Desde que conozco a F. Ruiz Noguera (va ya para un cuarto de siglo) he tenido la impresión de que su lírica se construye desde la expectación de las emociones, su crepúsculo y reconcomio. La alquimia de los deseos, el espectáculo del ser humano ante sí mismo y el mundo que le rodea, sus mitos no consumados, su humildad de ser inacabado y en proceso de suspensión, bajo la férula temporal que establecen los imprecisos límites de la vida, a resultas de la gran astenia, su desaliento y su muerte.
Ello es sintomático en el último poema de su nueva obra, Arquitectura efímera (2008, VII Premio Vicente Núñez), en donde establece una poética que lleva por título “Límites”. Y entre ellos, los que debe encerrar la bonhomía de la palabra, la lengua clara, lumínica: “Hablar con claridad de lo que puede hablarse”. La demarcación del poeta, su territorio, su jurisdicción es, en consecuencia, tanto exterior como interior. Hay unas fronteras que se construyen fuera, pero también otras que impone la capacidad del verbo, su transigencia, su luminosidad o su perversión. Y entre esos límites se establecen una serie de unidades temáticas y significativas que son principios estéticos: “los días azules”, “el tedio de las horas o su fulgor gozoso”, “el corazón”, “un libro”, “la espada”, “la penumbra del misterio”, “la gélida seda de la muerte”, “la palabra”; el verbo con el que se está en una relación de autoayuda.
Símbolos o términos precisos que confieren un significado a la vida y a la obra. Todo ello aderezado por una organización sistemática y ordenada del poema en el que se observa cómo el ruido de las palabras no impide dejarles el hueco que necesitan. Equilibrio y clasicismo que en sus últimos poemarios sigue tan vivo, pero adaptado a la incontinencia de una corriente vitalista y elegíaca. El sustantivo y el adjetivo que dan título a Arquitectura efímera refuerzan dos ideas siempre presentes: la lasitud de todo lo que fluye alrededor del ser humano, el discurso de lo perecedero, de lo efímero y precario... junto a la sistémica del proceso, que bien se puede entender como un armónico que delimita los campos, aunque también como una férrea singladura (inamovible) hacia el estertor de lo provisorio y volátil. Podríamos resumirlo en estas palabras: no somos aquí, sino que estamos hoy. Este estar, determina “agarrarse a la vida”, organizar la hora de los sentidos, su mirar limpio, adentrarse en la vida, en su corriente (“Collige, virgo...”: collige, virgo, rosas dum flos novas et nova publes et memor esto aevum sic properare tuum: coge, muchacha, las rosas mientras haya flores nuevas y juventud incipiente y recuerda que así se marchita tu tiempo; coged de vuestra alegre primavera el dulce fruto antes que el tiempo airado... dirá Garcilaso), anclarse en la marcha del hoy: “Sin ir más lejos, hoy” y adentrarse en el conformismo de ser ahora: “Confórmate con ver/ tan sólo lo de siempre,/ por ejemplo, esta calle,/ la de todos los días”. El poeta está bien avenido con el estar, callado el firmamento, alto, distante. Y, más que ser un héroe inmortal, estar en la mortalidad, siendo hoy. De ahí su parodia sobre la inmortalidad en “El héroe inmortal”. Y en esa determinación de estar, la contemplación de la luz, su poder, su secuencia vital: “Pondrás toda la luz/ en el negro abundante”. La única forma de determinar el ruido de la muerte, su oscuridad, su inmortalidad.
A este juego de esencia y presencia no es ajena la línea temporal: la memoria, el pasado, el presente y el futuro sobre el que va y viene el poeta tratando de explicarse el mundo. Se busca el que fuimos y también el que se seguirá siendo. Pero siempre en la inmanencia del presente. Esto se hace preciso en el poema “La máquina del tiempo”: “Tú puedes dominar/ la ruta que desees (...) el trayecto se mueve/ entre el reino ya fijo/ de recuerdos que miran a la bruma/ y el imperio futuro/ que domina los sueños”. Pero también el poema “Tránsito”.
Desde el comienzo nos habla de la terminología de la construcción y nos introduce percepciones como simetría o incompleto. Y se detiene en algunas ideas que determinan su utopía lírica: la esencia de la mirada, su aliento último, como uno de los recursos expresivos más empleados. La mirada es el resorte que nos anuncia lo que el mundo nos ofrece y lo que nosotros le ofrecemos al mundo (una visión lúcida), a través de ella, que es luz, penetra esa claridad, esa esencia. Esta recurrencia a la mirada es constante en el poemario: “Qué sencillez tan plena en la mirada”, “que asombre la mirada”, “toma con la mirada/ todo lo que de hermoso se te ofrece”, “miras y miras a ver qué se te ha perdido”, “mirándote a los ojos”... Incluso como un aldabonazo y símbolo indeleble el verso que fija un poema: “Mirar los ojos limpios de lo oscuro”. Esta bendición lumínica de penetrar en lo impenetrable de la existencia queriendo obtener una explicación racional.
Con esta oportunidad para organizar “la arquitectura efímera” de la existencia le llega también la hora a la muerte, como una victoria del “ángel de las sombras”, luciendo su coraza de charol y eternidad. Por este motivo cualquier herida carece de elocuencia, es un borrón en el estar de hoy, en el momento; es prescindible en esta niebla, en esta columna frágil que es el hombre, anclado en un túnel y efímero por su naturaleza: “Ya no hay ninguna huella,/ ningún vestigio queda/ del calor de una vida.// Sólo nada”.
Un poemario de búsquedas, de observaciones, de ojos que sucumben al estertor de la vida y comprenden su vacío, su desnudez completa, lo que fue un espejismo.
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