Julio Alfredo Egea, F. Morales Lomas, Juan Carlos Usero, presidente Diputación de Almería y Rafaela Valenzuela, Directora General del Libro (Junta de Andalucía)
El poeta de Chirivel ha sido un corredor de fondo. Lo es. Con ochenta y dos años sigue siendo un poeta joven e incorregible en su humanidad, un poeta vital, el poeta del asombro cotidiano, un poeta humilde y solidario: “Mi bandera era sólo la camisa sudada/ del vecino de enfrente”. Un poeta que tuvo la feliz ocurrencia, siendo alcalde durante la dictadura, de llevar a Chirivel el saneamiento, la pavimentación, el alcantarillado, la electrificación..., todo lo que hubiera querido Jovellanos para España, e incluso la idea inesperada de querer ponerle a la Casa-Cuartel de la Guardia Civil el patronímico de Federico García Lorca. El señor gobernador lo miró de soslayo. Como también lo miraron diagonales algunos círculos literarios: “La historia de las marginaciones en algunos ambientes literarios, a causa de ser o haber sido, es muy larga, silencios premeditados, eliminación sistemática de planes y antologías, desprecios velados o evidentes...” Pero esto es otra historia.
Siempre dijo con mucho gracejo (también me lo recordaba recientemente en Almería con motivo del homenaje que le dimos la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios) que invariablemente vivió de la pluma durante toda su vida. Y, para no herir mis veleidades de elucubrador, añadía: Sí, para poder vivir sin apuros emplacé una granja de pollos: “Aquella noche no pude dormir, dándole vueltas a la idea; nos iríamos a Chirivel a poner una granja avícola; así solucionaríamos nuestros problemas. A los dos días partimos para Chirivel, de corte a cortijo, decididos a vivir de la pluma”, confiesa en La rambla. Antología biográfica (1996), cuando tomó conciencia de que a él Madrid no le ponía nada, y sí su Chirivel, en su humildad y contingencia de naturaleza abierta.
Julio Alfredo Egea ha vivido de la pluma y con pluma. Desde 1956, año de Ancla enamorada, aquel libro inicial en que entroncaba con la lírica de Miguel Hernández, hasta la antología de Legados esenciales de 2005, ha publicado veintidós obras en las que deben incluirse algunas antologías. De esta extensa producción Egea ha abordado los más diversos temas: la muerte, Dios, el compromiso social, su patria grande y su patria pequeña, su historia personal, el amor, el desamor... Los temas de siempre.
Hoy me quiero detener en uno de sus libros más recientes, Fábulas de un tiempo nuevo (2003), al que el jurado compuesto por Félix Grande, Pablo García Baena, Ángel García López, Joaquín Benito de Lucas, Pureza Canelo y Luisa Castro le concedió el XIII Premio José Hierro de Poesía. Es un libro muy diferente a gran parte de su producción anterior por su valor desmitificador y su poder lingüístico, su liberación de cánones realistas y la asunción de la conciencia crítica y creadora como formas sublimes de organizar la materia poética. Julio Alfredo Egea ha sucumbido durante su vida a un continuum de mitos: el campo, la fábula de los afectos, la dicción de los sentimientos como “encumbradores” de una cotidianidad, mitos solemnes, mitos humanos que construyen y conforman nuestra existencia. Así, en Piel de toro (1965) sucumbía a la ficción emocional de España o en Los regresos (1985) se producía la inversión en la memoria, en los paisajes, los mitos geográficos (a los que tan aficionado ha sido siempre), los recuerdos de otro momento pasado: la coyuntura sentimental de una época. En definitiva, el mito del que se alimenta perennemente el poeta: su memoria.
Pero en Fábulas de un tiempo nuevo quiso crear un nuevo mito: el “desmito” de la ruptura del tiempo presente, sus connivencias, sus osadías, sus mecánicas, sus veleidades, sus contemplaciones, sus gustos, sus progresos de cartón-piedra. Julio Alfredo Egea rompe con la profecía del tiempo presente, se convierte en un apóstata de un tiempo nuevo que no sucumbe ante la soledad y organiza la existencia en torno a nuevas profecías y nuevos misterios; quizá la hamburguesa sea uno de ellos: “Imposible la hierba/ tapizando el camino/ que lleve hasta el Mac-Donald,/ pues cubrirá a la tierra una inmensa hamburguesa/ para morderla todos...”
Sostenido sobre la ironía, el sarcasmo, la aglutinación de significantes que desmitifican el poder reductor de una realidad que nos atosiga..., quizá la única salida sea la soledad y la instauración de nuestros afectos de antaño, nuestras lecturas, nuestros dioses. Ante esos mitos del que expira el poeta advierte y responde con la tradición de una mitología sostenida sobre la palabra y los sentimientos más humanos. En consecuencia, la tecnología, las conquistas espaciales, las máquinas toman como si se tratara de un futurismo crítico, el poema para formar parte de los “desmitos” de un tiempo nuevo: “Quizá los robots irán teniendo/ sus reuniones secretas”. Ante este atronador poder “mitificador” de la actualidad el poeta niega que exista la posibilidad de poder “agarrarse a una rama del paraíso”. El paraíso se ha perdido. Hoy el paraíso es un “Clamor de estadios” donde el graderío conquista el paso del tiempo, los rigores del hombre en su infancia traviesa. Ya no existen himnos, “la ideología ha tenido/ ataques de anorexia”, es el fin de las ideologías, que ya proclamara Fukuyama. En este espacio para los despropósitos, el poeta busca la soledad, el silencio, el sosiego, una fórmula para no descender a este compromiso de hormigas con la tierra en tiempos de fábulas. Sí, tiempos de fábulas que alimentan pequeñas historias de clonaciones, de rebaños perturbados, de lunáticos seres que se obcecan, se emocionan o perecen ante el móvil o contemplan extasiados que el hombre ha pisado la Luna.
La ciencia habrá de cambiar al hombre, pero, “¿seremos más felices...”, se pregunta el poeta: “Mientras danzamos entre el clon y el genoma,/hacemos ensaladas con las plantas transgénicas,/ flotamos cada noche en las ondas hertzianas,/ hacemos un diseño de otras vidas”. Pero, ¿dónde el hombre? ¿Adónde llegará? ¿Será feliz este hombre nuevo? Definitivamente se halla anclado en la nostalgia. En consecuencia, se instaura un valor propedéutico, didáctico, eminentemente comprometido con la necesidad de búsqueda de otra realidad que sostenga la existencia humana, en la que prime lo realmente trascendente. Lo que lleva a preguntarse al final del poema: “¿Y Dios... se hará el distraído?” En este mundo que hemos construido los fabulistas clásicos ya no tienen sentido, “los cuentos ya no sirven en este laberinto/ de fingimientos”. Todo se ha vuelto del revés. Las fábulas no nos enseñaron nada. Las fábulas no nos enseñan nada, y “está mal la fauna/ para andar con metáforas”. Incluso hasta la religión. El poema “Pesadilla” es un ejemplo de su desmitificación a través de la ironía y el sarcasmo en torno al catecismo del Padre Ripalda que nos enseñaba los dones del Espíritu Santo o las bienaventuranzas, el acto de contrición y las preguntas y respuestas más emblemáticas. La contundencia del poeta no admite la menor duda. Le dice Egea al padre Ripalda: “Y no me hable de imagen y semejanza, creo/ que los hombres padecen un defecto de fábrica”. Ácido discurso contra unas ideas no exentas de una época que todavía subsisten en otro sentido, a pesar de los avances científicos, a pesar de las veleidades del ser humano. Un mundo lleno de falsas metáforas como la de Adán y Eva, y en descomposición.
El ataque a las torres del World Trade Center también se halla presente en “Visión de San Juan”: “Bañados en la lágrima del sol/ pegasos amarillos/ frente al World Trade Center”. Y frente a la tragedia, la voz doliente del poeta que se siente preso de ese desamor del mundo, de su funesto cataclismo. Aunque frente a ello, no obstante, se siente con la necesidad de levantar himnos o rascacielos de esperanza, que sólo podrán llegar si instauramos la razón de amor, haciendo florecer aquel almendro que plantara un día su abuelo. Mientras tanto no entiende esta ausencia de Dios. Esta contemplación de Dios. Su retirada a otro tiempo. En mitad de esta globalización del espíritu hay un sentido homenaje a dos escritores emblemáticos: F. Kafka y Francisco de Quevedo. Con este último lleva a cabo una juego literario en “Don Francisco de Quevedo entra en la discoteca”: la construcción de dos sonetos en cremallera. En el primero, “Amor constante más allá de la muerte” reproduce el conocido soneto y va entreverando su propio soneto de modo que al final resulta una construcción muy diferente aunque actualizada por sus referentes del momento y el lenguaje jergal: “No pienses en la muerte, pasa tío”. Egea construye el amor falso. El sentido de la existencia actual, el sentido del vacío, el alcohol como paraíso artificial frente a la complementariedad, la exaltación vivencial del amor en el soneto de Quevedo. El segundo poema, también muy conocido, “Es hielo abrasador, es hielo helado”, sucumbe al oxímoron pero sobre todo, con la aportación de Julio Alfredo Egea, al sarcasmo de un mito, el del amor, definitivamente roto, pasto de la manada: el corazón se ha vuelto divertido y la manada ha ocupado el amor.
“Retorno de Franz Kafka” es un sentido homenaje al escritor judío. Un recorrido sentimental desde la llegada a EE.UU. y luego un recorrido por Praga, intentando adentrarse en el espíritu de una época, que es como un retorno a la tristeza.
En definitiva, un libro que avanza por la medina del mundo, por sus creencias de un tiempo que no comparte el escritor ante el que se muestra sarcástico y crítico, cuando no irónico y displicente. Se ha perdido la dignidad del mundo que anda derrotado mientras viste con burkas a las mujeres o suscita su valor de escaparate o de cosas en una triste tramoya de todos conocida. Un libro propenso a la nostalgia. “Perdonen la nostalgia”, dice el poeta, por un tiempo en el que las fábulas ya no tienen sentido y las metamorfosis juegan en contra pues se sostienen sobre la elevación que consiste en un alargamiento de pene, el sonreír del pubis, la siliconada o la fiesta funesta de los piercing. Los niños ya no juegan, tampoco los poetas hacen sus apuestas por la luna, si acaso esperan consultar algún sueño o que el avión no aterrice con la muerte en sus flaps.
El poeta de Chirivel ha sido un corredor de fondo. Lo es. Con ochenta y dos años sigue siendo un poeta joven e incorregible en su humanidad, un poeta vital, el poeta del asombro cotidiano, un poeta humilde y solidario: “Mi bandera era sólo la camisa sudada/ del vecino de enfrente”. Un poeta que tuvo la feliz ocurrencia, siendo alcalde durante la dictadura, de llevar a Chirivel el saneamiento, la pavimentación, el alcantarillado, la electrificación..., todo lo que hubiera querido Jovellanos para España, e incluso la idea inesperada de querer ponerle a la Casa-Cuartel de la Guardia Civil el patronímico de Federico García Lorca. El señor gobernador lo miró de soslayo. Como también lo miraron diagonales algunos círculos literarios: “La historia de las marginaciones en algunos ambientes literarios, a causa de ser o haber sido
Siempre dijo con mucho gracejo (también me lo recordaba recientemente en Almería con motivo del homenaje que le dimos la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios) que invariablemente vivió de la pluma durante toda su vida. Y, para no herir mis veleidades de elucubrador, añadía: Sí, para poder vivir sin apuros emplacé una granja de pollos: “Aquella noche no pude dormir, dándole vueltas a la idea; nos iríamos a Chirivel a poner una granja avícola; así solucionaríamos nuestros problemas. A los dos días partimos para Chirivel, de corte a cortijo, decididos a vivir de la pluma”, confiesa en La rambla. Antología biográfica (1996), cuando tomó conciencia de que a él Madrid no le ponía nada, y sí su Chirivel, en su humildad y contingencia de naturaleza abierta.
Julio Alfredo Egea ha vivido de la pluma y con pluma. Desde 1956, año de Ancla enamorada, aquel libro inicial en que entroncaba con la lírica de Miguel Hernández, hasta la antología de Legados esenciales de 2005, ha publicado veintidós obras en las que deben incluirse algunas antologías. De esta extensa producción Egea ha abordado los más diversos temas: la muerte, Dios, el compromiso social, su patria grande y su patria pequeña, su historia personal, el amor, el desamor... Los temas de siempre.
Hoy me quiero detener en uno de sus libros más recientes, Fábulas de un tiempo nuevo (2003), al que el jurado compuesto por Félix Grande, Pablo García Baena, Ángel García López, Joaquín Benito de Lucas, Pureza Canelo y Luisa Castro le concedió el XIII Premio José Hierro de Poesía. Es un libro muy diferente a gran parte de su producción anterior por su valor desmitificador y su poder lingüístico, su liberación de cánones realistas y la asunción de la conciencia crítica y creadora como formas sublimes de organizar la materia poética. Julio Alfredo Egea ha sucumbido durante su vida a un continuum de mitos: el campo, la fábula de los afectos, la dicción de los sentimientos como “encumbradores” de una cotidianidad, mitos solemnes, mitos humanos que construyen y conforman nuestra existencia. Así, en Piel de toro (1965) sucumbía a la ficción emocional de España o en Los regresos (1985) se producía la inversión en la memoria, en los paisajes, los mitos geográficos (a los que tan aficionado ha sido siempre), los recuerdos de otro momento pasado: la coyuntura sentimental de una época. En definitiva, el mito del que se alimenta perennemente el poeta: su memoria.
Pero en Fábulas de un tiempo nuevo quiso crear un nuevo mito: el “desmito” de la ruptura del tiempo presente, sus connivencias, sus osadías, sus mecánicas, sus veleidades, sus contemplaciones, sus gustos, sus progresos de cartón-piedra. Julio Alfredo Egea rompe con la profecía del tiempo presente, se convierte en un apóstata de un tiempo nuevo que no sucumbe ante la soledad y organiza la existencia en torno a nuevas profecías y nuevos misterios; quizá la hamburguesa sea uno de ellos: “Imposible la hierba/ tapizando el camino/ que lleve hasta el Mac-Donald,/ pues cubrirá a la tierra una inmensa hamburguesa/ para morderla todos...”
Sostenido sobre la ironía, el sarcasmo, la aglutinación de significantes que desmitifican el poder reductor de una realidad que nos atosiga..., quizá la única salida sea la soledad y la instauración de nuestros afectos de antaño, nuestras lecturas, nuestros dioses. Ante esos mitos del que expira el poeta advierte y responde con la tradición de una mitología sostenida sobre la palabra y los sentimientos más humanos. En consecuencia, la tecnología, las conquistas espaciales, las máquinas toman como si se tratara de un futurismo crítico, el poema para formar parte de los “desmitos” de un tiempo nuevo: “Quizá los robots irán teniendo/ sus reuniones secretas”. Ante este atronador poder “mitificador” de la actualidad el poeta niega que exista la posibilidad de poder “agarrarse a una rama del paraíso”. El paraíso se ha perdido. Hoy el paraíso es un “Clamor de estadios” donde el graderío conquista el paso del tiempo, los rigores del hombre en su infancia traviesa. Ya no existen himnos, “la ideología ha tenido/ ataques de anorexia”, es el fin de las ideologías, que ya proclamara Fukuyama. En este espacio para los despropósitos, el poeta busca la soledad, el silencio, el sosiego, una fórmula para no descender a este compromiso de hormigas con la tierra en tiempos de fábulas. Sí, tiempos de fábulas que alimentan pequeñas historias de clonaciones, de rebaños perturbados, de lunáticos seres que se obcecan, se emocionan o perecen ante el móvil o contemplan extasiados que el hombre ha pisado la Luna.
La ciencia habrá de cambiar al hombre, pero, “¿seremos más felices...”, se pregunta el poeta: “Mientras danzamos entre el clon y el genoma,/hacemos ensaladas con las plantas transgénicas,/ flotamos cada noche en las ondas hertzianas,/ hacemos un diseño de otras vidas”. Pero, ¿dónde el hombre? ¿Adónde llegará? ¿Será feliz este hombre nuevo? Definitivamente se halla anclado en la nostalgia. En consecuencia, se instaura un valor propedéutico, didáctico, eminentemente comprometido con la necesidad de búsqueda de otra realidad que sostenga la existencia humana, en la que prime lo realmente trascendente. Lo que lleva a preguntarse al final del poema: “¿Y Dios... se hará el distraído?” En este mundo que hemos construido los fabulistas clásicos ya no tienen sentido, “los cuentos ya no sirven en este laberinto/ de fingimientos”. Todo se ha vuelto del revés. Las fábulas no nos enseñaron nada. Las fábulas no nos enseñan nada, y “está mal la fauna/ para andar con metáforas”. Incluso hasta la religión. El poema “Pesadilla” es un ejemplo de su desmitificación a través de la ironía y el sarcasmo en torno al catecismo del Padre Ripalda que nos enseñaba los dones del Espíritu Santo o las bienaventuranzas, el acto de contrición y las preguntas y respuestas más emblemáticas. La contundencia del poeta no admite la menor duda. Le dice Egea al padre Ripalda: “Y no me hable de imagen y semejanza, creo/ que los hombres padecen un defecto de fábrica”. Ácido discurso contra unas ideas no exentas de una época que todavía subsisten en otro sentido, a pesar de los avances científicos, a pesar de las veleidades del ser humano. Un mundo lleno de falsas metáforas como la de Adán y Eva, y en descomposición.
El ataque a las torres del World Trade Center también se halla presente en “Visión de San Juan”: “Bañados en la lágrima del sol/ pegasos amarillos/ frente al World Trade Center”. Y frente a la tragedia, la voz doliente del poeta que se siente preso de ese desamor del mundo, de su funesto cataclismo. Aunque frente a ello, no obstante, se siente con la necesidad de levantar himnos o rascacielos de esperanza, que sólo podrán llegar si instauramos la razón de amor, haciendo florecer aquel almendro que plantara un día su abuelo. Mientras tanto no entiende esta ausencia de Dios. Esta contemplación de Dios. Su retirada a otro tiempo. En mitad de esta globalización del espíritu hay un sentido homenaje a dos escritores emblemáticos: F. Kafka y Francisco de Quevedo. Con este último lleva a cabo una juego literario en “Don Francisco de Quevedo entra en la discoteca”: la construcción de dos sonetos en cremallera. En el primero, “Amor constante más allá de la muerte” reproduce el conocido soneto y va entreverando su propio soneto de modo que al final resulta una construcción muy diferente aunque actualizada por sus referentes del momento y el lenguaje jergal: “No pienses en la muerte, pasa tío”. Egea construye el amor falso. El sentido de la existencia actual, el sentido del vacío, el alcohol como paraíso artificial frente a la complementariedad, la exaltación vivencial del amor en el soneto de Quevedo. El segundo poema, también muy conocido, “Es hielo abrasador, es hielo helado”, sucumbe al oxímoron pero sobre todo, con la aportación de Julio Alfredo Egea, al sarcasmo de un mito, el del amor, definitivamente roto, pasto de la manada: el corazón se ha vuelto divertido y la manada ha ocupado el amor.
“Retorno de Franz Kafka” es un sentido homenaje al escritor judío. Un recorrido sentimental desde la llegada a EE.UU. y luego un recorrido por Praga, intentando adentrarse en el espíritu de una época, que es como un retorno a la tristeza.
En definitiva, un libro que avanza por la medina del mundo, por sus creencias de un tiempo que no comparte el escritor ante el que se muestra sarcástico y crítico, cuando no irónico y displicente. Se ha perdido la dignidad del mundo que anda derrotado mientras viste con burkas a las mujeres o suscita su valor de escaparate o de cosas en una triste tramoya de todos conocida. Un libro propenso a la nostalgia. “Perdonen la nostalgia”, dice el poeta, por un tiempo en el que las fábulas ya no tienen sentido y las metamorfosis juegan en contra pues se sostienen sobre la elevación que consiste en un alargamiento de pene, el sonreír del pubis, la siliconada o la fiesta funesta de los piercing. Los niños ya no juegan, tampoco los poetas hacen sus apuestas por la luna, si acaso esperan consultar algún sueño o que el avión no aterrice con la muerte en sus flaps.
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