismo título es evidente, y desde luego toma un cuerpo mágico en el interior. Dice en torno al tema judaico en Sefarad Hackl, “Caso”, op. cit.: “Pero Muñoz Molina no quiere abandonar esas categorías, y como no encuentra a los buenos ni entre los fascistas ni entre los antifascistas, va y reivindica a los sefardíes: son víctimas, por lo tanto son buenos. (Es una tendencia que se va generalizando en la literatura española; lean la última novela de Juan Salabert.) No creo que sea casualidad que precisamente ahora se recuerde a los judíos expulsados de España. Muñoz Molina destaca su fidelidad con la patria, por salvar la lengua castellana en el destierro, a lo largo de los siglos. Ahora, con el desconcierto que sienten frente al nacionalismo vasco, académicos, funcionarios y monarcas recurren a la exaltación de la lengua como más alta expresión de la identidad colectiva. Otros la creían encontrar en la sangre (los alemanes) o en el paisaje (los austríacos). Tampoco dio buen resultado”.
[29] Busutil y Martín, “Antonio”, op. cit., p. 14.
[30] Muñoz Molina, Noche, op. cit.,p. 216.
[31] Ibidem, p. 115.
[32] Entrevista Babelia.
[33] J. Carrión, “La noche de los tiempos de Antonio Muñoz Molina”, Letras libres, también [en línea], Dirección URL: < art="14211"> (Consultado el día 31 de diciembre de 2009).
[34] Entrevista Babelia.
[35] Busutil y Martín, “Antonio”, op. cit., p.12.
[36] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 246.
[37] P. Gimferrer, “Poesía ininterrumpida”, Mercurio, 115, noviembre 2009, p. 9.
[38] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 72.
[39] Busutil y Martín, “Muñoz”, op. cit., p. 13.
[40] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 83.
[41] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 712.
[42] Ibidem, p. 619.
[43] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 94.
[44] Ibidem, p. 351.
[45] Busutil y Martín, “Muñoz”, op. cit., p. 13.
[46] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 364.
[47] J. Corominas i Julián, “La noche de los tiempos”, [en línea], Dirección URL: <> (Consultado el día 30 de diciembre de 2009).
[48] Muñoz Molina, Noche, op. cit., p. 136.
[49] Ibidem, p. 159.
[50] Ibidem, p. 420.

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