viernes, 24 de diciembre de 2010

EL RARISMO Y MALDITISMO LITERARIO DE CARLOS EDMUNDO DE ORY POR MORALES LOMAS

Carlos Edmundo de Ory

Con motivo de la muerte de Carlos Edmundo de Ory y como homenaje al gran escritor he querido hacer una reflexión sobre su obra.



En España no se permiten los raros. O haces lo que todo el mundo hace o no entras en el juego escénico. Su ausencia lejos de España también creó sobre él una fantasmagoría dramática y un escenario poco propicio para la consideración social en una época en que todo lo raro sonaba a invertido o loco, muy lejos del espíritu del Movimiento Nacional, del Frente de Juventudes y del brío militarista y autoritario que invadía la sociedad española. De hecho, según Arias Salgado, director general de Información y Turismo, se habían recibido “cartas de obispos y de padres de familia escandalizados”, que tildaban a los filopostistas de homosexuales, comunistas y extravagantes. Cuando no rusófilos y frentepopulacheros, o que estaban pidiendo a gritos que “los lleven a la cárcel, al manicomio o al patíbulo”. Incluso Eugenio d´Ors llegó a decir que el Postismo fue un movimiento artístico que tuvo fama en Cádiz.
Carlos era un espíritu libre y sólo fuera de España podía ejercer ese oficio tan raro y tan digno de la libertad en unos tiempos de dictadura.
Nacido bajo el signo Tauro en una época en que Primo de Rivera desciende a los infiernos de la dictadura militar, Ory conoce después los altercados sangrientos de una República a la que no la dejaron crecer ni llegar a una mínima infancia. Luego llegaron las cruces gamadas pisando el suelo europeo y todo el mundo se fue al garete. Carlos tenía veinte años en plena guerra mundial. Bastantes para tomar consciencia de la insuficiencia del realismo. Y quiso tomar otras vías, pensar que había vida en otros planetas literarios, seguir la estela que habían inaugurado con acierto las vanguardias a comienzos de siglo y ser él mismo en sí una vanguardia: el Postismo.
Toda una rareza, tras el valor de apisonadora que va a ejercer el realismo allá por los cincuenta, asociado a la crítica social y a la lucha contra la dictadura cuando no, en el ámbito europeo, el triunfo del existencialismo sartreano y camusiano… Todo llegará. Su espíritu libre, ajeno a escuelas y corrientes dominantes, no obstante, iba por otros derroteros. Siempre minoritarios, siempre exclusivos. Ory entendía, mucho antes que en mayo del 68, que la única manera de luchar era con la imaginación y las nuevas propuestas literarias. Permanecer ajeno a los dogmas y dictámenes sociales y convertirse en un ISMO. Hubo dos grandes espíritus foráneos a esa imposición del realismo de época: uno fue el Grupo Cántico, que desde Córdoba escribió una extraordinaria historia literaria. Sólo desde hace unos años renace de sus propias cenizas y por fin ha tenido la consideración y trascendencia histórica que en su momento nadie reconoció. Tuvo que pasar medio siglo para que fuera reivindicado. Y curiosamente un elemento de unión entre ambos, entre el Postismo y el Grupo Cántico, llegó de la mano del pintor Ginés Liébana, que fue muy amigo de Ory, con quien tendrá una importante correspondencia entre 1967 y 1969. Y así, en una carta de 28 de agosto de 1967 le comenta a Ginés Liébana sobre su novela Diario de un loco: “¡Soy feliz! Soy mi espectáculo perpetuo. Me ocurren cosas dignas de observación, mis angustias son el columpio de los más bellos demonios. Estoy escribiendo de nuevo mi novela del adolescente negro. He encontrado un plasma de estilo tenso y vibrante como la música del mal y el vientre puro de una virgen”.
El gran movimiento irresoluto y ajeno a garcilasismos, vírgenes trasnochadas y cantos de primavera con caras al sol, fue el Postismo y Carlos Edmundo de Ory, un descreído, un innovador. Un movimiento que quiso ser el movimiento literario por antonomasia. El movimiento de movimientos. Así lo pretendió en el Manifiesto aparecido en La Estafeta Literaria en 1946. Firmado por Ory, Chicharro Hijo y el florentino Sernesi. A la revista Postismo seguirá La Cerbatana, que durará un número. A este movimiento estético se unirían luego otros escritores como Francisco Nieva, Ángel Crespo o Fernando Arrabal. Pero no lo dejaron crecer tampoco. Y es que por entonces la libertad creadora no estaba de moda, sólo los métodos literarios y los dirigismos. No se admitían ni nuevos estados de ánimo, modos de ser o aspectos nuevos de la naturaleza y el arte, como dijo Carriedo, ni lúdicos juegos escénicos, ni un lenguaje de greguería renovado, ni un humor surrealista, ni la bondad con la imaginación y el despropósito literario. Pero sobre todo no se permitía algo que aportó de un modo esencial el Postismo: la investigación del lenguaje y los mecanismos que éste posee para alcanzar la máxima expresividad, uno de los instrumentos esenciales del hecho literario. Los postistas no eran escritores reductibles y pagaron por ello con el olvido.
Mientras en otros momentos se han reivindicado escritores realistas puros, sin embargo, los impuros, los raros, los malditos han seguido su manifiesta noche. Llegaron a llamarlos los brujos de la palabra. Renacían de sus propias cenizas. Eran ángeles caídos que apostaban por la resolución de la cuadratura del lenguaje a través de la imaginación. Ory lo definió como “la locura inventada”, y no estaba el horno para bollos.

Ory abandona los estudios en la Escuela Náutica a comienzo de la guerra civil y en 1940 escribe sus primeros poemas, Sombras y pájaros (1940) y Canciones amargas (1942). En 1945 publica una selección de poemas, Versos de pronto y Las patitas de la sombra con Eduardo Chicharro. Su padre, el modernista Eduardo de Ory, “el único poeta que había en el mundo”, según confesó Carlos, amigo de Juan Ramón Jiménez y de Rubén Darío, es su guía espiritual. En París su padre había publicado en la prestigiosa editorial Garnier Mariposas de oro y Alma de luz, convirtiéndose en un activo publicista del modernismo y autor de catorce libros de poesía, ocho de prosa y seis antologías. Carlos seguirá los pasos de su padre y después de la guerra decidirá que su ámbito es definitivamente la literatura y no la Escuela Náutica. De Carlos escribió en su momento su padre: “¡Pobrecito mío,/ siempre tan callado,/ tan meditabundo,/ tan triste y pálido.// (…) Tú serás poeta,/ poeta preclaro,/ ¡serás… mi obra magna/ y mi mejor lauro!”. Y así fue.
El niño que llegó de Cádiz a Madrid con sus fantasmagorías y su poesía paternal fue progresivamente entrando en el lenguaje y creando un mundo propio, distinto y diferente al resto. Pero, sobre todo, con una tradición que venía tras de sí, una tradición de gran trascendencia histórica: el modernismo, creador por antonomasia de dos conceptos: la música y el lenguaje. Algo que desde luego no fue ajeno al genio de Ory. Chicharro diría de él que le enseñó a detestar a Lorca (aunque escribirá el ensayo Lorca en 1967, en París, publicado por Éditions Universitaires) y a todo lo que España apesta a gitanería, a retórica, a podredumbre, a casa de putas y a españolismo que llegaba desde Maeztu, Zunzunegui y D´Ors, y lo introdujo en el dadaísmo, el futurismo y el surrealismo. Todo ello en el 44. De algún modo Ory junto a Chicharro, etc. Representa ese espíritu español que viene desde Ramón Gómez de la Serna y se adentra en la España de los cincuenta y sesenta con autores como Cirlot y Miguel Labordeta. Pero había, hay una gran diferencia con Cirlot, mientras éste siguió el camino de la abstracción, Ory siguió el de la vida.
Su poesía, en consecuencia, nace de la emoción libre y de la musicalidad, uno de los grandes primeros requisitos de cualquier poeta. La técnica surgirá de esa necesidad de expresar la música. Su amigo Eduardo Chicharro dirá de él: “Jamás vi a un hombre tan endiabladamente capacitado para jugar con las más insospechadas y valiosas gamas musicales en lo que el idioma castellano se puede apetecer”. Y cuando descubrió una noche en el café Pombo su figura despistada y fuera de lugar dijo: “Éste es un poeta”. Era un poeta que se asombraba ante la realidad y pretendía forjarla en su mente y en sus versos como lenguaje y como vida, en un ceremonial en el que no están ausentes la risa o el dolor pero siempre llevado por un irresistible deseo de crear y en permanente conflicto con el juego de antitéticos y con la asimilación en el poema de lo antagónico. Su visión sobre esa radicalidad poética la expresaba en su Diario (1944-1956) cuando decía: “Yo parto del romanticismo germano y universal. De la idea teórica y activa del espíritu libre. Del ansia del infinito y de la eterna Sehnsucht (deseo). Del amor eterno y de la eterna inestabilidad amorosa de la vida terrena. Leopardi; Novalis también. Mi poesía parte del hombre humano. De la nostalgia y de la angustia, y aspira a ser escuchada por Dios. Yo soy todo anhelo, inteligencia amorosa. Toda la ternura de Baudelaire, toda su sensualidad”.
Su concepción de la realidad a partir de entonces cuestiona el modelo que se había creado en torno a ella: la realidad era lo que él quería que fuera y, en última instancia, una estrategia permanente de cuestionamiento de ésta. La libertad y el ejercicio de ésta sobre el lenguaje conforman su verdadera creación que nace siempre de la música. En su “Soneto paranoico” manifiesta una visión de esa realidad: “Solo en el mundo con mi media oreja/ y una cortada flor en el semblante/ bajo a la mina honda del diamante/ que no tiene raíz ni tiene reja.// Mas como soy del odio tenue abeja/ manada de algún duende nigromante/ peinaré de mi espalda el monte amante/ y con heces de concha de almeja”. Y en una carta que le escribía al poeta García Nieto en los cuarenta, ante la afirmación del poeta ovetense de que era un genio, le respondía: “Somos sólo los dos los poetas que hay en el mundo”.
Su poesía comienza una nueva etapa en 1951, con la publicación del Manifiesto Introrrealista, con el pintor dominicano Darío Suro, en el que reivindica un arte entendido como manifestación de la realidad interna del hombre a partir de misteriosos estados de conciencia. Es una postura más humanizada y hacia instancias existencialistas que se habían puesto de moda entonces en la posguerra europea. Es una poesía que se pretende cercana a una realidad exterior próxima. Pero que difiere del realismo en su componente individual e introspectivo. En tanto el realismo pretendía reflejar la realidad externa o exterior, el introrrealismo expresa una conciencia de las cosas, el poeta será el artífice de la fusión entre vida y poesía. De ahí que dijera que tendía a hundirse en lo vivo. Como recuerda en Nuestro tiempo: poesía (1951), se centra en la neurosis de lo oscuro y misterioso y en lo cotidiano ordinario, pero, cuidado, no interesa la evidencia, pues toda poesía es oscura en su propio plan. Su poesía introrrealista se va a caracterizar por ser la que “aúna íntimamente la transfiguración, el idealismo mágico y la concreción sensual de las cosas”. También de estos años cincuenta y en plena ebullición del intrareralismo son sus libros de relatos El Bosque (1954) y Kikiriquí-Mangó.
Vivió en el Gijón la farándula de la posguerra y se relacionó con los consagrados de la Juventud Creadora, de los que, no obstante, se decía que se reía. E incluso llegó a escribir en la tercera página del ABC. Desde entonces tendrá buena acogida en revistas como Platero, Garcilaso, Poesía Española, Cuadernos Hispanoamericanos, Caracola, Papeles de son Armadans, Índice o La Estafeta Literaria más esporádicamente.
En 1955 se instala en París, donde residirá hasta el 1967, fecha en la que se traslada a Amiens tras su divorcio y allí funda L´Atelier de la Poésie Ouverte que formará parte como una sección de la publicación que hace la Maison de la Culture donde trabajará desde entonces como bibliotecario. Tiene cuarenta y cuatro años. De 1962 son sus primeros Aérolithes, nueva expresión de su obra cada vez más cercana a la filosofía. Sin embargo, su primer libro sólo llegó a las librerías en 1963, gracias a José Luis Prado y Luis López Anglada. Después Luis Jiménez Martos le publicará en Adonais. En este año 1963 publica Los Sonetos y el ensayo Camus o el ateísmo in extremis. Y en 1964 el libro de relatos Una exhibición peligrosa.
En Barcelona y en 1970 aparece una edición antológica de su obra al cuidado del poeta Félix Grande, Poesía 1945-1969. Es el primer reconocimiento de su obra que comienza a tener ya un interés creciente. Más adelante, a lo largo de esta década y la de los ochenta, publicará su novela Diario de un loco (1973), que fue considerada un rito de iniciación intelectual y prosística. El poeta y crítico sueco Lasse Söderberg decía de él a raíz de la publicación de su narrativa que muchos críticos lo compararon con Kafka: “Como el autor checo describe un mundo simbólico y expresa sus sueños de la manera más sencilla así como sus más secretos deseos”. Sin embargo, su narrativa no ha sido motivo de estudio, aunque sí su poesía. En Toro-Mujer de Gregorio Prieto establecía cuáles eran sus criterios estéticos en el ámbito de la narrativa pospista y afirmaba que la ficción poética y la narración de personajes, acciones y mundos imaginarios es el arte más antiguo y reafirmaba que lo importante es que los personajes creados tengan vida y desarrollos propios, que hablen y demuestren sus estados espirituales y que mueran, al fin, si ese es su destino. Decía José Luis Calvo que las narraciones de Ory consisten en estirar hasta el absurdo una situación o una anécdota “no estigmatizada” por el tópico, es decir, rescatarla del anonimato de la vida cotidiana. Pero también desatacaba la atmósfera onírica presente en sus relatos que los emparentaban en su mundo con Kafka.
En poesía publicará Música de lobo (1970), Técnica y llanto (1971), Los poemas de 1944 (1973), Lee sin temor (1976), Metanoia (1978), Energeia (1978), La flauta prohibida (1979), Miserable ternura. Cabaña (1981), Soneto vivo (1988). Su poesía llegará a ser conocida por un ámbito de personas reducido, pero no llegará ni entonces ni ahora a ser un poeta popular.
Desde entonces no se han dejado de formular elogios sobre su obra literaria. No ya el temprano de García Nieto. No olvidemos tampoco el de Camilo José Cela alabándolo como el mejor poeta de España o del mundo sino este otro de Pere Gimferrer que lo calificó de poeta prodigioso y añadió: "Es uno de los grandes poetas españoles contemporáneos. Quizá por su residencia en el extranjero gran parte de su vida y porque, primero, se adelantó a su época y, luego, estuvo al margen de ciertas corrientes imperantes, nunca se le acabó de hacer justicia. Pero es un poeta absolutamente extraordinario por su prodigiosa inventiva de palabra e imagen y la mezcla de trascendencia metafísica y sentido del humor".
Entre sus últimas obras figuran Melos melancolía (1999) y Música de lobo. Antología poética (2003). Y uno de los más esclarecedores fue Diario (1944-2000), que ha ido publicando en varias entregas, de una singular línea aforística similar a los Aerolitos. En él deja constancia de las heridas del tiempo y los rigores del vivir.
Estamos en presencia, pues, de uno de los grandes escritores actuales que nos ha dejado y en el que se produjo, como decía Rafael de Cózar, a lo largo de su vida un proceso en el que adquirió la conciencia de que la clave de la vanguardia no estaba tanto en los poemas como en la revolución personal que la motivaba, no tanto en el discurso concreto como en las actitudes. Y por eso la experimentación del lenguaje llegó con la alquimia de los materiales de la vida.

miércoles, 15 de diciembre de 2010

MEDALLA DEL ATENEO DE MÁLAGA A RAFAEL BALLESTEROS

Antonio Soler, Rafael Ballesteros y Morales Lomas (Entrega de la medalla de oro a Rafael Ballesteros, 14 diciembre 2010)


El pasado martes día 14 de diciembre fueron entregadas las medallas de oro del Ateneo de Málaga que prestigian la labor de toda una vida dedicada a una disciplina científica, humanística, humanitaria, artística... Una de ellas recayó en Rafael Ballesteros, uno de los escritores que ha realizado una de las obras más serias y rigurosas en la ciudad malagueña y merecedor como ningún otro de tan alta distinción. Este hecho sólo nos indica una vez más que una gran trayectoria como escritor que culmina un año importante para él pues en el mes de mayo el consejero de Cultura Paulino Plata le entrego XVI Premio Andalucía de la Crítica por su obra “La muerte tiene la cara azul”, premio que concede la AAEC.
La defensa de la persona y la obra la llevó a cabo el narrador malagueño Antonio Soler, que hizo un serio y riguroso análisis.
La medalla le fue entregada por el escritor y profesor Morales Lomas, vocal de literatura del Ateneo de Málaga.
Rafael Ballesteros es en la actualidad un escritor fundamental en el ámbito de la narrativa y la poesía española contemporáneas, además de haber sido durante muchos años un baluarte de las ideas que han hecho progresar a este país hacia ámbitos de libertad y solidaridad. Su obra literaria inmersa en la tradición clásica crea mundos propios y personales que pivotan en torno al concepto de creatividad, libertad y compromiso ético.
LIBROS DE POESÍA Y NARRATIVA
1966 "Desde dentro y desde fuera". Corn Press. Iowa City.
1966 "Esta mano que alargo". Separata de Diez jóvenes poetas, El Bardo. Barcelona.
1969 "Las contracifras". El Bardo. Barcelona.
1972 "Turpa". El toro de barro. Carboneras de Guadazaón. Cuenca.
1983 "De el mundo, la mar". Jarazmín. Málaga.
1983 "Jacinto.(Primera versión de la primera parte)". Godoy. Murcia.
1984 "La cava". Litoral. Málaga.
1984 "Séptimas de Ammán". El Guadalhorce. Málaga.
1986 "Numeraria". Puerta del Mar. Málaga.
1987 "De Crísides a Jacinto. (Epístola)". Cuadernos de David. El Guadalhorce. Málaga.
1987 “De morte. (De Crísides a Jacinto. Epístola)". Papeles de poesía. Málaga. 1987.
1988 "El pie". Edición Rafael Pérez Estrada. Málaga.
1989 "Antología mínima". Colección Tediría. Málaga.
1992 "Testamenta". Visor. Madrid.
1996 "De los poderosos". Llama de amor viva. Málaga.
1997 "Jacinto. (Primera versión de la II parte)". Colección Juan Ramón Jiménez. Huelva.
1998 "Jacinto. (Primera versión de ..la III.. parte)". Diputación Provincial. Granada.
1999 "Fernando de Rojas acostado sobre su propia mano". Rafael Inglada, ediciones. Málaga.
1999 "Selección". Universidad de Málaga.
1999 "Aula Literatura José Cadalso". San Roque. Cádiz.
2001 Libreto de “Amor pelirrojo”: Ópera electrónica para cuatro voces solistas, coro de voces blancas y trío de figurantes. Alandra producciones. Y en “El maquinista de la generación”. CC del 27. Nº 5-6 Diciembre 2002.
2002 "Jacinto (Primera versión de la IV y última parte)". Ediciones Alfar. Sevilla.
2002 "Fernando de Rojas acostado sobre su propia mano (II)". Rafael Inglada. Poesía circulante, 2ª época. Málaga.
2002 “Amor pelirrojo”. Ópera de R.B. “El maquinista de la generación”. CC del 27. Nº 5-6 Diciembre.
2003 "Los dominios de la emoción". Editorial Pre-Textos. Valencia.
2004 "La imparcialidad del viento". Novela. Editorial Veramar. Málaga.
2005 Amor de mar. Novela. Editorial Renacimiento. Sevilla.
2005 "Huerto místico".. Maneras de vivir. Centro del 27
2005. En “El Quijote, Instrucciones de uso”. (Edición y Prólogo de Juan Francisco Ferré), con el texto “Capítulo donde se da cuenta….” Editorial e.d.a. Málaga.
2006 "Cuentos americanos". Ateneo de Málaga. Málaga.
2006 "Los últimos días de Thomas de Quincey". Finalista del premio Andalucía de la crítica. DVD Ediciones. Barcelona.
2007 Poemas inéditos de "Nadando por el fuego". Fiesta de la canela. Antequera. Noviembre.
2008 Cuaderno de lectura "La obra en Marcha". CC. de la Generación del 27. Febrero.
2009 "La muerte tiene la cara azul". Conjunto de 5 novelas. RDeditores. Sevilla.

domingo, 12 de diciembre de 2010

Reseña de La última lluvia de Morales Lomas por Luis Vea García


Los interesados pueden leer el último comentario que se ha publicado sobre "La última lluvia" de Morales Lomas, Ediciones Carena, Barcelona, 2009 en el siguiente enlace


Algunos poemas de este libro:
LA CONSISTENCIA DE LA NOCHE


Siempre hubo ese ocaso que nos unía
como una caricia que deja perfil
humano. Declinación con su sombra.
Un ocaso con muros de palabras
que se enredan a la consistencia
de la noche. Con bergantes y odaliscas.
Pequeñas traiciones de luminarias
y esa luna con su recuerdo de misterio
a palabras mojadas. Apenas oscuridad.

O acaso el viento con su tumulto.

Ahora que el vivir se nos hace lento
y nadie nos espera para entrar en la rada
con su vocación de siesta,
sacrifico mi empeño de claridades
y te recuerdo al borde de un vuelo,
como el primer día que nos revelamos.

FIN DE PRIMAVERA


Sólo era un hombre ante el ruido del mundo.
Mujer que acoge el brillo de los tiros.

Y luego el vacío que va creciendo
entre la arena como pasionaria.

El mundo estaba en calma y la casa
en silencio. Llegó la noche y Dios
no estaba para pulsar el laúd
de su música. Sólo el hombre en sombra.

Supimos ser perfectos con la muerte,
darle alas a la oscuridad y al aire.

Mujeres invisibles y hombres muertos.

Se despedía el mundo y su tumulto.
Sin la piedad que moldea el silbido
del odio. Y la tierra siendo piedra.

Sin cuerdas guitarras. Seres de manos
grandes para empuñar la suciedad
de los acordes y su desaliento.

El mundo estaba en calma y la casa
en silencio, pero el hombre movió
las estrellas y el jardín con palomas
fue el vacilante búho de la noche.



miércoles, 1 de diciembre de 2010

LAS GUERRAS DE ARTEMISA DE ANDRÉS SOREL POR MORALES LOMAS





EL JUEVES DÍA 2 DE DICIEMBRE PRESENTÉ EN LA LIBRERÍA LUCES DE MÁLAGA A LAS 20.00 H. ACOMPAÑADO DEL PROPIO AUTOR Y DEL EDITOR EDUARDO MORENO.




Eduardo Moreno, Andrés Sorel y Morales Lomas (Málaga, Librería Luces, 2/12/2010)



Estamos en presencia de una obra de rasgos épicos y monumentales. Así sucede con las novelas en las que las causas de los pueblos engendran la guerra y los personajes alcanzan una altitud de miras o impudicia histórica.
Desde los prolegómenos Andrés Sorel quiere dejar muy claro al lector quiénes son los protagonistas de la obra y sobre qué andamiaje sostiene el hecho creador. Ya en el mismo Prefacio existe una advertencia sobre los protagonistas de esta novela que no son otros que el pueblo cubano, el escritor y militar Manuel Ciges Aparicio y las tropas españolas en Cuba comandadas por el general Valeriano Weyler, en un marco temporal, básicamente el ocaso del siglo XIX, que en el último capítulo posee ramificaciones finales en torno a julio de 1936 que tienen un profundo valor alegórico y el remate del ciclo novelesco.
Tradicionalmente se ha entendido el ocaso perentorio de España a partir del momento en que se pierde la guerra de Cuba desde un ciclo inicial que comienza en el siglo XVII. La generación del 98, a la que pertenece Ciges Aparicio, se encargó de levantar esta bandera de la decadencia española. Lo que no se ha explicado suficientemente o, al menos, hay referencias vacuas en la población, es la enorme crueldad e infamia con la que los españoles actuaron en Cuba. Sobre todo los españoles acomodados y los criollos fieles a la corona españolizados sobre cuyas espaldas caerá la responsabilidad histórica por su carácter racista y explotador, fundamentalmente si tenemos en cuenta que Cuba fue la última en abolir la esclavitud y siendo los negros cubanos descendientes de los esclavos son odiados por estos y sienten su absoluto desprecio por los caudillos rebeldes.
Andrés Sorel, a través de Las guerras de Artemisa (El Olivo Azul, Córdoba, 2010, 287 págs.) hurga en esta herida y consigue indagar en el territorio de la promiscuidad despótica y la absurda crueldad. Artemisa es el símbolo, un lugar en el que identificar un territorio concreto, la capital militar de Pinar del Río que estaba bajo el poder de un allegado de Weyler, el general Arolas, y que, por extensión, debe ser identificado con toda Cuba. Pero hay algo que va más allá de la anécdota, o lo que diría la semiología, el argumentario de los acontecimientos concretos en torno a Cuba, y es el hecho de que con la alegoría de Artemisa no se concluye un período sino que, en cierto modo, se inicia y finalmente culmina en el golpe militar de Franco y, al amparo de esa crueldad histórica, los españoles nos adelantamos a la creación de los campos nazis cuarenta años antes que los alemanes con el protagonismo absoluto de un militar español, Valeriano Weyler.
La novela posee una voluntad de estructura coral en la que varias voces participan del proceso narrativo. De hecho cada capítulo tiene un protagonista que enarbola el transcurso de la narración en primera persona aunque éste se halla trufado de permanentes intromisiones de la tercera persona omnisciente. En unos casos el propio Weyler, Ciges Aparicio, Tula, Juan Vives… De manera que el relato pretende introducir en esta línea argumental un abigarrado espectro sonoro e imaginario, si bien, en el fondo (acaso hilo ideológico o tesis del escritor) se mantiene la voz crítica ante el simulacro ominoso que el lector va a contemplar.
Esta armazón estructural se sistematiza en nueve capítulos que llevan los siguientes títulos: 1. El anciano; 2. 1986. El general Weyler; 3. 1986. El sargento Manuel Ciges Aparicio; 4. 1896. El capitán Martínez Calonge; 5. Tula, de Artemisa; 6. Reconcentración y exterminio; 7. La ceguera; 8. Últimos días de Artemisa; y 9: 1936. Los hijos de Weyler. Si el primer capítulo aparece el general Weyler con noventa años, en la absoluta decrepitud, hablando con fantasmas, de los capítulos segundo al octavo mana el protagonismo de Cuba y los «héroes» del relato, para llegar al último capítulo que representa un salto temporal espectacular, pues en el precedente la acción transcurre en el año 1897 y ahora nos hallamos en 1936. Cada capítulo se concentra en esencia en un personaje y su mundo o en un lugar o una situación, pero todos los personajes van entreverándolo con su densidad, con sus ideas y con su torrencial creador.
¿Qué sucede para que el escritor haya querido dejar ese capítulo final como un elemento único, como un broche literario, acaso como un réquiem? En sí entendemos una voluntad de circularidad. Creo que hay una tesis clarificadora de Andrés Sorel, una opción que nadie puede soslayar: la idea de que las perversiones históricas se reproducen en el tiempo y acaban convirtiéndose en recurrentes por su capacidad para mantenerse y desplegarse cuando las condiciones históricas le son propicias. Weyler es el símbolo de una España estremecedora que en el último capítulo (por eso lo titula “Los hijos de Weyler”) toma de nuevo la iniciativa por mor de la Falange y el golpe militar del general Franco. Aunque Weyler muere el 20 de octubre de 1930, quedan figuradamente «sus hijos», los golpistas del 36, los autores de la muerte de Ciges Aparicio, gobernador civil de Ávila durante la República y fusilado cuando los sublevados se hacen con el control de la ciudad. Si Ciges Aparicio logró sobrevivir a Weyler, no conseguirá zafarse de «sus hijos político-militares». Y así, dirá el narrador en tercera persona: “E inmediatamente, un rostro se asoció al de aquellos más jóvenes que le contemplaban con desprecio y odio: el de Valeriano Weyler. Eran sus descendientes. Otra vez la historia maldita de España. El general había muerto hacía seis años y ya encontraba asesinos que le reencarnaban” (p. 273).
Pero es la voz de Ciges Aparicio, verdadero protagonista de la obra, de cuyas ideas

Dueño de librería Luces, Eduardo Moreno, Andrés Sorel y Morales Lomas (Málaga 2/12/2010)

Andrés Sorel se hace deudor, quien en el capítulo postrero entona esos últimos momentos de existencia, confiesa su humanidad libre, la sujeción a la tiranía y la disciplina y sus ideas antimilitaristas que le vieron forzado a salir por dos veces al exilio: “Todos los militares son iguales. España no tiene remedio. Es carne de Inquisición. Curas, militares y marquesas” (p. 278). Pero ya antes, en el capítulo tercero había dicho hablando del cuartel: “Allí contemplé, en su pura esencia, la brutalidad ejercida por militares ineficaces que sólo se preocupaban de maltratar a la tropa, esclavizar y utilizar a los soldados como criados a su servicio y rapiñar cuanto pudieran de la intendencia” (p. 73). Y cuando lo llevan a fusilar va mezclando en su imaginación los momentos vividos en el pasado y en el presente, cercano ya el paredón de fusilamiento, y afirma: “Aquí no hay ningún Weyler. Ha sido el general Franco. Caigo en el error”. Es a través de los sueños cuando, como en una nebulosa de una España triste y trágica, se mezclan esos acontecimientos del pasado y del presente sin solución de continuidad creando un magma uniforme y aciago. A través de sus palabras, de sus acciones, existe una toma de partido y una crítica feroz contra la dictadura y contra ese monstruo que se ha ido engendrando históricamente.
Existe en el trabajo de Andrés Sorel una profunda labor de lector, de recopilador de datos y acontecimientos históricos, pero no podemos olvidar que estamos en presencia de una creación novelesca aunque el relato esté trufado de esos acontecimientos verídicos que se sostienen en la obstinación de los datos reales e irrefutables.
Los comienzos de la novela son tenebrosos y nos anuncian ese interior desolado en el que nos introduciremos progresivamente. Y surge el emblema de la ambición y la traición en la imagen de la cita de Macbeth de Shakesperare: “¡Apágate, breve llama!” El general ha cumplido noventa años y no puede dormir. La pesadilla se apodera de su mente y también, como Ciges en el último capítulo, confunde la realidad con los sueños y se pregunta si existió realmente aquel tiempo. Se halla en el prólogo de la muerte que no llega, abandonado por sus hijos, en el colmo de la decrepitud: un militar en su laberinto, muy cercano a personajes similares que nos ha dejado la narrativa hispanoamericana, dictadores, sanguinarios. No he podido dejar de recordar La muerte de Artemio Cruz de Carlos Fuentes. Pero en la imagen que nos proyecta Andrés Sorel existe también mucho del esperpento valleinclanesco de Martes de Carnaval, en esa irrisoria estampa del general y su cornetín, un general que se considera traicionado, igual que Macbeth. A medida que avanza la narración y en tanto él es el protagonista, la paleta negra, los elementos neoexpresionistas se apoderan de su semblante, de su trayectoria vital para ensuciar con su vida y con sus obras esta historia. Hay una crítica indignada y acérrima del narrador que presenta a un personaje tan sañudo que no sabe llorar y al que describe el propio general de esta guisa: “Feo, asimétrico (de 1,60 metros de altura), me sacaron tal vez del vientre de mi madre antes de tiempo, por eso nací canijo. Tardé en crecer, y pese a mis esfuerzos nunca lo logré del todo” (p. 22). Y que, como Macbeth (con el que encuentra el parangón literario) se encuentra acosado por los fantasmas de su propio pasado: “Fui valiente a la hora de matar a los demás y ahora me muestro impotente para quitarme la vida a mí mismo” (p. 21). Creedor e instigador de la muerte (“Sólo creo en la muerte”, p. 23, como Millán-Astray, su hijo alegórico “¡Viva la muerte!”), se transforma desde el inicio en un personaje repulsivo al que le gusta el olor fuerte y ácido de los orines, capaz de una vida de impostura y de fidelidad a la muerte. Surge la etopeya del general amigo de la dureza y la violencia, incapaz de despertar afecto alguno, sobrio, no bebía, no fumaba y rara vez entablaba conversación con alguien y a quien siempre se le compara con ese Macbeth sanguinario, lascivo, codicioso, pérfido, falsario y violento. Que permitía a sus soldados robar, violar, matar… Y que, como dice en el relato, enseñaba bien cuál era la regla para destruir a los bandidos cubanos: “Incendiar, asolar los pueblos, no hacer prisioneros, no guardar consideración alguna con ancianos, mujeres o niños. Licencia para matar, violar, que nadie les va a exigir explicaciones” (p. 58).
Hay una filosofía sombría que se va descubriendo a medida que avanza

Andrés Sorel

el relato y actúa como elemento disuasorio de aquel lector que pudiera tener algún tipo de veleidades. No hay dudas para el narrador y su punto de vista busca crear una imagen abyecta del militar. El capítulo segundo es un compendio para crear un retrato desolador de este personaje que fue destituido por los acontecimientos terribles comentados con soltura por el personaje Piedelobo que afirma del general: “En el ejército, y le habla alguien que lleva más de treinta años en él, los hombres cultos no tienen cabida, y menos en la guerra, se los odia y desprecia al tiempo. Weyler, si pudiera, los mataría a todos” (pp. 64-65). Un icono que se irá ampliando progresivamente a través de las declaraciones de personajes que sevincorporan al relato, como el escritor-militar Ciges Aparicio, que dirá sobre él: “Weyler es solamente un asesino sin conciencia del mal” (p. 82). A su imagen servirá de contrapunto la que transmite básicamente en el capítulo cuarto el capitán Martínez Calonge, que tendría relaciones directas con el general y la periodista Eva Canel, cuya adoración hacia éste era manifiesta. En este capítulo dirá sobre los homosexuales y los pueblos: “Los pueblos se corrompen y pierden cuando se feminizan y relajan en su natural destino, sin una disciplina. Los homosexuales, por ejemplo, no son hombres, sino enfermos que debilitan la raza y conducen a la derrota” (p. 110).
Pronto, sin embargo, surgen los otros personajes que poco a poco se adueñarán del relato, pasando en determinados momentos Weyler a un segundo plano, se trata de Ciges Aparicio y Juan Vives… pero también la periodista Eva Canel, entregada a la causa de Weyler, González Arocha (Maceo), el cubano revolucionario, Tula (que apoya a las tropas de Maceo en Artemisa)…
El sargento Ciges Aparicio es el alma humanitaria y crítica del relato a partir del capítulo tres. Será definido por la revolucionaria Tula como “tímido pero bueno, como pocos hombres he conocido en mi vida” (p. 260). Miope, amante de las ropas negras, huérfano de padre, ajeno a la disciplina y a la religión, le repugna la violencia y tiene miedo de las mujeres, pero, sin embargo, no lo tiene de los castigos aunque viva obsesionado con la eternidad, y entra en el ejército como un modo de abandonar su aciago hogar; solitario, se aferra a la literatura como tabla de salvación. A través de la primera persona Ciges nos habla de sus sensaciones y de su vida, los artículos con los que colaboraba en la prensa, y se va produciendo un proceso de enamoramiento del personaje que es paralelo al que transmite el escritor que se ve reconocido y recompensado en su actitud y puntos de vista. A medida que se pierde la sombra que ha engendrado el general Weyler, Ciges se convierte en su normalidad en el verdadero héroe del pueblo, en el intelectual comprometido que desde dentro zahiere y repudia con todas sus fuerzas al estamento militar. A Ciges acompaña con frecuencia Juan Vives, cuyas ideas son puestas en discusión con mucha frecuencia en el relato y crean una condensación del pensamiento de ambos. De ellos se deducirá progresivamente la personalidad de Ciges, verdadero protagonista de la obra en el ámbito más sugestivo. Le dice Juan Aparicio: “Tu defecto, Ciges, es que todavía aceptas leyes morales, cuando la moral no existe” (p. 88). Pero Ciges Aparicio es la conciencia de lo que sucede en Cuba. Un hombre que se conmueve más con el sufrimiento de los otros que con el suyo propio y al que finalmente encerrarán cuando descubren que ha escrito un artículo dirigido al periódico francés L´Intransigeant donde critica el comportamiento del ejército español en Cuba. Pero también un escritor que tenía un profundo amor a la literatura a la que identificaba con la vida. Detenido el 6 de enero de 1897, fue condenado veintiocho meses y un día de prisión por injurias al ejército.
La historia de Tula, a partir del capítulo quinto adquiere gran importancia, pues a través de ella se ofrece una visión desde el otro extremo, desde el pueblo perseguido, violado y diezmado, una mujer de carácter que entra en la causa de la revolución y la liberación del pueblo cubano, aunque tendrá relación con algunos militares, especialmente con Ciges Aparicio con el que dialogará bastante y con Juan Vives. Y cuya simbología sexual y su historia amorosa compensa momentos de la crueldad del relato. En ocasiones ha podido ser vista como la niña Chole de la Sonata de Estío de Valle-Inclán, una mujer que desborda los límites de la sensualidad y el erotismo. Pero también es la mujer consecuente y luchadora que encarna los valores de un pueblo en la lucha por su libertad. Personifica también el personaje que analiza la situación politico-social de su país y explica las causas de su miseria y la falta de libertad.
A partir de un determinado momento, perdida la vigencia del general Weyler, el relato se adensa en historias breves, en interpolaciones que enriquecen las situaciones secundarias y así aparecen las historias de Narciso López, Abel Borrego, el padre Arocha…
Pero la novela, que participa de los elementos históricos, psicológicos, sociales… también ofrece momentos en los que la acción se adueña del relato y las escenas de guerra y atentados se multiplican en el capítulo séptimo. No hay momentos para la relajación porque el tempo narrativo consigue su efecto esperado y la transición de unas situaciones a otras siempre tienen el interés que con su fortaleza narrativa logra darle Sorel al relato.
Una obra en la que las ideas no ahogan la narración pero sostienen el sentido último de la historia que alcanza, como hemos dicho, una consideración épica. Los compartimentos estancos de su estructura se diluyen cuando los personajes se imbrican en el transcurso de ellos y asimilan situaciones de unos en otros creando perfectos vasos comunicantes.
En definitiva, Sorel con Las guerras de Artemisa consigue mostrarnos un periodo aciago de nuestra historia en Cuba y nos hace revivir una época, pero también nos adentra en el pensamiento de un personaje, Ciges Aparicio, cuyas ideas de humanidad y solidaridad son reivindicadas como principios también inmanentes de la historia de España.

martes, 30 de noviembre de 2010

DIÁLOGOS CON ESCRITORES CONTEMPORÁNEOS (ATENEO DE MÁLAGA) POR MORALES LOMAS

Morales Lomas y Garriga Vela (Ateneo de Málaga, 29 noviembre 2010)


Desde el mes de septiembre de este año llevo a cabo un ciclo con escritores contemporáneos que pretende desde el diálogo con el autor, la comunicación con él y la comprensión de su obra, ahondar en claves que hasta ahora no han aparecido en otro momento o sólo han surgido de pasada en circunstancias especiales.
El escritor invitado el 29 de noviembre de 2010
fue José Antonio Garriga Vela del que pueden leer un comentario acerca de su obra "Muntaner 38", un poco más abajo. También pueden consultar los siguientes enlaces del autor para mayor comprensión del mismo.
Lo considero un narrador de gran valía y uno de los creadores de mundos sugerentes y atractivos en una línea que lo puede conectar a Paul Auster o E. Vila-Matas, aunque esté "tocado" de territorio manifiestamente personal y de unas filias y fobias que se sostienen sobre el andamiaje del regate corto y los mundos imperfectos, diezmados, en permanente zozobra y creación. Su maestro es Kafka, entre otros.
Enlace con el Diario Sur que da la noticia y en la que aparece esta fotografía de A. Cabrera.

José Antonio Garriga Vela y Morales Lomas (Ateneo de Málaga 29 de noviembre de 2010, 19:30 horas)


domingo, 28 de noviembre de 2010

La narrativa de Garriga Vela, Muntaner 38 por Morales Lomas



En 1996 la editorial Debate publicó una novela, Muntaner 38, de José Antonio Garriga Vela, a la que considero la base de su narrativa posterior. Venía precedida por la concesión del Premio de Novela Jaén, que había concedido un jurado formado por Caballero Bonald, Ignacio Echevarría, Antonio Soler, Manuel Longares y Constantino Bértolo.
En Muntaner 38 aparecen las claves de una narrativa que se sostiene sobre el regate corto en la construcción de la frase, el ingenio en la creación de locuciones que permanezcan para la historia de la literatura (hay en su obra en general una evidente querencia por los enunciados perspicaces que concentren en dos o tres líneas un pensamiento de carácter axiomático), en la tenue elaboración de muchos personajes que van y vienen una y otra vez envolviendo al lector y arrullándolo con sus situaciones efímeras, con sus fragmentos tenues y sugerentes. A través de la perspectiva distanciada, a veces, del catalejo: “Así es como siempre he preferido ver las cosas. De una manera fría, distante y precisa, con la mirada del catalejo” (p. 14). Y, sobre todo, en la inmediatez de un mundo, en la construcción de espacios interiores que justifiquen la existencia. Mundos que van y vienen del pasado al presente (en ese juego de analepsis y prolepsis) que crean un círculo cerrado. Si sus mundos lo son, también su narrativa, que siempre pivota sobre un eje muy concreto. Aquí le sirve de cigüeñal la calle Muntaner 38.
Desde Aristóteles sabemos que una cosa es la historia y otra muy distinta el discurso o argumento. El discurso de Muntaner 38 se organiza por un sistema de acumulación de breves situaciones a lo largo de un tiempo indeterminado que iría desde la infancia del autor hasta las fechas posteriores al fallecimiento de su padre. Es un tiempo amplio (de unos veinte años aproximadamente) en el que los sucesos, desordenados, son acomodados por un proceso de asimilación significativa en función de los criterios del autor. La historia sería así menos relevante que el discurso. Un discurso que en su esencia, como diría la semiología, pivota también en torno al personaje de su padre, el sastre, epicentro de la construcción novelesca, pero también en torno a la aventura de la rapidez narrativa y de las escenas-secuencia breves (“ráfagas”, dirá el narrador en un momento del relato) que permiten un cambio de un mundo a otro, de un espacio familiar a otro, de un personaje a otro de modo raudo. Más que la realidad en la que se centra, al narrador le interesa mostrar una visión de un mundo, una comprensión de un mundo. Y estos procesos acumulativos lo organizan. Se trata de la victoria de los personajes secundarios. Son estos los que alcanzan el dominio de la obra, aunque sean Cristina Moslares, el padre y el propio narrador sus protagonistas más consistentes; al fin, los protagonistas que determinan, que cierran en torno a ellos el círculo de la creación. La obra literaria tiene sus propias leyes que organizan un mundo. Garriga Vela sigue unas leyes muy precisas:
El espacio: la calle Muntaner 38, en el centro de Barcelona, cerca de la Avenida Diagonal, cicatriz de la ciudad, como epicentro en torno al que gira el mundo novelesco. No sólo arteria sino mundo propio, concreto y reducido desde donde estar en el mundo y contemplarlo en su concreción y arbitrariedad, en su reducción, en su carácter de epicentro.
Dos personajes fundamentales:
a) El padre de Garriga Vela, el sastre, como personaje omnímodo en la existencia de la novela y del propio autor. Un personaje (como Kant al que se compara literariamente) que no sale de su propio mundo (Kant construyó su filosofía sin salir de Königsberg, el padre de Garriga construye creando trajes –es decir, cortando su mundo- la filosofía de su existencia práctica y cotidiana), la calle Muntaner 38 y su taller de costura. Un taller de costura que también es la metáfora de la conformación creativa porque como se decía, “estamos en manos de unos pocos sastres que se limitan a señalar y cortar nuestras vidas” (p. 159). La indeterminación de la existencia y la absoluta falta de libertad para ser lo queremos ser es ese corte de la tela, de nuestro propio existir. Un símbolo, la creación de ropa, como la creación de mundos que habita un galeón a la deriva, como dirá el narrador, que él no quiere abandonar, aunque lo haga su padre. Con cuya filosofía de vida discrepa hasta el punto de que en un momento determinado dirá el narrador: “Mi padre me educó para habitar un mundo al que él renunció. Me pasaba un traje que se le había quedado pequeño e incómodo. Guardaba para sí mismo los ideales. Sabían que eran batallas perdidas (…) ¿Quién era realmente? Me he preguntado muchas veces por qué llegué a odiarlo hasta el extremo de desear su muerte. Miguel Bobadilla aseguró que yo fui víctima de los ideales de mi padre. Que esa herida que no cicatriza me la provocó él. Quizá sea cierto. De cualquier manera fue una persona demasiado dura. Yo no hice caso de sus recomendaciones, sino todo lo contrario (…) Yo era el huevo de la serpiente. Supongo que así surgen las guerras civiles. Quizás ahí residía el embrión del odio. Al trasluz de la experiencia de mi padre yo me rebelaba contra quienes lo destruyeron. Elegí otro rumbo. Aunque al final, los dos perdimos las mismas batallas contra nuestras propias contradicciones (p. 160). El hecho de ser sastre conforma un valor simbólico preciso en la novela en esa capacidad creativa del sastre que con su tijera sobre la tela crea un modelo, la base teórica del modelo que pretende crear para los demás, aunque el suyo permanezca oculto. De ahí la organización de un mundo con el que no está dispuesto a convivir el personaje que posee una ligera analogía con Kafka, al que, por cierto, admira Garriga Vela. Ya desde el inicio, no obstante, van surgiendo esos fantasmas transmitidos por su padre: “Me legó el rencor, es cierto, y también un mundo habitado por fantasmas” (p. 70). Pero su padre vive un proceso inverso al suyo, mientras va hacia la infancia, como una forma de que lo dejen en paz, el narrador-Garriga huye de ésta como una forma de ir creciendo. Su padre habitualmente decía: “En la infancia se vive, después se sobrevive” (p. 58). Garriga pretende crecer pero es como si el espacio, la calle Muntaner 38, el tiempo (la dictadura) y la filosofía inmanente se lo impidieran.
El padre, a través de sus frases recurrentes está creando una metafísica de la existencia, un modo de ver el mundo de carácter axiomático. Dirá, entre otras: “En la vida nunca se sabe lo que puede ocurrir” (p. 43); “El mundo es redondo y el que no espabile se va al fondo” (p. 43). Pero lo que también existe es una labor de corte moralizante, con tendencia a la formación del espíritu que le llega desde los diversos razonamientos que llegan puestos en boca de su padre y permiten el crecimiento personal o no. Por ejemplo, cuando decía su progenitor que “allí donde quiera que uno va, arrastra las obsesiones. «Huir no sirve de nada, hay que plantar cara a la vida».” (p. 149). Y Muntaner 38 es el magma de las obsesiones, un magma triste de una época triste.
b) Cristina Moslares como símbolo del erotismo, de la búsqueda de los paraísos artificiales (con la persecución del temor al fracaso) y del crecimiento en los sueños. Sueños que van a depender mucho de la fe en conseguirlos, como afirmaba su padre quien después de reconocer que todo era cuestión de tamaño recalcaba que “la medida de los sueños dependía de la fe que se pusiera en conseguirlos” (p. 142). En otro momento, cuando Cristina regresa de América como conquistadora de aquel sueño que a todos había hechizado dirá terminante: “América es diferente” (p. 89) Un país diferente frente al nuestro donde nunca pasaba nada, aunque también diferente en la propaganda fascista. Y en este sentido los personajes tienen una necesidad de salir, de buscar algún lugar donde la podredumbre no exista (“Quien estaba podrida era la ciudad. El país entero, p. 118). Sueños que siempre acaban frustrándose en la narrativa de Garriga Vela. El narrador sabe, como dirá al final de la obra, que no va a “ningún sitio”. Al principio soñaba con América (este elemento recurrente de un sueño personal era muy habitual en los jóvenes de entonces, América era el final de un túnel. Todo lo bueno venía de América. Por ejemplo, era habitual oír, esto es muy bueno, es que es americano. América surge con la fuerza de un sueño. También Cristina Moslares se va a América). Pero Cristina Moslares sobre todo es la pasión y el erotismo, un aliciente para vivir, aunque supiera que él era un juguete en sus manos y siempre era ella la que lo poseía: “Cristina había convertido el deseo en una soga que rodeaba mi cuello en la oscuridad” (p. 100).
Muntaner 38 se estructurada en ocho capítulos, cada uno con un título preciso: (I) La mirada del catalejo; (II) Cuando el mundo se apaga; (III) Tiempo muerto; (IV) La quietud de los días festivos; (V) La silueta de tiza; (VI) Espérame en la luna (lo escribe en cursiva ex profeso); (VII) Los encantados; y (VIII) El cuarto del planchador. De ellos, Los dos primeros y el octavo son los más extensos en cuanto al número de páginas y el último, que actúa como epílogo, es el más breve, junto al sexto. Pero, qué sentido posee esta estructura precisa en su obra cuando todo es un cúmulo de personajes que van y vienen como en una ratonera, la calle Muntaner 38. Permítannos ir descubriéndolo progresivamente. Inicialmente (en el primer capítulo) se trata de la proyección de la imagen global que sintetiza el espacio y sus personajes en movimiento con la misma paleta (el narrador es pintor aficionado) que el impresionista conforma sus cuadros con trazos de color, aunque sea la paleta de lo claroscuro. Si hasta el capítulo cuarto, el padre del protagonista ocupa un espacio omnímodo; será a partir del quinto cuando se instaure en la obra una especie de historia sentimental entre narrador y Cristina Moslares, sus deseos y sensaciones.
Arranca la novela el autor catalán con una primera frase que enmarca un sueño, el sueño de América: “Nunca he estado en América” (p. 7). Un inicio que nos adentra en la construcción de un mundo, mientras él, de pequeño, colorea los mapas y su padre marca con el jaboncillo el contorno de los patrones, una forma similar de hacer sus propios mapas o su propio mundo. Ambos comienzan a elaborar, pues, un microcosmos. Un mundo que, como veremos al final de la novela, no lleva a ninguna parte, un mundo truncado y sin perspectiva: “La imagen de los encantados se fue esfumando en la lejanía. Lo mismo que los colores de los mapas, las marcas de los patrones, la mirada nublada del catalejo” (p. 171). Garriga Vela ha construido su mundo circular, en torno a una precisa y simbólica imagen: la suya coloreando mapas, la del padre, enjabonando contornos, siluetas. Pero todo se desvanece y acaba convirtiéndose en una “triste historia”, una alegoría de la derrota.
Existe un microcosmos limitado (la calle Muntaner 38) y un sueño que en la novela progresa pero acaba siendo cercenado: “Los límites del mundo se restringían al margen de acera que rodeaba la manzana” (p. 7). Un espacio que para su padre posee el valor de lo metafórico-simbólico: “Mi padre decía que el balcón de nuestra casa era como América, y que la calle era el resto del mundo” (p. 11). La visión desde arriba, desde la fortaleza de gobernarlo todo. Pero la visión no da la vida sino que crea falsas perspectivas. Una distorsión de aquel catalejo con el que miraba desde el Tibidabo o Montjuich.
Pero el narrador no sólo colorea países que conoce por los colores sino que a través de él va reconociendo las cosas, en un proceso de construcción, de camino iniciático, de descubrimiento de una realidad que no acaba en nada: “La vida era un mapa mudo donde yo iba reconociendo el nombre de las cosas” (p. 46). Por eso “cada ciudadano es un país. Cada familia, un mundo” (p. 47) Y por eso el narrador es consciente de que al construir su mundo novelesco es como si construyera el mapa que nunca acabará. Nunca se acaban los mapas. Y ese proceso se organiza a través de la enumeración de sucesos que van desde su ámbito familiar (sobre todo centrado en la figura paterna; las reflexiones en torno a la madre son tenues, imperceptibles, con un ahogado misterio (“Mi madre sueña con un pasado que guarda en secreto, p. 79) o manifiestamente irónicas, como cuando dice: “Mi madre siempre fue algo morbosa. Leía revistas de sucesos. Oía en al radio programas donde la gente buscaba respuestas públicas a los asuntos privados”, p. 155).
Multitud de personajes van y vienen apenas pespunteados, cogidos con los alfileres del sastre y también breves y sintéticas aventuras que finalizan en la anécdota: sus juegos infantiles (“una infancia de color gris”), el ámbito espacial del propio bloque y los vecinos que viven en él, como Don Esteban, el señor de los ciegos (que olía los números): “Huelo hasta el futuro” (p. 11), decía; el tío Juan que lo llevaba al Tibidabo; el amigo de su padre, Alfonso el Rojo (uno de los personajes secundarios más atractivos) que todo lo hacía con la izquierda; el vecino del segundo, el taxidermista Matías (que bien podría pasar por un personaje esperpéntico o berlanguiano); el club Kim´s y Margarita; las veladas pugilísticas del Price con el personaje Caraplato; las planchadoras Mercedes y Teresa; sus hermanas; la familia Amat y Elvira,; la mujer del doctor, Violeta, de la que estaba enamorado platónicamente; la familia Guijarro; Díaz del Camino el profesor de Formación del Espíritu Nacional; Ángel Moslares, el fotógrafo; la familia polaca Kawolinski; el cura Antonio María Claret y su afición hacia él, sus tocamientos (nunca entra en lo escabroso, aunque lo sugiere); Carlos, el tirador de dardos, Carmen y sus cuatro hijos; sus abuelos; el señor Rico y su familia… Todos ellos contribuyen a crean la geografía humana si su padre y él trataban de organizar a través de los colores y el jaboncillo la geografía física, el patrón de la existencia.
Pero también existe la construcción del pensamiento del propio personaje a través de su mundo y de su propia psicología: su timidez, por ejemplo: “Cuando llegaban visitas a casa me escondía debajo de la mesa del comedor”. O el colegio que lo relacionaba con el olor a mierda o la visión que los demás tenían sobre él, apodándolo El Santito. Y, sobre todo, la proyección de una especie de imagen maléfica que le acompaña, de una fatalidad precisa: “Mi madre afirmaba a las amigas que yo no era malo, pero que tenía mala suerte” (p. 20).
Hay una obsesión por el tiempo. Marcado por la fecha del 20 de noviembre, que le vio nacer, también en la obra operan estas fechas, el 20N asociado a elementos luctuosos o cronologías de raigambre histórica como la muerte de Franco, la muerte de José Antonio Primo de Rivera, de Buenaventura Durruti…; de ahí que el padre le dijera que había venido al mundo el día de todos los muertos. También las fechas son determinantes desde el principio en su novela Pacífico. Un tiempo y una época, un espacio que limita con la tristeza y la melancolía que surge en esta novela de la memoria personal y familiar donde la realidad y la ficción, como son habituales en toda su narrativa desde entonces juegan a ser únicas e irrepetibles, adquieren una y otra la verosimilitud o la mentira que la hacen imperecederas.
En definitiva, una buena novela que nos habla de un mundo conquistado y reproducido, que pudo ser para la quimera, como las palabras iniciales del protagonista, pero que subsiste para el nihilismo como en las últimas: “Sólo quedaban restos de ceniza que el viento empujaba al mar” .

sábado, 20 de noviembre de 2010

MEMORIA DE LAS TORMENTAS DE MANUEL GARRIDO PALACIOS POR MORALES LOMAS

Memoria de las tormentas, Calima Ediciones, Palma de Mallorca, 2010, 174 págs.

Garrido Palacios es un sólido narrador huelveño del que se debería hablar más pero por razones que ignoro no se hace lo suficientemente, a pesar de que posee una obra de contrastada calidad literaria.
A partir de una sólida formación en dirección cinematográfica ha dedicado su actividad como guionista y director de televisión (NKD de Japón, WDR de Alemania, TVE España). Entre sus series televisivas existe una trascendencia evidente del fundamento popular: “Raíces”, “Todos los juegos”, “La duna móvil”, “El bosque sagrado”, "La Primavera en Doñana", "Rasgos", fueron reconocidas en su momento con diferentes premios nacionales e internacionales y en “Memoria de las tormentas” el ámbito de reflexión es la España rural, atrasada, pobre e inculta.
Con su primera obra, “El brocal”, publicada en 1964, se iniciaba una larga carrera literaria, que le ha valido una larga lista de premios, entre otros el Premio Borges o el Golden Harp (Irlanda)… Es colaborador de algunas publicaciones y de la revista digital Papel Literario (Málaga) con sesudos análisis literarios. También es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española en Nueva York y del jurado del Festival Internacional de Cine de Glaway, y del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva.
“Memoria de las tormentas” pertenece junto con “El Abandonario” y “El Hacedor de Lluvia” la “Trilogía del Herrumbre”. Por momentos, al leer esta novela, me han venido a la memoria Castroforte del Baralla, sede y alma de “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester (al que estos días se pretende devolver a la actualidad, uno de nuestros más sólidos narradores de todos los tiempos), “Volverás a Región” de Juan Benet (otro escritor trascendente y olvidado) y “Celama” de nuestro admirado Luis Mateo Díez; pero también a Camilo José Cela en el gracejo de la narración y en la soltura compositiva. “Memoria de las tormentas” es incluso una reminiscencia de los espacios rurales tan extraordinarios que ha creado la literatura latinoamericana por obra del gran Rulfo, de Borges, de Vargas Llosa, de García Márquez...
Garrido Palacios con esta obra desciende a la memoria a través una anciana de cerca de cien años, doña Dulcedumbre, que va conformando la historia de Herrumbre y la historia personal, una especie de nueva Úrsula Iguarán (el personaje mágico de “Cien años de soledad”), etérea y fantasmal, que posee una enorme fuerza como creación literaria personal y propia, a pesar de las evocaciones aludidas.
A través del esquema narrativo de la historia contada a “un caballero” que llega al pueblo, la voz homodiegética del personaje se hace presente y cuenta desde la primera persona y a través del monólogo interior sus vivencias, sus sensaciones y sus desencuentros con el mundo y sus habitantes: “No quiero cansar al caballero. He contado esto tantas veces que me he convertido en la historia misma. Ya ve que voy de mis recuerdos a mis recuerdos a través de mis recuerdos” (p. 21). En otro momento le insistirá a su receptor: “Le cuento a usted lo poco que sé, tres migajas, ¿qué podemos saber unos de otros?” (p. 120). Estamos ante la narrativa oral que la memoria en pequeños trazos construye, y es Dulcedumbre con su ánimo, su gracejo y su tristeza la que nos va envolviendo en ese aire sorprendente conformado por los trazos agridulces (como su propio nombre) de la existencia: “¡Ah!, mi cabeza es un saco de historias en el que meto la mano y saco jirones” (p. 34). Aunque, en realidad, podríamos considerarla una intermediaria de la abuela Bonaparte, que fue la que contó estas historias después de darle un sorbo largo al aguardiente. Un homenaje a la memoria, que como dice Dulcedumbre, no puede ser amordazada ni ser pasto del olvido. Pero, aparte del rico anecdotario que encuentra el lector, plagado de fantasmas y seres mágicos, la historia de Dulcedumbre permite adentrarnos en una filosofía de vida, en un modelo cuasi moral, si me apuran, profundamente humano, en el que gastó su vida, complaciendo siempre a los demás pero sin ser complacida.
Una España atrasada y esperpéntica, múltiple, abigarrada y plural conforma esta agridulce obra en la que la paleta negra está muy presente, un color que ha sido consustancial a nuestra historia como pueblo. Goya nunca se equivocó con sus cuadros del Callejón del Gato y tampoco Valle con don Latino de Híspalis y Max Estrella. Una España de espejos deformados y personajes al filo del esperpento o ya esperpentos propiamente. Y el absurdo mayor surge en estados de guerra: “Toma una escopeta y a pegar tiros. ¿Contra qué? Tú tiras en esa dirección y no preguntes (…) Detrás se esconden los malos, el enemigo. Cualquiera es el enemigo” (p. 31).
Dulcedumbre, veinte años, se va con el seminarista a la capital, donde trabajará en una taberna, y deja Herrumbre, su pueblo, que según Dulcedumbre alguien le había dicho que no existía en el mapa. Pero el enamoriscamiento duró poco y pronto se casa con otro. Se van intercalando historias como la del pariente Onofre, o de Onésima que cazaba gatos por hambre, la historia de Teresona, el político Donglorio (sobre el que ironiza constantemente), la historia de Remilga que nos ha retrotraído a los esquemas y el espíritu de la narrativa picaresca española. De hecho en la página sesenta y dos hay una alusión expresa a obras como “Lazarillo de Tormes” y “Guzmán de Alfarache”, y ese texto, casi textos de textos que es el “Himnario”, presidiendo como memoria común de unos seres que pedían que se diera fe de la existencia del pueblo y acompañaba a Dulcedumbre siempre.
Manuel Garrido Palacios
Los efluvios amorosos de Tío Livio y la burra Mica, que nos adentran por una geografía humana escabrosa y triste en torno a una sexualidad mal entendida, por no hablar del mocito de Herrumbre que “se daba maña en masturbar a los muchachos, llegando a hacer dos pajas distintas al mismo tiempo con bastante arte” (p. 40). Y surge entonces una evocación evidente de la novela “Mazurca para dos muertos” de Cela que le valió el Premio Nacional de Narrativa. Sexo y hambre como elementos que trascienden el discurso narrativo de Dulcedumbre y nos adentran en un imaginario colectivo.
Una de estas historias es la de Rufina que le cortó el pene a su amante, y cuando así hizo, dijo: “Se acabó la comedia” (p. 81). O la historia de la Contrera que se dedicaba a enseñar sus bragas al Cuartoquilo diciéndole para lo que servían éstas: “Las bragas sirven para guardar el coño” (p. 83). Un valor simbólico el de todas estas historias que emergen como una imagen en sepia de época, en un país, en unas circunstancias dominadas por una absurda y sangrienta represión en todos los ámbitos de la vida cotidiana. También tiene su gracejo y suculencia la historia de Onésima, a la que rondaba un viajante de libros, Fructuoso, que era muy respetado en el pueblo por su forma de pronunciar el nombre de los autores de los libros, entre los recomendados estaban los de un tal Somersemogan (William Somerset Maugham, el escritor de cuentos, novelista y dramaturgo inglés de mediados del XX) y el Masensevadermé (Maxence Van der Meersch, el escritor francés autor de Cuerpos y almas). Y cuando la Onésima se quedó preñada, le dijeron: “¡Mira que dejarte empreñar! Ella contestó: Es que es de un inglés”. Historias y anecdotarios que conforman un paisaje humano, un mundo, una creencia y sobre todo una filosofía de vida que muestra el atraso y la incultura de un pueblo: “En Herrumbre no hay listura. Quería decir cultura, pero le salía listura” (p. 106). Una España dura en la que los niños iban poco tiempo a la escuela porque enseguida los ponían a cuidar el ganado, aunque sería al cabo la Naturaleza su maestra. Esta imagen genera también una ambientación costumbrista a la que nos ajena la novela y una incidencia manifiesta de un espíritu de época donde la desfloración y el sexo formaba parte directa de sus vidas de modo permanente. Y en esa complacencia por los elementos que conforman la cultura del pueblo, uno de los capítulos, pp. 120-127 está centrado en el análisis de la lengua. Y entre otras cosas dice: “Abuela Bonaparte no soportaba que dijéramos peo en vez de pedo (…) Peo y pedo huelen igual, pero tienen su distingo (…) Sepa usted que el jigo que usted pronuncia es una barbaridad (…) No hagamos una guerra por una letra, que de una u otra forma lo que yo quiero decir es que estoy hasta el coño (…) Había que decir cataplines por cojones (…) En la taberna de Mateo aprendí lo que corta el alma una mirada y también palabras nuevas”. Creemos que en este ámbito está también presente el espíritu de Camilo José Cela en el gracejo, en la socarronería, en la construcción deformada de los personajes y en la degradación de una sociedad atrasada con tan solo pequeños y significativos trazos.
Pero desde luego, algo que siempre en los pueblos es bastante recurrente es la trascendencia del paso del tiempo, la relación con el silencio y la diferencia de éste con la capital pues las cambios sólo llegaban a aquél después de años, noticias que se habían producido hacía tiempo se tomaban como una novedad al cabo y la huida de un lugar que todos odiaban cuando en realidad lo que odiaban era un época, un modo de vida, un pensamiento que va organizado a través de una aleatoria presencia de historias breves y poemas que ayudan a comprender la filosofía subyacente, como éste: “Qué pueblo tan raro,/ tan extraño éste,/ sale el Sol por la mañana/ y por la tarde se vuelve;/ debajo de cada techo/ un potajillo se cuece/ y al fondo de cada olla/ hay un Herrumbre silente,/ un Santrás, un Carriponte/ y un cabezo Lajareque;/ pucheros en las cocinas,/ leche, leche, leche, leche”.
En esta novela también hay frases para la posteridad y modelos: “Más une el hambre que el amor” (p. 46); “Somos porciones de la gran nada” (p. 65); “No hay que ponerle más música a la verdad, que luego lo que sale es el cuento del membrillo” (p. 78); “El amor es un lujo; el odio anida donde falta el amor. Diría que el amor es un odio agazapado y el odio es un amor en trance” (p. 78); “Cada mujer era un mundo y cada hombre un proyecto” (p. 78); “Toda época es un tránsito y que sólo vives en el instante en el que percibes que vives, ese que es inmedible porque parece eterno” (p. 79); “Ahora sé que un pedante puede ser un imbécil montado en un libro” (p. 94)… Una de las más suculentas es ésta: “A uno que andaba en trance de muerte el cura le ofreció ir al Paraíso y el tal le dijo: Déjese de tonterías; como en mi casa no voy a estar en ningún sitio.” (p. 173).
En definitiva, “Memoria de las tormentas” es una novela que conforma un mundo propio, la España del franquismo, una España atrasada e inculta en la que los personajes deambulan en torno a instintos y situaciones absurdas. Con habilidad, soltura y gracejo crea una historia entretenida pero sobre todo conforma una época y un modo de ser y estar en el mundo.

domingo, 14 de noviembre de 2010

‘Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza (II) de Morales Lomas, crítica de Moreno Ayora en Diario Córdoba




El sábado 30 de octubre de 2010 Antonio Moreno Ayora publicó en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba una reseña sobre el libro citado. La reproducimos a continuación.

Después de publicado el primero en 2007, ve ahora la luz el tomo II de Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza, en el que Francisco Morales Lomas reúne –igual que en el anterior– otros diez nombres que considera "autores necesarios" y con "una extensa obra que los respalda". Es también propósito del antólogo estructurar la obra en dos apartados (antología poética y biografía de los autores) que se van a referir a poetas que han nacido o residen en las provincias de Málaga, Almería, Granada o Jaén. Y aunque Morales Lomas sitúa literariamente a cada uno en las páginas de su introducción, también ha decidido incorporar a la antología, precediendo los versos seleccionados, una "poética" firmada por el autor en cuestión.
En el volumen, a cada nombre se le reservan alrededor de quince páginas para alojar sus versos, siendo el primero al que se atiende Luis García Montero, quien concibe "el poema como una cita, un lugar autónomo que a veces consigue unir las soledades del autor y el lector". Tras los nueve poemas que se le incluyen, es el también granadino Antonio Enrique el que insiste, como preámbulo a los suyos, en la importancia de la emoción para la escritura y en la validez de unos planteamientos que son los que al fin explican que la aspiración "del poeta es integrar el cosmos en la dimensión humana". Y esta idea de Enrique de poner en relación sentimiento y Naturaleza late también en la personalidad lírica de Aurora Luque, que en uno de sus poemas exclama: "Y qué saturación sentir el aire / de otros mundos, la hoja que temblaba / en la lluvia con sol, los astros asomados / a la leve escritura". Con menor claridad teórica y con más escepticismo literario, Domingo F. Faílde reniega de las poéticas y trasvasa ese papel crítico-comprensivo a los lectores, a quienes ruega: "Mirad con microscopio los poemas. / Descomponedle el alma a los tejidos".
Si el poeta Antonio Jiménez Millán advierte que le "importa encontrar el tono y el ritmo de un poema, delimitar una situación y hacerla inteligible, saber qué estoy diciendo, y cómo", a Rosa Romojaro le interesa remarcar los puntos de vista con que ha ido forjando sucesivos libros, en cuyas páginas la intensidad de la emoción y de la mirada son tan intransferibles. Atento todavía a ese afán de "Contemplar/ser contemplado" con que titula su última composición Romojaro, el lector cambia al nuevo registro lírico que le supone Alberto Torés, protagonista de sus vaivenes de tristeza y de su incesante búsqueda como él mismo confirma al decir: "era yo hombre sin patria y me sigo buscando". Y como después de estos surgen los versos de Álvaro García, se le presta oído a sus interpretaciones para confrontarlas con los textos que se le antologan, aprehendidos sobre todo a partir de su idea de que en la creación "Lo argumental pasa a ser poesía por un movimiento que ya no es argumental. […] La gran poesía no oculta ni exacerba la vivencia previa: interpreta su potencia, para recrear no la circunstancia, sino el temblor de lo vivo".
La antología se concluye, antes de cerrarla definitivamente con el apartado "Biografía de los autores", con José Sarria y Fernando de Villena. Para el primero la poesía significa una salvación vital y aparece como una apoyatura en "la justa palabra, que echa sangre de la propia sangre, se convierte en verso, en poema, habilitada para redimir". Para el segundo, la captación de lo poético procede de una indagación en la hondura de la realidad para "trasmitir la emoción que le sacude durante su búsqueda". Esperemos, en fin, que esta antología haga decir a quien la use lo que escribe García Montero: que "mi pasión por la poesía es, sobre todo, la pasión de un lector que se ha emocionado muchas veces con un libro de poemas en las manos".
‘Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza (II)’. Autor: F. Morales Lomas. Edita: Carena. Barcelona, 2009.




Con anterioridad, se había publicado el primer volumen cuya imagen es la que sigue. Ambos volúmenes lo pueden adquirir en la siguiente dirección de Ediciones Carena (Barcelona): http://www.edicionescarena.org/node/64




viernes, 12 de noviembre de 2010

LA POESÍA DE PURA LÓPEZ CORTÉS POR MORALES LOMAS

Alacena de Pura Lóepz Cortés, Ediciones Carena, Barcelona, 2010.

EL PRÓXIMO DÍA 18 DE NOVIEMBRE EN CINCOECHERAY (c/ Echegaray 5, Málaga) PRESENTARÉ ESTA OBRA


Pura López Cortés y Morales Lomas en CincoEcheray presentando la obra (Málaga 18 noviembre 2010)


LA DESPENSA DE LA MEMORIA



La poesía también se escribe para no olvidar. Hubo un tiempo en que la poesía fue un arma cargada de futuro. Incluso una forma de ver el mundo o corresponder con la palabra al pálpito de vivir, como una experiencia vivida. En Alacena, la palabra es memoria, corazón vivido y razón para recordar y rememorar situaciones, momentos, personas que se han ido o ambientes que han organizado un mundo personal. En Alacena, con una bella publicación de Ediciones Carena que dirige el editor y escritor José Membrive desde Barcelona, se hace memoria histórica pero, sobre todo, historia de los sentimientos y los afectos. De ahí su título, sencillo y constante, definitivo, como esta mujer venida de Almería con cuya palabra y presencia constatarán que el verso es también el escritor, la escritora.
Alacena nos descubre un mundo personal pero también una época, un mundo que se nos organiza estrictamente desde lo social a lo individual y desde lo más lejano a lo más cercano e íntimo. Sus poemas son breves historias, instantáneas, imágenes que nos seducen por su contención y piden al lector la palabra, su complemento, su razón de ser. Desde la sugerencia llega más a ese lector que sabe que la historia la escriben los vencedores pero acaban conquistándola los derrotados. Pura López Cortés viene desde ese ámbito de la capitulación, desde la singladura del cauce que crea la libertad, desde una bondad permanente con el lector con el que quiere la seducción de lo intuido, acaso de lo no dicho, acaso de lo silenciado. Pero otras veces, sobre todo en los versos más íntimos, en los versos de amor, o en los versos dirigidos a sus padres, reconoce un afecto, y se permite palparlo, declararlo libremente, directamente, con absoluta bondad y casi idealismo.
Hay un halo de autenticidad en estos versos que vienen del frío (la muerte y nuestra guerra civil presiden algunos de ellos) y nos conducen al viento cálido de la memoria cuando su padre se apodera de ellos en los versos finales: “Este vacío extraño, despoblado,/ esta niebla que en le recuerdo insiste,/ esta punzada sorda que persiste,/ este sentirte tan próximo y lejano;/ me hace convocarte, perseguirte/ y casi no consigo, ni en sueños, reencontrarte…”
Pura López Cortés profesora, escritora, crítica y presidenta del Ateneo de Almería durante algunos años, crea una imagen entrañable y sentida de una época y de unos seres queridos que crecen en sus versos, en su paleta cromática de claroscuros, siempre cálidos y seductores.
El poemario lo conforman “Recuerdos de la guerra”, “Recuerdos de la niñez”, “Recuerdos de juventud”, “Recuerdos de amor y desamor”, “Otros recuerdos” y “Recuerdos de mi padre”. Y al respecto dice en “Nota del lector” que precede a los mismo a modo de explicación: “Las personas en gran parte somos hijas de nuestro pasado, de un pasado que criba el tiempo, de forma que prevalecen los hechos, las situaciones, las circunstancias, las vivencias más importantes, y son ellos los que, fundamentalmente, configuran nuestro ser y nuestro estar, nuestro hacer y nuestro espectar. Así pues, de algún modo, el recuerdo es, además, no sólo presente, sino también futuro. Así pues, mi memoria me ha hecho sentir como siento, ser como soy”. Un rasgo de sinceridad y compromiso con el sentimiento pero, sobre todo, con la historia familiar y sentimental. Ante el Valle de los Caídos sólo puede sentir vacío y terror. Y llanto o estremecimiento de sangre ante las muchas injusticias, ante los muchos crímenes franquistas. Personajes concretos son objeto de sus versos, como Canepa, el violinista fusilado… Escenas de guerra, imágenes concisas, innegables, cerradas, que con la paleta negra convierte en relatos donde la historia se adentra por el profundo dolor de lo humano. Pesadillas, mujeres ejecutadas por hacer propaganda antifascista o personajes que nos enseñaban a decir lo que había que decir y a obedecer lo que había que obedecer porque la libertad era cosa de otros. Pura López Cortés
La infancia es un proyecto, pero también una imagen sólida en sus versos, a través de esta cromática paleta que sobre todo al principio del poemario es sufridamente trágica y negra. Esa España vencedora que nos enseñó a amar el miedo y poseyó nuestra venganza con prohibiciones, disciplina, actos de contrición y monotonía machadiana. El exilio, la emigración, la huida… como conjuro y acaso como conquista o derrota. Juventud bajo la ideología opresiva que nos enseñaba a sacrificar el alma y el cuerpo y a adorar lo amarillento de nuestra historia de vencimientos: “Me dijeron: no leas a Machado,/ Blasco Ibáñez, García Lorca./ -Miguel Hernández silenciado-./ Pecado leer la Biblia./ Había que ir a misa,/ no pensar en el sexo./ Tenías que ignorar el “Comunismo”,/ las “Sectas Protestantes”, el “Existencialismo”... Moral de época bajo el emblema de las medallas y las estrellas en la bocamanga, moral de puertas cerradas y prohibiciones para una época patria.
Pero también el amor, un amor que se sincera y advierte de un creciente erotismo que bucea al unísono con la lírica de la espera, una espera permanente como esa Penélope tejiendo sueños, rumores de voces olvidadas o reconstruidas, “esperando la aurora de tu arribo”. Sí, a la espera de una orfandad de amor que desvelara el secreto de los afectos y las declaraciones amatorias: “Amor, te escribiré cuando ya todos duerman,/ cuando sólo tú existas para mí solamente./ Cuando me quede sólo con tu ausencia elevada/ como un puñal de hielo sobre mi boca triste”. Un amor de ausencia, como en aquellos cancioneros medievales, y un amor hollado, vivido, apasionado en la espera tediosa.
Pero sobre todo Alacena, es la despensa de los sentimientos más cálidos cuando el poema se acerca a los seres queridos, a su madre cercana, a su padre ausente y rememora situaciones, momentos de esa historia personal. A través de un proceso de concentración, el poema se hace sin embargo extenso en los afectos y almidonado y vamos desde la evocación de lugares hasta la organización del mundo que en el sentimiento posee su última razón de ser: “Cuando arribe mi barca cansada a la otra orilla,/ ¿estarás allí, padre, bajo la sombra fresca/ de añosos eucaliptos, envuelto en esa brisa/ seca y recia de pinos que tanto te gustaba?/ ¿Estarás allí, padre, asomado al balcón/ de los Pueblos del Róo, esperando a los tuyos?
Poesía, en fin, para ese corazón que se hace memoria y se adensa en la singladura de historias e imágenes que, como dice Antonina Rodrigo en el prólogo, son una reivindicación de la lucha, en un tiempo doliente, abonado de tristeza, con escaso resquicio para la esperanza, pero también un testimonio de una época, de un sentimiento.

viernes, 29 de octubre de 2010

CENTENARIO DE MIGUEL HERNÁNDEZ POR MORALES LOMAS

Miguel Hernández
Mañana, 30 de octubre, se cumplen cien años del nacimiento de Miguel Hernández, uno de los poetas cuya trascendencia ha llenado todo el siglo XX. Poeta que significó para muchos el culmen del sentimiento y el compromiso, pero también la voluntad técnica de la palabra, su poder como instrumento para cambiar el mundo. A Miguel lo sucederían Blas de Otero, Celaya y tantos otros que han visto siempre al escritor como un individuo comprometido con el momento en que le ha tocado vivir.
Lo que el lector puede leer a continuación es un esbozo, una aproximación de un amplio estudio que busca su espacio editorial en estos momentos. Un anticipo.



Miguel Hernández murió en 1942 y el concepto de compromiso literario por antonomasia, el compromiso sartreano, se construye a partir de 1948, cuando su texto ¿Qué es la literatura? y su teoría sobre la estética de la recepción. Sin embargo, cuando leemos a Sartre, su obra, sus entrevistas y los comentarios en torno a su concepción del compromiso literario, no podemos por menos que recordar que unos años antes el modelo de intelectual comprometido ya había tomado posición en el ámbito de la lírica republicana española gracias, entre otros, a Miguel Hernández.
Desde tiempo inmemorial se ha suscitado la antinomia que ha movido a muchos escritores sobre si el escritor debía hacer frente a su mundo interior y vivir ajeno al exterior o lo contrario. Ya Benedetto Croce había realizado una advertencia ante las veleidades de los intelectuales y su identificación con el statu quo. Los criterios de Sartre sobre el intelectual fueron un punto de inflexión en el mundo, pero los paradigmas (como Miguel Hernández) hacía tiempo que se habían puesto en funcionamiento.
Hay dos elementos inherentes a Hernández que supondrían la esencia del compromiso literario desarrollado más tarde: el conocimiento de una época (la toma de conciencia de la misma, Hernández lo tuvo, sin duda) y su praxis (su actuación en el campo de batalla para llevar a cabo las ideas, amparadas en el caso de Hernández por obras como Viento del pueblo, pero no sólo):

Moriré como el pájaro: cantando,
Penetrado de pluma y entereza,
Sobre la dura claridad de las cosas…

Sartre hablaba así de una suerte de humanismo vinculado al mundo contemporáneo y también de una capacidad crítica no exenta de una actuación política (es decir, social) que debía estar presente en el intelectual comprometido, que se acercaba de este modo al político o, si me apuran, al combatiente, al soldado (tanto como lo fue Miguel Hernández):

Estos tres elementos me parecen indispensables: tomar al hombre, mostrar que está vinculado al mundo en su totalidad, hacerle sentir su propia situación, para que se encuentre en ella, y se encuentre a disgusto, y, al mismo tiempo, darle los elementos de una crítica que pueda facilitarle una toma de conciencia. Eso es, más o menos, lo que puede la literatura, a mí parecer (…) Los grandes escritores de hoy, como Kafka, son igualmente filósofos. Esos escritores-fílósofos que, al mismo tiempo, quieren integrarse en una acción, yo los llamaría intelectuales; quiero decir que no son políticos, pero que son compañeros de viaje de los políticos [1]


En consecuencia, el escritor comprometido debía escribir para sus contemporáneos con ojos presentes y no futuros porque es en la época en la que a cada uno le ha tocado vivir cuando debe mostrar su esencia de escritor y su apelación a las musas. Según Fernando Tazo:


Está claro que Sartre ve el rol del intelectual como un agente que debe plegarse a las clases oprimidas de varias formas, no únicamente desde su denuncia verbal (intelectual clásico); esta representación de intelectual es la del que pone también el cuerpo, la figura del que denuncia, del que devela las formas encubiertas que tiene la clase dominante en tal y cual circunstancia de dar vigencia a su ideología; es, por tanto, una figura intervencionista a todo nivel; resulta evidente, por un lado, como Sartre quiere escapar de esa construcción "cerebral" que se ha hecho del intelectual clásico, para configurar uno que, a raíz de su conciencia desgraciada, se sitúe, volviéndose concreto y activo, solidario con una clase a la que no pertenece (la oprimida), abogado y conscientizador (sic) de las masas, denunciador de injusticias de clase, portavoz de los oprimidos y, sobre todo, alguien que tome la mayor distancia posible de su condición a priori de orgánico al poder, esto es, de su condición de técnico del saber práctico[2].


La conciencia de haber tomado una postura y las razones de esta toma de postura son inherentes al mismo. El objetivo es crear un mundo humano desde esa percepción inicial de la libertad del hombre. Si éste es consciente del valor de la libertad y acepta su trascendencia última implicará una conducta auténtica que asume responsablemente y, por tanto, es partidario de una situación, de una época que debe mostrar, sobre la que tiene y debe influir con su obra a través del compromiso humano (el humanismo) que lleva indefectiblemente a la creación de unos valores sostenidos sobre la solidaridad y la humanidad:

Alegraos por fin los carcomidos,
Los desplomados bajo la tristeza:
Salid de los vivientes ataúdes,
Sacad de entre las piernas la cabeza,
Caen en la alegría como grandes taludes[3].

Por tanto, se debe escribir desde la conciencia de que se está tomando una postura con los más desfavorecidos socialmente (los carcomidos y desplomados del poema). En un diálogo con Semprún decía Sartre:

Pienso que debernos contentarnos con dar esa imagen del mundo a las gentes de esta época, para que puedan reconocerse en ella y que, luego, hagan con ella lo que puedan (…) La literatura tiene una función de realismo, de amplificación, en efecto. Y, además, una función crítica[4].


De todo ello resulta que lo contemplativo debe ser ajeno al sentir del escritor, pues posee una carga de especulación innecesaria. El escritor siempre está comprometido, incluso con sus silencios, pero hay un punto más allá que es la implicación en la gnosis de la toma de postura plena y “consciente”. Así dirá Sartre:

Ya que el escritor no tiene modo alguno de evadirse, queremos que se abrace estrechamente con su época; es su única oportunidad; su época está hecha para él y él está hecho para ella. (…) Ya que actuamos sobre nuestro tiempo por nuestra misma existencia, queremos que esta acción sea voluntaria.

Morales Lomas y Miguel Hernández en su casa de Orihuela
Y esta misma visión de integración en la época y de compromiso absoluto con unos valores precisos sólo puede ser entendido en Miguel Hernández en estos versos tan sonoramente contundentes de “Recoged mi voz”:

Cantando me defiendo
Y defiendo mi pueblo cuando en mi pueblo imprimen
Su herradura de pólvora y estruendo
Los bárbaros del crimen.

La dicotomía está presente y se evidencia en estas palabras, pero a ellas y su espíritu no son ajenas estas otras palabras de su amigo Rodríguez Spiteri:

Capacidad para la reforma que filtra las ideas que tienen vigencia y vivifican al vivir en contacto con los problemas de la propia generación (…) Averigua las direcciones esenciales, al sentir que la realidad sobrepasa a la razón para construir una humanidad viva en su reencarnación[5].

De ello colegimos que Miguel era muy consciente del papel del intelectual ante una situación muy concreta, afirmada contundentemente a través de su obra y de los valores de los que imprimió sus textos, cuya cercanía a los postulados del humanismo que años más tarde afirmaría Sartre son evidentes, pues era sabedor de que el arte se debe centrar en esa plena conmoción del ser humano y debe crear obras de intensa humanidad[6]. En la dedicatoria del libro Viento del pueblo a su amigo Vicente Aleixandre podemos encontrar con meridiana claridad los principios que sostienen su entrega y su función social como intelectual:

Nuestro destino es parar en las manos del pueblo. Sólo esas honradas manos pueden contener lo que la sangre honrada del poeta derrama vibrante. Aquel que se atreve a deshonrar esa sangre, son los traidores asesinos del pueblo y la poesía, y nadie los lavará: en su misma suciedad quedarán cegados (…) Los poetas somos viento del pueblo: nacemos para pasar soplando a través de sus poros y conducir sus ojos y sus sentimientos hacia las cumbres hermosas.

En consecuencia, la lírica de Miguel Hernández se sostiene sobre un compromiso ético y estético, un compromiso con el ser humano en su conjunto, con su humanidad derrotada o excelsa, con la sociedad y sus agravios, sus vencimientos, y con la obra como evolución personal, como portadora de una consistencia precisa y cierta. Una poesía portadora de una humanidad desgarradora que asume la autenticidad de los valores humanos y los hace propios. Dice Pérez Bazo:

Lo que entendemos por humano –es decir, comunicación intimista o interpretativa de lo colectivo- aparece, en efecto, a lo largo de la poesía del alicantino; ahora bien, con distintos grados y matices. Precisamente aun siendo humana en su totalidad –pues trata del hombre- esos grados y matices la estructuran en ciclos –y, por tanto, en núcleos y formulaciones tópicas- en los que dicho rasgo se ciñe al individualismo intimista, o, por el contrario, se incrementa con otros social e ideológico, bien porque éstos condicionan aquél, bien porque lo personal y lo colectivo se reúnen en perfecta simbiosis[7].

Bibliografía
[1] J. Semprún, “Conversación con Jean Paul Sartre”, Cuadernos del Ruedo Ibérico, núm. 3, pp. 78-86.
[2] F. Tazo, “El Sartre marxista y la teoría del compromiso”, [en línea], Dirección URL: <http://www.monografias.com/trabajos28/sartre-marxista-teoria-compromiso/sartre-marxista-teoria-compromiso.shtml#a1> (Consultado el día 12 de mayo de 2010). Y añade: “Aquí, como bien señalará el crítico inglés Terry Eagleton en su obra Una introducción a la teoría literaria (EAGLETON, 1983), se alude directamente a una teoría de la recepción y de la escritura, que recuerda a lo que Iser llamará Lector implícito. En este caso, los lectores implícitos son para Sartre los contemporáneos: un planteo existencialista del aquí y el ahora, de la situación particular, reforzado ahora con tintes marxistas que corrigen sus deslices metafísicos, no podría menos de pretender escribir para su aquí y ahora, para su situación particular, en compromiso para con la única parcela de existencia que le corresponde al ser humano: su tiempo”.
[3] Estos versos pertenecen al poema “Juramento a la alegría” de Viento del pueblo (1937).
[4] Semprún, “Conversación”, op.cit.
[5] C. Rodríguez Spiteri, “Tallo cortado para plantarlo en el alto monte de Miguel Hernández”, en Litoral, núms.. 73-74-75, p. 62.
[6] Es interesante en este sentido su escrito “Hay que ascender las artes hacia donde ordena la guerra” publicado en Nuestra Bandera, número 118, 21 de noviembre de 1937, p. 4.
[7] J. Pérez Bazo, “Síntesis ética y estética de Miguel Hernández: Cancionero y romancero de ausencias”, [en línea], Dirección URL: (Consultado el día 13 de mayo de 2010).

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano