lunes, 24 de febrero de 2014

MI AMIGO MANUEL URBANO, UNA MIRADA A SU POESÍA POR F. MORALES LOMAS

MANUEL URBANO PÉREZ ORTEGA Y F. MORALES LOMAS

l pasado sábado 22 de febrero tuve ocasión de compartir el homenaje que la Ciudad de Baeza ha realizado a Manuel Urbano Perez Ortega, que en vida fue durante los dieciocho últimos años secretario del Premio Antonio Machado instituido por esa ciudad.

En un acto solemne, con la presencia de la viuda de Manuel, Nieves, y del alcalde de la ciudad, Leocadio Marín, y el presidente de la Diputación de Jaén, Francisco Reyes Martínez, intervinimos para rememorar la obra de Manuel Urbano los siguinentes escritores y profesore:
El poeta Antonio Carvajal, el catedrático de la Universidad de Granada y presidente de la Academia de Buenas Letras, Antonio Chicharro, y el que esto suscribe.

Tengo el gusto de reproducir aquí las palabras que dije:

MI AMIGO MANUEL URBANO,
UNA MIRADA A SU POESÍA

F. MORALES LOMAS
 


Estimadas autoridades, estimada Nieves, amigos y amigas, señoras y señores.
Cuando en la noche del 26 al 27 de enero de 1939 Antonio Machado miró hacia atrás para contemplar la frontera española sabía que ya no volvería más a España. Era obligado a marcharse uno de los intelectuales más rigurosos y comprometidos que ha existido hasta el momento y, en palabras de Ángel González, el poeta más importante del siglo XX en España.
Hoy día, en una época de profunda crisis de valores, amén de económica, los intelectuales andan dormidos en no se sabe qué dinamismo particularista y privativo difícil de entender. Es en estos momentos cuando el compromiso de Antonio Machado adquiere un enorme alcance y el valor de su literatura, como instrumento de reflexión, sensibilidad y guía. Su actitud ética y moral, siempre presente en sus discursos y en sus reflexiones, manifestaba la obligatoriedad de una atención vigilante a los acontecimientos ante posibles huidas. En el fondo, como conocedor del alma humana, es consciente de que la espantada por miedo o rechazo se producirá, y advierte de ello, pero él siempre fue fiel a sí mismo y a las ideas de humanismo y solidaridad que defendió con ahínco durante toda su vida y con más fuerza si cabe como en los escritos publicados en La Vanguardia fechas antes.
En estos momentos que traemos a la memoria al genial escritor sevillano para conmemorar su aniversario quisiera unir su nombre al de otro gran escritor, Manuel Urbano. Un escritor que compartió con Machado una próxima visión del mundo, un compromiso con la palabra y con el hombre, aparte de ser el secretario del Premio que lleva el nombre de Antonio Machado.
Como Machado, también Manuel Urbano tiene ya un sitio en la historia de Andalucía. En esta historia modesta e indulgente de los escritores de provincias que van desmadejando la literatura con el buril de la palabra ordenada, limpia y conmovedora en este mar de olivos que nos rodea.
Pero, sobre todo, Manuel Urbano tiene un espacio abierto, puro y conmovedor en mi memoria, en mi corazón; ese reloj de los sentimientos, esa despensa en donde se guarda lo mejor de cada uno.
A Manuel Urbano lo conocí desde la palabra, y, hasta unos días antes de su muerte (que dialogaba con él), me ha unido la pasión por la literatura, pero fundamentalmente la pasión por la vida y la amistad, que tiene la fortaleza del diamante cuando nace de la adhesión en los apegos.  
Yo tenía a Manuel por un profundo amigo, por un hondo consejero. Creía a pie juntillas en su palabra. Y su palabra era justa, meditada, inteligente, afable. De pocas personas puedo decir esto en mi vida. Y quiero reconocerlo públicamente porque antes del poeta, antes del escritor, antes del erudito siempre… he antepuesto y valorado al hombre, su fortaleza de ser que mira de frente, que razona de frente, que te habla con la sinceridad de una ola y con la fortaleza del viento.
Quiero resaltar al hombre Manuel Urbano antes que al poeta. Porque no hay tantas buenas personas y éramos muchos los que lo idolatrábamos como persona excepcional. Pero también existe una enorme generosidad en su trabajo crítico y literario: el desgaste físico y químico que llevó a cabo a lo largo de su vida fue también para realzar, resaltar y enaltecer la obra de los demás. Y gracias a él surgieron escritores que habían quedado en el anonimato.
Siendo yo un joven estudiante de letras en la Universidad de Granada (todavía el dictador no había escrito su último telediario con crespones negros) cuando nos llegó Anillos a dos. Pero fue cuatro años más tarde, en 1976, cuando gracias a su obra Andalucía en el testimonio de sus poetas (una de las que más relevancia le dieron a su nombre en la Transición) supimos la dimensión intelectual de este valeroso amigo.
No será, sin embargo, hasta 1984 cuando definitivamente iniciamos una amistad en lo personal que ha llegado hasta su muerte.
Treinta años de una devoción y de un reconocimiento.
Fue con motivo del reencuentro en la Casa de la Cultura de Jaén con el escritor linarense José Jurado Morales, del que tan buenos amigos éramos ambos. Por entonces yo andaba en Barcelona impartiendo docencia y un día el amigo Jurado Morales (cercano ya a su fin) nos dijo al editor y escritor amigo José Membrive y a mí que le gustaría hacer un último viaje con nosotros  a Jaén (ya no volvió nunca más). Y lo acompañamos en este postrer viaje en que conocimos e iniciamos una amistad definitiva con Manuel Urbano, que fue entonces maestro de ceremonias en la última presencia de José Jurado Morales en Jaén.
Después vinieron muchos años de literatura y de intercambio de libros. Y gracias a su buen hacer la Diputación Provincial pudo publicar mi libro Aniversario de la palabra y mi antología Tránsito.
Este homenaje que hoy desarrollamos, efímero en su dimensión temporal, es de enorme efecto para valorar la obra del escritor que se nos ha ido, del amigo que hoy regresa aquí en su esencia como escritor.
Hoy me gustaría hablarles, aunque sea sucintamente, de su lírica, de algunas de sus obras, porque es la poesía (creo) al fin y al cabo lo que más sentido daría a su vida y su visión del mundo.
Manuel Urbano publicó el ya citado Anillo a dos (1972), Presencia y ausencias (1978), Pre-textos (1979), Grabado en la memoria  (1980),  Horno negro (1998), Paseos en Jaén (2001) y Camino de la nieve  (2007).
Su lírica ha sido definida por Antonio Hernández– como “festín verbal con notas barrocas y profundidad meditativa, fruto de una necesidad expresiva y verdad vital que, con un dejo de tradición incorporado en cuanto esta se hace placenta de vanguardias y se llena de rastros de humana melancolía, buscando la final salvación por el arte.
Su Camino de la nieve, por ejemplo, es un crisol poético donde arden los crepúsculos, las tardes de otoño y la oquedad de noviembre, una música violeta, ciertas preguntas con respuesta, el vuelo inmóvil de las horas, la profundidad oceánica del espejo, las hojas y el óxido de su cobre como harapos de ternura. Se trata de un libro donde se mira fijamente la desnudez del tiempo.      
Todos convendrán en que uno de los pensadores de este siglo que ha llegado a profundizar con mayor clarividencia en el lenguaje y su capacidad de simbolizar la realidad fue Wittgenstein. Fue él quien afirmó que “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y  quien llegó a decir que solo podríamos decir cosas sobre el mundo como un todo si pudiésemos salir fuera de él. En el Evangelio de San Juan I, 1 se dice que “en el principio era la Palabra, y la Palabra está junto a Dios, y Dios era la Palabra”. La palabra es un misterio, encierra un mundo, la percepción de la realidad o la irrealidad solo se construye con las palabras. De ahí que la palabra, como dice María Zambrano, exista antes de su aurora que es la escritura. Encerrar un mundo en unas palabras es un acto de osadía, pero cuando lo buscado es la propia palabra, el fulgor del lenguaje, estamos en presencia de la función metalingüística, de la metapoesía. La palabra no solo es el sujeto de la reflexión sino el objeto, el centro del poema.
Manuel Urbano siempre quiso rendir homenaje a la palabra y en su obra Horno negro (Diputación de Granada, 1998) adquiere especial relevancia. Pero  sería proteico reducir ese evento a una constatación conceptual. La palabra solo encierra el límite de un mundo, pero cuando este mundo es ella misma lo ilimitado de su discurso llena todo el poemario.
Con Fábula impia, el primer poema, se sugiere el mundo, más lleno de silencios que de percepciones y ese mundo es el cantar del alma. Con el último poema, Final, la palabra descansa “desnuda y limpia... en el papel” como un sacrificio del poeta. Hay en medio un trayecto por la existencia, el tiempo, el deseo, la percepción amorosa, una reflexión intelectual sobre la simbología del lenguaje y su capacidad de significar. Es en esa estética de horno donde se endurece y modela “la voz del hombre en el tiempo”. Ese horno del título es un lugar simbólico donde el escritor amasa su propia visión de la existencia a través del trigo de las palabras. Todos los matices sobre la capacidad expresiva del lenguaje caben en los versos de Urbano. Las palabras tienen sabor a lágrima, a raíz, a miel. También son humanas, se llenan de los efluvios del ser y no solo representan el amor, sino que son el amor mismo: “Sus nombres son ojos que las miran/ desnudas besándose en la boca”. Son la propia naturaleza y por ello “caen las hojas de las palabras/ y el verso tiembla desnudo”.
Manuel Urbano amplifica esos límites físicos y nos transfiere nuevas visiones, nuevas realidades sobre el hecho poético.
En otros momentos, y en un tono más cernudiano, la palabra adquiere el símbolo del cuerpo amado: “Palabras en los ojos/ su eco por los párpados/ en el orden de un poema donde rima/ el sonido enlazado/ de dos bocas/ amorosamente enmudecidas”. Y se hace cuerpo que llena la existencia y el tiempo del poeta.
El misterio de la expresión, el campo abierto de lo connotativo se va abriendo paso en la mente del lector que atraviesa las procelosas aguas de la creatividad como si conquistara nuevos mundos: la visión de la existencia solo cabe en el lenguaje de esta, como ya sugirió Wittgenstein. Si mi mundo es amplio la capacidad de expresarlo aumenta. Pero el verso siente y sufre y muere, igual que nosotros. Llenar de palabras el mundo es haber vivido. La escritura nos define y nos redime, pero también es sufrimiento y muerte. La dictadura del cuerpo es la de la palabra y su libertad y sumisión son el tiempo que le toca vivir al poeta: “El poeta busca su libertad en la sumisión de la palabra/ y la libertad de la palabra anida en su resistencia”. ¿De cuántas palabras se compone la vida, de cuántos silencios? En los límites de uno y otro nos encontramos nosotros en una eterna búsqueda. El poema no es un canto, es el caminar del poeta por la existencia, y uno y otro son el alma y el cuerpo de la escritura. Su gramática es la creación, la letra que nombra las cosas, la ternura o el odio, la muerte o la vida.
En su último libro, Camino de la nieve, se hace machadiano e íntimo con su reconocimiento del paso del tiempo, la nostalgia de lo vivido o la memoria de lo perdido, la soledad, la naturaleza en torno y la reminiscencia del corazón... En ella se sustancia el diario acontecer y todos los matices de la existencia que en él caben. En él amplía la lírica simbolista de Antonio Machado, Manuel Machado y Juan Ramón Jiménez en la que la trascendencia del lenguaje opera en la dirección de dotar al poema de una pujanza expresiva acogedora.
El concepto de pérdida se evidencia desde el primer poema, pero también de reencuentro en tanto se va y se viene por el camino del tiempo, por el camino de los afectos y los desengaños. La imagen del tú poético se hace sensual y tierna pero también el pasado con sus “arreboles fatuos del amor”, aunque la nostalgia se apodera de lo vivido en un camino que prologa una sublime decadencia lírica bien organizada.    La tarde, el otoño, la naturaleza mustia y decadente ostenta la presencia impertinente, de modo raudo, para conformar la propia vida y ese vacío de trinos y jardines, de triunfos y luces vencidas que se enjoyan en los límites de la subsistencia, en las lindes de la vida. Toda la geografía del encuentro adquiere entonces la presencia de la sustancia poética, su consistencia sonora. Urbano canta la velada trasparencia de lo elegíaco que se asoma al brocal desnudo del ser humano, y se hace una dentellada, un invierno profundo... en una simbiosis de versos en los que prenden los de arte menor de cancionero junto a los narrativo-descriptivos de corte prosaico y elegíaco en el que reconoce la apariencia de una constante: el dolor de ausencia y la relevancia de la clepsidra en su monótono caminar hacia la nada.
        Abunda lo pictórico y lo solitario, el silencio y el paisaje otoñal taciturno, la tristeza y el vacío como un camino de nieve, “y la sed, en un trágico/ juego”. Ese doliente aroma machadiano, esos campos de soledad, esos años caídos, ese paisaje que se identifica consigo mismo: “Mis años son paisaje de lejanías y ahora, ojos atrás...”. El escritor piensa en otra ilusión perdida, en otra ilusión vencida mientras el “corazón del tiempo/ late en voz de ceniza”.
    A través de su palabra la lengua se hace grande, se moldea sublime y alcanza enormes registros emotivos y líricos. Urbano adquiere una extraña asociación de afecto, intimismo, ternura y gráfica presencia lingüística, recrea la palabra, le da consistencia, fuerza, honor.
          La presencia deslumbradora del tiempo conforma el paisaje de una singladura que quisiera tocar a su fin en los espejos de abatimiento o en la obsesión del recuerdo. El campo semántico del dolor, del tiempo, de la memoria, de la decadencia se sublima con sus paisajes otoñales e invernales, con las constantes metáforas y símiles que adquieren una representación perturbadora y con ese nihilismo agotador que resume los sueños en nostalgias y ternuras pasadas, en reflejos de los que fue, en escalofríos o herrumbres de un latido que apenas es ya perceptible.
      Una gran obra lírica en la que Urbano ha mostrado que la lengua crece con el sentimiento, que la lengua es el principal vehículo para organizar la existencia, para vivir la vida en el libro, para revivir el pasado cuando la maestría se convierte en un cauce para expresar lo más profundo de lo que un ser humano lleva en su interior. Palabra y sentimiento, paisajes vividos, nostalgia de lo que fue.
Muchísimas gracias.



jueves, 13 de febrero de 2014

HOMENAJE A DOMINGO F. FAÍLDE EN SU DESPEDIDA


F. MORALES LOMAS, A. GARCÍA VELASCO, DOMINGO F. Failde Y JOSÉ GARCÍA PÉREZ


HASTA PRONTO… AMIGO FAÍLDE

F. MORALES LOMAS




A lo largo de los años he realizado algunas críticas sobre la obra del amigo Domingo F. Faílde, que estos días nos ha dejado con gran tristeza y acompañará desde su lecho de muerte a otro gran amigo muerto recientemente, Manuel Urbano Pérez Ortega, con quien tanta amistad compartió y al que verá ahora de nuevo en ese espacio mágico donde viven todos los poetas. 

Ellos y yo fuimos los únicos tres giennenses que durante muchos años compartimos amistad y buena palabra en el jurado del Premio Andalucía de la Crítica y en la Asociación de Críticos. Por entonces nos leímos, nos amamos y nos reconfortamos con las palabras de unos y de otros. Nos quisimos en la palabra. 

Y ahora que ya no están, o acaso están más presentes que nunca, porque los seguiré amando en sus textos, en su memoria reconfortante de intelectuales vivos, ahora que hay tanto cadáver con letras de molde en los anaqueles de la nadería. 

Como despedida quiero ofrecerle a Domingo algunas de las palabras que por entonces escribí sobre él. También querría mostrar ahora la Poética que le pedí para la Antología de Poesía Andaluza (que publiqué en Ediciones Carena) donde lo incluí como uno de los más importantes representantes de la poesía andaluza actual. 

Finalmente aparecen algunos versos suyos que entonces me envió y hoy reproduzco con el afecto que siempre le tuve.






A MODO DE POÉTICA


No es la primera vez que escribo una poética. Si por tal entendemos la reflexión necesaria acerca de la propia poesía, confieso que, en mi caso, la escritura me lleva continuamente a replantearme su origen, naturaleza, evolución, etc., e incluso a cuestionarme como creador. Pero si, como al uso, se me pide una especie de declaración programática, sólo puedo ofrecer escepticismo, sabiendo de antemano que, entre las de su género, son sumamente escasas las que luego responden a la realidad de los textos, convertidas en uno más, brillante y conceptuoso, alejado de la escritura e inútil, en suma.
Por ello, en estos lances, recurro a lo que Alberto Torés afirmara sobre mi vida y obra, en los preliminares de una antología, Testamento de náufrago, hace ya algunos años:  si algo caracteriza la obra y la vida de Domingo F. Faílde es un verso cervantino que encuentra todo su esplendor cálamo currente: “Libre nací y en libertad me fundo”. Subrayo, de este modo, mi creencia en la libre inspiración y el trabajo tenaz, riguroso y consciente, en los cuales se forja el estilo, ese elemento mágico y singularizador, sin el cual la poesía fuera reiteración de lo nombrado, mera fórmula física, retrato sin alma. La realidad, sin duda, puede ser percibida por todos, pero es interiorizada por cada uno. La poesía, pues, añade a lo unívoco una luz humanizadora, en virtud de la cual el poeta recrea el universo. La poesía es expresión de lo plural singularizado. 
El tiempo, sin embargo, y la experiencia personal de éste, que es la edad, van depurando viejas concepciones, moviéndome a apostar –como bien apuntaba el citado Torés- por una poesía que pueda netamente adscribirse al espacio de la emoción. 
Lejos de la teoría, se me antoja más útil dejar aquí un poema que sea certificado de lo expuesto:

B I O P S I A


Mirad con microscopio los poemas. 
Descomponedle al alma los tejidos. 
Id tras cada oración, verso, palabra. 
Diseccionad la idea y extraedle 
los ecos, las traiciones, 
los panales de miel y los frisos de mármol. 

Si le encontráis la sangre, 
si veis que se deshace su luz en la mirada, 
si el río de la música 
como un potro sin bridas se desboca, 
si el corazón cocea nuestros labios, 
dejad de preguntaros si así es 
la rosa, porque habremos descubierto 
cuerpo, sangre y divinidad 
de esa extraña criatura 
que llamamos poesía. 

En esta operación a vida o muerte, 
es preciso llegar hasta el abismo. 
Y cortar por lo sano. 

Domingo F. Faílde
Jerez de la Frontera, febrero, 2007




* * * 

ROMANTICISMO INTIMISTA EN LA LÍRICA 
DE DOMINGO F. FAÍLDE


FAÍLDE, Domingo F.: Conjunto vacío
Colección  Puerta del Mar, Diputación de Málaga, 1999

    Advertíamos hace unos meses, con motivo de la publicación de “Elogio de las tinieblas” en Cuadernos de Sandua, que la lírica doliente y elegíaca de Faílde aspira a la luz desde las sombras. Se trata de una lírica que, aunque inmersa en una tradición clásica que arrancaría de los últimos años del s. XV (fundamentalmente en el espíritu decadente), se da un baño de romanticismo en el sentido de que el escritor reacciona virulentamente ante eso tan depauperado y anodino que llamamos existencia con todo el arrebato juvenil de una persona que busca la luz entre las tinieblas. “Conjunto vacío”, publicada en Puerta del Mar -colección que dirige José García Pérez- es el último poemario de este ilustre jiennense, cuya obra llega ahora al decimoquinto libro. La cercanía de ambos poemarios en el tiempo afirma la tesis de su paralelismo espiritual. “Conjunto vacío” seguiría, en cierto sentido, la estela sensitiva de “Elogio de las sombras”, pero con una tesis novedosa: la necesidad de la luz, en este mundo ensombrecido y vacuo, es un principio activo que mueve al poeta a escribir, siendo la palabra un instrumento necesario, un baluarte que lo mantiene vivo. También en este motivo inicial hay un evidente engarce con la lírica neorromántica tan necesitada de luces. La palabra, pues, es el camino, la verdad y la vida del poeta, es el verbo del evangelio de San Juan. Hay muchos ejemplos en este sentido que justifican esta tesis: "Este espacio vacío,/ que sólo las palabras/ justifican. O llenan" (p.46) o "La luz, la luz.../ He aquí mi baluarte y mi coartada./ Las palabras acaso/ llegaron después" en su poema finisecular "Testamento y epílogo"(p.47). 
     Desde el primer poema ya se advierte lo que decimos: lo titula "Verbum" y en sus últimos versos dice: "Detrás, después./ Palabras./ Como ponerle pétalos al sueño" (p.11). Hay, pues, un afán circular en el libro, al unir Faílde los extremos de esa línea que va del primero al último poema con una voluntad manifiesta de estilo y de configuración de un mundo propio. La nave que aspira a la luz es conducida por un piloto experto: la palabra. Es como si reprodujera la metáfora clásica de Dante en su “Divina Comedia” cuando es acompañado por Virgilio (la palabra) por el Infierno y el Purgatorio: "Quizá, después de todo,/ (no) somos sino fantasmas, a bordo de la niebla,/ y el rumbo que imprimimos a la nave/ sólo deriva y humo"(p.16).
En este Infierno de Faílde existe un "Umbral", su segundo poema, y una "Vía iluminativa", tercer poema. También, y no en vano, hay una división tripartita del poemario: "Signos internos", "Desolada intemperie" y "Marcas en la frontera". El escritor está a punto de iniciar una travesía por el pecio que es la existencia: "El esquife avanzó/ por el mar encrespado" (p.35). Una singladura donde incluso hasta los brillantes faros son símbolos amenazantes de la oscuridad -"Infundía temor en las tinieblas/ aquel ocelo ardiente en movimiento" (p.36)- en la que se instala el poeta que ha decidido hundirse en la noche porque sólo en ella se puede encontrar "el báculo inefable de la revelación". La aspiración del poeta, por otra parte muy sanjuaniana es el ascender en mitad del vacío en el que nos movemos, sin esperar recompensa alguna, porque como recordaba Hesíodo y con él Faílde: "Al principio -recuérdalo- era el caos". 
    El escritor, en esta travesía, no sólo es espectador como en el poema "Vida contemplativa", sino también sujeto activo/pasivo de ese mundo sumergido, plagado de referencias mitológicas y cristianas, pero un sujeto escéptico, que incluso podría llegar al nihilismo de un Camus ("Mais tout le monde sait que la vie ne vaut pas la peine d´être vécue" en “L´étranger”), cuando afirma Faílde "que el error soy yo"(p.15). Su pesimismo invade gran parte de los poemas creando una lírica agónica, una poética del desconsuelo, en cuyo mundo el hombre navega solitario con pocas cosas a las que asirse, "porque acaso vivimos ensayando/ nuestro papel de muertos" (p.28). En todo este proceso anímico doliente en el que no hay escapatoria posible, el ser humano se debate a la espera de un milagro que nunca se producirá, como claramente anuncia en el poema "Del tormento y el éxtasis". La vida es, pues, permanecer a la espera de que la muerte nos invada y mientras "el Universo se desangra" vivimos en el prosaísmo y la rutina en la vanidad y la larga agonía. La aterradora presencia de la muerte se hace cada vez más intensa en la última parte, en poemas como "Compás de espera" y "Dogma". Poesía intimista, sugerente, en la que se ve palpitar el sufrimiento de un ser humano en su via crucis, en ese camino nocturno donde sólo la palabra, que es música, puede ser el instrumento de la constatación de la vacuidad del mundo. La lírica altisonante, expresiva, bien construida de Faílde, plagada de referencias culturales, inscrita en una tradición simbólico-cristiana, nace del sentimiento y de la emoción de la palabra. Es una lírica que invade el espacio privado del lector y remueve sus entrañas de acomodado burgués para devolverlo a la reflexión de la que nunca debió apartarse. Con voz humilde y confesional nos dice al final del poemario que "De todo lo aprendido,/ conservo únicamente/ el prodigio de la ignorancia/ y una voz recelosa/ que me incita a escapar". Hermosa y trascendente metáfora la de este libro al que no puede permanecer ajeno el jurado del Premio de la Crítica.








FAÍLDE, Domingo F.: Elogio de las tinieblas,
Los Cuadernos de Sandua, CajaSur Publicaciones, Córdoba, 1999.


     Habrá que colegir que el romanticismo de corte íntimo está de moda, sobre todo en su conexión con aquellos versos de Zorrilla recitados ante la tumba de Mariano José de Larra: "El día alumbra su pena",/ la noche alarga su duelo;/ la aurora escribe en el cielo/ su sentencia de vivir". En general, el romanticismo español (como señala Allison Peers en Historia del movimiento romántico español) fue un movimiento más objetivo que subjetivo, por tanto, la adscripción a esa rentrée de la lírica última de Domingo F. Faílde estaría más bien alejada de España y centrada más en autores ingleses como Byron, Yeats o quizá Chateaubriand en Francia, sobre todo en la importancia del intimismo en el poema. Fue precisamente E. Kant quien crea la dicotomía sujeto/objeto, siendo el objeto aquello en cuyo concepto se reduce a unidad lo vario de una intuición dada, en cambio el sujeto conoce y funda la objetividad misma. Esta dicotomía con la llegada de Hegel, fundamentalmente, se deshace llegándose a una síntesis de tal modo que la realidad (el Absoluto), el objeto, es espíritu (sujeto): la realidad se conoce a sí misma y lo hace en y a través del espíritu humano. Antes del realismo socialista del XX, el sujeto ocupó la historia, es un sujeto de historias personales o un sujeto que mira la historia. A partir del realismo socialista el sujeto deja de interesar y siguiendo la versión de la izquierda hegeliana el protagonista de la historia serán los otros. En este proceso se desarrollan los siglos XIX y XX. En el último poemario de Domingo F. Faílde, "Elogio de las sombras" se produce una suerte de camino de ida y vuelta desde el yo del poeta a la realidad que se abre ante sus ojos, pero tamizada por un punto de vista subjetivo. La realidad se "subjetiviza". Este hecho nace de la misma cita inicial de Virgilio y la falta de discernimiento entre noche y día. Quizá uno de los versos que simbolizan perfectamente lo que sugiero es: "Y las cosas se alumbran/ sólo con mi mirada". Es el sujeto quien crea el objeto. No en vano es durante la época romántica cuando Saint Beuve inaugura el culto a la crítica autobiográfica como instrumento finalista del esplendor del yo. Lo que demuestra que los procesos críticos van parejos a la historia literaria. 
    Partiendo del oxímoron inicial: "Brilla la oscuridad" y el no menos antitético "la niebla,/ como ojo encendido,/ va iluminando el mundo" Faílde incide en una tesis que en realidad es una paradoja: que las tinieblas despidan luz, elogiar la sombra, elogiar la noche (no en cuanto oscuridad) sino en el sentido de que, a pesar de la oscuridad exterior (realidad, objeto) el sujeto no vive en esa ceguera pues siempre aspira a la claridad y la comprensión del mundo. De ahí que desde una aparente oscuridad puede nacer la claridad. Es un pensamiento que en su momento siguieron los ascéticos y místicos españoles, con el que existen muchas similitudes conceptuales en la poesía de Faílde. Pero esa elección del camino habitado por las brumas, como en su momento en La Eneida con la visita del héroe a los Infiernos, significa no una exaltación romántica de la sombra en sí, sino una exaltación de la búsqueda de la luz. Cuando Erasmo de Rotterdam escribe su "Elogio de la locura", no exalta ésta en sí sino como rechazo al orden reinante (orden en contra del que estaba y era exaltación de la racionalidad, expresión del statu quo social): de ahí que si el exterior era razón, él prefería la locura. Faílde, en el mismo sentido, aspira a crear la luz desde la sombra. Por eso la luz, en el poema Ciudad bajo las nubes sobrecoge "porque refleja el halo de las tinieblas/ donde el hombre,  perdido/ navega" y, por este motivo, en el poema Elegía dirá: "La dimensión exacta del mundo es una lágrima/ en la que apenas mi dolor si cabe".  Poesía doliente y elegíaca que aspira a la luz desde las sombras, pero también poesía del silencio, sugerente, meditativa y cálida que con un cuidadoso uso de las imágenes y el idioma, en un perfecto clasicismo ajeno a las modas, nos transporta por un camino de revelaciones en el que la oscuridad sólo es una proclama estética que se combate: "Vivir es avanzar y no hay pasado./ Se anda para evitar la nieve que amenaza/ con un invierno largo como la eternidad". El léxico cuidado, las imágenes estilizadas y directas de un alto valor simbólico forman parte de esa buena tradición culta de la gran lírica española. Directo y sincero con sus sentimientos, sus poemas tienen una trascendencia que viene de lejos, como por ej. en la metáfora excelsa del poema El sueño del caballero: "Mas la vida/ -recuérdalo- es tan sólo es fiebre instantánea que señala tu presencia en el mundo,/ la misma irrealidad de tu sueño". En otros poemas se cuela el aire misterioso querido a la literatura romántica, como en el poema De omnibus martyribus. Pero siempre en todos sus poemas hay una búsqueda, la necesidad de un principio rector al que asir la existencia, la necesidad de creer en algo en un momento histórico en el que la necedad y la frivolidad campean a sus anchas. Lo que despierta en Faílde un aire pesimista y borroso ante la misma. En esta época actual, juvenil y frívola, Faílde coloca un contrapunto racional y emotivo "jugando" estéticamente con los motivos que han configurado la literatura española de corte metafísico. De ahí que al igual que Erasmo realizaba un elogio de la locura, Faílde da la bienvenida a la noche, a la oscuridad, el único reducto donde somos nosotros mismos, en la intimidad de nuestro yo. Hay mucho de rebeldía y compromiso con el ser humano en estos poemas del escritor jiennense afincado en Cádiz: "El insomnio del mundo/ acontece en la noche./ Entonces, cuando el tiempo/ reposa en la maraña/ de los últimos astros, / se pierde la mirada por la sima celeste/ y exprime en su negrura la única luz posible". Socio fundador de la Asociación de Críticos Literarios de Andalucía y coordinador de La Isla, suplemento cultural del diario Europa-Sur, la poesía de Faílde, trascendente, rigurosa, ajena a las modas al uso tiene una larga trayectoria que comenzó en 1979 con su primer poemario "Materia de amor" y continuó con otros títulos como "Oficio ritual de la nueva Babel" (1980), "Cinco cantos a Himilde" (1982), "Ese mar de secano que os  contemplo" (1983)... hasta un total de catorce títulos. No obstante, se anuncia ya uno nuevo que verá la luz durante este año. Bienvenido sea.


       Desde que el común amigo José Jurado Morales (escritor linarense también y afincado en Barcelona hasta su muerte) publicara en Ed. Rondas de Barcelona la primera obra de su paisano Domingo F. Faílde, Materia de amor (1979) hasta la última, El resplandor sombrío (2005), que obtuvo el II Premio Nacional Arenal de Sevilla (publicada por Alhulia bajo la dirección del poeta Miguel Ávila Cabezas), muchas son las obras de Faílde que le han valido un reconocimiento y consideración con la obtención de prestigiosos premios literarios como Juan Alcaide (1987), Ciudad de Algeciras (1991), Miguel Hernández (1993) o Antonio González de Lama (1994) entre otros.
       Bajo la aparente antítesis o paradoja de los términos resplandor y sombrío Faílde ofrece al lector una visión de corte existencial y humanista donde pesa más el adjetivo del sintagma que el exultante sustantivo, incluso es más sustancial el primero que el segundo. Y es que siempre ha estado dotada la lírica del escritor linarense de una sublime trascendencia donde lo elegíaco posee un valor singular. La visión, a  veces, épica y altisonante, es manifiesta incluso en el mismo título de los tres apartados que conforman el libro: “Resplandor inicial”, “Sombra incógnita” e “Incesante naufragio”. La cita de Colinas, que sirve de frontispicio y con la que el poeta alude al comienzo en sombra y al final en el mismo color, se remata con estos versos: “Cuando de madrugada siente el rostro mortal salpicado de luz”. Incluso desde el poema inicial comprendemos su particular visión de una realidad lacerante: “El mundo exhibe sus heridas/ se va desangrando”. 
       Desde un yo emotivo y personal (“viejo e inútil”, se define a sí mismo el poeta, como justificando quizá esta visión apocalíptica) pulsa las teclas de su particular partitura ante la realidad y nos traslada un mundo pesaroso y amenazador en el que hasta los símiles reproducen su imagen verdadera o distorsionada de un escenario que no se está dispuesto a aceptar o cuando se acepta siempre actúa dañino para el poeta: “Miro a mi alrededor/ y todas las partículas del mundo, /…/ flotan en el vacío/ como un mar de lágrimas”. Versos iniciales que lejos de anunciar la vida, penetran en el magma sinuoso de la muerte, como en el poema “Descenso al Hades”; y la luz, cuando surge, siempre es negra, como en “La noche americana”. 
         Pero hay una suerte de permanente paradoja en todo el proceso de construcción porque los términos antitéticos, y complementarios a la vez, juegan su especial espacio escénico con sublime fuerza, como en “Luz en la oscuridad”: “El resplandor deslumbra/ la luz, el mundo, todo,/ con los ojos cerrados”. Lírica de la confidencialidad, visión abrumadora y apremiante del poeta que se siente seguro en los símiles que maneja dentro del campo semántico anunciado. Los sustantivos esplendentes, trascendentes, si no siempre abstractos, sí en muchas ocasiones y dotados de una sublimación que raya la abstracción, para sugerir o convencernos de su nihilismo apremiante, incluso cuando alude a la trompeta de L. Amstrong o cuando recuerda al padre (a quien va dedicado el poemario junto a Dolors Alberola) en el último poema, “El poeta visita la tumba de su padre”, en el que quiere dejar una estela mortuoria con resonancias cernudianas: “Duerme aquí el largo olvido/ que habita y deshabita la nada que alentamos”.
          La referencia al paso del tiempo también es constante y entonces alienta un lenguaje metafórico que saluda a la vida (“El tiempo es la música de la vida”, dirá). Palabra sobre la que va desgranando múltiples efectos, creando en torno a ella un poliedro de matices diversos, definiéndola e interpretándola desde una visión profundamente humanista y en unos versos que nacen de la reflexión y la condición de la existencia. En algunos momentos le apremia la certeza de la vida; en otros, surge el legado de Manrique y sus ríos, pero siempre con descreimiento y falta de estímulo, imbuido de un acerado acento doliente en que el protagonismo absoluto se lo lleva la muerte, que “barrerá los salones de la casa/ para poner orden en su sitio”.
       Una lírica donde el versículo predomina o la alternancia entre endecasílabos y heptasílabos blancos que le permitan adentrarse en un discurso que nace de la oscuridad y arriba a ella. El poeta se ha vuelto descreído y, si en otro tiempo sucumbió a las promesas de esperanza, la desilusión empaña lo cotidiano: “Los años y las guerras modelaron la efigie/ de este planeta donde todo muere”.
         Faílde con El resplandor sombrío hunde su vuelo en la lírica comprometida con la vida que va desde Manrique hasta Cernuda y nos ofrece su particular descripción de un mundo desolado donde el nihilismo se ha apoderado de todo y sólo queda esperar la resolución de un concierto con la eternidad.

ELEGÍA Y CANTO FÚNEBRE EN LA LÍRICA ESPAÑOLA 
17/09/2008 


SOBRE "REGIÓN DE LOS HIELOS", DE DOMINGO FAÍLDE, PRREMIO DE OESÍA DE LA PROVINCIA DE GUADALAJARA


             Acaso esté ya todo perdido, o ganado. Poesía para echar el alma por la boca y condimentar la existencia con la sal del vencimiento. Arrojar en ese acto la inmundicia, el descrédito y toda la zozobra que el tiempo ha ido acumulando. Acaso condimentar el saldo de los días con la revolución de los restos y el consumo de los detritus. Región de los hielos perpetuos (Premio de poesía Provincia de Guadalajara), del giennense afincado en Jerez Domingo F. Faílde, tiene la consistencia de la desolación y el encanto de lo perdido, de ese frío perenne que será la reliquia, el vestigio. A veces, con la confidencialidad del amigo cansado, otras con la soltura del combate de la vida, este libro es pesimista e iconoclasta. Cancela lo poco razonable que puede haber en la existencia para presentarnos su cara más lúgubre y fría. Sin embargo, no todo está completamente perdido, a pesar de la confección del dolor y la incómoda certeza de lo olvidado, porque Faílde tiene algunos motivos todavía para la quimera: “La razón que esclarezca/ la zozobra del mundo”. La confidencialidad del dolor se sostiene sobre la memoria del frío, la lluvia, el tiempo vivido y la estela indeleble de lo que hemos perdido. La vida como pertrecho, como naufragio, como reducto del que no podremos salir indemnes. Y los símbolos, del frío o de los lobos, o de la sed, de la soledad...  A través de un lenguaje alegórico muy dotado para expresar todos los recursos elegíacos: “Recorremos así los tristes páramos,/ vagabundos en pena sin mañana,/ en pos de algún indicio/ o la inútil certeza de estar vivos”. Un lírica hermana de la del poeta almeriense  José A. Sáez, con la que no tiene pocos puntos de encuentro, en su cosmovisión desintegradora y fulminante. 
        Hay en la lírica de Región de los hielos perpetuos una sensación de vacío, de nullius rerum, de contemptus mundi, de militia es vita, de aristas y testimonios de personajes muertos en el combate de la existencia siguiendo el tópico clásico tan querido en el XV. En definitiva, de quotidie morimur. Un viajero que ya no reconoce la patria  de sus  antiguas glorias y reconoce que las columnas ya no sostienen templo alguno en el que concitar los deseos: “Lugar terrible,/ la pesadilla incierta de no reconocerse/ sino en la gelidez de este silencio/ que envuelve con su vaho la soledad”. 
        En dos cantos complementarios “El llanto acuchillado” y “Círculo del frío” se sostiene sobre el alimento del tiempo y la oscuridad. Yedras, escombros de la creación, ponzoña, piedras caídas del templo, sostienen la pendiente que nos lleva a lo mortuorio: “Vendrá la noche, helada, a aquella cita,/ con su pequeño hato de tristeza/ y jazmines usados”. Sostenerse sobre los mimbres de la elegía y los muñones de la ruina en una noche aciaga es una forma de nihilismo contemplativo aceptado, aclimatado en la soledad de las estatuas y el rigor de los inviernos, por supuesto que estatuas de sal y mármol, e inviernos que se asoman a la vejez, al peso de las cifras y a la singladura de las sombras. Muchas sombras y mucho corazón arrojado al fuego de los días, mucha llanura en llamas, y todo en venta: “La vida no da gratis sino el aire/ y las fuentes del llanto”. Sí, también la tristeza, con su borrachera de tiempo y memoria perdida, con su esclavitud de campo abatido, de campo pútrido. Y la noche, con su desvalijo de astros, y la palabra rota, como un medio de expresar lo inefable, la suculencia de la derrota, el hastío de la existencia. 
         Faílde, con Región de los hielos perpetuos, ha construido el hermoso poemario del frío, de la consciencia herida, de la arqueología de la vida atenazada, de las aguas que huyen en el reverbero de la tarde, siempre oscuras, tácitas, solitarias.



LA MALA LETRA DE DOMINGO F. FAÍLDE




Pesimista, sincero, rotundo, profundamente humano y desolador este último poemario del escritor giennense afincado en Jerez de la Frontera, Domingo F. Faílde, La mala letra (Ediciones Vitruvio, Madrid, 2012). No hay paños calientes en una lírica que, confesional, desgarradora, enternecedora en su arraigada franqueza nos advierte de un fracaso personal. La mala letra es un corolario vital, una inferencia sobre lo que hemos creado a lo largo de los años. A modo de conclusión es consciente de nuestra inanidad y límites en la cita inicial de César Simón (“Tu carne es efímera y doliente”) y la de Auden “si hubiera sido digna tu vida”. No existe lugar para la esperanza, tampoco para la ponderación y sí un espacio para el desasosiego, en término de Pessoa. Desde la “Epifanía” del poema inicial hasta “Lluvias”, el colofón, Faílde crea la circularidad del desengaño y la decepción vital de naturaleza tan barroca, pero lo hace con un lenguaje claro, directo, falto de atributos y de retóricas que le impidan o le eviten esa claridad ansiada. Es una confesión en toda regla en la que al poeta no le duelen prendas para sentirse “nada tal vez”. Un nihilismo creador que en la poesía de Faílde ha sido constante a lo largo de su creación, una poesía que corta por los sano y llega al abismo como decía en su “Biopsia”. 
No solo no vale nada lo escrito sin tampoco ha sensación de ganancia en la existencia. Una vez todo perdido, solo la libertad lo hace triunfador. La libertad de la huida, de ser un surco seco en la existencia en esa intención de definirnos y proclamarnos centro neurálgico del poeta en el que pivotamos como en ruinas. Pero al final siempre nos quedará la muerte y esa sensación de un tiempo vivido o maquillado en el vivir. Hay mucho de escritura para la muerte, de bártulos perdidos, de viaje a ninguna parte y esa sensación de pérdida. Su vida llega en trazos concretos (“Un día, me cansé para la Belleza/ y, al firmar el convenio de divorcio…”) y se percibe ese cambio vital en el estilo, que no en el espíritu, y un acanallamiento premeditado en la singladura del verso, que se hace ruidoso y altisonante en su humanidad de lo cotidiano: “No saben los que dicen que, a mis años,/ hay que gastar prudencia,/ hay que comer verdura,/ hay que hacer ejercicio (…)/ Decir adiós al sexo y resignarme/ a vivir”. A veces un afán vindicativo que busca la ambigüedad irónica: “He cortado el cabello a la experiencia/ y me he quedado sin sabiduría”. En muchos de estos versos se muestra una rebeldía juvenil, una sinceridad del joven o del viejo al que ya nada le importa absolutamente nada. Y, como en esas historias, no puede faltar la ironía (para la que siempre estuvo dotado Faílde), una ironía que es un despecho hacia una forma de impostura la contemplar la existencia: “Comprendí/ que es difícil, no en vano, ser perfecto/ y oler a santidad”. 
En este corolario vital hay mucha canción de despedida y epítome de la existencia: ¿Qué hemos hecho? ¿Para qué ha servido nuestra vida? ¿Qué hemos querido hacer y qué hemos logrado? Un aire triste y elegíaco lo inunda todo, pero no es la elegía de lo mortuorio sino la manumisión del que al afirmar estas enseñanzas se recobra definitivamente. Pero en esa definición de sí y de lo que amó, desde luego que no podía faltar su esteticismo de buen gourmet de lo creado y de luchador que no permanece contemplativo ante la existencia sino que se compromete con ella. 


EPIGRAMA




Confiabas, necio, en la posteridad,
y al juicio de la historia
legabas tus minutos. Al trueque del futuro
inmolaste el presente, renunciando
a la gozosa potestad del acto, al impagable
deleite de morir en cada gesto.
La sentencia del tiempo
no mostrara mayor benevolencia.
Mas ahora eres viejo y no es posible
reescribir el pasado ni te queda una página,
un último minuto para rectificar.
¡Qué error, así, la vida!
Aguardar hasta el fin la absolución,
en tanto te maldices tú mismo y te condenas
a morir esa muerte
que habías, sin saberlo, continuamente muerto:
Los ríos, muchas veces, son el mar.




(de Náufrago de la lluvia, 19  )























CONFÍN ÚLTIMO




Escucho cada noche, como un rumor remoto,
las antiguas palabras. Mas, si resucitados,
también los viejos ecos irrumpen, la memoria
un río de cristal acoge en su palacio.

Nunca de mí supiera, sino que era y estaba
o, simplemente, huía, tal ves de mí o mi sombra;
cuando, súbito, encuentro
un ancestral poema:
con púrpura, con flama, con guerreros,
soy tal vez el jinete que cabalga en cabeza.
Pasto de eternidad, aquella gloria
que expira en un renglón entre adjetivos
o guirnaldas de trapo o flores de papel,
ofrecida a los vientos.

Pesa, no el cuerpo ni la edad ni aquella
góndola que dejamos en el rincón del sueño;
pesa la historia, el lastre que nos crea,
la deuda original que nos aherroja.

Escucho cada noche cómo una voz purísima,
el muchacho tristísimo que cada tarde muere,
me invita a huir, señalando
con la mirada el mar, el mar, el mar.




(de Manual de afligidos, 199 )















DE OMNIBUS MARTYRIBUS




Con los ojos vaciados, desfilan por la noche.
Son extrañas siluetas que deambulan, sonámbulas,
arrastrando cadenas, en medio del humo.
Puedo verlas, silentes, subir al autobús,
sin que sus blancas túnicas se manchen de polvo
ni los descalzos pies rocen los excrementos.
Extraviadas, las órbitas vagan por el vacío,
como huyendo de sus verdugos
(a veces, un gemido los delata, las llagas
escondidas debajo de la veste purísima).
El mundo ha amanecido lleno de estas criaturas.
Abandonan los grises soportales del alba.
Por la ciudad caminan, buscando a sus sayones,
y una lluvia de sangre empapa las aceras.
Están en todas partes: oficinas, comercios,
sosteniendo la bóveda helada del mundo.
Son materia sufriente, viva vida, conciencia.
Todos han conquistado la gloria. Su infierno.




(de Elogio de las tinieblas, 1999)






















GHOST




Hoy he visto a la muerte.
Caminaba hacia mí, e iba avanzando
con el paso impasible
de los que nada tienen que perder.

Vestía unos blue-jeans y camiseta
y calzaba playeras italianas.
Tras las gafas oscuras de diseño
se adivinaban frías sus pupilas,
una pantalla acaso de ordenador leyendo
los nombres elegidos, por riguroso turno,
con esa precisión matemática
con que suelen matar las mujeres hermosas.

Iba, en fin, acercándose, y yo palidecía,
y el corazón saltaba detrás de la camisa,
presagiando el final.

Casi a mi altura,
me miró,
la miré;
no ocurrió nada.

Aquella aparición pasó despacio,
dejando tras de sí una estela de pétalos
y unas ganas terribles de morir.




(de Conjunto vacío, 1999)














LA CASA SOSEGADA




Hemos llegado, como de costumbre,
al abrigo secreto del hotel.
He pedido la llave. A pocos metros,
a contraluz, de espaldas, relumbra tu figura
ceñida por el mar. Sabes que, arriba,
la cómplice penumbra abre los mapas
y despliega efectivos, estrategias, la luz.
Ah, la escalera.
Por la secreta escala nos guía Juan de Yepes
-¿o era, imberbe, un botones
que vi en alguna parte?-,
disfrazados tú y yo:
no estaba sosegada nuestra casa.




(De Las sábanas del mar, 2005)



























PATIO AL AMANECER




Sobre el suelo, la estatua
sin pedestal de un niño, mansamente posada,
parecía dormir, ajena al tiempo
y a la humedad que hendía su humor en las baldosas.
Potos, yedras, bejucos, una selva
de enredaderas, tibio cortinaje
sobre el mármol tupían, y el chiquillo,
yacente, mutilado, desdeñoso
de todos los objetos (la consola,
el reloj de pared, la mesa de cristal
y un perro de escayola con su ladrido mudo),
altivo sonreía.
Añoraba, tal vez, los días felices
de su infancia en Baelo, viendo llegar los barcos.
Reliquia, ahora, entre las aspidistras,
era una pieza hermosa,
el más bello ornamento de la estancia.
Su perfección antigua, ya aterida
en alguna necrópolis remota,
ponía fecha y nombre a la inmortalidad.




(de La sombra del celindo, 2006)




















LA SOMBRA DEL CELINDO
(Lugares comunes)




Después de muchos años y una vida
lo suficientemente larga como
para, por, según, so, sobre, tras,
la celinda del patio dejó de dar flores,
el pozo se secó, la madreselva
era un triste muñón amarillento
y la parra, sin uvas,
apenas recordaba las veladas de estío,
entre el ir venir a la cocina
y el rumor de las jarras de vino al escanciarse.

Qué fue, qué sucedió, qué detuvo el trajín de los relojes
en un momento: nadie sabe la hora, el día
ni la estación o el año del cataclismo aquel
que abrió la puerta y se marchó en silencio,
llevándose consigo las cosas del baúl,
los muñecos de trapo y los bastones,
náufragos de otros mares.

Se presiente la vida, sin embargo, 
en las pardas baldosas que no limpió la lluvia
y unos papeles sin color, que fueron
alas de la noticia y ahora ruedan,
se resbalan, abúlicos e insomnes,
por el suelo sucísimo.

Recuerdo
aquellas tardes idas, tan cálidas y lentas,
la música envolviendo
el perfume a manzana de la siesta,
los versos clandestinos 
o el contrapunto alegre de las conversaciones.

Recuerdo, porque acaso
la vida a cierta edad es la memoria,
el tedio sofocante de los largos veranos,
el silencio que hervía en los arpegios
cuyas notas tan sólo yo escuchaba
y las historias de mi madre: el cura
a quien los milicianos talaron, como a un árbol,
y, antes de hacerlo arder, le taparon la boca
con las ramas caídas, o el relato
de los moros tocando a degollina
cuando entraron las tropas de Franco y por las calles
bajaban arroyadas de sangre, en cuyas ondas
navegaban, dolientes, los navíos.

Yo, pecador, ya entonces, nueve años,
letra inglesa diaria, algunas cuentas
y esas lecturas lóbregas que se quedan grabadas,
sabía que la vida era una rampa oscura
y, al final, sin remedio,
me esperaban las mismas pesadillas:
tridentes, bayonetas, montañas de cadáveres
o el pequeño inconfeso que se perdió en la noche,
sí, reverenda madre, todavía la escucho
describiendo los gritos de aquel desventurado,
el escozor hiriente de sus lágrimas
o  los clavos doliendo la carne divina,
sangre de Cristo, purifícame,
agua del costado de Cristo, lávame;
y así pasan los días –ya pasaron-
y así pasan los años –transcurrieron-
y yo, desesperado, quizás, quizás, quizás,
sin ninguna certeza sino esa culpa verde
que termina en las llamas.

             Por fortuna,
uno se hace mayor y coge el tren
y se aleja en la noche del miedo y los pecados.
Descubre, mientras huye del temor y sus fábricas,
la santidad del cuerpo, la carne resurrecta,
los placeres del vino y los manjares,
de los libros prohibidos y el veneno
que llaman libertad.

Después de muchos años, uno vuelve
al exacto lugar del crimen. Y allí esperan
los fantasmas de entonces, más pálidos si cabe,
mientras el viento mueve la lámpara fundida
y el crepúsculo alumbra las descarnadas sombras.
Todo está igual: el patio, la celinda,
la enredadera, el pozo, los rumores, tú mismo,
y esa música extraña que te envuelve
con su melancolía.




(de La sombra del celindo, 2006)




VIAJE




Todas las estaciones conducen al invierno.
La lluvia, la hojarasca, la lejana memoria
del resplandor,
   del aura,
        del perfume,
como gotas de escarcha convergen, apagadas,
en esta estepa gélida
donde la vida esplende su vestidura gris.

No la vejez, ni acaso el deterioro
de los sueños que el verbo pintó de dulce carne,
ni el peso de las cifras con que el tiempo
mide los actos, las respiraciones
y el declive furtivo, tal vez, de las galaxias;
ni siquiera el ocaso de la luz: el invierno
es sólo persistencia sin mañanas, sin árboles,
sin muchachas desnudas ni fuentes ni palabras,
como un inmundo espejo de nieve, reflejando
la impotencia y las nubes.

Todas las estaciones conducen al invierno;
es decir, a lo estéril,
a los tristes senderos tomados por la ausencia,
los ojos que no alcanzan el horizonte, inmóviles;
las esquinas, en fin, donde el deleite
rompe su velo y muestra los confines del frío.

Todas las estaciones, hacia una misma sombra,
los rosales perplejos en algún escondrijo
y esta desventurada rutina de zarpar.




(de Región de los hielos perpetuos, en prensas)










MANIFIESTO




Nunca me entusiasmaron
los taxis, los teléfonos,
los fines de semana
como opción infalible
ni venir cada uno
por su lado, esperando,
como se espera el alba,
que den las dos el viernes.

Prefiero la semana,
siete días exactos,
los caminos estrechos
-si se recorren juntos-,
estar siempre contigo,
full-time en el contrato,
hablándote al oído,
mirándote en silencio.

Ser vías paralelas
y llegar a encontrarnos,
completamente siempre
y en el lugar preciso
donde la geometría
sea tan sólo el asombro
de encenderme en tu luz
y ser nombre en tu boca.

Habrás adivinado
cómo cabe la vida,
la muerte, el Universo,
los ángeles, el Todo,
en un cuerpo que estalla  
al clavarse a otro cuerpo,
tú y yo, sobre la tierra,
en mutua soledad.




(Inédito)









La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano