viernes, 31 de octubre de 2014

IV PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA 2014 POR FRANCISCO MORALES LOMAS

LA ASOCIACIÓN ANDALUZA DE DRAMATURGOS, INVESTIGADORES Y CRÍTICOS TEATRALES Y EL IV PREMIO ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA 2014

El Premio Andalucía de la Crítica de Teatro está instituido para valorar las obras dramáticas que el año anterior han sido dignas de esa mención. Entre las de mayor relevancia los miembros de ADICTA seleccionan a las obras finalistas que figuran abajo. Un prestigioso jurado formado por profesores de universidad, dramaturgos, directores de teatro... se reunirán en Granada durante el mes de noviembre para decidir la obra ganadora.

En anteriores convocatorias han obtenido el premio los siguientes autores: Miguel Romero Esteo, José Moreno Arenas y Julio Martínez Velasco.

http://adictateatroblog.blogspot.com.es/p/premio-andalucia-critica.html

La entrega del Premio se llevará a cabo en Granada durante el mes de diciembre, consistiendo en la entrega de una reproducción de “Máscaras”, creación del artista granadino César Molina.


FINALISTAS 2014

Tras la votación llevada a cabo por miembros de la “Asociación de Dramaturgos, Investigadores y Críticos Teatrales”, han sido elegidos como finalistas del Premio “Andalucía” de la Crítica 2014 en la modalidad de Teatro los dramaturgos relacionados a continuación y por los libros editados durante 2013 que asimismo se mencionan:

Seré breve, de Juan Carlos Rubio (Montilla, Córdoba, 1967). Ediciones Antígona (Madrid).


Las puertas del infierno, de Germán Jiménez (Brácana, Granada, 1959). Consejo Editorial de la Administración Pública Estatal (México).



Celeste Flora, de Juan García Larrondo (El Puerto de Santa María, Cádiz, 1965). Ediciones Irreverentes (Madrid).



miércoles, 22 de octubre de 2014

FRANCISCO MORALES LOMAS Y ÁNGEL OLGOSO ACADÉMICOS DE LA ACADEMIA DE BUENAS LETRAS DE GRANADA





COMUNICADO DE LA ACADEMIA DE BUENAS LETRAS DE GRANADA



ANGEL OLGOSO Y FRANCISCO MORALES LOMAS
ELEGIDOS NUEVOS MIEMBROS DE LA ACADEMIA
DE BUENAS LETRAS DE GRANADA



Ángel Olgoso y Morales Lomas junto a otros escritores: Eva Díaz Pérez, Mariluz Escribano Pueo, Rosa Díaz, Manuel Gahete, José Sarria, Remedios Sánchez y miembros de la Fundación Unicaja, Francisco Cañadas (Sevilla mayo 2014).

En su última Junta Ordinara, la Academia de Buenas Letras de Granada ha elegido al narrador Ángel Olgoso nuevo académico numerario, letra V, de la institución. El escritor granadino está considerado uno de los más valiosos representantes de la narrativa española contemporánea, destacando sobre todo como autor de relatos breves, siendo su especialidad el género fantástico, en el que destaca por su originalidad, talento, y por estar en posesión de un universo propio, fácilmente reconocible, con el que logra desvelar mundos insospechados que sólo el lenguaje, sometido a una desasosegante tensión, es capaz de iluminar. Ángel Olgoso (Cúllar Vega, Granada, 1961) estudió Filología Hispánica en la Universidad de Granada y es autor de los libros de relatos Los días subterráneos, La hélice entre los sargazos, Nubes de piedra, Granada año 2039 y otros relatos, Cuentos de otro mundo, El vuelo del pájaro elefante, Los demonios del lugar (Libro del Año 2007 según La Clave y Literaturas.com y finalista del XIV Premio Andalucía de la Crítica), Astrolabio, La máquina de languidecer (Premio Sintagma 2009), Los líquenes del sueño. Relatos 1980-1995 (finalista del XVII Premio Andalucía de la crítica), Cuando fui jaguar, Racconti abissali, Las frutas de la luna (XX Premio Andalucía de la Crítica), Almanaque de asombros, Las uñas de la luz, y del poemario Ukigumo. Ha obtenido una treintena de premios, y relatos suyos se han incluido en más de cuarenta antologías del género. Es, además, fundador y Rector del Institutum Pataphysicum Granatensis y miembro de la Amateur Mendicant Society de estudios holmesianos. Ha sido traducido al inglés, alemán, italiano, griego, rumano y polaco.

En la misma Junta Ordinaria fue elegido nuevo académico correspondiente por Jaén el poeta, narrador, dramaturgo, ensayista, y crítico literario Francisco Morales Lomas, al que se puede catalogar como un hombre de letras, a las que viene dedicando una labor entusiasta, difícilmente comparable en el actual panorama literario andaluz. Francisco Morales Lomas, nacido en Campillo de Arenas (Jaén), es catedrático de Lengua Castellana y Literatura, doctor en Filología Hispánica, licenciado en Derecho y en Filosofía y Letras. Profesor de la Universidad de Málaga. Desde 2006 es presidente de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios (AAEC) y presidente de la Asociación Internacional Humanismo Solidario (AIHS). También es vicepresidente de la Asociación Colegial de Escritores en Andalucía y vicepresidente de la Asociación de Dramaturgos, Investigadores y Críticos Teatrales de Andalucía (ADICTA). Ha sido finalista del Premio Nacional de Literatura (Ensayo) en 2006 con su obra Narrativa andaluza fin de siglo, y en los años 1998, 1999 y 2002 finalista del Premio Nacional de la Crítica con Aniversario de la Palabra, Tentación del aire y Balada del Motlawa; y del Premio Andalucía de la Crítica en 1998. Premio “Joaquín Guichot” de la Consejería de Educación y Ciencia de la Junta de Andalucía, Premio de Periodismo del Ministerio de Economía, Premio “Doña Mencía de Salcedo” de teatro, y  Premio internacional de teatro “Moreno Arenas” 2013. Miembro del grupo de investigación 159 HUM de la Junta de Andalucía: “Recuperación del Patrimonio Literario Andaluz”. Tiene publicados más de un millar de artículos de crítica literaria en revistas y periódicos, una veintena de capítulos de libros y más de cincuenta títulos en diversos géneros literarios. Entre las últimas obras publicadas podemos citar las siguientes: Cautivo (Editorial Nazarí, 2014), Poesía Viva. Estudios de poesía española (Fundación Unicaja, 2014), Bajo el signo de los dioses (Alcalá Grupo Editorial, 2013), Noche oscura del cuerpo (Ayuntamiento de Málaga, 2006), La última lluvia (Ediciones Carena, Barcelona, 2009), Puerta del mundo (Ediciones En Huida, Sevilla, 2012), Tesis de mi abuela y otras historias del Sur (Ed. Aljaima, Málaga, 2009), El extraño vuelo de Ana Recuerda (Ed. Alhulia, Granada, 2008), Caníbal teatro (Ed. Fundamentos, Madrid, 2009), El encuentro (Ed. Carena, Barcelona, 2012), Invitación a la libertad. La poesía de Manuel Altolaguirre (Servicio de Publicaciones Universidad de Málaga, 2009), Jorge Luis Borges, la infamia como sinfonía estética (Ed. Carena, Barcelona, 2011), Sociología de la literatura infantil y juvenil (Ed. Zumaya, Granada, 2011), Narradores en el umbral: Ensayos de narrativa contemporánea (Editorial Ánfora Nova, Córdoba, 2012).

martes, 21 de octubre de 2014


Morales Lomas y Campos Reina en el Ateneo de Málaga hace ocho años



CAMPOS REINA,
EL COMPROMISO Y LA HISTORIA DEL PENSAMIENTO EN EL SIGLO XX

F. MORALES LOMAS



Han pasado cinco años de su muerte y las sentidas palabras del último Premio Nacional de Poesía, Antonio Hernández, todavía producen ese sentimiento de extrañamiento y larga ausencia: “Él se fue así, sin hacerse notar, en silencio, demasiado pronto, joven como los malditos dioses avaros querían a sus compañeros de Olimpo. Y nos dejaron a nosotros temblando. A muchos, los que no lo volveremos a ver porque no estaremos en ese lugar sagrado. Pero nos quedan sus libros”.
Conocí a Juan Campos Reina más a fondo en la última etapa de su vida, sobre todo desde la publicación de El bastón del diablo en 1996, y quedé tan fascinado por su obra como por su sensibilidad, ilustración y principios. Juan Campos Reina era un gentleman. Un caballero cordobés de rango, tanto en porte como en actitud y compromiso. En la literatura este tipo de escritores se dan muy poco por estas latitudes. Con él trabajé en algunos proyectos y, si la muerte no hubiera sido tan temprana con él, seguro que hubiera sido muy productiva nuestra amistad.
Durante años fue gestando con exquisitez y desvelo su obra –la Obra diría yo en sentido juanramoniano-  porque Juan era pulcro, cultivado y preciso.  Fui asiduo lector de su narrativa y me considero un incondicional, acaso devoto de la misma. Y es que Juan ha sido uno de los grandes narradores contemporáneos que ha creado un territorio personal, una sensibilidad ostensible y un estilo. Y el escritor es el estilo, ya lo dijo Valle-Inclán.
Y todavía más, añadiría el rasgo que, a mi modo de entender, supera a todos los anteriores: el compromiso con el ser humano, en una suerte de “Humanismo solidario” que yo reivindico para el tiempo y la sociedad actual. En su obra está el ser humano en su plenitud, en su fortaleza, en sus nimiedades, en sus grandes gestas y en su ternura que llega de lejos. En su obra está Europa, la gran sensibilidad europea, pero también está Andalucía y Córdoba. Porque para Campos Reina su territorio personal es su patria chica al igual que para Tolstoi la suya: los Maruján, ¡qué gran creación de la literatura contemporánea!
Inteligencia, ética, enorme cultura, honradez y resolución técnica, elegancia y seducción en la creación narrativa… avalan a uno de los grandes de la literatura de nuestro tiempo. Un intelectual ensimismado y concentrado en su mundo, en su trabajo, pasional, vehemente y sincero, imaginativo y vital, noble, incansable al desánimo, corrector empedernido de su obra sobre la que acudía una y otra vez llevando a cabo múltiples versiones de una sola novela.
Álvaro Campos, Pablo Bujalance, José Infante, Fernanda Suárez Casasús (viuda de Campos Reina), Paco Campos, Rafael Ballesteros y Morales Lomas

         En el campo de la literatura irrumpió con la publicación de la obra Santepar (Seix Barral) en 1988, donde desarrollaba las andanzas y proezas del conde de Santepar en la Corte del XVIII, maduro hidalgo alquimista que realiza un misterioso descubrimiento, el cual le dota de un falo descomunal y le devuelve la fuerza de la juventud. Revestido con sus nuevos atributos, el hidalgo marcha a la corte en 1724, donde se convierte en el hombre más deseado desde los palacios a los prostíbulos, al tiempo que recupera su viejo oficio de pintor.
         A esta obra le siguió Un desierto de seda (Seix Barral, 1990; Biblioteca de Autores Andaluces, 2003, primera de la Trilogía del Renacimiento) y dos años  más tarde el ensayo El libro y el tiempo (1992 y 1997) y la novela Tango rojo (Edhasa, 1992), que reunió una serie de personajes de los años cuarenta con los que intentaba atraer la memoria de un tiempo finiquitado. De nuevo en 1994 publica el ensayo Rebeldes y cirujanos.
         Dos años más tarde, en 1996, apareció El Bastón del Diablo (Alfaguara, 1996; Círculo de Lectores, 1997, segunda de la trilogía citada), su obra más conocida, con la que obtuvo en 1997 el III Premio Andalucía de la Crítica; el mismo año en que publica La rosa de Apolo. En 2000 publicó Librepensamiento, siete ensayos de temática variada en el que se aúnan reflexiones sobre personajes de la cultura española, hechos históricos y actitudes y comportamientos individuales. Y en 2003 reúne definitivamente la Trilogía del Renacimiento (publicada en edición conjunta por DeBolsillo-Random House Mondadori, en la Biblioteca Campos Reina) con Un desierto de seda, El bastón del diablo y La góndola negra. Y en 2006 publicó la bilogía La cabeza de Orfeo, que reúne Fuga de Orfeo y El regreso de Orfeo (DeBolsillo–Random House Mondadori).
         Postumamente, en 2010, se publicó el ensayo De Camus a Kioto (2010), gestada a lo largo de más de diez años y publicada post-mortem en la colección de Ensayo Serie Mayor de Ediciones Siruela, al cuidado de Ignacio Gómez de Liaño. Y en 2011 Dulces tormentos, una colección de relatos.

      La Trilogía del Renacimiento es uno de los acontecimientos narrativos más significativos de la novela española en los últimos tiempos. El espacio mítico creado en torno a los Maruján y el espacio vital cordobés trascienden simbólicamente y se acercan a otros espacios míticos creados en el siglo XX por Joyce, Faulkner, Musil, García Márquez, Borges, Benet, Mateo Díez.... Digamos que construye la síntesis entre los espacios privados, burgueses y cerrados propios de esa casa que asume su poder en la trilogía y los espacios públicos, abiertos, sociales y revolucionarios de la Europa del siglo XX. Hay en ello una voluntad épica evidente de organizar el mundo que hemos vivido a través de la historia y personalmente en el siglo XX creando su propio constructo alegórico. La anécdota literaria, el discurso en sentido aristotélico, está al servicio de la alegoría del siglo XX que produce un proceso de antítesis entre las teorías sociales (propias de la revolución) con las individuales y burguesas de épocas anteriores. De esta antítesis surge la síntesis novelesca y su valor de símbolo literario.
      Pero también significa la paganización de una estructura vital propia del Cristianismo y recogida alegóricamente por Dante en su Divina Comedia. Y la traslación del referente intelectual de ésta al territorio andaluz en ese compás ternario propio de la literatura europea: El infierno (El bastón del diablo), El paraíso (Desierto de seda) y El purgatorio (La góndola negra). Y en definitiva personifica, como decimos, en sus tres apartados la tesis, la antítesis y la síntesis en sentido hegeliano y marxista. Esta organización revela de por sí una ambición como novelista y el querer darle a su obra una eficacia y un territorio propio en torno a la campiña cordobesa. Al respecto decía Moreno Ayora: “Para él, Un Desierto de Seda conforma la realidad ilusionada, aventurera y hasta evasiva de una parte de la burguesía española de principios del siglo XX; pero El Bastón del Diablo exhibe otra realidad muy distinta en la que el dolor de una guerra fratricida (recuérdese que dos hermanos militan en bandos contrarios) viene a ensombrecer de incomprensión y enfrentamiento despiadado un solar reducido de Córdoba, que de ninguna manera puede aislarse del páramo nacional para entonces ya incendiado de crueldad. Por fin, La Góndola Negra arrastra muchas de las consecuencias de ese error histórico que fue la Guerra Civil española y del que igualmente supuso la Segunda Guerra Mundial, si bien en los personajes se han cicatrizado heridas y viven en un mundo con cierta dosis de ilusión, como el propio relato constata: . Pues bien, estos tres puntos de vista analizados los hace corresponder Campos Reina con la tríada Paraíso, Infierno y Purgatorio que ya forma parte de la tradición literaria acuñada por Dante”.
      En consecuencia, hay una clara intención al escribir esta trilogía: plasmar las tres épocas esenciales del siglo XX: la burguesa, la impregnada por ideas democráticas de vanguardia y progreso en confrontación con las conservadoras, y la del individualismo de finales de siglo. Se trata de una saga de carácter épico español y local con referencias cosmopolitas.
      Un desierto de seda es la primera en aparecer en 1990. Continúa la trilogía en 1996 con El Bastón del Diablo y La góndola negra en  2003.    Crea, pues, un mundo propio que se organiza entre los restos de un realismo al uso y la llegada de un simbolismo esteticista singular y personal. Un realismo que incluso es sugerente y trasciende la mera anécdota narrativa, pues muchas veces interesa que el lector participe en la organización del mundo novelesco y de ahí sus matices y silencios interpretativos. Recientemente lo decía Neira: “La información, pero sobre todo la ignorancia del lector, lo que no sabe, alcanza mayor importancia hasta convertirse casi en elemento estructurador del relato”.
        El paraíso, decía Campos Reina, corresponde a Un desierto de seda, la primera novela de la trilogía, pero un paraíso sui géneris porque gran parte de su singladura vital se organiza en torno al afecto, al deseo y la voluptuosidad, en muchas ocasiones como ejercicio de la mirada y la contemplación en un sentido que procede directamente de Proust y también de esa narrativa simbolista y modernista de principios de siglo XX que estaría representada en España por Las sonatas de Valle-Inclán o la morosidad de Gabriel Miró. Campos Reina, desde mi punto de vista, asume mucho de la atmósfera, la ambientación y el modus operandi de Valle-Inclán (que llega a él desde la Pardo Bazán y Casanova) y su alter ego el marqués de Bradomín en Las sonatas. Y, aunque está claro que José Maruján, su protagonista, no es ni católico ni feo ni sentimental, si es un dandy tardío, un tanto dadaísta y moderno, cosmopolita, decadente, sensual y sibarita de la vida y sus placeres, y Blanca, de la que se enamora es Concha, la prima del marqués, en Sonata de otoño, con las salvedades y diferencias que una y otra poseen. En la creación de la atmósfera decadente, sensual y mistificadora que se organiza en torno a 1915 Campos Reina ha sabido captar ese mismo efecto que recogía la narrativa modernista de Valle gracias a un narrador ilustrado que conoce los rituales íntimos y el entorno lujurioso.
        Pepe Maruján (el brujo, como lo llama en el relato), el tío, el verdadero centro del relato, exaltado gracias a la deformación hiperbólica que de él ofrece el narrador-testigo y principal admirador, José Flor (el novicio), es un “príncipe de la tinieblas pueblerinas”, pagano, enamorado del refinamiento y el buen gusto, intelectual, que va adquiriendo un cierto carácter demoníaco –como el marqués de Bradomín-  desde la perspectiva y a los ojos de su mojigata hermana Lola. Pepe es amante de la sensualidad del mundo oriental (como todos los modernistas), pero también “partícipe de las decadencias terminales del Viejo Régimen” –como el marqués de Bradomín-, con un mundo barroco en su entorno que le organiza su visión alejada de la realidad. También es un casanova, como lo era el marqués de Bradomín, cuya imitación ya puso de manifiesto Julio Casares. Un discurso nostálgico que se va forjando en el verano de 1915 desde la memoria del narrador (José Flor) que, a punto de morir, rememora aquella fecha de regreso al hogar: “José Flor experimenta el desasosiego de los viajeros que luego de muchos años regresan a su hogar”.
       Desde la cita inicial de Montaigne se observa la obsesión por el tiempo: “No existe el presente. Lo que llamamos presente es la unión con el pasado”. El tiempo como una constante espacio-temporal en un continuum, en un círculo cerrado, en un aleph lleno de vasos comunicantes. La novela posee desde esta esencial visión temporal una estructura muy cuidada de corte aristotélico: una introducción, un cuerpo y un epílogo.
        La introducción (siete páginas) representa en realidad un ceremonial descriptivo del recorrido por la mansión que lleva a cabo José Flor, el narrador,  para el que se emplea la tercera persona omnisciente y el narrador centra su atención en todo un mundo lleno de sensualidad donde los olores, sabores... llenan una atmósfera delicada, con un lenguaje muy esmerado y expresivo y una especial atención al adjetivo especificativo. Campos Reina ofrece una visualización del espacio bastante fílmica, como si un objetivo hiciera un barrido por los espacios y sus objetos.
       El cuerpo de la novela, narrado por José Flor, se sitúa en el verano de 1915 y está dividido en doce capítulos desarrollados casi linealmente desde la llegada a la mansión de Pepe Maruján hasta su muerte acompañado por el ayudante de cámara y secretario general, el Poeta. Se trata del viajero incansable que después de ver el mundo regresa a la casa para morir. Las cosas, los objetos, el itinerario por las estancias y las sensaciones que se van apoderando de Pepe Maruján ocupan gran parte de esa llegada. Comenzamos a ver a un Pepe Maruján cercano a Byron y Barbey D´Aurevilly tan queridos para Valle-Inclán. El contrapunto está creado por su hermana Lola, que personifica la institucionalización de la mojigatería, aunque fumara y leyera novelas inglesas tendida en una chaise-longue.  En cada uno de los capítulos Campos Reina se detiene especialmente en un personaje o un espacio: El capítulo I: la casa, el II: Lola; el III: Pepe; IV: Pepe, Lola y el mobiliario; V: enfrentamientos entre Pepe y Lola por el comportamiento amoroso y heterodoxo de él y la separación de domicilios; VI: el Poeta y los negocios de vinos de Maruján; VII: aparece Blanca, la sobrina de Lola y Pepe, que provocará la sensualidad del protagonista puesta de manifiesto en los capítulos siguientes...

           Es como si el tiempo, súbitamente se hubiera detenido y se estuviera sólo en presencia del espacio y la organización en él de los personajes. La novela adquiere en este sentido un claro tinte burgués que recuerda aquellas obras de teatro de Benavente donde siempre era protagonista la burguesía o las referidas de Gabriel Miró. Un tiempo detenido, un tiempo mágico que tanto tiene que ver con la escenografía fílmica de realizadores como Bergman.
        Se asume esa síntesis entre el espacio y la interrelación de los personajes principales: Blanca, Lola y Pepe. Conocemos “el hermetismo casi masónico” de Pepe y su chófer, el antagonismo de Pepe y su hermana Lola: “Pepe era para Lola el símbolo de lo que ella no había sido, la encarnación brillante de lo sacrificado”. Pero vamos descubriendo también la etopeya de otros personajes que son progresivamente presentados, como Blanca, de quien se dice que había heredado los atributos paganos, “pero amputados de la ortodoxia contrarreformista de su padre por un extravagante ángel cirujano de la guardia”, hasta que se produce en el capítulo X el encuentro erótico de Pepe y la sobrina Blanca: “Tomé entonces la botella de champán y regué el vientre de Blanca. En aquel cuenco bebí hasta que ella se abandonó a mis manos”. En el capítulo XI se produce la enfermedad de Pepe y la aparición del símbolo, el bastón del diablo, clave en su segunda novela; y en el XII la muerte del protagonista.
       El epílogo es conducido por un narrador omnisciente en tercera persona y nos advierte de los últimos momentos del narrador José Flor y un final un tanto misterioso. Este final ha sido explicado por Campos Reina como una síntesis también entre Oriente y Occidente, a través de ese vuelo extraordinario del narrador, ese vuelo que le permite contemplar en el Ganges su propia muerte y el retorno a todo lo maravilloso depositado en este paraíso de los Campos Elíseos, un paraíso en la tierra, un paraíso consigo mismo y con nuestra infancia, con nuestra raíz. Lo individual y burgués, el sentimiento, se hace definitivo.
       Un desierto de seda, cuyo título es una gran metáfora de esta casa de los Maruján, posee mucho de Proust, de la novela de principios de siglo XX y reproduce perfectamente el canon privado de una familia burguesa y los gustos, aficiones y desencuentros, anunciando otros de gran interés.

          El bastón del diablo, título de su novela más significativa, está inspirado en el árbol que durante años le sirvió al finado Pepe Maruján, “macerando sus raíces y sus bayas, para prolongar su madurez amorosa” (p. 34); pero en él, como se advierte en la contraportada, se guarda una paradoja: “Por un lado refleja la acción, el combate, el abandono de la torre de marfil para ser en el mundo, en un tiempo revolucionario, y por otro, se refiere al nombre de un árbol, de cuyas bayas y raíces se extrae una sustancia estimulante, afrodisíaca”, como hemos referido. Configurado como un símbolo de la existencia a mitad de camino entre la muerte y la vida, el placer y la desolación, el eros y el thanatos, reúne de modo acertado el desarrollo de unos acontecimientos en los que Campos Reina narra la historia de la familia de los Maruján y un “extraño a la familia”, José Heredia, el Poeta y criado de Pepe Maruján (en un Desierto de seda) en la época que va desde 1915 hasta entrada la guerra civil. De modo que sería una continuación temporal de la obra anterior. En el seno de esa familia se vive la tragedia personal que corre pareja a la tragedia colectiva que vive la sociedad española. Aquí radica uno de los grandes aciertos de la novela -reunir en un espacio privado las agitaciones del espacio público, algo que como venimos afirmando forma parte de la esencia de su novelística- recorrida en su abundancia por ellos.
      Desde un comienzo in media res, una mañana de julio de 1936, cuando José Heredia, alias El Poeta, visita a Joaquín Maruján, que espera el “paseíllo”, la novela desde ese momento inicial se retrotrae, a través de la analepsis, al otoño de 1915 en que José Heredia el Poeta, por expreso deseo del finado, incinera a Pepe Maruján, uno de los tres hermanos de la saga de los Maruján. Desde este momento la novela transcurre de modo lineal hasta la página doscientos sesenta y dos en que se cierra el círculo iniciado con la muerte de Joaquín Maruján, para, desde esta situación, continuar hasta un final inesperado y de corte fantástico.
          Pepe, Lola y Fernando son los tres hermanos Maruján: uno, Pepe, muerto –dejando como legatario a su mayordomo José Heredia el Poeta-; Fernando, enloquecido –después de haberse dedicado a sus aficiones favoritas, el juego y las mujeres, y haber quebrantado “su patrimonio hasta reducirlo a una finca, que se jugó a la carta mayor una noche en el casino” (p. 27)- y aislado por voluntad propia en el palomar; y Lola, al reparo de sus sobrinos: Jesús Leopoldo, Isabel, Joaquín y Paquito María. A ellos hay que incorporar José Heredia el Poeta, intruso en la familia, que acaba integrándose no sin dificultad. Son los personajes de un drama familiar en cuyo seno se plasma la tragedia de la sociedad española desarrollada desde la tercera persona omnisciente. Se trata de una novela de desarrollo psicológico, bien organizada en su trazado arquitectónico, en la línea de la novela realista de finales de siglo y principios del XX. Una novela con una crónica a desarrollar en la que con rigor Campos Reina nos va introduciendo en la historia familiar con absoluta solvencia e interés. Una historia que hay que agradecer en unos tiempos en que la literatura parece sucumbir al marketing editorial y a olvidarse del argumento.
       Desde el principio, el desclasado de familia humilde José Heredia el Poeta, por el azar y el destino, se convierte, gracias a Pepe Maruján, en un hombre que vive de su legado. Hecho que produce el primer tropiezo con la hermana del finado, Lola. Tendrán que pasar los años hasta que Lola lo acepte, aunque, como veremos al final de la obra, fue una aceptación encubierta, porque los odios iniciales proseguirían toda la vida y José Heredia el Poeta estaría destinado a vivir una tragedia. Lo mismo que los Maruján, una acomodada familia que por la mala cabeza de algunos de sus miembros se ve de pronto en necesidades perentorias.
      Bajo la batuta de Lola Maruján viven sus sobrinos: el mayor, Jesús Leopoldo, se encargará del poco patrimonio que les queda; Isabel, que acabará casándose con José Heredia el Poeta; Joaquín que, tras estudiar Derecho, se convertirá en un dirigente político de izquierdas y masón; y Paquito María, con pocos años en 1915, estará siempre bajo el amparo de José Heredia el Poeta y su hermana Isabel.
       Al comienzo la novela se centra en el desarrollo de las relaciones familiares y del advenedizo José Heredia. Un desarrollo psicológico, en el que el ámbito de las relaciones personales juega su papel esencial. Campos Reina le va dando cuerpo a los personajes, ubicándolos en la existencia y en sus preocupaciones vitales. El único elemento de fricción, en una familia venida a menos, es el rechazo de José Heredia el Poeta, a quien no le perdona Lola su cambio social de limpiabotas y mayordomo a un ser “libre de hacer lo que le viniera en gana” (p. 73).
       Sin embargo pronto se produce el primer destello de lo que será una tragedia en toda regla, como si los acontecimientos que viven en España vayan calando irreversiblemente en la familia, que es el reducto de un paraíso (el de Desierto de seda) que se va a destruir paulatinamente. Jesús Leopoldo dispara contra su novia María Antonia Sotomayor pero no le causa la muerte, sino que, paradójicamente, se casará con ella. Si el casamiento de José Heredia e Isabel durante años genera una paz y tranquilidad que en la novela se produce con la desaparición casi total de estos personajes que ocupan un abundante espacio en las cien primeras páginas, el de Jesús Leopoldo acabará en tragedia al asesinar más tarde a María Antonia.
       Es el momento, hacia el primer tercio de la novela, cuando el ámbito público va ganando espacio al privado. Surge con fuerza la figura de Joaquín –en menor medida la de su amigo Gabriel Mora-, convertido en un utópico dirigente que aspira a llevar las grandes ideas de la revolución a la sociedad en la que le ha tocado vivir. A partir de este momento abundan las reflexiones de corte sociológico y político sobre las grandes ideas de la tradición socialista en las que anida Joaquín y en ocasiones la narración deja su discurso literario para convertirse en otro de corte ensayístico; si bien Campos Reina logra siempre que los acontecimientos políticos y sociales no enturbien el cauce del desarrollo de las psicologías, ya que existe una gran contención en el desarrollo de aquéllos que siempre están al servicio del personaje y no al contrario. Hecho que es de agradecer, porque, a veces, el novelista incurre demasiado en el archivo histórico, olvidando que por encima de los acontecimientos está el argumento y sus personajes. El irracionalismo de corte romántico asoma por primera vez en Joaquín cuando se bate en duelo, como en el XIX, con una comandante. La muerte de éste al mismo tiempo de la de María Antonia es un momento de tensión dramática que va a precipitar los acontecimientos. La tragedia se va sirviendo a pequeños sorbos, de modo acomodaticio, pero irreversiblemente. En estas circunstancias emerge con fuerza la figura de Lola, la tía, que encarna unos valores de orgullo de clase y fuerza de la tradición a la que viven ajenos sus sobrinos: “Odiaba el sino de la familia y se odiaba a sí misma por haber transigido”.
       Definitivamente, a medida que Joaquín se convierte en el protagonista de la acción, el espacio social gana la partida al privado, aunque éste siempre esté presente perfectamente integrado con aquél. El tiempo ha pasado, estamos ya al comienzo de la República y Joaquín surge con fuerza dirigiendo el periódico La tribuna. Es el ascenso como líder político de Joaquín, sin embargo progresivamente se va dando cuenta de que sus ilusiones de “alcanzar desde la democracia las conquistas sociales de una revolución, sin necesidad de recurrir a la violencia, tardaron poco en deshacerse” (p. 180).
       De esta etapa pública se vuelve de nuevo a la privada –pues ambas están perfectamente integradas-, y cada vez que ello ocurre vuelve la desgracia familiar, esta vez con el fallecimiento de Isabel. Pero parejo a ese ambiente de tragedia y al ambiente de confrontación que está viviendo la República, en la familia Maruján resurge la figura de Jesús Leopoldo, que ingresa en Falange Española. Esta situación enfrentará así a los dos hermanos desde este momento, cuando llevamos transcurridos dos tercios de la novela, hasta el final. La afiliación de Jesús Leopoldo puede pensarse que viene un poco a traspelo en la obra y cumple una función más literaria para imbricar el ámbito privado en el público, pues hasta entonces nunca Jesús Leopoldo había manifestado una inclinación política frente a Joaquín; pero a mi entender es un acierto, a pesar de esos reparos.
       Desde este momento se sucede una acción trepidante con acontecimientos socio-políticos y de guerra, con las barbaridades cometidas por uno y otro bando del que Campos Reina intenta, desde la tercera persona, ser objetivo y bastante fiel a las ideas que unos y otros defendían sin caer en opiniones que pudieran contravenir su función de narrador, aunque da la sensación de que siente una mayor simpatía hacia las ideas de Joaquín tácitamente. La guerra es, pues, parece decir Campos Reina, una forma de dilucidar lo que durante la República era algo inevitable, el enfrentamiento a muerte de los hermanos. Porque está claro que el encanto de ese lugar ceremonioso de la novela Un desierto de seda aquí se pierde: “De ahí que la belleza del recinto de los Maruján, la delicadeza o la humanidad de algunos de sus habitantes opere en El bastón del Diablo no como un marco amable para acompañar la celebración de las simbólicas ceremonias burguesas, como ocurría en Un Desierto de Seda, sino como el ribete del infierno que, poco a poco, va perfilándose para enterrar las ideas más nobles y tolerantes y a aquéllos que las defienden. Un infierno que no es producto de la imaginación sino de una realidad que debió ser recortada para que pudiera asumirla, simbólicamente, el lector”[1].
        La contención narrativa y la disposición de los acontecimientos de modo que se diga lo que se debe decir en cada momento es otro de sus grandes aciertos, en una novela estructurada en cuarenta y tres capítulos breves en los que el lector percibe que no hay nada innecesario, pues la pulcritud en este aspecto es otro de lo valores. No es amigo de las florituras verbales, ni de los juegos del lenguaje, ni del estilo que impida obcecarse en el lenguaje en detrimento de la historia, sino que su proceso narrativo sigue el canon tradicional en este tipo de narraciones. Por esta razón dirá el escritor que “debía ser más directo, menos recargado pero muy preciso, para definir un tiempo determinado por las ideas y la acción”. En definitiva, una novela que en palabras de Moreno Ayora[2] “contiene un simbolismo lírico ramificado tanto en los acontecimientos familiares como en los personales, posibilitando que el transcurrir narrativo se cargue de acción y de pasión amorosa en ciertos momentos, que simbolice frecuentemente la contradicción y la tragedia internas de los personajes, o que recoja la sensibilidad y la condición femenina en otros. El resultado es que las páginas se inundan de humanidad y ternura sin discusión. Campos Reina había logrado lo que por entonces había pretendido: “crear sobre un fondo que tuviese el estremecimiento de lo vivido, porque cuando se parte de la realidad, el lector lo intuye”.

Cruzar la línea del tiempo y vivir las mismas vidas a través del juego temporal y  espacial. Acaso el secreto de La góndola negra (2003) se sostenga sobre esa percepción de que el tiempo es cíclico y el eterno retorno nos nutre y sostiene. Cuando el narrador en primera persona, Juan Maruján, inicia su andadura en la recuperación de la vida de Pepe Maruján y José Flor Maruján, sus antepasados, no percibe que también está iniciando el rescate de sí mismo, su propia redención al introducirse en los entresijos de una larga familia envuelta en múltiples secretos que sólo él acabará por redimir del olvido organizando lo que el siglo XX había desorganizado con guerras, diásporas y destrucciones. La reconstrucción de la familia de los Maruján también es la reconstrucción del siglo XX.
         De todos los indicios que percibe Juan para organizar el puzzle vital en el que se mueve y las conexiones entre el pasado y el presente el más evidente es la identificación palmaria entre Leonor Tavera, eterna enamorada de Pepe Maruján (el pasado), y Beatriz Dufour, enamorada del narrador Juan Maruján (el presente). Éste se hace depositario del pasado a través de esa herencia (de hechos históricos y familiares nunca inocentes) de la que formará parte Juan Maruján. Y la que concita este hecho es Beatriz, la Beatriz de Dante, la Beatriz que ayuda en el viaje iniciático, en el viaje del conocimiento desde los afectos, la ternura y el amor, haciendo intemporal lo que se sostiene sobre el encuentro.
         La góndola negra se inserta en la novela de corte intelectual y simbólico con guiños al romanticismo, y siempre con una proyección vital y trascendental. Juan Maruján recibe un legado de su antepasado José Flor Maruján, sobrino a la sazón de Pepe. Los otros dos herederos son Adelaida Maruján, que ha sido elegida para presidir el Patronato de la Fundación y Beatriz Dufour (huérfana desde la infancia), de la que se enamorará Juan Maruján y con la que compartirá propiedades de modo vitalicio. El único requisito que le imponía José Flor a Juan para disponer del usufructo del legado era fijar su residencia en el municipio donde pertenecían los bienes. Juan Maruján, una persona meticulosa y ordenada, antiguo funcionario, hoy enfermo gravemente (acaso trasunto en determinados momentos del propio Campos Reina) decide penetrar en el secreto de la familia y a través del triángulo de Córdoba-Florencia-Venecia desentrañar la última verdad.  Entre los bienes existentes había no menos de quinientas piezas entre objetos artísticos, esculturas y lienzos que no habían sido entregados a la Fundación y José Flor los había cedido en usufructo a Juan, que ignoraba las razones que lo movieron a tal proceder. Lo que generaba una dependencia de la fundación con respecto a él en tanto viviese. Juan sospechaba inicialmente que lo que podía mover a José Flor era que los Maruján volviesen a formar una familia unida.
       En medio de esta investigación emerge con un poder sublime la figura de Pepe Maruján (pintor en ciernes, tras la estela de Fortuny en Florencia, que pretende trasladar la cultura europea a un rincón de Andalucía), que se apoderará súbitamente de la novela: su interrumpida historia con Leonor Tavera, la confidencia y amistad con Paola Pisani, su colección de obras de arte entre los años 1900 y 1915, su vida entre Florencia-Venecia-Córdoba... Pepe es un idealista que soñaba con un hombre en continua evolución positiva guiado por la razón, seguidor de la revolución francesa y de las grandes conquistas de la ciencia y el arte.  Con la historia de Pepe se está construyendo la teoría del eterno retorno tan querida para Nietzsche y también para Campos Reina.
        Pero un misterio se cierne sobre la familia el año 1915: en otoño fallece Pepe Maruján; Blanca (su sobrina, y también sobrina de Leonor Tavera, la enamorada de Pepe Maruján) regresa a Francia; José Flor (sobrino de Pepe) se marcha a Oriente; y Lola (que no perdonará a su hermano Pepe haber dejado como usufructuario del pabellón y el botánico a su chófer “El Poeta”) abandona la casa donde había estado toda su vida. La huida de Blanca y José Flor se justifican por el embarazo de ésta y el posterior nacimiento de Albert Dufour, abuelo de Beatriz. La historia familiar se va enmarañando con la historia de Sara Maier (la mujer de Albert y abuela de Beatriz Dufour) y su extraña desaparición. Todo un conjunto de hechos que mantienen una lectura en la que se aprecian las dotes de narrador de Campos Reina, escrupuloso, minucioso y detallista, transparente en la eliminación de los elementos innecesarios y ágil en el desarrollo de la intriga con capítulos breves e intensos.
       A través de diversos tipos de escritos: los cuadernos de Paola Pisani, las cartas de Leonor a Pepe Maruján, de éste a Leonor y Paola, la carta de José Flor a Beatriz o de Sara Maier a José Flor... y la propia historia de Juan Maruján, sobre sus pesquisas en primera persona, el lector se adentra por un laberinto familiar en el que el arte y la trascendencia del amor así como los secretos mejor guardados conforman una novela que, bien conducida en cuanto al ritmo narrativo, nos adentra por tres ciudades que poseen una sublime eficacia en la vida de los personajes. Florencia como símbolo del arte y el secreto mejor guardado navegando más allá de la realidad inmediata; Venecia, con esa entronización de Wagner y el simbolismo de su óbito final; y Córdoba como residencia y canto del amor y los afectos en torno a Beatriz Dufour.
        La góndola negra representa el encuentro con un proyecto familiar que finalmente se conforma en torno a Juan Maruján y Beatriz Dufour, pero también la apoteosis de la muerte a través de la pintura de Fortuny y Madrazo, del momento concreto en que el cadáver de Wagner es trasladado desde el palacio Vendramin-Calergi a la estación de ferrocarril en la góndola. Una obra que en el marco de la trilogía Renacimiento simbolizaba el Purgatorio pero en la que el alcance de las ideas sobre el progreso, las razones del arte, de la música y de los  valores vitales presididos por el amor se adueñarán de esta admirable obra.
       La góndola negra es la tercera novela de esta trilogía  en torno al hombre occidental que olvida la marginación y el dolor. En ella, el narrador, Juan Maruján, no ve lo que hay alrededor en la sociedad. Pero todo ello se viene abajo cuando una enfermedad que se apodera de él lo lleva casi a la muerte. Tras recuperarse, se da cuenta de que en él se han producido cambios definitivos cuya consecuencia son los acontecimientos de esta historia que ahonda en la familia en torno a los siglos XIX y XX. Es después de esa enfermedad y frente al espejo de un cuarto de baño cuando comienza a descubrir a un ser extraño y a los marginados a los que no estaba dispuesto a observar hasta entonces.
       Se presentan toda una serie de símbolos que intentan trascender los acontecimientos y la proyección de las ideas que encierra ésta, por ejemplo, la góndola negra que cruza las aguas con el cadáver de Wagner que va del pasado al futuro; pero también el anillo de rubí, símbolo de compromiso para el narrador y para Pepe y eslabón de la cadena que unió a Prometeo y su roca. Y al igual que Prometeo sufre el castigo por haber robado el fuego de los dioses, también Juan Maruján en su Purgatorio personal.
Si Pepe Maruján es el protagonista de Un desierto de seda, Joaquín Maruján de El bastón del diablo y Juan Maruján, La góndola negra; en ésta se cierra el círculo que comunica con la primera con las constantes referencias a Pepe. Al recibir el legado testamentario y descubir el anillo como símbolo, Juan Maruján emprede un viaje hacia Córdoba e Italia: “En el curso de éste, su nueva mirada, en una ciudad repleta de museos como Florencia lo impulsa a huir de ellos, a pasear por los barrios y a frecuentar sus hornos para beber un vaso de vino o tomar un sencillo alimento; a explorar ese lado sobre el que se sustenta el otro que se difunde en los catálogos y libros de arte en tanto efectúa una investigación que le abre dos siglos, el XIX (marcado por la ideas de Wagner y artistas como Mariano Fortuny y Madrazo, John Ruskin o Proust, que tenían a Venecia como un símbolo y al arte como una alternativa a la vida) y el XX, que se inicia al fin de la Belle Époque, en 1914, y conduce al desastre que obliga a salir del ensueño del como una alternativa a la vida, para darse de bruces con una realidad en la que hasta los verdugos llegaron a creerse sublimes y autorizados para recortarla a tenor de sus ideologías”[3].
La obra está dividida en dos grandes apartados: primera parte y segunda parte: Florencia, y un epílogo de pocas páginas en el que el protagonista regresa a Córdoba y junto a Adelaida recorre la Fundación y la disposición que entonces tendrían los objetos del pasado, los que conformaban la historia personal de los Maruján: “El viaje que acababa de realizar había despejado las incógnitas que planteaban los veinte años de Pepe Maruján”.  Tras considerar todo este proceso como una liberación encuentra a Beatriz (el símbolo de Dante) y desnudos le hace entrega del anillo de rubí: “Al deslizarlo por uno de sus dedos rocé su palma y comprendí que se lo ponía también a Sara, a Blanca y a Leonor, y que, a través de mis ojos, Pepe Maruján, José Flor y Albert lo contemplaban. Beatriz giró la mano y el brillo del rubí pareció encender la habitación. Entonces vi acercarse su rostro al mío y supe, definitivamente, que habíamos cruzado la línea del tiempo”.


Su díptico La cabeza de Orfeo completa un ciclo narrativo, que comenzó a gestarse en el año 1986 y se cierra veinte años después, en 2006, con esta bilogía. El escenario de La trilogía del Renacimiento había sido la casa de los Maruján y las ciudades de Venecia, Florencia y Córdoba. Sin embargo, ahora es Sevilla el símbolo que aglutina las dos novelas del díptico La cabeza de Orfeo. Una ciudad en la que Campos Reina vivió durante su etapa de estudios universitarios intensamente. Junto al elemento sentimental y vivido que tiene toda elección toponímica existe también la pretensión de crear una especie de urdimbre que acoja ese secreto íntimo que posee cada ciudad, en este caso la emblemática Sevilla, a caballo entre la memoria y el presente. Orfeo –decía Campos Reina- es amado y odiado y degollado por las Bacantes: “Su cabeza, arrojada al río, sigue cantando arrastrada por las aguas. Los personajes principales de ambas novelas han de retomar su vida, al final del siglo XX, tras una ruptura con el pasado. Y en esa nueva experiencia, la sensualidad e incluso la sexualidad son elementos determinantes. El paladar es simbólico en una. En la otra, el oído y el tacto son como la frontera de los sentimientos. Escribí esta última novela escuchando música de Erik Satie y dejándome invadir por la ciudad. El tono de la escritura creo que lo refleja y desarrolla el símbolo del mito griego desde la perspectiva del momento en que se produce la pérdida de Eurídice, pero también la liberación a través del afecto, la sensualidad y el sexo”.
Pero en ambas historias, en sus diferencias se evidencia también la consistencia de la represiva sociedad franquista y la traslación de la misma a la ideas de los españoles y a una visión moral cercenada.
Fuga de Orfeo se inicia con una carta del falangista Jesús Leopoldo Maruján a la editorial Random House Mondadori y, a continuación, la historia de su hijo Leo -una suerte de nuevo Orfeo-, un estudiante de derecho –como Campos Reina- que lleva toda la vida para acabar la carrera, antes de irse a Nueva York. Solo le queda una asignatura y escribe un diario que le enviará al padre en el que cuenta sus aventuras amorosas y diversiones eróticas en la Sevilla de 1990. El padre, indignado, lo reenviará a su vez a don Camilo, un antiguo censor (el nombre de Camilo José Cela se evidencia), para que lo modifique y enmiende antes de editarlo. La represión moral y el corolario de lo pecaminoso del sexo son inherentes al ejercicio narrativo y a su simbología de época. Leo-Orfeo tiene a su Eurídice-May, una americana natural de Oregón, en una suerte de historia con altibajos y descensos a los infiernos hasta que se marcha con ella: "Quien ama –dirá Campos Reina- cede un poco en la vida. Cuando ama realmente se olvida de vivir y se enajena. Cuando esa situación ha pasado, reconoce que ha estado en la apoteosis de la vida. Pero cuando ha vivido esa situación, no se ha dado cuenta de ello porque estaba amando".
Como bien han dicho algunos críticos, incluido el propio autor, la educación religiosa franquista choca con esa nueva visión en torno a la libertad sexual, la lectura y la ruptura de un ordenamiento mental. Dos mundos que chocan y en el que uno trata de vencer al otro siendo las relaciones inclementes de Leo con las mujeres el símbolo-acicate de una puesta en escena. Leo ha sido criado en una familia falangista, pero es través del sexo y el descubrimiento de la fuerza emergente de los sentidos como alcanza a descubrir un nuevo mundo cuya asociación con la caída del muro también es una predeteminación manifiesta. Al respecto decía el novelista: "Como el muro de Berlín, ya polvo somos y en polvo nos convertiremos (…) Hablamos de una ideología hecha polvo y, al mismo tiempo, de la sensualidad y del sexo (…) Leo relaciona la caída del muro de Berlín con esa fuga, esa búsqueda de un nuevo horizonte que le lleva a ir a Nueva York, a la frontera de lo que está surgiendo".

En El regreso de Orfeo también la reconstrucción memorial –a la que siempre fue propenso Campos Reina en sus obras- tiene como protagonista a otro Maruján, el cirujano León Maruján, que tiene que reconstruir toda su vida tras quedarse ciego en un accidente de tráfico. Maruján regresa a Sevilla, su ciudad natal, donde se dedica a tocar el piano en un bar nocturno y a recorrer las calles. León Maruján tiene que organizar su vida desde el olfato pero se ve envuelta su existencia en la redención que alcanza la memoria aunque su pasado se convierta en la inmersión en los infiernos: "Todo hombre siempre acaba regresando a su infancia. León tiene el privilegio y la tara de regresar con la parte fundamental de su vida cortada. León tiene que recuperar la vida. Si no reverdecer como un árbol al que han cortado el tronco, León tiene que reverdecer con las ramas laterales. La música, el oído y el tacto se convierten en elementos esenciales. Este hombre se encuentra una nueva ciudad al volver a los recuerdos. El recuerdo se transforma y, al transformarse, le regala una vida que sustituye a la que ha perdido", concluye Campos Reina.
La infancia es reconstruida en medio de esa bruma de alcohol y tabaco mientras los Maruján van resonando en su mente como con una diabólica fuerza siendo la música y la sensualidad las restauradoras de un ritmo vital mientras reconstruye y sondea en su pasado con los interludios de sus dos mujeres Fátima y Betsabé, la nueva Eurídice. Los olores reconstruye esa historia familiar y también el tacto que tantas asociaciones posee con escritores como Proust o Rilke.
      Estamos, pues, ante un novelista de gran altura de miras y uno de los grandes escritores de la narrativa española contemporánea que ha creado un mundo propio y personal en las entrañas de Andalucía, pero con la proyección simbólica de Italia y Europa, donde el mito y la realidad adquieren un imaginario vital y comprometido, el del siglo XX.




[1] Campos Reina (2004:23).
[2] Moreno Ayora, A. (2001): “Campos Reina, en holandés” en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba, 26 de julio, págs. 4-5 [5].
[3] Campos Reina, J. (2004): La casa de los Maruján. Málaga: Centro Cultural Generación del 27, pp. 25-26.

jueves, 9 de octubre de 2014

CON FERNANDO ARRABAL EN SEVILLA 2 DE OCTUBRE DE 2014



Con motivo de su llegada a Sevilla para recibir el premio de las letras andaluzas Elio Antonio de Nebrija que concede la ACE-A, Fernando Arrabal tuvo una cena con algunos escritores que lo acompañamos. También tuvimos ocasión de compartir mesa con su señora, la profesora de la Sorbona, Marie Lise Gazarian-Gautier, y algunos de sus amigos españoles, invitados expresamente por él a este encuentro.

Fernando Arrabal gozaba de un buen aspecto después de haber tenido un ictus hace un tiempo. Su palabra siempre atenta pasó revista a múltiples temas y sobre todo se centró en hablar de Sade y su amor platónico. Un episodio muy desconocido. Arrabal habla despacio, como deglutiendo las palabras lentamente, sintiéndolas, con suavidad, con un tono musical preciso que coge prisionero a su interlocutor, pero no le va a la zaga en sapiencia su señora Marie Lise, persona de gran delicadeza y enorme inteligencia y erudición. Siempre tratando de estar en segundo plano aunque Fernando Arrabal sepa que está en un primerísimo lugar.
Cuando a una de mis preguntas, traté de curiosear sobre sus ideas en torno a la situación que vive Francia con la subida del Frente Nacional, Arrabal respondió: "Estos temas los lleva mi esposa. Lise... este señor quiere saber..."

Uno de los momentos más entrañables que siempre recordaré de él fue cuando el escritor cordobés Molina Caballero hacía su laudatio y Arrabal lloraba suavemente, imperceptiblemente... tomaba el pañuelo y restregaba una y otra vez en su nariz tratando de evitar que la melancolía se le escapara. Arrabal fue feliz en Sevilla pero sobre todo seríamos más felices si sus obras alcanzaran al mayor número de lectores.


REMEDIOS SÁNCHEZ, FERNANDO ARRABAL  Y FRANCISCO MORALES LOMAS

ANTONIO HERNÁNDEZ, PREMIO NACIONAL DE POESÍA



Si hace unos meses su obra Nueva York después de muerto obtenía el Premio Nacional de la Crítica, hoy obtiene el NACIONAL DE POESÍA.
Un reconocimiento que significa un espaldarazo trascendente a la obra poética más importante de este año.

Antonio Hernández es presidente de honor de la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios que presidió durante doce años.



Reproducimos a continuación la crítica que le hicimos en su momento.


NUEVA YORK DESPUÉS DE MUERTO
DE ANTONIO HERNÁNDEZ


F. MORALES LOMAS



La querencia de Antonio Hernández hacia la poesía de Luis Rosales viene de muy antiguo. Los unió una buena amistad y Antonio se consideró heredero del sentimiento y la técnica literaria del granadino. Pero en este nuevo poemario Antonio Hernández ha querido unir a esa querencia la de otro granadino universal, Federico García Lorca, y la no menos cosmopolita Nueva York.
Un triángulo mágico que determina la esencia de un poemario que formalmente aspira al mestizaje de géneros tanto como a la taracea de individuos, símbolos y valores que convergen en un Aleph para crear un poemario nuevo, insólito y rupturista. Se ha producido en él una convergencia, una interacción sincrónica entre forma y contenido desde un consciente claramente predeterminado que muestra un impulso poético generoso en la creación, con continuas referencias intertextuales que posibilitan los reajustes conceptuales, las gradaciones y los inestimables recursos expresivos de toda laya. Antonio Hernández aspira a esa unidad consciente desde la multiplicidad de sensaciones, espacios, técnicas, mixturas textuales y aciertos expresivos en una obra que se hace extensa, sinuosa y enérgica en su macroestructura y en su intenso ritmo.
Hay un acierto evidente en sus selecciones léxicas, en la fusión de simbologías diversas y en la yuxtaposición de mundos que se van cruzando al crear una malla semántica de afirmaciones, elisiones y sustituciones en aras de conducir el poemario por la vertiente totalizadora, poesía total que como en su momento Dos Passos en narrativa, aspira a la complementariedad como elementos que configuran el todo en la información reveladora, las acotaciones, los diálogos o los montajes.
En la Justificación inicial explicita el origen de este título: “Luis Rosales, mi maestro (…) quería terminar su obra con una trilogía titulada Nueva York después de muerto”. No lo pudo hacer y este es el mejor homenaje que en su centenario durante 2010 (y desde la desembocadura del Río San Pedro, en Puerto Real, Cádiz) Antonio Hernández quiso dedicar al maestro granadino, donde temáticas como Nueva York, el exilio, la mecanización, el automatismo, la desigualdad de razas… están presentes, como lo estuvieron en Poeta en Nueva York, del genial escritor de Fuente Vaqueros.
Los tres libros del conjunto no son sino la macroestructura textual que organiza este mundo desorganizado en el que se mueven las vías comunicativas formales y semánticas en un intento de dotarlo, desde ese triángulo mágico, de una perfecta armonía. Hay una forma interior que va a ir progresivamente elevándose desde esa pluralidad exterior, desde ese depósito de substancias temáticas e intelectuales resultantes y desde esa estructura tripartita en libros que se le presenta al lector.

El Libro Primero, que ocupa casi la mitad de la obra en su totalidad, lleva tres citas: una de Edith Wharton que alude a la mediocridad de los norteamericanos; otra de Enric González en la que define la idiosincrasia de Nueva York como ciudad que nació del comercio, apenas rozó la esclavitud y nunca brilló por su respeto a la autoridad; y, finalmente, unos versos de José Hierro sobre el desangramiento del poeta en su escritura. En definitiva, la esencia y la forma de descubrir esa esencia desde el artificio del poeta y su sangre en ebullición.
Esta primera imagen nos advierte de su voluntad de incidir en la ciudad de los rascacielos como Aleph del espíritu norteamericano y para ello opta por la retórica del discurso narrativo desde el inicial contacto con Luis Rosales, en los primeros versos, y Federico García Lorca hasta sus críticas aseveraciones sobre la realidad norteamericana actual y el Tea Party. Tras exculpar a Rosales de todos los ataques a que fue sometido por su intento de mancillarlo y acusarlo como corresponsable en la muerte de Lorca, crea el contexto de esa España, “Un país lleno de ratas y telarañas”, pero también de resentimiento y de odio. Antonio Hernández emplea el lenguaje en esos momentos con la aspereza del estilete y la templanza de los afectos hacia las personas amadas. Pero siempre surge con fervor la traslación de la palabra, su valor como apotegma y como reverente presencia y el homenaje a la casa encendida y la memoria de odios y cárceles.
Hay un discurso ensayístico con valor de proyección lírica tensa, cerrada y fuerte en donde la abstracción del léxico (cuadrícula, reglamentación, simbiosis) conviven con ese enmarque de la ciudad de Nueva York en los destinos de ambos poetas: Luis Rosales y Lorca. En este primer desafío hay una voluntad de amparo y salvaguarda clara del maestro. Para después, recurrir simbólicamente a esta Nueva York, este símbolo de la modernidad, con los emblemas y mestizajes de la palabra de Dos Passos y su Manhattan Transfer, al decir que fue este quien hizo protagonista también a la ciudad. Antonio Hernández acuerda ese despliegue de medios formales para conformar una imagen en la mente del lector que sintetice las contradicciones, las paradojas, el gran oxímoron de la ciudad de ciudades, de la Babilonia de la era poscontemporánea.
Busca la fortaleza de la representación semántica y crear una especie de cosmogonía mítica de la gran ciudad a través de una progresión selectiva de elementos. Pero antes de llegar a ello Lorca vibra en el poema como estandarte de una época de terror el nazismo, el miedo al anarquismo… y el americano que ama el dinero tanto como a su bandera. En esta simbiosis de símbolos diletantes, Antonio Hernández se revuelve crítico y adusto pero conmovedor y tierno en una singladura de distancias y contradicciones que convergen en la gran ciudad, que mixtura a la vez con sus experiencias personales (como aquella novia americana que tuvo) para después advertirnos de la génesis genealógica de razas y pueblos que convergieron en la gran ciudad: judíos, italianos, chinos… para componer esa detención a caballo entre el ensayo y la lírica de corte neoclásico en su afán patriótico y desmitificador de una realidad que nos presenta bajo múltiples aristas. En ese deambular del monólogo interior, que toma como estructura, surge la alegorización de su asesinato y la intertextualidad definitoria sobre la idiosincrasia española vía Antonio Machado (“Mala gente que camina”) y ese fascismo asesino, ese otro yo de la sociedad española.
En el errar por la ciudad de los rascacielos, los negros ocupan un espacio querido, a través de esa figura, de ese mito efusivo y delirante, que sirve de reclamo axiomático: Baltasar: “Baltasar, el músico, el poeta, el que no lleva oro,/ ni incienso, ese alimento de la soberbia,/ sino mirra aromática”. Es un deambular por la metafísica de los impulsos del espíritu, con la música ocupando un espacio solemne pero también la fina ironía y el sarcasmo agraz contra los sajones en la figura de Pound, ese fascista, nazi “carteleado por sus obsesiones/ de zarandeador dispuesto a devorar”.
Existe en sus impulsos de realismo deformador un íntimo deseo de construir la mecánica de las imágenes y realizar un cálculo casi naturalista de las insuficiencias, tanto como un ensalzamiento de los grandes escritores de la generación perdida. Pero su actitud crítica lo redime. Los escritores que forman el síndrome de su persistencia surgen con fortaleza por boca de Huxley o Poe, a los que con el bisturí de un Quevedo sondea y descuartiza con un lirismo a ratos deformador y a ratos sentimental. Y mientras los poetas son la cuna del verso, el pretexto es América y su definición de territorio en formación, “es un país sietemesinamente/ inmenso y autorrecetado/ (…) una ira de Biblia contra Europa,/ su vieja madre corrompida,/ su puta madre indolente,/ la filosofía estéril del pasado/ contemplando las nubes, perezosa./ Las maravillosas nubes que pasan”.
El objeto poético es América, su forma de pensamiento, sus grandes escritores y su voluntad de ser un país que crece y se multiplica como una especie de conmovedora alegoría deshumanizadora. La poesía de Antonio Hernández transfigura la normalidad activa de las cosas, crea la densidad poética del mito. Y en ese deambular por los grandes escritores tiene un lugar especial para Walt Whitman y sus Hojas de hierba. Whitman y su don de la transparencia, ese visionario extravagante y tosco, vocinglero que cultiva la espiritualidad de Asia en la América arrogante. La metáfora se apodera entonces del verso como una especie de arúspice que advierte del personaje y su rico mundo.
Hernández hace un recorrido de estancias y paseos, describe un mundo físico y mental, un espacio que sueña pero también un ámbito demoledor. A través de él pueden aparecer todos los emblemas de ese mundo como Central Park o los irlandeses y la presencia de Garrido Moraga mientras se habla de Eliot en la Hispanic Society. En esa suculenta peregrinación el universo se amplía y se metaforiza, se construye un mito cósmico, un mito universal en el que el poeta, en su apasionada ebriedad, se embriaga de ese mundo y nos ofrece la imagen de un sentimiento: “La vida es un sueño del que no podemos despertar”.
Y finalmente, en este recorrido casi canónico, casi laico de la ciudad de Nueva York, no pueden faltar los desarrapados de la manzana podrida, y tampoco esa ideología que los conduce hacia las tinieblas del Tea Party. Es curioso que Nueva York, en última instancia, confíe toda su esperanza al destino.
Antonio Hernández ha querido en este primer libro desenmascarar un espacio y unos personajes hundiendo certeramente el bisturí en los símbolos, como si se tratara de una historia que contar o recontar o difundir con toda la fuerza de la que la hace posible la literatura. Invariablemente oportuna y profundamente narrativa y enmarcada en su evolución de fascinante objeto poético, desde ese conglomerado personal y totalizador.

En el segundo libro hay una cita inicial de Kierkegaard que revela los peligros de arriesgarse o no en la vida como una forma de pérdida de equilibrio o de merma de sí mismo respectivamente, y otra de Quevedo en torno a una manera de nacer y muchas de morir. El centro es Luis Rosales y la poética como médula de su discurso metaliterario. Una poesía definida como holista, total, en diálogos de Rosales y Hernández, como realidad que enhebre todos los géneros en un magma comprensivo y sistémico o armónico. En esa creación las enumeraciones juegan el papel de relevante selección de nombres: Machado, Borges, Onetti… pero también Félix Grande y Paca, tan amigos del poeta granadino. Antonio Hernández se redime a través de la memoria de aquel diálogo en torno a la poética de Rosales tomando como avío esta especie de diálogo diferido en el monólogo, metafórico, rutilante, hurtado por el don de la ebriedad de la palabra dada. Hay frases que juegan al cripticismo del misterio y que solo él las conoce en el territorio que juega. Pero existe algo conmovedor que sirve de reclamo y acicate: el culto de la esperanza y su razón de ser como territorio que amplía nuestra mirada.
Antonio Hernández y Francisco Morales Lomas

“Por eso ahora vamos a hablar/ como siempre de poesía/ -la poesía es la máscara/ que nos descubre-, vamos/ a hablar de nuestra catarata/ siempre cayendo, de esa tempestad del poeta”, dirá Antonio Hernández mientras trata de recordarse en aquellos momentos y a ese poeta joven con su corazón de campana. La metapoesía se convierte en el objeto de reflexión que reconozca la discursividad de las vivencias y el reclamo de la definición del poeta, de su acento, de su vivir dos veces. Y en este ámbito encuentra el camino para hablarnos de que la forma y la materia, el espíritu, deben estar al unísono en una armonía que produce la cadencia, pero también la emoción y cuanto el espíritu acomete: “Y, apréndetelo bien,/ que no se escribe, se ama/ con gozo y sufrimiento. Y ese es el corazón”. A veces se ha tenido la vocación de cerrarlo, de pensar que bastaban las palabras, pero realmente lo que basta es la vida y esa identidad esencial del discurso poético. Y en ese convencimiento, la figura de Federico surge relevante y reveladora en su alegría proclamada o en ese amor a la vida que era como la iconoclasia del ser en sí.  Como un emblema que se define y se acaricia: “Federico era un tropel/ y era agua bendita, la que cae de los ojos/ porque está bendecido el sufrimiento”.


A través de fulgores, los chispazos del alma, construye los poemas, nacen del protagonismo que tiene la palabra y el hombre, de la intuición y de la memoria del subconsciente y el ensueño, un misterio, una ilusión… que crean la dimensión de la inmediatez y la luminosidad. Porque eso es al fin y al cabo el poema: una lumbre en mitad del bosque y la hojarasca de la vida. Los recursos al humor, entiende el poeta gaditano, pueden ser un instrumento, pero también una trinchera o una daga.
Progresivamente se va apoderando de su poesía la voz de Luis Rosales, en cuya palabra se desdobla el poeta de Arcos para desde su sentimiento ausente proyectar parte de su mundo, elevando la experiencia humana sensible, acomodándose a su sensibilidad, convirtiéndose en el personaje Luis Rosales. Un poeta que habla desde la vida, desde la vejez y desde la muerte, “la congelación del sufrimiento”.
En ese ejercicio de desdoblamiento aparece un Rosales reflexivo que nos conduce por la experiencia vivida y su reflejo en la felicidad o su ausencia, en la fascinación del demonio o en las resultas de ese corazón que todo lo llena. Habla Rosales desde ese viaje de sombras y su visión de la muerte como si se mirara en un espejo. Hay en sus palabras un deje de tristeza, de recurrencia a la melancolía en esa búsqueda de sí y de lo que representan en su vida las grandes ideas, en esa hora poética de los símbolos y las evocaciones: “Mis amigos saben/ que siempre investigué/ en el color de los sueños”, dirá con la fortaleza que dan los años y la vida vivida, pero también de la decadencia del vivir, de eso que llaman vejez (“En la vejez llaman arrugas/ a las heridas”) y ese destierro sublime que nace de la desolación y el agotamiento de vida. Y en ese recorrido  reconoce que un día Antonio Hernández le confesó que no aguantara el dolor, “que el dolor/ que se aguanta apretando los dientes/ se instala en el cerebro”.
Luis Rosales habla de Antonio Hernández del que dice que le trae los libros de consulta, llama a un taxi o le cobra la propina en premios. Un Luis Rosales que se deja llevar por los consejos del joven poeta que lo acompaña por los centros educativos y las universidades y es leal sin excepción. Es una confesión en toda regla, sincera y sentida. Después habla de su mujer, María, María Fouz: “María era la juventud y tenía el nombre/ de la naturaleza que hace la vida/ íntima y luego rompe el molde”. Palabras generosas y definitorias que sirven de intermedio para esa continuidad de los actos de Antonio, que le lleva la silla de ruedas y lo acompaña y al que le cuenta historias de Granada, como aquel día con José López Rubio, que da pie para cerrar este libro con la memoria de Federico: “¿Y no has visto, maestro, a Federico,/ no estará entre las nubes su tumba?”.
En este segundo libro se nos conduce desde la metapoesía hacia la vivencia de Rosales y el recuerdo entrañable y siempre afable de Lorca desde el dolor. Hay un misterio que se evoca con la fortaleza de ese desdoblamiento pero con la melancolía de lo pasado, de esa memoria que deviene unas veces muerte, añoranza o entrañable recordatorio.

En el tercer libro toma una cita de Lorca: “Callar y quemarse es el peor castigo que nos podemos echar encima”. Mucho más constante la presencia de Lorca desde el inicio aunque, a medida que avance, la síntesis de ambos poetas será recurrente y operará como un conjuro, una valencia mítica de singularidades que se acercan y se van acomodando en una emoción que nos conduce en el poema final que nos presenta los últimos momentos vitales de Luis Rosales.
La sonoridad de los primeros poemas nos reencuentran con aquella musicalidad asonantada del escritor de Fuente Vaqueros y los símbolos de su Darro, Genil y Guadalquivir, los llantos de la guitarra y también los pobres y los males que los acosan. Es un claro homenaje en el soneto “No sé si fue morir más espantoso” con el que auspicia las grandes ideas que sobrevolaron su vida. La guerra, el tormento, el sufrimiento, el amor. Imágenes que adquieren una inmensa notabilidad estética como cuando se define a sí mismo en esa especie de desdoblamiento poético en Lorca. Los símbolos lorquianos aparecen con su fortaleza antigua, como la herida negra o el rey Baltasar y esa ironía de la economía como fondo: “Nadie es negro si es de oro,/ si es de oro su cartera”.
Alguna copla nos habla de ese lloro por la muerte del poeta y de su entierro, y otros, siguiendo el estilo del escritor granadino, recuerdan su lucidez y su simbología metafórica en torno a los niños gitanos o las navajas y la sangre: “No se saca una navaja/ si no se lava con sangre/ y con honor no se guarda”. Su estilo se hace más Lorca en sus ritmos y en su simbología de argumentos poéticos y metáforas que nos recuerdan al genial escritor.
Pero poco a poco ambos poetas se van acercando, Rosales y Lorca. Y cuando esto sucede surge el enorme reconcomio de Rosales en torno a su muerte, y ese sufrimiento heredado del que muchos lo hicieron depositario: “Si me hubiera expresado con mis mejores armas,/ me hubiera defendido con éxito, sin gloria,/ en lo de Federico, y no hubiera tenido que sufrir/ tanta calumnia, tanta grosería/ seudointelectual”.
Habla un poeta dolorido, acosado por la época y por ese mundo cainita. Pero también un poeta adulado en esa especie de sístole y diástole que es la existencia con sus desdichas y su materia sagrada. Aunque su dolor estará siempre presente como una ofensa que viene una y otra vez a través de sus palabras maltratadas: “Me han insultado en todos los idiomas”. O en la acusación de una señora en Buenos Aires de haber matado a Miguel Hernández y en Caracas de haber compuesto el Cara al Sol y Montañas Nevadas. Es un padecimiento que está ahí presente en la voz de Luis Rosales. Una confesión que a veces necesita, para no sucumbir, del sarcasmo y la ironía, como cuando dice que “yo siempre fui católico aunque degenerando”. Un poema en donde surgen con fortaleza las desmitificaciones de época con su proliferación de psicópatas y de desdichas, pero siempre con la idea de la ética como frontispicio: “Vale más una nota de honra en la fama/ que atasco en la cartera”. Achacable todo ese mundo a las envidias que todo lo adornan con sus iniquidades.  Ironías que van cerrando en el poema donde surge de nuevo aquel Nueva York del principio con intención de aclimatarlo al cierre cíclico: “¡Nueva York, esa libertad/ donde se tambalea el Universo!
El último poema, con la cita de Luis Rosales de que “Cuando todo termine quedará lo más nuestro”, retoma el discurso épico-lírico para contarnos los últimos momentos del poeta granadino y su llegada al hospital Puerta de Hierro, jadeando y con los ojos cerrados. Los familiares cercanos y “Juan Antonio Ceballos le cogía/ la mano con ternura de amigo/ que alentara a un padre”. Y esos versos transfiguradores y epistémicos ante la muerte del poeta amado: “Y al volver a cerrarlo presentimos,/ unificados por la voz del alma,/ que algo acababa de estrenarse/ arriba, en las estrellas”.

La poesía de Nueva York después de muerto de Antonio Hernández es uno de los poemarios más heterodoxos e iconoclastas que se han escrito en los últimos tiempos en la poesía española. Crea un mundo totalizador desde la síntesis de tres perspectivas que confluyen en un emblema con carácter de axioma. Un universo mítico que nace en la ciudad de Nueva York con su conformación de espacio épico-lírico para progresivamente ir conformando un lirismo sentido y un impulso antropológico en el que el hombre triunfa sobre el emblema haciéndose más humano. Desde la ciudad se confluye en el hombre y en su memoria, construida de afectos. Un enorme poemario que acredita una vez más la altura intelectual y humana de este gran escritor español.


ANTONIO HERÁNDEZ, Nueva York después de muerto, Ed. Calambur, 2013.

La creación literaria y el escritor

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El creador de libros, pintura de José Boyano