Podemos afirmar que la narrativa de Muñoz Molina es una síntesis entre la tradición y la modernidad. ¡Cuánto de Cervantes hay en sus obras! ¡Cuánto de la novela negra! Pero también cuánto de los Faulkner y los Proust o la narrativa hispanoamericana. En este sentido es un fagocitador de situaciones, una memoria de escenas y una engullidor de personajes de la narrativa mundial que son transformados en su obra y adquieren nuevo valor y símbolos, pero como dice Scheerer[1]: “Característica de Muñoz Molina es el hecho de que, haciendo uso de los modelos, nunca se entrega enteramente a ellos, es decir se asegura que los paradigmas queden explícitos en el momento mismo de ser objetos de adaptaciones y variaciones lúdicas.”
A los treinta años obtiene el Premio Ícaro de novela con su primera obra, Beatus Ille y, dos años, después fue galardonado con los premios Nacional de la Crítica y Nacional de Literatura por su novela El invierno en Lisboa. En 1988 publicó el libro de relatos Las otras vidas y en 1989 su tercera novela, Beltenebros, llevada al cine de la mano de Pilar Miró. En 1991 publicó El jinete polaco y en 1992 Los misterios de Madrid. Otros títulos que podemos seleccionar son: Nada del otro mundo (1993), El dueño del secreto (1994), Ardor Guerrero (1995), Las apariencias (1995), La huerta del Edén (1996), Plenilunio (1997), La colina de los sacrificios (1998), Carlota Fainberg (1999), En ausencia de Blanca (2000) y Sefarad (2001)...
A los treinta años obtiene el Premio Ícaro de novela con su primera obra, Beatus Ille y, dos años, después fue galardonado con los premios Nacional de la Crítica y Nacional de Literatura por su novela El invierno en Lisboa. En 1988 publicó el libro de relatos Las otras vidas y en 1989 su tercera novela, Beltenebros, llevada al cine de la mano de Pilar Miró. En 1991 publicó El jinete polaco y en 1992 Los misterios de Madrid. Otros títulos que podemos seleccionar son: Nada del otro mundo (1993), El dueño del secreto (1994), Ardor Guerrero (1995), Las apariencias (1995), La huerta del Edén (1996), Plenilunio (1997), La colina de los sacrificios (1998), Carlota Fainberg (1999), En ausencia de Blanca (2000) y Sefarad (2001)...
Se puede decir de modo casi axiomático que la narrativa de Muñoz Molina es un bello canto a la mentira, en cuanto su prejuicio crítico inicial antes de elaborar cualquier novela es la hermosa mentira de la ficción: “Los libros mienten, pero muestran casi con ingenuidad las leyes de la mentira y nos educan contra ella”[2]. La mentira en los libros extraída indiciariamente de La paradoja del comediante de Diderot, leído por Juan Carlos Rodríguez. Esta aceptación de la mentira como límite de sí mismo coopera en la organización de un tipo de novela de ámbito simbólico y centrada en los grandes mitos del siglo XX: lo literario, el jazz, la novela policíaca, la Guerra Civil, los demonios familiares y la metaficción. Lo importante de las historias, como dirá el propio autor, a través de la boca de su personaje Solana, no son su verdad o su mentira sino la maestría al contarlas.
Como decía el propio Muñoz Molina[3], Beatus ille surgió teóricamente de dos bases de inspiración narrativa: Josep Torres Campalans, biografía falsa del pintor catalán cubista, escrita por Max Aub, y Los papeles de Aspern de Henry James. También Beatus ille es la historia olvidada de un escritor republicano y vanguardista de la generación del 27, Jacinto Solana. Como dice el profesor Latorre Madrid[4], “Muñoz Molina nos presenta a un personaje que está dentro de la categoría de mito, de héroe republicano, para atrapar al lector, representado en el personaje Minaya, y extraer una amarga e irónica verdad al final del libro: nada de lo que se ha dicho sobre este personaje resulta ser verdad, todo era pura apariencia. Solana no llegó a ser nunca el héroe que todos pensábamos cuando leemos el libro, por tanto, todo es un engaño. Con este descubrimiento final, Muñoz Molina nos está advirtiendo sobre los peligros que plantea el mundo actual: nada es lo que parece, no existe una verdad Absoluta, todo es relativo”. Gracias a la horma de la novela policíaca que recorrerá sus siguientes novelas, Muñoz Molina introduce al lector en un “ambiente cerrrado, por el que es atraído poco a poco, en el que llega a detectar la existencia de un crimen ocultado durante mucho tiempo”[5]. Este crimen es investigado por el estudiante Minaya mientras intenta recobrar la memoria de un escritor olvidado de la generación del 27. La investigación se entrelaza con su propia vida y con la del escritor Solana, así como los sucesos de la casa de su tío Manuel y el asesinato de su esposa la misma noche de bodas. Pero también la novela intentará descubrir quién es el asesino de Solana y su padre.
El invierno en Lisboa es un excelso homenaje al cine negro americano y al mundo del jazz. Desarrolla la historia de Santiago Biralbo, un pianista que se enamora de Lucrecia, casada con Malcom, quien, junto con Morton, persiguen a Lucrecia que les ha robado una pintura de Cézanne. La historia de Biralbo y Lucrecia junto a la del robo de la obra de arte y la espectacular historia de Billy Shwan se imbrican en el libro de tal forma que el tiempo adquiere una densidad enorme y endiablada saltando del presente al pasado y creando una historia apasionante, con un ritmo enérgico y vigoroso. Es una novela de espacios interiores (como en Bergman) en la que la presencia del cine y sus múltiples planos se ensamblan a través de los emblemas que serían los componentes de una supuesta posmodernidad. Los elementos de esta novela, sus semejanzas y trucos con lo negro-jazzístico, sus arquetipos deben tanto a este cine y a esta música que sin ellos no existirían, pero en esta envolvente novela que, a veces, da la sensación de nebulosa donde el lector y los propios personajes andan perdidos, lo trascendental, como dijo Gullón[6] es la palabra que “verdaderamente alumbra, traduce e inventa; quien se impone al receptor como lo más personal y valioso de la invención”. Aquí radica la diferencia fundamental con la novela negra americana, creada por tenues recursos lingüísticos, por una pobreza de léxico compulsiva y por una insulsez de estilo manifiesto, más atenta a la reverberación de la acción y la trama, pero nunca un homenaje al estilo literario, como es esta novela de Muñoz Molina.
En el Epílogo a la novela Beltenebros[7], que lleva por título: “Epílogo y Arqueología de un libro”, el propio autor nos descubre los prolegómenos de la novela, el pretexto: “Lo único que yo puedo contar sobre esta novela (...) es aquello que no fue escrito, lo que había antes y detrás del acto de escribir: unas pocas imágenes involuntarias, una fotografía, unas palabras que leí por casualidad en un libro” (p.267). Más adelante, pormenoriza, identifica y concreta esas “imágenes involuntarias”: un viaje a Florencia –esta ciudad aparece por primera vez en la novela en el capítulo I, página quince-, una foto de Julián Grimau –podemos entender que en la novela es Darman-, las novelas de Edward Goodman, un escritor de novelas de alquiler –en la obra estarían escritas por Rebeca Osorio –madre-, una película de Boris Karloff (más adelante profundizaremos en la importancia del cine en su obra), un pequeño titular en la esquina de un periódico, el recuerdo de dos cines de su infancia, un poema de Justo Navarro, un libro de Gregorio Morán acerca del Partido Comunista, la soledad en los pasillos de los aeropuertos y el nombre de Beltenebros, que aparece en el Quijote.
Todas las sensaciones a las que se refiere Muñoz Molina, nacidas tras la pulsión de la inmediatez de los objetos, las cosas y las personas, no crean evidentemente una novela, pero son el cemento que une, el basamento, la sustancia que provoca la efervescencia arquitectónica del edificio narrativo. Está estructurada en dieciocho capítulos. Desde la primera línea el escritor crea el suspense (instrumento vital de la novela negra, subgénero al que pertenece ésta): “Vine a Madrid para matar a un hombre a quien no había visto nunca”. Ese misterio que se va creando se conforma con las alusiones a la vida secreta del futuro asesinado, los nombres falsos. Un elemento clave en todo el desarrollo posterior de la novela es la función metaliteraria, a través de la introducción de la literatura dentro de la literatura, en concreto el interés hacia las novelas sentimentales que leía el futuro asesinado. El juego con el tiempo es fundamental en su narrativa y, a veces, punto de confusión para determinados lectores que se pierden en las continuas analepsis y prolepsis. De modo que en muchas ocasiones el tiempo real del relato deviene una nebulosa, como algunas de sus novelas. Y, efectivamente, el organigrama o el edificio narrativo presenta ese carácter de circularidad, de círculos concéntricos que giran en torno a un punto, el Universal Cinema, sin embargo, no cabe duda de que el tiempo de la narración es uno de los elementos más significativos de la obra. Existiría el tiempo de la narración, el tiempo de la evocación y el flash-back o analepsis.
Tal vez resida el mayor mérito de El jinete polaco (1991) en la rememoración de la subjetividad masculina, ligada al cuerpo y al afecto, que explora minuciosamente las vergüenzas y las humillaciones de la adolescencia de un joven lúcido y desplazado, que ha huido a Madrid. Tal exploración se extiende al entorno familiar y a la vida de la ciudad de provincias, y se convierte en un estudio valioso del Bildungsroman de la nación española, sus cambios sociopolíticos, desarrollo turístico, llegada de la tecnología (estufas de butano y tele en blanco y negro), y diferencias de los gustos generacionales (el vestido, la música, el amor). En el proceso, Muñoz Molina ha creado una historia, de escritura brillante y rara sentimentalidad. Pero también esta novela es un encuentro con sus propias raíces, con la memoria y con los territorios de la infancia que llegan una y otra vez en forma de situaciones e historietas envolventes como la del cuerpo emparedado o la del retratista. En todo este proceso de conformación de la memoria se van ampliando los encuentros con el sentimiento que ha creado el paso del tiempo, trascendente en todo este proceso narrativo y el débito a las gentes, a las historias y a los mitos de su ciudad natal.
La trama de Plenilunio (1997) gira alrededor de un inspector de policía obsesionado con resolver el asesinato de una niña. Los personajes son todos personas comunes y corrientes. Incluso el asesino es exactamente lo que se puede esperar de una persona capaz de matar a una niña. Como el inspector no quiere saber mucho de sí mismo, tampoco nosotros lo podemos conocer muy bien; sabemos que cree que va a poder encontrar al asesino por sus ojos, por su mirada. La historia del inspector, que intenta rehacer su vida, correrá pareja a la historia sentimental, su enamoramiento, y la investigación sobre el asesinato. Pero sobre todo es la historia de los perdedores, a la que es bastante fiel Muñoz Molina, la de seres que han perdido la brújula de sus respectivas existencias.
Dice en el prólogo Muñoz Molina que la novela Carlota Fainberg acaba muy pronto. Mas habría que precisar que no es la novela la que finaliza pronto sino Carlota Fainberg, el personaje. Las mujeres del escritor ubetense, igual que le sucede a las de Antonio Soler, siempre son misteriosas, intrincadas, complejas, inabarcables, espejismos en el desierto urbano. Es de suponer que debería decir que lo mejor de la novela es, por tanto, el desarrollo psicológico de Carlota Fainberg (C.F.) en las páginas centrales, pero en realidad son los sutiles hilos de los que se sustenta, la capacidad de transmitir una visión alucinatoria, la ingravidez que provoca su aparición en el relato, los elementos que permiten descubrir la bondad de su narrativa, el hechizo al que somete el narrador al lector. Carlota Fainberg es un personaje fascinante, vampiro, histérico, mágico (¿la maga de Cortázar?), sólo entreverado gracias a la sutileza estilística de Muñoz Molina. No podemos decir lo mismo del resto de la novela, que fuera del magistral personaje, más parece un barquichuelo de pesca a la deriva en el mar del estilo.
Sefarad es un peregrinación y exploración de los demonios más profundos del siglo XX que trajeron como consecuencia una de las mayores represiones de la historia: la del nazismo, también la del estalinismo. Pero hablaríamos de una parte de la novela, y no del todo, si nos quedáramos en este comentario simplista. Sefarad es bastante más: la memoria de Muñoz Molina, que se convierte en personaje evocado en primera persona, en la época en que trabajaba como administrativo en el Ayuntamiento de Granada o ya escritor famoso dando conferencias en Göttinga, Praga o Estados Unidos. Pero también la historia de su pueblo, Úbeda, y la historia de Madrid, sus arrabales, sus ruidos, sus encuentros y desencuentros. Por eso Sefarad es una novela (no de novelas como anuncia la contraportada) sino de contrastes y complementos. Una novela de personajes que adquieren un alto valor simbólico y, en cierto modo, resonancias épicas, vidas personales en el magma denso de un siglo de sometimiento ya fenecido, y también novela memorial sobre la propia vida del escritor Muñoz Molina, pura ficción metaliteraria. Se iría de lo particular a lo general creando una malla consistente de mundos personales que trascienden sus propias vivencias. Contrastes entre la ciudad y el pueblo, entre el presente y el pasado, entre la represión y la libertad, entre el yo y el ellos. Novela de exilios interiores y exteriores, en la que tan importante es la historia de un zapatero y una monja como la persecución de Münzenberg o el deceso de Lévi. En la que se mezcla lo autobiográfico con lo referencial histórico sobre el que el escritor –como advierte en la Nota de lecturas del final- se ha empapado en libros como El fin de la inocencia de Stephen Koch, El pasado de una ilusión de François Furet, The invisible writing de Arthur Koestler, las Cartas a Milena de Kafka, etc. Apoyatura bibliográfica que, a veces, no está suficientemente digerida en el texto, y da la sensación de que el escritor se ha dedicado a hacer un resumen u ofrecernos el cortar y pegar. Pero, al fin y al cabo, literatura dentro de la literatura le ha servido a Muñoz Molina, no sólo para construir un discurso metaliterario, sino un discurso histórico con profundas resonancias épicas.
El pasado y el presente van y vienen a través de la prolepsis y la analepsis sin solución de continuidad, perfectamente integrados, creando entre los diversos capítulos una serie de vasos comunicantes estructurales que intentan evitar técnicamente el riesgo más evidente de esta novela: el fragmentarismo o la construcción de parcelas independientes sólo unidas por un espíritu secular. El empleo de la primera, la segunda y la tercera personas narrativas, es un instrumento de primer orden para organizar ese magma narrativo de derribo, ese conjunto de historias que son las piezas del puzzle en que se convierte esta novela. Novela-río en la que Muñoz Molina demuestra una vez más el dominio de la técnica novelesca y su compromiso con la libertad personal, su crítica a la sinrazón y la persecución y el muestrario de los demonios personales.
[1] Toro, A. de y Scheerer, T. (1995): La novela actual española. Autores y tendencias. Kassel: Ed. Reichenberger, p. 235.
[2] Muñoz Molina, A. (1993): La realidad de la ficción. Sevilla: Renacimiento, p. 242.
[3] Muñoz Molina, A. (1998): “Destierro y destiempo de Max Aub”, en Pura alegría, Madrid: Alfaguara, p. 100.
[4] Latorre Madrid, M.A. (2003): La narrativa de Antonio Muñoz Molina. Beatus ille como metanovela, Málaga: Universidad de Málaga, p. 15.
[5] Martinón, M. (1995). “Género y narrador en Beatus ille de Antonio Muñoz Molina”, en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, nº 14, p. 88.
[6] Gullón, R. (1994): La novela española contemporánea. Madrid: Alianza Editorial, p. 324.
[7] (1ª ed. Seix Barral, 1989), Círculo de Lectores, Barcelona, 1990.
El pasado y el presente van y vienen a través de la prolepsis y la analepsis sin solución de continuidad, perfectamente integrados, creando entre los diversos capítulos una serie de vasos comunicantes estructurales que intentan evitar técnicamente el riesgo más evidente de esta novela: el fragmentarismo o la construcción de parcelas independientes sólo unidas por un espíritu secular. El empleo de la primera, la segunda y la tercera personas narrativas, es un instrumento de primer orden para organizar ese magma narrativo de derribo, ese conjunto de historias que son las piezas del puzzle en que se convierte esta novela. Novela-río en la que Muñoz Molina demuestra una vez más el dominio de la técnica novelesca y su compromiso con la libertad personal, su crítica a la sinrazón y la persecución y el muestrario de los demonios personales.
Vídeos de Muñoz Molina
[1] Toro, A. de y Scheerer, T. (1995): La novela actual española. Autores y tendencias. Kassel: Ed. Reichenberger, p. 235.
[2] Muñoz Molina, A. (1993): La realidad de la ficción. Sevilla: Renacimiento, p. 242.
[3] Muñoz Molina, A. (1998): “Destierro y destiempo de Max Aub”, en Pura alegría, Madrid: Alfaguara, p. 100.
[4] Latorre Madrid, M.A. (2003): La narrativa de Antonio Muñoz Molina. Beatus ille como metanovela, Málaga: Universidad de Málaga, p. 15.
[5] Martinón, M. (1995). “Género y narrador en Beatus ille de Antonio Muñoz Molina”, en Revista de Filología de la Universidad de La Laguna, nº 14, p. 88.
[6] Gullón, R. (1994): La novela española contemporánea. Madrid: Alianza Editorial, p. 324.
[7] (1ª ed. Seix Barral, 1989), Círculo de Lectores, Barcelona, 1990.
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