Se cumple un cuarto de siglo desde la muerte en 1983 de José Luis Acquaroni, un escritor que desgraciadamente ha quedado en el olvido. Nuestro último objetivo es la defensa del libro andaluz y por eso queremos hoy reivindicar la figura de este ilustre escritor.
Aunque no fue andaluz de nacimiento (sino madrileño, si bien sus padres sí lo eran: su padre, sanluqueño, y, su madre, de Puerto Real), José Luis Acquaroni es escritor andaluz en su producción literaria. Desde los dos años vivió en Sanlúcar de Barrameda, estudió Filosofía y Letras, y muy joven comenzó a colaborar en prensa escrita, Ayer o La Voz del Sur, del que llegó a ser director en 1951. Fue también director de la biblioteca de Sanlúcar y de la Colección Arqueológica. Cuando contaba alrededor de treinta años participó en el desarrollo del grupo Platero junto a Fernando Quiñones, José Manuel Caballero Bonald, Julio Mariscal o Carlos Edmundo de Ory, entre otros. Fue un escritor homenajeado en su época y recibió galardones importantes: Premio Camilo José Cela de relatos, Hucha de Oro, Ínsula, Ateneo de Madrid, Blasco Ibáñez y un largo etcétera, hasta llegar al Premio Nacional de Literatura que se le concedió en 1977.
La mayor parte de su producción literaria está centrada en el cuento, siendo uno de sus más importantes creadores entre los años cincuenta y setenta. Su obra se condensa en muchos relatos publicados en revistas de la época, la colección de cuentos Nuevas de este lugar (1965), las novelas cortas El cuchillo de la madrugada y Estado: Soltero, así como las novelas El Turbión (1967), A la hora del crepúsculo, y la mencionada Copa de sombra. También desde hace unos años algunos de sus cuentos fueron reunidos en Liturgias del fracaso (2002).
El reconocimiento del que gozó en vida se apagó de pronto desde su misma muerte. Un hecho al que no son ajenos muchos escritores. La explicación que ofrece de tal suceso José Jurado Morales (la persona que ha trabajado con mayor profundidad su obra) es 'su pensamiento político'. Cito textualmente: “Acquaroni es un conservador que pasa a un segundo plano con la llegada de la democracia, como Pemán, Panero o Vivanco (...) No obstante (amplía el profesor de la Universidad de Cádiz), pocos escritores defendieron como él la reconciliación de las dos Españas”.
Mi análisis tiene como objeto su obra Copa de sombra, ganadora del Premio Nacional de Literatura en 1977. Se ha dicho que es una de las mejores novelas sobre la guerra civil. No lo sé, mi osadía no llega a tanto. Pero puedo decir que es una excelente novela, al menos en su creación lingüística. Y lo es porque, como decía Valle-Inclán, en ella Acquaroni ha demostrado que es un escritor con un estilo y talento narrativos sobresalientes.
Lo primero que le llama la atención al lector es su preciosista uso del lenguaje, su detención en la palabra, el mimo con el que la trata y la simpatía que ofrece con ella, y su expresión cuidada hasta el mínimo detalle. Esto ha llevado a decir a algunos que es un creador de palabras más que un novelista. Como toda reducción o frase hecha puede caer en la simplicidad. Pero sí así fuera, ¿no sería digno de estar en la historia de la literatura por ser un creador de palabras, por dignificar la lengua española, por darle brillo y esplendor? Yo creo que sí. Hay algunos escritores a los que les gustaría estar por un verso. Sin embargo, a veces, se corre el riesgo de que el escritor, llevado del entusiasmo de la génesis verbal, de su intuición innovadora, se deje conducir por una locuacidad apremiante y neblinosa que invalide los procesos narrativos o la contingencia y organización que debe tener todo proceso creador en aras de que una pieza no desmerezca el resto de la orfebrería narrativa. Su prosa es dulce y densa, como esos perfumes que embriagan los sentidos y no es la incontinencia verbal para su pluma.
La fascinación por la palabra no le hace olvidar en Copa de sombra el martirio de nuestra guerra y las secuelas que conllevó a varias generaciones de la posguerra (Es más, hoy día algunos se empeñan en volver a regenerar el estigma o la llaga de la contienda, ¡pobres ilusos!). En Copa de sombra (de título tomado de un endecasílabo de A. Machado: “Con la copa de sombra bien colmada”) Acquaroni integra el narcisismo del héroe novelesco, los restos del naufragio vital y existencial, y el magma espeso y hediondo de la posguerra. Pero la
En él, en contra de lo que puede indicar su nombre unamuniano, no se delimita el espacio creador sino la vorágine destructora: Adón regresa a su pueblo, Puerto de Santa María de Humeros, para morir. Se acerca la fecha en la que padre y abuelo murieron, y él se apresta a morir igualmente. No es un héroe agónico en el sentido unamuniano, es decir, un héroe que lucha (De hecho, dice Acquaroni, “había querido alcanzar el orgasmo en el amor con el menor esfuerzo”), sino un antihéroe pusilánime que acepta su destrucción como individuo antes de que esta suceda (Luego veremos hacia el final una sorpresa que explica muchas cosas). Desde el principio sabemos que el final de la obra es el final de Abel Adón y el desarrollo no es sino siete jornadas en su vida con el monólogo interior presidiendo el envite a la vez que se alterna con la tercera persona. Monólogo interior como en el Ulysses de Joyce, del que es deudor.
En el prólogo nos dice Acquaroni que nadie había rezado un padrenuestro por los muertos de la guerra y defiende el hecho incontrovertible de que sólo un bando fue el perdedor. Critica el estado de amnesia que siguió a la guerra civil y como honra a los caídos enumera una relación de los ejecutados en Puerto de Santa María de Humeros entre el 18 de julio de 1936 y el 4 de enero de 1937. Su compromiso político no cabe la menor duda.
Comienza el libro con estas palabras: “Abel acababa de entrar en la última semana del que debía de ser año de su muerte. Así parecía escrito en los códigos que soldaron su células o en las oscuras leyes de una como fatalidad heredada”. Esta aceptación de la muerte de corte senequista nace de una voluntad grabada antaño y de la idea de que todo aquel que toma “un fusil para matar se ejecuta un poco a sí mismo”. Pero también hay mucho de naturalidad ascética en ese beneplácito y en el simbolismo de la guerra y la posguerra. En cierto modo, se hace mártir, se niega como individuo porque difícilmente puede aceptar el entramado del pasado que lo ahoga. Sólo esta especie de
Su ida hacia Puerto de Santa María de Humeros, en la costa y a ochenta kilómetros de Sevilla, en cierto modo origina la singladura hacia la regresión al claustro materno (madre que se convierte en todo un símbolo en la obra). Igual que Bloom en el Ulysses va contando lo que hace desde que se levanta, también Abel Adón. Su último encuentro con la secretaria Solange pero sobre todo la preocupación de no fenecer en el lecho que no fuese el propio. Una vida, la de Abel Adón, lineal, monorrítmica y regular que nos han dado y de la que somos ajenos. Por eso dirá en un momento determinado: “Vivir no es otra cosa que lanzar al aire partículas atomizadas de una como nube que somos, y que son las rachas del viento y la dirección de sus corrientes las que con su fricción nos producen, bien el encono y el desagrado, bien la caricia y el placer”. Una vida como ajena a la voluntad, en la que el fatum es una hipoteca de renta fija, aunque continuamente entreverada, junto al presente monótono, de pulsiones, imágenes, derrotas, fragmentos del pasado que nos ayudan a escribir o sobreescribir o reescribir la historia de una larga posguerra de desolación.
Abel llega a la casa que no veía desde hacía veinte años y encuentra a Benigno, el casero y sus dos hijas: María de la O y Pepita. La descripción sintética y sintagmática es uno de los puntos fuertes de Acquaroni, en unas cuantas líneas delimita perfectamente el lienzo y a la persona. Así resumirá la vida de Benigno: “Dos orgasmos, un manivelazo cada tres minutos, el seis doble uan vez a la semana, la puntualidad mensual en el pago de unos recibos para asegurarse el finis terrae…. Esto había sido la existencia de aquella alma de Dios. Y, a la postre, ya encanecido, el disgustazo de saber a una de sus hijas, de sus dos orgasmos, conducida ante la presencia del sargento de la guardia civil”. Sus aciertos en la creación lingüística son de gran altura estética y, en cierto modo, si se me permite, deudores de la mejor tradición metafórica. Cuando dice, por ejemplo, “cada empedrado es una intimidad de sol y recuerdos. Cada empedrado es una porosa piel, una crónica viva”.
La realidad y los recuerdos se van amasando en esa especie de catenaria de la posguerra. A medida que avanza la novela ese presente y ese pasado se aúnan con los personajes que sin solución de continuidad aparecen como en un gran tapiz. Así sucede en el encuentro con Bellony, que había quedado al servicio del duque al acabar la guerra. Lo que le da pie al escritor para hacer crítica social aunque sin profundizar mucho porque lo único que sabemos, como dirá, es que en la posguerra, “los pobres, desde luego, continuamos siendo pobres, y los ricos, más ricos”. Pero también residencia la explicación de la situación en que “los pobres y la clase media caíamos en la trampa de las exaltaciones patrióticas”.
Abel Adón, sin embargo, se halla entre los ganadores: “Estaba claro que no podíamos perder, éramos los eternos usufructuarios de la verdad, de la virtud, de lo benemérito, lo que nos permitía alzarnos en armas y ejecutar a tanto hereje desalmado”. Sin embargo, existe como una justificación y en su filosofía de vida Abel y Caín van de la mano, afirma que “el hombre es un animal al que todos los dolores engordan” y defiende la enantrodomia, aquel principio inaugurado por Heráclito, de que “todo camina hacia su contrario, etcétera. Quiero decir con ello que a qué viene el que yo me sienta ahora sólo víctima y no victimario también”. En definitiva, restaura el principio de que los caínes están entreverados de abeles y viceversa. Filosofía vital que pretende incidir en el gris como matiz de nuestras existencias y no en el blanco o en el negro.
Abel Adón nos habla con simpatía de las víctimas y con rencor de los victimarios, como Pedro Pedroche, un camisa azul, tabernero de señoritos falangistas y a la postre responsable de la muerte de una serie de personas: “Dicen que Pedro Pedroche, luego de dar la orden de ¡fuego! bajando la fusta del mango de plata, todavía se reservaba el privilegio de poner los puntos finales”. Nos habla desde el corazón, selecciona los restos de éste, porque “el corazón recuerda lo que el cerebro, más sonámbulo y sugestionado, no puede recordar”.
Aparece la tía Anastasia, Rosaespina y los lenocinios, Mate Olavarrieta, la madama, la tendencia de Abel Adón hacia el voyeurismo. Sus descripciones pueden considerarse de lo más acertado de la obra. Por ejemplo, cuando dice de Mate: “Pese a su rostro picado de viruelas, la Mate, natural de Ondárroa y traspalantada a la zaragatera sensualidad andaluza, había sido una mujer de buena planta, algo hombruna, pero que a su paso enhebraba las rijosas querencias de muchos ocupantes de las butacas del casino”. Aparece José López Chía, aguador y socialista ejecutado el 22 de agosto del 36, simplemente por pertenecer a las juventudes socialistas y critica con ironía esa cruzada inaugurada por el dictador, y en ese momento aparece un Abel Adón reivindicativo y crítico con esa terrible realidad: “Que no hay más santo lugar ni lugar más santo en toda la tierra, que el cuerpo y el espíritu del más anónimo de los mortales, del más humilde de los aguadores, y que nunca, nunca podrá permitirse la cruz en el pecho de los que odian”. Una idea que se amplifica al pensar que el hombre ha sido creado también para el rencor, para ser el Caín del que se alimenta.
Los recuerdos de la escuela aparecen en la Quinta Jornada como una especie de memento de una época y el profesor que tanta afabilidad y denuedo ponía en sus alumnos: “Me hurgaba –dice Acquaroni- delicadamente en mi escroto y mi miembro impúber, metiéndome por el pernil la regordeta mano, y uno ignoraba las razones de aquella querencia de la regordeta mano del fraile, tan amanerada al manejar la tiza”. De otro profesor, igualmente de sotana, dice: “Me atizó una bestial paliza porque me oyó decir en clase, sotovoz al compañero de pupitre, me oyó decir cojón en vez de cajón”.
Surge el recuerdo de su padre y la familia, las conversaciones con el psquiatra, y viene a la memoria Francisco Gaitán Moreno, otro asesinado, o el confidente Mauro, al que se referirá en la Sexta Jornada, también a Pablo Repetto Rey, a don Manuel, el profesor krausista en el Instituto. Porque el Puerto de Santa María de Humeros es, en cierto sentido, un lugar para la muerte, es el Celama de José Luis Acquaroni. Sólo aparecen muertos y los vivos apenas si poseen entidad cierta. Y la muerte por momentos forma parte de modo esperpéntico cuando nos refiere la escena en la que el ataúd de su madre no entraba en el cañón del nicho: “Los dos sepultureros sudaban. El agente de pompas fúnebres sudaba. Abel, a un mismo tiempo, transpiraba y sentía frío. Quizá por hurtar la mirada a aquel roer de ratas a que estaba siendo sometido el féretro con los restos de su madre, se puso a recorrer de nuevo con la vista los alineados mármoles de sus tataradeudos”. Y la muerte también se va adueñando del final de la obra cuando acude con una descendiente de la Rosaespina del prostíbulo al cementerio, en una escena macabra que tiene mucho de El verdugo de Berlanga y esa tradición elegíaco-festiva de la literatura española desde Quevedo.
Lejos de ser entendida como un culto a la muerte, sí debe entenderse como una normalización de esta porque Acquaroni no cree en absoluto en el ser humano del que dice cosas tan terribles como esta: “No en balde es el hombre el más carroñero de los animales. Ya que en cuanto tiene uso de razón, y quizá antes, vive atento al olisqueo de su propia fetidez (…) Sí, el hombre es el más carroñero de los animales. El que más vive de la muerte. Porque, ¿es que no son las muertes de los demás las que, meintras se pueden ir recontando, van dándole la certeza de su propia vida? Engordamos nuestra vida con los despojos de los que mueren, los epitafios de los que mueren. Porque al contrario que los animales, vivimos con los sentimientos y no con los sentidos. Y como la vida la reconoce casi únciamente a través de la angustia de perderla, vivir es para el hombre, necesariamente, angustiarse: esa fermentación que, como los vinos, nos aneja”.
Una obra digna ganadora en el 77 del Premio Nacional de Literatura y que hoy día por sus valores estéticos y éticos debería seguir siendo leída con afecto por las generaciones venideras.
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