miércoles, 25 de febrero de 2009

LA POESÍA DE ROSA DÍAZ, UNA VIVENCIA EN EL LENGUAJE Y LA SANGRE por F. MORALES LOMAS

Pilar Pérez, Rosa Díaz, Juan Ortega y F. Morales Lomas (Guadalajara-México 2006)



El antirretoricismo y el antirrealismo, el antimisticismo y la antimetafísica, la , la deformación caricaturesca, la hipérbole y toda suerte de asociaciones intuitivas de corte culturalista conforman la presencia de una lírica voluntariamente heterodoxa y acertadamente antisentimental, a la que son ajenas las grandes construcciones de la lírica tradicional para generar una poesía personal[1], una aventura en la conformación lírica que, no obstante, encuentra en dos palabras trascendentes, vida y muerte, los temas que con más frecuencia encontramos en la lírica de Rosa Díaz; pero en muchas ocasiones no sólo captados con aire de intensidad o tragedia, elevando el tono, sino con un deje de ironía y distanciamiento inteligente que les da un aire nuevo. También existe mucho de compromiso social en su lírica de denuncia, en su inmersión en la época actual, donde trata de bucear en los temas y mitos recientes y donde intenta restañar las heridas y, si no, ponerlas de manifiesto, como decía Fernández de las Sota al referirse a su obra El color de la sangre de las princesas, que sería una crónica histórica desde la caída de las Torres Gemelas hasta la educación sentimental y cinematográfica de dos generaciones. Pero, no sólo de estos temas se abastece su lírica centrada en el ámbito intimista, con continuas reflexiones sobre el lugar del ser humano en su existencia, sometida a una voluntad desmitificadora y confidencial desde el ámbito privado del hogar hasta la socialización de la desgracia ajena e interiorización consciente.
Hay poemas que son directos y claros, en otros existe una búsqueda de la expresividad que le lleva al surrealismo y su poesía entonces se hace barroca, con imágenes destellantes. Juan Sebastián[2] apreciaba una “épica substanciosa cuyo lirismo flota, sobrevolando lo accesorio y la estética del ritmo o de la música (...) más que el discurso de los hechos o de los remolinos de sensaciones sensitivas, de los posos insolubles que estos hechos dejan en su espíritu”. Pero también en su lírica existen continuas alusiones y observaciones culturalistas, a personajes del cine, a canciones, y a todo tipo de referentes culturales en general (que tendría algo de la estética novísima, al menos en sus incorporaciones culturales), tanto de autores clásicos como de autores actuales, y en algunos momentos una tendencia al prosaísmo que busca de la sorpresa conceptual, imaginativa o surrealista, como reconocía García Velasco[3]. Un lírica en la que la fuerza expresiva se consigue a través del proceso de integración de instrumentos retóricos diversos y, a veces, contrapuestos, que producen una explosión de sonoridades en las que se observa la trascendencia del lenguaje y su máquina expresiva, en la que subyace cierto vacío existencial, pero en el que la palabra poética alcanza una fuerza pujante e indomable.
Quizá por ello, Rosa Díaz partía de la idea de que “no hay poesía más importante que la que se vive y se recoge en la sangre”, una declaración de principios que apuesta por una lírica de alto contenido humano y compromiso con la existencia y la esencia del vivir. Y a este principio sustantivador de su lírica añadirá una ilustradora metáfora: “Mi poesía es el zumo de mi vida”. Quizá por todas estas apreciaciones, su lírica también es un proceso de comprensión de la sociedad, de compromiso cívico, ofreciendo testimonio y siendo consciente de que la poesía está en todas partes; también en la oralidad, hecho trascendente en su obra.
Pero incluso, como ella misma reconoce, hay mucho en su lírica de instinto, de visceralidad, de vida, de catarsis en la esencialidad, de proyección desmitificadora y suculencia retórica no desprovista de ironía e inteligencia con una plural respuesta estética: “Y he vertido en ellos un lenguaje críptico o coloquial apenas sin proponérmelo y sin preocuparme de nada que no fuera mi instinto. Como en un estudio radiológico he salido en hueso vivo: mi ternura, mi ironía, mi fortaleza, mi debilidad... y el sentido del humor con que encajo la muerte diaria. Y así transité por el mundo de la marginación (...) Me interesó y me interesa ser testimonio y denunciar la hipocresía de la sociedad y la culpa que llevan nuestras manos limpias de bacterias y de ciertos delitos (...) Voy a mi ser intrínseco por el sentido animal, dando como hecho que lo irracional puede ser también lo más razonable”[4].


Raimundo Amador y Rosa Díaz


Entre su extensa producción citamos[5]: La célula infinita (1980), Cantábile para cuerda enamorada (1983), Casacripta (1984), Tótem (1986), Un poema de Sonetos de Catula (1988), La doncella cincelada (1988), Cuarto de los humildes (1993), Tenebrario (1994), Juan-Juan (1995), Perfecto amor (1996), Monólogos de la SE 30 (2000), El color de la sangre de las princesas (2003), Gata mamá (2003), Hiel de abeja (2005) y Los campos de Dios (2005).
Fue con apenas veinte años, en 1964, cuando ya atisbaba maneras al recibir un premio de la Cátedra de Literatura de la Universidad de Sevilla. Sin embargo, no será hasta 1980 cuando comienza su producción literaria, el año en que publicará su primera obra, La célula infinita. Personalmente creo que existen dos épocas diferenciadas en la obra de Díaz, siendo Juan-Juan (1995) el poemario que establece esta separación, aunque en algunos poemas de Tenebrario (1994) ya se apunta el nuevo camino[6].
En una primera etapa hallamos una poesía con tendencia al endecasílabo, el heptasílabo y alejandrino blancos, tomando el paralelismo y el lenguaje anafórico como instrumentos rítmicos, y una profusión de imágenes oníricas, muy cercanas al surrealismo, que se inician con un libro que abarca desde el nacimiento hasta el intimismo de raíz becqueriana y el simbolismo neorromántico. El tono es de corte elegíaco y una profunda adjetivación, pero abunda en su recurso a la imagen, un hecho fundamental en su lírica.
En La célula infinita (1980) se produce la construcción del yo poético, la resolución práctica de los estados de ánimo de la poeta en su relación con el mundo y su capacidad para proyectarse en él a través de las vías definitorias que atisban su personalidad. El amor, los deseos, la construcción del pensamiento, la sociedad vista con visos críticos, la soledad, la solidaridad, la definición del ser y la vida, la memoria y el tiempo..., un conjunto de temáticas por las que fluye un verso con tendencia a la abstracción y la frecuencia de esdrújulos y términos inusitados en lírica que construyen un verso potencialmente abigarrado y proyectado hacia la sonoridad por el encuentro de términos dispares que poseen, en el efecto de crear, no sólo un estado de ánimo sino una sonoridad, hecho fecundo en su lírica, como veremos, desde el primer poema. Define metafóricamente como “el metro de Dios, de Darwin, de la realidad concreta y los estados superpuestos”. Una definición críptica en la que observamos varios instrumentos referenciales transitivos: Dios (la proyección espiritual), Darwin (el ser humano en su estado puro, sensual y biológico), la realidad (en la que siempre está inmerso ese yo poético y que trata de alcanzar esa concepción social que con frecuencia tiene su lírica), y todo ello imbricado, intercalado e incorporado en una proyección lírica. Dirá en el primer verso: “Yo soy aquel esperma/ que ganó la batalla”. Un comienzo que advierte de su relación entre el yo y el mundo, ese mundo real (los hermanos, por ejemplo) y el mundo de los mitos, de la historia humana (Caín y Abel), etc. Son poemas que van y vienen por múltiples riachuelos interiores. Así, el tema del beso: “El beso aquel que no te di”. Un beso que intenta proyectarlo y llenarlo de formas hacia otras vidas, hacia otras esferas; pero también el vacío del amor, el vacío carnal del amor y del espíritu que va intentando organizar la búsqueda, “serena y misteriosa/ como un mito envolvente y deseado”. Una poesía que encuentra en la metáfora, los símiles y el paralelismo los principales instrumentos retóricos para organizar la materia poética en la que siempre está presente el yo poético que desde el ámbito privado crea su existencia: por ejemplo, “quisiera cernir mi alma” o “este cuerpo mí es tan pequeño”. Muchas veces son los deseos quienes se adueñan del poema, deseo de no ser, de esterilizar el pensamiento (un pensamiento que, a veces, es su enemigo y en el que se proyecta el miedo), la conquista de los abismos innominados o la sociedad que se presenta absurda, al pie de los abismos, en una inconsecuencia que nace de esa calle cualquiera de cualquier ciudad, calle “de muertos que cruzan pasos cebras, leen periódicos,/ firman nóminas, piden un corto de café,/ toman píldoras para el neurovegetativo/ y hablan, hablan, hablan y, a veces, como variante/ estricto y para descansar, escuchan pero no se enteran”. Una sociedad en la que puede uno sentirse solo aunque esté “rodeada de gente”, en una soledad que no tiene vuelta de hoja y en la que intentamos definirnos, saber quiénes somos. Sin embargo, y a pesar de ello, surge una poesía cívica y solidaria: “Huyamos por la boca/ y démonos a todos/ porque no somos nuestros”. En este sentido decía Barrera[7] que “el yo poético ya se ofrece en estos versos iniciales como que busca renacer de las caricias imposibles del amor. El de los sentimientos alcanza la cotidianidad y la descripción exterior”.
En ese ámbito, digo, hay necesidad de saber quiénes somos, y encender la chispa de la identidad personal, ser menos extraños para nosotros mismos, ahondar en la vida conscientes y no caer en la impotencia de la razón, no desvanecerse llevados por los malos augurios en un tiempo que permanentemente se trata de conquistar.
En 1992 ganó el Premio Fray Luis de León con Catarsis en el andén perdido que no llegaría a publicarse.
Cantábile para cuerda enamorada (1983) lleva tres citas iniciales de Santa Teresa, Edmond Vandercammen y César Vallejo que hacen referencia respectivamente al amor, desde el tópico del “dulce cazador” hasta la muerte pasando por la sensualidad. Una poesía que produce un tránsito entre la lírica arábigo-andaluza medieval, que es su referente cultural inmediato, hasta la construcción de un cancionero amoroso en el que también los estados de ánimo de la amada se van organizando en sus diversos apartados poéticos: De cómo la amada (maronita) invoca el amor, descubre su desamor, cuenta su pobreza, descubre y acaricia al amado, es interrogada por él, siente la ausencia de su soledad... Según Barrera[8] “ese orientalismo que aflora entre la embriaguez y la derrota del amor se extiende a los ritos de iniciación –carne, ternura- como muestras de un nuevo culturalismo y de espacios artísticos sensuales. La voz poética adquiere aquí la de historia pasional entre el amigo o amado –Omar bey, Khalil- y una mujer que despliega múltiples deseos ante el espejo, ante la inminente llegada de la muerte”.
Una lírica desesperada en su erotismo y tierna en el acercamiento al de amor. Un día el amado puede identificarse con Khalil (“mío tan de siempre/ que su amor se me hizo/ hermandad en la carne”), pero también Omar Bey (“Y sentí que me había suspendido la vida/ en la bebible tierra de tus labios”)... Rosa Díaz asume con fuerza y proyecta con solvencia una temática que llega desde ese orientalismo sensualista en el que los labios, las heridas abiertas, los perfumes, las lenguas rizadas, los ópalos, los almuédanos, las campanas o las palomas son los símbolos recurrentes a través de los que crea una serie de imágenes dotadas de gran belleza en la que interviene toda suerte de sentidos y las metáforas sinestésicas.: “Tu caballo era un sueño deshaciendo mi oído/ y tú una lejanía, una altura,/ una vastedad inabarcable. Una pasión que es la única que puede romper y cortar la “felonía de la muerte” a la que aludía César Vallejo en la cita inicial. Se llama al amado, se vuelve hacia sus ojos, a la erótica de los cuerpos desnudos como exiliados dioses. Desde ese desamor de sombra inicial en el que se define, el yo de la amada busca los labios que sinestésicamente embriagan, busca los perfumes, intenta mostrar las fauces de ese rito sibilino que se agita en su voz y en su cuerpo, en la definición de sus sensaciones más placenteras y en la constante exaltación del amado, en la proyección de sus sueños de canela y almendros níveos, mientras el triste almuédano llama a la oración y el brazo del amado es una “inmensa liana,/ una ajorca de espuma”, aunque en determinados momentos la muerte surja de improviso como sombra acusadora.
Casacripta (1984) centra su temática en la muerte, el subterráneo donde se asimilan los muertos a la tierra, como símbolo de un lugar, de un espacio al que llegar, casi dormidos como “blancas orquídeas”, bajando hacia esa cripta donde está enterrada la muchacha, la niña que fue, y caminamos por “la calle de los muertos”, por el silencio apretado y su eterno sueño nocturno a través de unos versos en donde todos los recursos para expresar la presencia de la muerte están presentes (incluso a través de la leyenda medieval de Isolda, con quien se ve identificada la escritora en ese símbolo que une el amor y la muerte: “No quería volver porque el amor/ le había crecido en los cabellos/ y un día descubrió que se llamaba Isolda”), en las calles solitarias con muerte dalmática, en la soledad, en el olor de los conventos, muerte que se va apoderando de la ciudad que yace desamparada en un suicidio permanente. Hasta diez variantes de esa calle en soledad donde sólo suena el viento y se oyen rezos del que espera a la muerte que acecha los apetitos del deseo, a pesar de que el amor, por momentos (como en “Calle 10”) llueva “incogible/ por las rutas antiguas”, y se acerque metido en la lluvia, aunque sepamos que no sobrevivirá a su ruido de sombras. Las imágenes oníricas se alían con una lírica surrealista en la que, a veces, la muerte viene envuelta en lujuria: “Hoy la dama de noche huele a lujuria”. Una muerte que va y viene por los pasillos de la noche, con su cargamento de lluvias, mientras la escritora se afana a la vida, cogiendo las “escamas del alba” y el olor lo inunda todo con su humedad y su humo, en un laberinto en el que la vida queda finalmente restañada por el sabor de todo lo perecedero.
En Tótem (1986) lleva a cabo un homenaje a la música; se observa la construcción del ritmo a través del paralelismo y la melodía alargada de los versos de arte mayor, que produce una parsimonia más de ópera que de danza. Pero, también, algo no suficientemente estudiado en su lírica: la trascendencia de la sonoridad del léxico empleado, muy en la línea del grupo Cántico de Córdoba. Por ejemplo, cuando dice: "Es el cante que sale detrás de la hemoptisis,/ estirado fermento, regurgitando vino o dolor. Escucha/ y entrégate a su voz, a su pajizo roce de calima/ y a su vuelo de grajo". En estos versos observamos la función expresiva de las velares tanto sordas como sonoras y las vibrantes. Otro de los fenómenos significativos es la tendencia a rehuir de la primera persona y hablar de ella o de su ámbito personal desde el distanciamiento objetivo que crea la tercera. Una poesía que en recursos morfosintácticos como la bimembración, la anáfora, el paralelismo y la polisíndeton, o en tropos como la metáfora o la comparación, alcanza su organización rítmico-expresiva. Podemos encontrar, en cierto modo, un homenaje al Sur, a quien va dedicado el poemario, construido con títulos musicales tan significativos como “Andante con motto”, “Cante jondo”, “Nana”, “Motete”, “Adagio”, “Zapateao”...; títulos de música clásica junto a otros pertenecientes al flamenco. Pero Rosa Díaz, que ha asimilado la tradición cultural que maneja siempre con solvencia e imprime su personalidad a lo que toca, rehúye del tópico y advierte de una poesía que revela los cauces expresivos desorbitados en donde quiere incluirla. Así, por el ejemplo, dice que el baile suena a “crujido de fruta” o a “pasión cabalgando en la cintura”. Imágenes que buscan la originalidad y la agitación de lo sensual hecho forma como en “Rondó”: “Iremos por el nácar, el ébano el pórfido”. Una acumulatio que también es frecuente en su lírica sonora, que refleja esa sonoridad en la que se ha adentrado y trata de ahormarla en palabras que se escapan como el sonido. Una poesía en la que se interiorizan las sensaciones amorosas en ese abril de los amantes de “Cantábile”, o se crea la imagen de la nana o surge el símbolo de la paloma: “paloma oscura” y “danza herida”, como en “Motete”. Define el cante jondo como “la ascensión del grito”. A veces son un tanto buscadas determinadas expresiones, como cuando dice que el cante jondo sale “detrás de la hemoptisis”. Sin embargo, en su afán de trascender el tópico existen siempre riesgos.
La doncella cincelada (1988) organiza su materia poética en dos apartados diferenciados aunque únicos en su esencia, pues la doncella del título alude a la ciudad que se transforma en esa doncella esculpida con el cincel de los años y la memoria: la propia doncella del título y los fragmentos de la ciudad, título del segundo grupo de poemas. Dos instrumentos de expresión en apartados que pueden resultar engañosos porque la unidad está asegurada, aunque el matiz divisorio introducido por la escritora no es baladí, pues, si en la primera parte, la esencia es femenina; en la segunda se hace masculina y heroica. En el primero se proyecta definir, a través de toda suerte de especificaciones y símbolos, la imagen de una mujer múltiple: es, sin embargo, una forma de compendiar la multiplicidad aunque estemos hablando siempre de la misma mujer y sus atributos: una mujer frágil, una gacela, acorralada y huidiza; una diosa, pero también una mujer que es como el agua (“hembra de ultramar”) adornada con todo tipo de emblemas y perseguida por ese símbolo de los perros (los ladridos de perros que babean o los perros que vigilan), la mujer que viene del hechizo de las sirenas con su blonda voz de loca, pero también la ricahembra que sale de los bordados ataviada con todo tipo de adornos, de gules, de zairos, de brocados exquisitos, la hembra hipnótica y sugerente, blanca o discreta e incluso “golfilla y aprendiza de ramera” que podemos encontrar en una calle de Siena como una mendiga cualquiera o en Bizancio, siendo “vareta de canela”, en medio del azahar y olvidada en el enjambre de palomas, como una hermosa herida abierta: “Asesinándonos vas y suicidándonte/ nos enseñas el cepo de tu cuello./ Y tu grito, nuestros gritos/ se amontonan detrás de las guitarras”. Una indígena que sale de las aguas, pero también una mujer perseguida que intenta sobreponerse a su propio destino.


Rosa Díaz, Miguel Ríos y F. Morales Lomas

En el segundo apartado, los héroes, aquellos caudillos de Tartessos se hacen protagonistas del poema, aquellos portadores de armas que hacen las patrias y mueren sin saberlo, héroes que viven de metales, desnudos, sin importarles el tiempo, acompañados de las damas de exquisitos rizos. Arropados por sus pendones y caballerías como huestes de triunfadores, en las ciudades del extrarradio donde sólo había mendigos y borrachos. En una ciudad que es definida metafóricamente como “árbol que crece haciendo huecos/ en el vértice azul de las estrellas/ y labra campanarios y pájaros oscuros”. En una ciudad de ausencias donde la imagen de aquellas mujeres sobrevuelan como las palomas. Montesinos[9] decía que en el libro solo hay un tema: “Sevilla, ciudad difícil y hermosa, imposible de captar en su verdadera esencia; es ciudad para sentirla, no para definirla porque es indefinible, como la poesía”. De ahí ese pasado heroico, de ahí también ese pasado de mendicidad, o de puertas, o aguas profundas que van construyendo esa hermosura que deslumbra, como si fuera una Bizancio en la que canta los oros y el fúnebre, vestida de tronasoles y apariencias pero también de nubes, de ríos de ataúdes: “Al río le subían ataúdes de doncellas alhajadas/ cuyos amantes iban a la región del llanto”. Una ciudad completamente personificada, una ciudad que llora y se adentra en los efluvios de la sibila, y que va creciendo poco a poco y que araña las entrañas del yo poético. A través de sus ojos, de sus sentidos despiertos, la escritora se adentra en la asociación de los mitos, en la repartación de los paisajes vividos: surge el toro de Hércules y la voz de la Sibila “que habitó en el fondo de tu tierra”, llevando a cabo sus profecías y desvelando la concienciad de la ciudad: “Y he querido gritar./ Decir de esta mentira y enseñarles/ su cuerpo de mujer como una hostia”. Y esa mujer, Sevilla, con su muerte y su esplendor, su osadía y sus alfanjes, su pureza y sus mendigos surge por allá y por acá como su río, profetizada, elevada, en esta especie de singladura culturalista.
El ámbito familiar y la construcción del espacio privado, el flujo de la memoria y la organización de un sistema emocional que llega de la realidad hace cuerpo y se conforma en Cuarto de los humildes (1993). Un poemario familiar para construir un tiempo, para guardar en el poema las sensaciones del pasado que han penetrado y conformado un orden que trata de trasladar al lector. La tía-abuela, la madre, el padre, las hermanas, el amor a una edad juvenil, sus oscuridades, sus miedos y la ocultación, los olores y los sabores..., todo llega enumerado con un verso confesional y claro, directo en el que, por una vez, se deja llevar por la sencillez expresiva, por lo directo, por lo cotidiano en una palabra construida desde el afecto. Unos versos son descriptivos, otros narrativos, como si se tratara de breves historias, cuentos para construir, puzzles de la vida en el puzzle del poema. El gabinete de la abuela tenía olor a desahucio y cuadros heredados, siempre un gato, un gato que va y viene y surge de pronto en la media res del poema como un emblema permanente. El arroz con gambas que guisaba la abuela despierta aquellos olores de antaño: “un paraíso perdido que me habla”. Una familia burguesa que, a la muerte del padre, se vino a menos y tuvo que vender propiedades y trasladarse de casa: “Cuando murió mi padre/ nos hicimos pobres como Gila”. La ironía surge en algunos poemas junto a un aire de tristeza y melancolía, pero un discurso que se asume desde la naturalidad y en el que también se presenta la poeta de otro tiempo y la poeta de ahora, conformando su propio magma familiar. Recuerda su primer amor, aquel amor juvenil que hubo que ocultar por un tiempo mientras la tristeza afloraba como en la princesa de Rubén y le hizo estallar a su padre que lo engañaba: “Mi padre dijo como Cristo en la última cena:/ Aquí hay una que me engaña”. Van y vienen como en el río de la memoria la tía Ana, la hermana Ana María, pero también la familia de los Machado o aquel señor excelente, excelentísimo señor, que “se hizo pobre porque era/ un romántico de fin de siglo”. También hay mucho de romanticismo en estas palabras que se construyen con el corazón y la hipérbole o la sinceridad compulsiva: “Mi madre fue, como Gina Lollobrígida,/ la mujer más guapa del mundo”. Y el orden familiar, las costumbres, las rutinas, como la del té a las cinco o el café migado con picastostes. Lo coloquial es consustancial a un texto que está escrito para una época, para una situación, para un público que necesita de una historia pasada cuando las calles se inundaban de oscuridad y siempre había un gato que maullaba. Las viejas carreteras como la de Dos Hermanas, “tan bellamente vegetal y mínima” o el cine (homenajeando a Mogambo), o el amor de los tíos mientras la guerra asomaba su diablo de muerte. Una poesía realista, figurativa, pero impregnada de un aire que todo lo idealiza y lo adorna con los sentimientos que han quedado permanentemente en el hueco que ha dejado para ellos el corazón.
Tenebrario (1994) es un candelabro de sección triangular con quince velas que se encienden en el oficio de tinieblas de la Semana Santa. Un título que revela el malestar del alma perseguida en esas tinieblas luciferinas presididas por la muerte. Quizá sea el poema “Camposanto” el que revela las claves de este poemario en el que el yo poético inmerso en las geografías exteriores aúlla las interiores que convocan en un canto funerario: “Enciendo el tenebrario,/ la candileja humilde/ y cuatro mariposas.// Situada a la puerta/ de mi infierno/ diviso la silueta/ del miedo, su fantasma/ de pared a pared”. Se siente en medio de un paisaje en el que la niebla del espíritu se apodera de ella, quizá por este motivo hay que desbrozar los sueños (“Mientras Freud y Jung/ investigan mis sueños”) o acaso convocar al siquiatra, “que tiene la sonrisa de Mefisto” y que pueda ayudarnos a reconstruir esas alas que se encuentran abatidas, perdida ya la identidad, el magma familiar, sin encontrarse ni siquiera en los personajes del coro, brindando en el vaso de las cenizas. Una lírica que convoca a la caída, a ese dejarse llevar por la expresividad de los lobos que se adueñan de su casa, por la pesadilla del existir, por el infierno o por el miedo, “terrible y sanguinario”. Poesía nihilista en el que la visión del jardín de fuego se ha perdido y sólo queda la visión de las cenizas mientras se contempla el fondo de la vida que se escapa: “Cuando cadaverina/ es ya la piel/ como cera votiva”. Acaso todo sea posible en el infierno del hielo o en el suicidio que se ofrece como una sonrisa, dueño del silencio, dueño de ese cuerpo que “colmó de pan de oro/ las aceras”. Una poesía que convoca todos los cadáveres, todos los muertos, para expresar el miedo a la nada: “ser nada en la Nada”, dirá en “El recorrido”. Desde el “Castelo da pena”, recinto en el que se trata de resucitar lo imposible, de manos de Julia Capuleto o de Ginebra, coronada de guirnaldas amarillas, a distancia de todas las inocencias y buscando la muerte a los diecisiete años. Fruto de la palabra, de las lecturas de Camoens, de la casa de la muerte y aunque se considera cristal soplado, vidrio, también como éste quebradizo: “Asómate a mi cuarto/ porque mi cuarto/ y mi vivienda han meurto”. Es constante este flujo de vida presidido por la muerte que, de pronto, surge en el poemario como una espada de serpientes en sombra, la huella de Luzbel, paladín del fuego. Una lírica de danza mortuoria, de cadencias que son un trasiego por el llanto del mundo, por su tristeza, por el paso del tiempo que ha ido devorando todo a su paso y ha dejado el íntimo deseo de la tristeza: “He venido poniéndome triste./ Si vinieras a contemplar mis ojos/ nada te parecería más triste/ que ellos. Pues en ellos vive/ la vejez de la casa,/ la oscura soledad...” (en “Hoy huele a lluvia y a tiempo oxidado”). Una lírica que no encuentra consuelo ni en el interior ni el exterior, esas ciudades que nos visitan (y no nosotros a ellas) para "desunir los pasos”. A veces se muestra irónica, una ironía que es un principio identatario de la lírica de Rosa Díaz, que asume todos los males con el distanciamiento que da el tiempo vivido y la solvencia de lo innecesario de estar al margen o en contra de lo irremisible, aunque puede que exista algún halo de esperanza si no ahora en nuestros vengadores: “Quizás no encontraremos/ nuestros cuerpos/ pero otros/ nos vengarán eternamente”. Una lírica que es todo un recorrido por el infierno, con Beatrice, que pasa de “sus infiernos a ciertos purgatorios” que va por el sueño y es fatalista y “cruza,/ se acerca y la sorprende la vida/ te dice que te ama y que deberías creerla”; a la vida, lo único en lo que es necesario creer.
Un poemario existencial, aun en su nihilismo militante, que desde la profundidad en los cánones de un culturalismo de profundidad se deja llevar por los símbolos que todo lo impregnan y exportan su visión pesimista aunque con gotas de vitalidad esperanzada.
A partir de 1995 va por otros derroteros. A mi modo de entender se pueden resumir en varios hechos nuevos: la aparición de la prosa poética y de la ironía, la presencia de los mitos del cine -de raigambre culturalista- y la distorsión esperpéntica de la realidad a través de un lenguaje provocador mucho más clarificador, lejano al surrealista que practicaba. Es como si el tono, a veces elegíaco o elevado en su sonoridad (en las composiciones anteriores) se relajara, se dulcificara. Como si la edad hubiera creado un distanciamiento entre las cosas y su visión de ellas. Ahora las contempla con la sabiduría de la distancia, sin la perplejidad de antaño: el mundo se observa desde arriba: "Ahora, te advertiría, que si quieres salir de la crisis, no debes invitarme a tomar una taza de poleo ni dejar que te lea lo último que escribo". Pero a la vez existe una mayor humanización de su lírica que se encuentra en cualquier fragmento de la realidad. Así dice que la poesía "puede estar en esa puta radiofónica, / que explica sus idas y venidas/ por la Castellana a cuatro bajo cero".
En este año de 1995 publica en primer término Juan-Juan, del que decía Antonio Hernández que “se llama Juan-Juan, un poema de amor para Juan Ramón Jiménez y, sobre todo, para otro, Juan, el marido de la autora”. Sin embargo, no se ha de entender como poesía amorosa strictu sensu ni tampoco como un homenaje al genio de Moguer, sino como un proceso de creación personal e instransferible, un proceso confesional en el que, a través de la técnica de distanciamiento y la opción de las técnicas comunicativas: la carta, la confidencia, la reflexión..., la escritora genera con la prosa poética interiorizada y exteriorizada toda una suerte de poesía explosiva por lo irónica, reflexiva, introspectiva y desmitificadora de todo tipo de realidad, ya sea personal o social. A través de un lenguaje coloquial Rosa Díaz deambula en el surrealismo de la existencia, en las claves personales, en sus mitos y derrotas, en sus percepciones sobre lo que ha vivido tranformando, transmutando, acicalando, deformando o hiperbolizando. Igual puede ser objeto de su poema una descripción sucinta de poetas ad hoc, verbigracia, cuando se refiere a Joaquín Márquez (“Alguien me dijo que era el poeta más guapo de Sevilla”), como cuando define el amor a través de una enumeración de imágenes proyectivas por su dinamismo y poder de seducción: “Vive en la punta de los dedos. En el diente. En la gota de lágrima. En unos cuantos litros de sangre. En el estuche del corazón y en las sinrazones de las neuronas. Es decir, dentro de nuestra propia pequeñez”.
A través del lenguaje confidencial y con el dialógico y silencioso tú, Juan, Rosa va desgranando toda una concepción de su existencia personal imbuida por azotes intuitivos, amalgamas culturalistas, afán de organización novedosa del hecho poético e intercambios experimentales diversos con afán enumerativo y de organizar caótica del mundo. Poesía que se mueve por impulsos y asociaciones focales diversas poseyendo gran dosis de surrealismo imaginario, por ejemplo, cuando dice: “Nunca me encontrarás en donde tus ovejas blancas pacen”. El recurso a la hipérbole forma parte de la tendencia a la deformación del discurso poético organizado, tendencia que es una garantía en su obra literaria. Pero a él se une la ironía, como cuando dice, “A un poeta recién casado”, parafraseando a Juan Ramón Jiménez: “En esta calle viviremos. Tenemos la Casa de Socorro a un paso”. Los hechos cotidianos más intrascendentes pueden ser motivo de ese acerado valor de su poesía irónica en “Iniciación a la astrología” o el poema-carta “A un premio Nobel vivo” donde al final de la misma, en ese lenguaje coloquial prosaico y desdramatizado que emplea dice: “Pero puedo asegurar que el capullo al que me refiero no tiene nada que ver con la política”. Es una lírica en la que de consuno se sintetizan horizontes públicos y privados, no sólo tratando de desmitificar todo los símbolos recientes y pasados sino a sí mismo y todos sus símbolos personales, como cuando escribe lo que entiende que es la poesía pura (en alusión a Juan Ramón): “Consistía en llamar al pan, pan y al vino, vino”. Una poesía que a fuerza de anárquica por la acumulatio de procedimientos diversos y el monólogo interior de la autora tiende paradójicamente a la organización de un mundo desorganizado en el que siempre sus referentes están presentes: “Yo no sabía para qué me había servido aquella educación jesuítica. Es más, siempre culpé mi hipocondría a los Ejercicios Espirituales (...) Y, atando cabos, llegué a la conclusión de que me había sido útil para obtener cierto grado de neurosis (imprescindible para la creatividad)”. Pero también, llegado al punto revela, prosaicamente su última intencionalidad: “Me estoy deshilvanando, dejándome en el hueso. Borrando en la metáfora la joya de lo oscuro”. En algunos momentos se hace presente, desde la ironía, cierta visión experiencial de la poesía como en los poemas “Desayuno sin diamantes”: “Tomo café/ y tú te afeitas./ Nos besamos”. Un libro que es todo un proceso de definición de sí y de su destrucción mitológica: “No quiero que se me llame lírica, ni poeta, ni ñoña porque eso ya me suena a lo mismo. SOY LA QUE SOY. Una mujer que escribe directa y en directo”. Es una versión de sí que siempre la ha sostenido. Y en su poética lo reiteraba una vez más con la decisión y la fortaleza que la caracteriza: “La poesía me llega como un animal palpitante a través del sexto sentido, dentro de las proteínas y las feronomonas, mucho más allá de la retina y también mucho más allá del aire o lo tangible”[10].
Ya de entrada el título Perfecto amor (1996) es toda una declaración de principios que poseen el efecto contrario, llevado por el culto a la ironía que practica con frecuencia desmitificadora. Quizá porque como dice en el último poema definitorio sobre la instancia amorosa: “enamorarse/ tiene poco que ver con la bondad/ y mucho con la antropofagia/ y los pecados capitales”. Pero también en el verso inicial prorrumpe en el concepto de amor y enamoramiento de un modo inapelable: “Enamorarse es una enfermedad./ Es un desbarajuste”. Una resolución conceptual que nos adentra por los principios que presiden toda su lírica, categóricos, de contractualidad cierta, de impulsos afirmativos, de coherencia implícita, muy lejos de ese sentimentalismo dengoso que afirma la compostura de las emociones desde los contactos/contratos efímeros y sensuales. Organiza el libro en varios apartados que poseen un valor temático: “Horario de oficina”, “Triana y Saint-Germain”, “Ética contemporánea”, “De siete a nueve” y “Perfecto amor”.
Perfecto amor puede ser considerado como un ensayo lírico sobre la educación sentimental de una época y la construcción/deconstrucción irónica el amor con todo tipo de categorizaciones, asaltos, encuentros, afirmaciones-negaciones, repulsiones, mitificaciones y mixtificaciones, engaños y sobreseimientos. Así si el amor es un desbarajuste, también es una mordaza en el que el corazón, como la metáfora del barco, es portador de las lágrimas del hielo, llegado el caso. A través de un lenguaje que produce una síntesis entre la narración constructora de una época, la descripción como forma de organizar los mitos del cine americano y lo expositivo con afán de monólogo interior a través del cual su poesía va devorándose a sí misma y convirtiendo sus efluvios lingüísticos en conquistas de una época. El antirromanticismo es un instrumento expresivo que le ha llamado siempre profundamente la atención a esta escritora así como la enajenación de los símbolos sobre los que se construye/destruye el poema. Ironizaciones diversas por las que pasa una época, por ejemplo, el Mayo francés en “Inventario”: “Y es que aquel Mayo francés/ se nos quedó bastante cortito/ y puritano. Un toque de los niños/ de Leverpool, otro de Jean Paul Sartre/ y aquellos grises que por lo visto/ corrieron detrás de todos nosotros”. Pero también el amor libre, los años 60 con toda su impostura y gritos revolucionarios, y fundamentalmente lo que le debe al cine al que dedica varios poemas. Por ellos circula Paul Newman, Audrey Hepburn, Glenn Ford, Bogart... Sobre películas claves en la historia del cine y sus protagonistas construye/deconstruye, genera imágenes personales y desmitificadoras en el que lo que subyace es la educación sentimental de los sesenta. Y siempre en todo el proceso nace el afán deformador, esperpéntico, que subyace la trayectoria de su lírica antirretórica, antirromántica, antirrealista e hiperbólica: “A veces nos encontramos/ en la cama y tú, equivocadamente,/ tomas mi cuerpo sin acordarte/ que decidimos terminar en el transcurso/ de una reyerta de horarios”.
Sin embargo, el sentimiento aflora con frecuencia para mostrar un estado de cosas: “Tomé mi dosis de tristeza/ poco a poco como dicen que hacía/ Rasputín con el cianuro.// Por eso puedo estar en al vida/ sin usar antidepresivos”. Una lírica que según Barrera López incide en el tema saliniano de la “crisis de amor dentro de la cotidianidad”.
Aparecen poemas de gran densidad en Monólogos con la SE 30 (2000), en los que lo íntimo está socializado, sale de sí para convertirse en un referente para los demás. Aparece el lenguaje de la calle y las imágenes de la infancia, una infancia que tanta importancia tiene persistentemente en su lírica, sintetizada con lecturas culturalistas en una simbiosis muy de su gusto: "Y en el instituto, un niño de la primera fila, te pregunta qué es besar a la distancia. Una, además de pensar que la poesía no es para bárbaros, comprende por qué a Borges le flipaba tanto hablar de metáforas". Mundo a caballo, a través de la prosa poética, de la memoria para ir organizando su propio mundo personal y el que la vida se va transformando en cultura en ese camino de ida y vuelta porque quizá lo que no es arte acaba convirtiéndose en una estupidez. A través de la confidencialidad de unas palabras prescribe su educación personal, sus mitos, sus fobias y sus ritos personales tomando como horma o hilo unitivo esa vía sevillana. Pero siempre la deformación caricaturesca tan en la línea de Valle-Inclán: “La maldad de Blanca Nieves es que avanzas sus medidas: noventa setenta noventa. Ha tocado sus lóbulos con un bálsamo antiguo que al pasar por las víceras de ciertos animales terminó por llamarse Nina Ricci o Rocha o algo parecido”. A través de recursos como la ironía, la declaración de principios, la hipérbole, la antítesis con efecto deformador, la paradoja, la reducción al absurdo, la crítica ácida y el retoricismo con efectos perversos se adentra en un mundo también símbolo, también metáfora: “Te amo con amor de alacranes”, tan alejado del mundo bien organizado de los sentimientos. Pero hay mucho de crítica a la sociedad actual, a la irrupción de los símbolos, de los cánones, de las agencias que todo lo venden y lo exponen como la novedad de los tiempos y el cauce de la modernidad. Por eso aspirará siempre a los sueños, ante tanta componenda vendible, y a la necesidad del discurso ideológico que construya ideas: “Él sueña con osos que están protegidos, yo sueño con sueños que hay que proteger (...) Si pudiera quitarme la cabeza, sería la Victoria de Samotracia con el corazón duro y las alas prestas. Pero no dejo de pensar, luego soy vulnerable”. Un concepto, el de la vulnerabilidad, que está muy presente en su obra, en la que permanentemente está justificada la salida extemporánea por el sumidero de las asociaciones diversas y a la ruptura del orden creado en el poema tradicional. También habrá momentos para la ternura, como en el poema que dedica a su casa: “En mi casa había un patio particular donde llovía como en Macondo”, o en el dedicado a su madre con toda suerte de asociaciones metafóricas: “Mamá era, en el ángulo de oscuridad del patio, la soledad, la sombra, una labor de luz y costurero con hilos de colores (...) Siempre viajé con ella, hasta que un día formó parte de mí como un apéndice colgado de mi boca”.
Pero me quedo con el intimismo antirretórico de este poema en el que los procesos de confusión entre la literatura y la vida ganan con esta última, si bien, siempre está presente esa voz del yo que se confiesa ante sí y ante el hecho literario, pues toda esta síntesis literatura-vida está en absoluta concordia permanencia de contrarios o símiles: “Yo, que manejo una porción de oscuridad, sé que cada día he de estar más impura, más imperfecta y mas inacadaba. ¿O es justamente lo contrario?”. Y en el siguiente poema afirma con rotundidad: “Confieso que la palabra vivida me ha ido desgastando restauradoramente.// Que sigo condenada a este fuego perverso que es la vida y que mi hacienda es dura:// Siempre he venido de mi propio reino y siempre fui mi propia disciplina”. Una declaración de principios que toda una forma de existencia en el poema.
Es El color de la sangre de las princesas (2003) un canto a la solidaridad desde la perspectiva diversa y motivadora de lo que va encontrando en los símbolos del cine o en la propia calle. Personajes desarrapados, protitutas, pedigüeños, víctimas de la violencia y el poder... van conformando un paisaje de épica popular, de costumbrismo adocenado con el que se siente solidaria ya desde el inicio de la dedicatoria: “Quiero unirme con este libro a la solidaridad que necesita el mundo par una integración total. Quiero señalar –señalarnos- a todos lo que, con la aceptación o la ignorancia, retienen –retenemos- los carnés de la dignidad de los que habitan los palacios de la mugre”.
Desde el comienzo, “Hijos de un dios mayor”, se anuncian asociaciones diversas y explosivas entre el cine y lo íntimo de su mundo recóndito o familiar que adquieren una mayor relevancia: "Del séptimo de caballería, el adiestramiento de los indios para que gatearan por Manhattan ejerciendo el funambulismo, y construyeran la escalera de Jacob y las torres de Babel. John Wayne puso los puños, Marlon Brando el rostro y Bogart el rubio americano", o bien: "Ahora creerán que no he sido la chica de Batman. Yo, que pateé su inmensa ciudad gris con sus jodidos rascacielos bailando con el hombre de la sonrisa final". Y pronto observamos la presencia de los personajes que serán el objeto de su culto: “Paso por el color de la desesperanza que viene a ser la calle de los pobres. Se vistió como las vendedoras de La farola”. Aparecen las grandes palabras, el odio, la injusticia..., para convertirse en hipótesis directas del poema y el objeto de las princesas de su título (“las princesas arruinadas que soportan las esquinas de la ciudad”). La dignidad de estas princesas tristes, de su pobreza, de todo un mundo que se está creando debajo de nuestro mundo aparecen como personajes irredentos de esta prosa descriptiva-narrativa donde la aglutinación de asociaciones léxicas entre lo social y lo particular se afanan en organizar este texto de denuncia y de conmiseración. Dice Barrera López en este sentido que “el yo poético que aquí se proyecta se siente solidario con los inocentes y justos que padecen el dolor y la infamia. Las princesas de este mundo ya no son como las de Rubén Darío: no habitan palacios, ni mariposas, ni esperan al caballero-poeta-enamorado que las redima. Ahora sus recintos imperiales son fortalezas de odio”[11]. Por eso sus reinas son reinas de cartones, y gobernadoras de los “jardines fríos que inauguran los pájaros”; y por eso se dirige y observa a los mendigos, los carteristas, los dadores del romero de la suerte.., toda la sangre que ofrece la pobreza en una sociedad que nos surte de la miseria del capitalismo y del proletariado adornado con personas que fluyen su silencio y su miseria. Por eso es todo triste y podrido, y puede surgir como en el poema “Galería de Tapices” los pobres de la obra de Buñuel en Viridiana: “Todos llegan corriendo de la hambruna pues siempre les tocó hacer las reverencias...” Como si se produjera una inmersión en los paisajes de la muerte a quien dedica su último poema. Pero también, en el apartado de “Olor a Rosa”, existe un cúmulo de imágenes que pretenden conformar la educación sentimental, sólo que sobre un film velado en el que no se era como la realidad pretendía demostrarnos. Por eso nos dirá irónicamente la escritora: “Ahora creerán que no he sido la chica de Batman (...) A mí que me sé de mermoria la oscuridad de sus alas, su garra roedora en mi cadera llevándome a las gárgolas y al beso ese a trescientos kilómetros por hora”. Una lírica voluntariamente prosaica, que organiza el puzzle de la modernidad con los materiales de derribo que han conformado nuestra propia historia personal a pesar de que otros vendieran diferente imagen de la mujer: “Junto a esta problemática existe también en El color de la sangre de las princesas otro yo desdoblado del anterior que recorre sus espacios infantiles entre la memoria de lo perdido y lo actual recuperado. La niña, que se reconoce ahora desde la madurez, con ese vicio de la literatura, habla –monologa- en secreto de su amor y de sus deseos de vida”[12].
Gata-Mamá (2003)
Su penúltima propuesta A mano alzada son un conjunto de sonetos con la rima cruzada en los cuartetos que representa una introspección en su memoria y en los mecanismos de su yo para dibujar con trazos sonoros su existencia personal.
Sin duda, la escritura de Rosa Díaz es espectacularmente llamativa, muy personal, que nada tiene que ver con la poesía reiterativa y ñoña que existe en muchos autores actuales.
Hiel de abeja (2005) es un libro con el que, según la dialéctica de Hegel, se produce una interiorización del recuerdo (teniendo en cuenta que recuerdo procede etimológicamente de re-corde, lo guardado en el corazón), ha pretendido reconciliarse con su pasado, la memoria y, si me apuran, con sus demonios personales. Este motivo poético, la inmersión en el pasado, rompe formalmente con lo que ha sido habitual en su obra: la ruptura lingüística y un proceso de asociación semántica muy personal basado en un verbo altisonante de gran vigor poético y la síntesis de efectos poéticos dispares que coinciden en una lírica original. Aquí en cambio es más contenida, más efervescente en el tono de sencillez, más directa y frágil.
El motivo del pasado le hace entrar en una dinámica en la que recupera a personas, situaciones, olores, sabores y todo un conjunto de instrumentos retóricos que eran muy queridos para modernistas como Juan Ramón Jiménez o Antonio Machado reunidos bajo el concepto de unidad, realzado gracias a la cita inicial de Proust: “Unidad interior y no falsa, quizá hasta más real por ser ulterior....” Es, por tanto, un poemario sentimental si por ello entendemos la concreción en el espacio poético de una emoción que se constituye en símbolo permanente de una existencia. Está perfectamente organizado por siete apartados (con todas las connotaciones que la numerología da a este número, desde los siete días en que se creó el mundo: también su mundo está creado en siete apartados) con un poema introductorio, “Azotea”, y un punto final: “Heterodoxia”.
Ya desde el título “Hiel de abeja” surge un primer aldabonazo: la hiel asociada a la abeja, símbolo de la cultura de lo dulce. Quizá en esta pretendida paradoja Rosa Díaz advierte de que el pasado puede estar cargado del acíbar a pesar de que se pueda entender como el poeta que todo tiempo pasado fue mejor. No es así, aunque lo agridulce se impone es esta especie de ajuste con el paso del tiempo y sus circunstancias. Desde el comienzo, no obstante, se advierte una oda a la luz a través de esa imagen de la azotea que “es ladrona de luz”.
Las primeras luces llegan desde ese pasado remoto a través de la memoria de Casacritpa y sus padres, o la olorosa cocina y los viejos cajones de luz donde tantos sueños se guardaban encerrados para abrirlos con la llave de la escritura poética. En menor medida la turbiedad también llega, en la imagen de un indiano al que sólo le quedaba la reliquia de la miseria en sus depósitos de mármoles de Italia y maderas macizas de América. Un culto a la ganancia que llega con el espantajo de un hombre de zarzuela y pacotilla encerrado en ese tiempo. Pero son los olores los que se llevan un grueso de poemas en el apartado titulado “Estancia de los olores pensados”. Quizá los olores son como la recuperación de una memoria más precisa, más nuestra, porque son como un camino de ida y vuelta, pues unos nos llevan a otros. Primero a través de la metáfora de la migración de los olores identificada a través de los pájaros que sestean en los campos de lirios, pero también los olores a las barras de labios de la madre o a las vitrinas abiertas, las cartas secretas o los juegos que también eran una metáfora sinestésica y simbólica que invadía la radiante memoria. Entonces los elementos más cotidianos y aparentemente más triviales y ordinarios de la cotidianidad llegan en las odas que recupera el tiempo: el olor de las costureros y de la sosa que quedaba en la tela adamascada del tejado; pero entre esos olores pensados o sentidos, que al final el pensamiento es el más sensitivo de los sentidos, se abatía el verde de las pilastras o el melancólico de la tristeza o el del carbón que incendiaba esta especie de sueños recobrados en que se convierte el poemario. Entre aquella suerte de pinturas de los sentidos, que también son estos poemas, van apareciendo, en una síntesis entre realismo, simbolismo y romanticismoo, las imágenes de la abuela con el guisado de arroz con gambas o la tierra abierta a los campos en una especie de místico reflejo eucarístico de las bondades de Dios. Un canto a lo sencillo que en el poema adquiere toda una trascendencia eternal.
Si una tela puede ser el reflejo de un sueño que nos invade, la trascendencia de que el tiempo no finaliza nunca en los ojos de una niña de cuatro años y medio nos llega envuelta en la muerte cercana de un familiar y la percepción de que el tiempo puede ser frágil y quebradizo incluso para el más pequeño de los mortales. Entonces llega el descubrimiento de la tragedia y el discurso elegíaco de la sangre como en el poema “Descubrir la guerra”, y dice: “Supimos, que los / ni eran colorados ni perversos,/ sino personas con otras ideas/ que fusilaban en los cementerios/ los de , que en nada tenía/ que ver esa palabra con los hueso/ y sí con , que tampoco/ eran viejas, que tampoco/ eran viejas, pero tenían en el pecho/ un yugo y siete flechas y cantaban/ el y otros himnos siniestros/ como / (que sonaba al compás y al son del miedo)”. Un descubrimiento sereno y equilibrado del pasado político que cuando se refiere al ámbito familiar se declara partidista de las emociones cuando rememora a su hermana Ana María, la más buena de la casa porque hacía milagros como Santa Rita de Casia.
Por entonces España era un país de interiores y claroscuros, un país de mármoles y cruces, y más parecía el desván con muchas cosas guardadas, quizá escondidas y sucias pero también la sospecha de la condena y la muerte como el del poema “Breviario de silencio” donde aparece un hombre que por sus ideas iba a morir y recibió el indulto poco antes de ser asesinado gracias a los buenos oficios de conocidos. En ese espacio para la pintura de horrores en “El cuento más triste” refleja con un trazo grueso la historia de unas niñas pobres yendo a la deriva y la transformación de lo que va creando el tiempo que convierte a veces los olores en la melancolía del frío y la distancia, un columbario con el que poder identificarnos. Pocos días para el júbilo, sólo intermitente y pobre, como un júbilo triste de andar por casa. Casa que en cierto modo es el motivo fundamental del poema y leit-motiv en torno al que se debaten las percepciones de la memoria, casa que reúne y ahorma el palacio de la lluvia en una suerte de metáfora idílica en la que “late el mecanismo/ y el sutil bisbiseo de los muebles”.
Son poemas con una gran carga narrativa, historias breves y novelescas, como en “Jueves Santo” rememoradas quizá por ese niño que fuimos, pero un niño que ha crecido y no juega con las prendas que tuvo. El último poema es un homenaje a la poesía, a esa cálida presencia de lapalabra sin la cual el ser humano sería una persona sin atributos como decía el novelista: “Me dispones las manos./ Me endulzas el aliento./ Te apropias de mis noches./ Te acuestas en mis sueños”.


1] Como ejemplo sintomático de lo que afirmamos, valgan estos versos de Monólogos de la SE 30: “No me podrán servir esas palabras que son como los dioses, tiranas y justísimas, infinitas y amorfas, que terminan donde no llega el pensamiento y así se justifican.// Anulo las palabras que suenan como himnos. Son dogmas establecidos en abominaciones que conmino al litigio de aludes de silencios y denuncio con toda la mudez de los días”.
[2] Sebastián, J. (2001): “Monólogos” en Papel Literario de Diario Málaga, 1 de julio.
[3] García Velasco, A. (2005): Treinta poetas andaluces actuales. Málaga: Aljaima, pp. 99-102.
[4] Díaz R. (2005): “Poética” en La palabra vivida. Sevilla: Point des Lunettes, pp. 377-380 [378-379].
[5] Ibidem. En este libro de Rosa Díaz se reúne toda su producción poética desde 1980 hasta 2005. La edición ha estado al cuidado del profesor José María Barrera López. La introducción viene a corroborar una vez más la especial atención y el cuidado que José María Barrera pone en el análisis de la obra de la escritora sevillana. En el año 2002 Rosa Díaz publicó también una antología titulada Olor a Rosa (Antología), Área de Cultura y Fiestas Mayores del Ayuntamiento, Sevilla, donde reunía sus libros anteriores.
[6] El profesor Barrera López (op. cit., p. 18) defendía en cambio la existencia de tres etapas: “Existen tres etapas muy significativas en toda su producción lírica, al hilo de lo que ha sido la inflexión de su creación poética a lo largo de loas dos décadas últimas del siglo XX.
[7] Barrera López, J.M. (2005): “Introducción” en La palabra vivida, op. cit., pp. 13-51[22].
[8] Ibidem, p. 25.
[9] Montesinos, R. (1988): “Presentación de La doncella cincelada”. Alcalá de Henares, Palacio del Oidor.
[10] Díaz en “Poética”, op. cit., p. 377.
[11] Barrera López en “Introducción”, op. cit., p. 44.
[12] Ibidem, p. 45.

1 comentario:

L.N.J. dijo...

He tenido el placer de conocer personalmente a Rosa Díaz en "noches del baratillo", he quedado fascinada no sólo por sus poesías que ya conocía, sino por la firmeza, la validez, humildad y grandeza con la que ha expresado el interior de un poema y como no al ser, al poeta.
Un carácter impresionante, donde demuestra seguridad y lo más importante ,la transmite.

En definitiva, ser uno mismo.

Felicidades y gracias.

La creación literaria y el escritor

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El creador de libros, pintura de José Boyano