DE JOSÉ MANUEL CABALLERO BONALD
F. MORALES
LOMAS
Existe un relevante parentesco
entre los dos filósofos más importantes del XX, Heidegger y Wittgenstein, y
Caballero Bonald, al hacer coincidir en el hecho lingüístico la esencia
respectivamente del discurso filosófico y de la escritura artística o poética. Si
Wittgenstein afirmaba que los límites de mi lenguaje son los límites de mi
mundo, Heidegger pretende acceder al
descubrimiento del ser como revelado en la palabra, siendo está la casa del ser,
que, como dice Caballero Bonald, su actividad depende de “su capacidad
penetradora en el solar de lo desconocido”.
Las claves de la poesía para Caballero Bonald
están in situ, en el interior del
texto, y, en ocasiones, en su ingrediente alucinatorio. Pero el poema se
alimenta de la vivencia, del aprendizaje de la existencia al mismo tiempo que
es la resolución de un enigma y, en ese deambular por el mundo, la esencia
primera vuelve con frecuencia al lenguaje poético de Góngora y San Juan de la
Cruz, tanto como al pensamiento crítico del que se alimenta con fortaleza. Pero
cuando se vuelve la mirada hacia atrás (la estatua de sal es un peligro
inminente) hay que iniciar un “contracamino”, un “desaprendizaje”, no tanto
como olvido de lo aprendido sino reconsideración de esas leyes fundamentales
que obviaron nuestra existencia. ¿Qué hay de verdad en ello? ¡Cuánto en esa
memoria que como una araña va germinando su malla de seda en el que la única
víctima de lo aprendido, nuestro propio centro, somos nosotros!
Como en Heidegger, el ser de
Caballero Bonald es el estar-ahí (Dasein), en el que como transitorios en un
tiempo, aspiramos a definirnos porque en nuestro proceso de construcción de esa
identidad, como búsqueda, como desaprendizaje, está la esencia de lo
vivido. Caballero Bonald sabe que las
alas de ese tiempo son frágiles y en muchas ocasiones nos alimentamos de
ensueños. Y después de construir esa
identidad con lo aprendido, “resetearlo” todo y reconstruirlo desde otros
presupuestos, desde otra verdad en una constante aventura prometeica. Es una contingencia
en la que la palabra es el fundamento de su mundo pues en ella deposita
Caballero Bonald el centro de su creación literaria. Hay una búsqueda de sí, de
ese Dasein, en el abismo, siendo consciente del concepto de inefabilidad. En
ese recorrido la naturaleza, el paisaje… como en el Renacimiento, es un
alimento excelso que lleva a la plenitud, pero también la necesidad de “ser
siendo” o advertir sobre los gravámenes del tiempo, un discurso en el que
convivió siempre Antonio Machado con Bergson.
Para este, el único tiempo real es el humano, en ese tiempo vamos
creando la bola de nieve de nuestro existir con las acrecidas, pero todo lo
porvenir está ya en lo ya sido, aunque en ese tiempo ininterrumpido en cada
momento surge al unísono lo irrepetible y único en una especie de síntesis
entre Heráclito y Parménides. Caballero Bonald se propone en Desaprendizajes desmenuzar la realidad
entera de la vida, en sus acontecimientos, en sus axiomas, en sus determinaciones…
porque quiere entender a ese ser humano Caballero Bonald a partir de ese hombre
y de su conciencia. Una aventura
prometeica esa aventura en la comprensión del impulso vital que esconde la
crecida y decrecida del ser. Y en este recorrido “todo es versátil y azaroso”, asumiendo
que la propensión a la evidencia y a la realidad solo puede ser un camino que
impide la lucidez que nace de la duda. Es consecuente con que la jornada está
llena de trampas y al mismo tiempo “difícil es y acongojante desaprender lo
aprendido”, hasta casi llegar a ese “centro de la piedra”, en ese poema donde
tan presente está Valente y la soleá
“Fui piedra y perdí mi centro”; y, en ocasiones también, la imagen general del
vencimiento.
Pero hay unos principios que
sostienen claramente ese Dasein: la
madre, el mar, la iluminadora modificación de las palabras, la certeza del ser,
la búsqueda de la luz… y también “los innúmeros venenos que me han de resarcir
de todo lo perdido”, como antídotos. Tampoco puede faltar su compromiso moral y
ético ante esos látigos del tiempo que fustiga, ante las patologías de la vida
cotidiana, y que en el poema de tanta raigambre machadiana, “El mañana efímero”,
se hará evidente: “Esa España inferior que ora y bosteza empecinada una vez más
en no ser sino un remedo de su propia añagaza, un fraudulento expurgo de lo que
nadie podrá nunca cotejar.” Existe una denuncia de esa barbarie, de lo zafio,
de lo banal y de lo obsceno. Pero también en el poema “Los mendigos transportan
sus pertrechos”, donde deducimos una suerte de nuevo humanismo que se guarnece
de los atributos que más importan: “Escogen un trayecto en espiral cuyo trazado
conduce consecuentemente al punto cero de la privación. No siempre usan los
harapos a manera de lágrimas y guardan entre sus pertenencias un renuente
acervo de migajas perecederas”.
Sin embargo, la belleza en su
orbe germinal de nuevas esencias acaba apoderándose de la esencia de la palabra,
mientras el poeta guía virgilianamente al náufrago que, como un Ulises
cualquiera, camina hacia los abismos del ser. Puede hallar una simbología de
espejismos en esa quimérica reminiscencia de los argonautas, y no puede evitar
preguntarse de qué ha servido tanta victoria y también tanta derrota, en una
tendencia moral que trate de acallar su conciencia; o reflexiona sobre el
ejercicio de la escritura en el poema “Retórica y poética”, donde la palabra es
el centro y su aprendizaje para desvelar el mundo, con su tedio, sus
conciliábulos, su desgaste…, siempre las palabras como bienhechoras y reveladoras
de ese ser que va creciendo por acumulación en el camino prorrogado en el que
el hombre no debe petrificarse en ninguna verdad, como diría Jaspers, y estar
siempre dispuesto a aprender. Caballero Bonald lo está, en Desaprendizajes revela esta verdad esencial. Es la filosofía última
de la que alimenta el libro y recuerda un tanto estas palabras del filósofo en
Heilderberg: “Cumple quebrar toda forma que se torna definitiva, dominar todos
los imaginables puntos de vista en su relatividad y cumple hacer presencia
conscientemente a toda forma del envolvente, realizar todas la maneras de
comunicabilidad”. Porque en el fondo, el mundo es una paradoja y nuestro
conocer un rompecabezas, un aprendizaje que debe ser desaprendido: “¿Qué hacer
–se pregunta el poeta- frente a esa contrariedad demoledora…?” Cuando apenas
somos el contrapeso de un galimatías que está por ser descubierto, siendo
conscientes de que nuestro tiempo, el tiempo de ese ser que está ahí, se
alimenta únicamente del discurso de lo desconocido, lo único que todavía
alimenta nuestro tiempo en esa “puta noche”.
En esa indagación de
identidades, en ese reencuentro del ser en sí, su interiorización ayuda a
descubrir los resortes de sus pesquisas en los suburbios de la noche, en el
reencuentro con la propia memoria, cayendo a veces en la dimensión del vacío o
en los tentáculos del silencio, en su magnanimidad decrépita. El tiempo,
siempre inmarcesible, se adueña de la escena con sus despojos y su noche, pero
debemos ser consecuentes: el tiempo real es el tiempo humano, y así se muestra
el alegórico Max Estrella de “Raya de la vida”, con sus fracasos, sus pérdidas
y la “sucesión de hermosuras menoscabadas por la desdicha”. No es lo mismo la
vida que lo vivido, porque las alas que nos conducen en ese recorrido temporal
son siempre frágiles y al borde de la desmemoria, contingentes y reducidas,
mientras la duda mantiene el extravío vital y el ser que está ahí se conduce perplejo
entre los dos polos que proponía Heráclito: la armonía de lo invisible frente a
la armonía de lo visible, a la que llegaremos si somos capaces, como Caballero
Bonald, de desaprender lo aprendido.
Un libro sabio, profundo,
heterodoxo… donde la búsqueda de la expresividad del pensamiento vital es
constante y los recursos de la lengua se adaptan a la horma del pensamiento en una
conducción lúcida que nos advierte de uno de los grandes poetas de la
literatura española contemporánea.
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