viernes, 20 de marzo de 2009

VIDA Y TIEMPO DE MANUEL AZAÑA POR F. MORALES LOMAS





La biografía más completa que se ha publicado del presidente de la República, Manuel Azaña, la ha escrito Santos Juliá, catedrático de Historia Social y del Pensamiento Político de la UNED. Una obra imprescindible para el que quiera adentrarse en la comprensión de uno de los políticos más trascendentes de la historia de España del siglo XX. Amado y odiado, Azaña no puede permanecer ajeno al vendaval que se ha creado en torno a él.
Santos Juliá sigue un procedimiento diacrónico desde los días de Alcalá de Henares donde nació hasta los de destierro y persecución, con un álbum fotográfico de gran valor emotivo y cuatro cartas que Azaña escribió a Pedro Sainz Rodríguez, a Alejandro Lerroux y dos a Salvador de Madariaga.
Santos Juliá trata al político con distancia profesoral pero con enorme afecto. Por ejemplo dice de él: “Hay quien dice que era orgulloso. No es cierto”. Una prueba de esa necesidad de establecer la pasión por el personaje casi por encima de sus detractores. Si embargo, no es un libro de idolatría personal, sino de profundo rigor histórico. Desde luego que existen acontecimientos en su vida que explicarán al político y al escritor. No en vano Azaña dejó de ser católico tras estar con los frailes de El Escorial, y siempre consideró la actuación de la Iglesia española durante la República como un retroceso histórico y, en general, un mal para el país. Nunca fue enemigo de la religión, aunque sí rechazó ese control de la jerarquía sobre la enseñanza.
Políticamente Azaña nace dentro del liberalismo social y progresivamente irá radicalizando sus discursos hasta la llegada de Izquierda Republicana, ya durante el periodo anterior al 36. No obstante, siempre fue un político moderado y cerebral que intentó sin poder, evitar los males del país y, sobre todo, evitar la guerra. No podríamos decir lo mismo de los demás.
La política y la literatura, el pensamiento... lo convertirían en uno de los pocos políticos españoles que sabe escribir sin tener que ruborizarse. Los años del Ateneo son trascendentales en este sentido, su amistad con los intelectuales de la época y sobre todo con su cuñado, Rivas Cherif, que dará mucho que hablar. Por entonces las crónicas de ABC decían: “Gran espíritu y gran cerebro los de Manuel Azaña (...) Su charla, ingenio fino e incisivo, verbo elegante y preciso, sagacidad crítica, noble erudición...”
De los veinticuatro capítulos, los dieciséis primeros, hasta el momento que estalla la República ocupan más de la mitad de la obra. Los seis restantes otro tanto. De ahí la comprensión del personaje en el ámbito de la República. Azaña es la República y la República es Azaña. Desde el primer momento. Como ministro de la Guerra creó una ley que generó un profundo malestar en la tropa aunque fuera elogiada por Ortega y Gasset (“Maravillosa e increíble, fabulosa, legendaria reforma radical del Ejército”). A partir de aquí se crearía una fama injusta de antimilitarista, hecho que no era cierto.
El otro gran escollo, la Iglesia: “España ha dejado de ser católica”, dijo. Y con ello que la Iglesia no informaba la cultura española y la mayoría de la gente vivía de espaldas a la religión. Cosa que efectivamente era una constatación de un hecho. Ya tenía dos enemigos declarados, que a la postre se unirían para luchar contra él.

Pero Azaña era, sobre todo un extraordinario orador (el más culto, el más importante que ha tenido este país en el siglo XX): “Dialéctica demoledora y fascinante, capacidad para convencer, subyugar y arrastrar a las masas” (dirá Miguel Maura). Valle-Inclán definía su discurso de Mestalla como una “pieza admirable, porque une la energía a la cautela sin detrimento de la emoción y el fervor”. Un orador que logró concentrar para escucharlo a 500.000 personas que eran incluso capaces de pagar la entrada. Ningún político europeo, decía Henry Buckley, habría sido capaz de concentrar una masa tan numerosa. Su gran ambición fue la absoluta democratización del país, con todas las consecuencias, y esto no lo aceptaron los que siempre estuvieron al acecho: “Franco es el más temible”, dirá en la temprana fecha del 15 de julio de 1931.
Se hace masón. Y es acusado por la derecha española emergente de antinacional y antiespañol. Cometió algunos errores de bulto como no considerar un peligro la llegada de Hitler al poder ni la autoridad de la iglesia católica para cambiar el rumbo de la política española. Su detención era cosa de tiempo. Como sucedió tras los sucesos de octubre del 34. Será presa de los ataques de Ramiro de Maeztu y González Ruano, pero también de la derecha de este país, de los lerrouxistas, de los cedistas...
Sin embargo, logra ser elegido presidente de la República. La división de la izquierda, el no apoyo de Gran Bretaña y Francia, la intervención de Alemania e Italia, los excesos y el egoísmo particularista de los catalanes y los vascos (“felonías de los separatistas catalanes y vascos”, dirá)... acabaron por vencerlo. Sin embargo, él todavía seguirá insistiendo: “Los españoles tendrán que convencerse de la necesidad de vivir juntos y de soportarse a pesar del odio político”. Y reiterará una y otra vez que ninguna política se podía basar en exterminar al adversario. Se le llamó también comunista, pero no había nada más lejos de la realidad: era un burgués profundamente anticomunista, como le dijo a John Leche, el encargado de negocios británico.
Lo que sí se apoderará del país es una dictadura militar de curas y soldados: “España estaba gobernada por la mezcla de crueldad y estupidez fundidas en el nuevo régimen, cuyos ”.
Sus últimos momentos fueron una persecución constante y ni siquiera en la huida por los Pirineos hacia Francia le dejaron un momento de resuello.

Santos Juliá, “Vida y tiempo de Manuel Azaña. 1880-1940”. Taurus, Madrid.



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