viernes, 8 de mayo de 2009

LOS SIETE LIBROS DEL MEDITERRÁNEO DE FERNANDO DE VILLENA POR MORALES LOMAS





El pasado 24 de abril entregábamos a Fernando de Villena el XV Premio Andalucía de la Crítica de Narrativa por su obra El testigo de los tiempos en Baeza, una obra que les recomiendo fervientemente y a la que el jurado consideró acreedora indubitable de tal galardón.
Hoy, en cambio, hablamos de poesía. Y es que la versatilidad y la creación de Fernando de Villena en estos dos campos de la creación tienen una larga trayectoria desde finales de los setenta. Doctor en Filología, miembro de la Academia de Buenas Letras de Granada y profesor de literatura, Fernando de Villena es hoy un referente de la escritura que se hace en Andalucía. Hay escritores que viven de la literatura y otros que viven la literatura. Fernando de Villena, del que me considero amigo desde hace treinta y cinco años, vive la literatura intensamente, como una adicción. Es adicto a la literatura y a la vida. Vida y literatura que están presentes con una fortaleza inusitada en Los siete libros del Mediterráneo: “La Vida es no pensar,/ no sentir ni deseo ni temores;/ la vida en plenitud ya no precisa/ ni siquiera palabras;/ basta el Mediterráneo”.
Hoy es el Mediterráneo el protagonista de su obra, y en él se residencia el símbolo que puede concederle el secreto a la vida. En él y en sus orillas cercanas se han fundado las civilizaciones más importantes de la antigüedad. Hoy no. Este lago inmenso (mar en medio de tierras), que como tal se ve si lo observamos desde la altura celeste, es un microcosmos cerrado en sí mismo y hace tiempo centro de la historia de la humanidad aunque hoy haya sido sustituido por los EE.UU. de América. De hecho afirma en el prólogo que en esta obra pretendía oponer la cultura y la vida latinas (una vida remansada, sabia, sensual y contemplativa) a la cultura y la vida anglosajonas que hoy pretenden imponernos en todos los ámbitos.
Desde siempre el Mediterráneo fue lugar de encuentros. También de desencuentros. Hoy, lugar de olvido. Desde hace unos años Fernando de Villena ha llevado a cabo el rescate del Mediterráneo como literatura y, sobre todo, como sentimiento. El rescate de la memoria que trasciende al hecho literario en sí para adentrarse por la singladura de la historia de las emociones, que es la historia de este mar, de sus conquistas y de sus derrotas.
El autor se embarca en la nave de la palabra desde el momento en que abandona Granada (“la ciudad ingrata”) y se hace “homo viator” para conducirnos por el mar que se abre ante él:
Vincularé Tu nombre al mío humilde,
Tu nombre azul y altísimo
De sueños y de gestas,
De dioses y de efímeras banderas...
Un mundo a caballo entre la épica de los afectos y la lírica de la conmoción, porque no hay palabra en esta obra por la que no rezumen en tropel todo tipo de sensaciones, sacudidas y estremecimientos. Desde Granada llega en su andadura al sur de Francia, Ventimiglia, Florencia, Venecia. Sobre la que dice:
Toda mi vida he deseado en vano
Vivir aquí en Venecia.
La sencillez expresiva, la contención formal y la necesidad de descender a los rudimentos más emotivos de las turbaciones y fascinaciones personales surgen en esta lírica desde el yo como una declaración a pecho descubierto en este recorrido por la mar que encarna todas las mares, todas la vidas y todas las muertes.
Lepanto, Corinto, Delfos o Atenas son nuevos puntos de encuentro y en cada escaramuza, como en Estambul, “la vida borbotea/ como la sangre de una herida decisiva,/ como la miel que escapa de una panal”. Fernando de Villena ha querido construir el libro de libros, la esencia de una conmoción interior pero sobre todo esa conducción viajera y barroca del ser humano de la cuna a la sepultura: la cuna en Granada; la sepultura siendo cenizas acunadas por el Mediterráneo de Málaga.
Ángel Moyano, Fernando de Villena, F. Morales Lomas y Tomás Hernández
Troya, Esmirna y Chipre, y de vez en cuando la ingrata Granada, que aparece una y otra vez en el horizonte de la casa interior del poeta como un conflicto personal no resuelto.
En ese recorrido llega hasta Tierra Santa y por un momento es “un hombre humilde/ que lucha cada día por la vida”. Un hombre sencillo que sigue ese ideal machadiano que reflejó con tanta solvencia en su retrato: “a mi trabajo acudo, con mi dinero pago/ el traje que me cubre y la mansión que habito/ el pan que me alimenta y el lecho en donde yago”.
Jericó, Jerusalén, y el Ashaverus de su obra, testigo de los tiempos como en su novela, que tanta relación tiene con esta obra de la que escribimos. Surge con fuerza esa vena del creyente y esa declaración amorosa hacia la divinidad. El muro de las lamentaciones, Belén... y el mar muerto: “Soledades de sal bajo el sol fuerte”.
En cada poema, en cada ciudad, en cada pueblo siempre hay un motivo para adentrarnos en el mar diverso, el mar plural, los matices del mar, los ricos bordados de luz de su azul intenso y, cómo no, Kavafis en Alejandría. Es un mar diferente y constante, un mar que en su plenitud nos aparece distinto y múltiple, siempre cobijándonos, siempre cercándonos, prisioneros de él por querencia y afecto.
Sin embargo, aunque el Mediterráneo sea el centro y el hilo conductor de la obra, no se puede olvidar la imagen que proyecta de las ciudades, de esas ciudades históricas o legendarias que han conformado la llamada civilización occidental y la piedra como elemento constructor, como elemento que define la trascendencia del hecho poético: Trípoli, Cartago, Orán.
Y la invariable presencia de descripciones perennes y persistentes con todo tipo de tonalidades y rigores, definiendo ese tiempo de luz y sombras que va haciendo la historia de un sentimiento, la historia de una patria. Y Málaga siempre como referente final, como último puerto.
En el Libro II, titulado Helénicas, surge el mundo griego y el mar se toma la calma de la parábola, se cruzan las sensaciones heterogéneas y puede adquirir los matices de un bosque clausurado, y los días que se quedan gozosos a medias, la sensación de la palpitante oscuridad y la necesidad de no fiarse del mar: “No fíes de la mar/ por ver ahora su engañosa calma/ bajo el clemente cielo”. A veces el sueño y las alegres canciones de jóvenes diversas y claras nos hacen detenernos y repensar nuestra historia, centrarnos en los días breves que amainan en la orilla, en esa metáfora de todas las vidas y la necesidad de seguir cada uno nuestro propio camino haciendo caso omiso a los cantos de sirena.
A pesar de esa búsqueda, subyace sin embargo un pesimismo barroco cierto y la sombra y tortura de la muerte: “Es sombrío el camino/ que entre campos de loto/ poco a poco desciende/ tal la lenta serpiente hasta su presa”.
Sin embargo es una muerte aceptada como en el poema del mismo título e incluso esperada. Por un momento uno puede contemplar las sensaciones que tuvo al leer a Virgilio, y descubrir que el mundo en su magia, puede perfectamente no pertenecernos.
En todo este proceso del homo viator las veleidades de la fortuna y el paso del tiempo se van apoderando progresivamente de los poemas que dejan de ser ciudades para convertirse en miradas interiores hacia la vida, la muerte y los afectos. Y la necesidad de manifestar que los hombres no han nacido para sufrir sino para contemplar la bondad de la creación.
Según el libro que trate, bien el mundo romano o el griego, la noche medieval o la diáspora judía, el siglo de oro o los tiempos finales, en la poesía de Fernando de Villena hay una adaptación solemne al estilo de cada época y al espíritu que la anima. Sabe metamorfosear su lenguaje y hacerlo cercano pero siempre existirá esa aventura de encuentro con la cultura y el mundo, con la voluntad de ir construyendo la historia de la reciente humanidad.
La turbadora presencia de la muerte se acerca en los poemas dedicados al siglo de oro y el cansancio de vivir en tanto se asume la vida como un trayecto que conduce siempre al mar: “Pues la muerte y el mar son uno mismo”. Llegan los sonetos con su cadencia solemne y la sensación de vida, la muerte presente como una obsesión. Entonces Miguel de Cervantes puede escribir al conde de Lemos, o Joseph el sefardí de Tesalónica.
A medida que avanza la obra, sobre todo en el libro VI, existe una inmersión en el ámbito crítico y social, la tragedia de la inmigración en patera, pero también el mar como solución de los conflictos vitales (“Mas ahora yo siento la delicia/ de los lentos minutos frente al agua”) o el estilo meditabundo y reflexivo o moralizador: “En un mundo en que el triunfo es de los listos/y en el que los más fuertes sobreviven”. Existe la metáfora del hombre que va y viene en este mundo sin acabar de encontrarse y el concurso de lo cotidiano, el día a día y la resolución contemplativa de muchos conflictos, siempre con el mar como tabla de salvación. Los encabalgamientos se adueñan de los versos y se estiran creando un lenguaje meditabundo y ensimismado. Desde la cotidianidad aspira a la trascendencia, desde los detalles más nimios, desde la observación de lo diario. Pero este estilo no se compadece con guiños permanentes a Juan Ramón Jiménez en la nostalgia y en el aire neorromántico, en la temática del viaje definitivo; y machadiano en el tema del paso del tiempo, en la permanencia del camino como elemento de unión y los tópicos habituales de la literatura áurea: contemptus mundi, homo viator, tempus irreparabile fugit, memento mori, peregrinatio vitae, quotidie morimur, vita mare... Y siempre el mar como principio de los sueños.
En definitiva, una obra amplia, generosa, rica en matices, en la que Fernando de Villena construye la imagen del camino, la imagen de su vida, la imagen de todas las vidas, de toda la humanidad y la audacia cotidiana de nuestra existencia.

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