martes, 18 de octubre de 2016

LA POESÍA DE RAFAEL SOLER POR F. MORALES LOMAS






Al finalizar la lectura del último libro de Rafael Soler, No eres nadie hasta que te disparan (Madrid, Ediciones Vitruvio, 2016) recordábamos las palabras de Valle-Inclán cuando decía que el escritor verdadero es su estilo. La obra del escritor valenciano afincado en Madrid Rafael Soler es su estilo: original, enigmática, insólita, rara… en el que se aúnan perspectivas heterogéneas y una aleación de materiales múltiples que conforman el paradigma vital, en el que se inserta una secuencia de narrativa negra que llega incluso desde el mismo título y de cuyo perspectivismo es heredera, y toma como foco un ámbito de la realidad concentrado en la ruptura de los afectos, la construcción de una identidad y los mecanismos que diversifican o amplían la existencia.
No hay nada ajeno al conjunto y, desde la primera línea, percibimos que es un escritor que bucea en lo conceptual-creador erigiendo una perspectiva casi novelesca para concentrarse en diversas concesiones que nos adentran en estados de ánimo que promueven o descubren o se alimentan, al menos al inicio, de una degradación sentimental.
Es un conjunto arquitectónico, orgánico y sistemático, como si se tratara de una pieza narrativa (no hay signos de puntuación y todo fluye de continuo salvo los títulos, que marcan situaciones, escenas, reflexiones o intuiciones poéticas). De hecho la estructura narrativa alimenta no ya los diversos apartados sino la singladura en el tono y las emociones que se mueven entre la ironía, el sarcasmo, la indiferencia, la exaltación o el desengaño y sus conjuras.
Son cinco apartados (1. Cuaderno de Elvira, 2. Cuaderno de Martín, 3. Cuaderno de Abel, 4. De cuanto pudo acontecer y no sucede, 5. El cine, en el cine) y un epílogo que concita la identidad como singladura creadora y la ironía como horma en la que se sucede el desencanto, la mentira y la búsqueda como secuelas o intermitencias innovadoras en ese “vientre estéril de lo eterno”.
Toma la voz (1. Cuaderno de Elvira) una mujer para construir una historia de afectos/desafectos que nace con el sarcasmo de una identidad inicial ante el espectáculo de una ruina anunciada donde se anticipa esa dualidad yo(“mantis religiosa”)/tú(“a la pared pegado”). Son dos escenarios cotidianos en la aceptación o el repudio, el rechazo como horma o la parodia como escanciador, siendo de consuno el amor acaso la estructura operativa donde desandar los pasos dados con intención de construirlo, amortizarlo o destruirlo definitivamente con ese lenguaje del poema “Vencida en ti me reconozco”, a caballo entre la beligerancia y los hermosos recuerdos jugando a la ambigüedad de las voces y a una decepción consumido en el poema “Que descanses, amor mío”: “Batallas cortas/ de las que duran una vida”. El yo poético ahorma la voz de una mujer que, en su reclamo de vida, quiere expresar lo que no es el amor y sí tiene claro que “no es esto amor no es esto”.
Las películas sentimentales tienen muchos acordes y desajustes. Elvira crea perfección en su tormenta personal, en sus vivencias, en sus soledades y en ese punto de fuga  surreal en el que declina su existencia. Sus reproches son el canto de una sirena pero también una introspección en el yo y en lo que ha consistido, siendo consciente de que no le asiste toda la razón y existe la incógnita de la indeterminación, en tanto su rostro pide lugar para no ser un correlato de sí misma. Esta introspección la lleva a definirse y a crear el arquetipo de su mundo: “La mujer que fui y nada espera/ sacude las alfombras/ deja su aliento sobre el vidrio/ que un día fu su corazón”; y a saludar a este desde una queja de pájaro herido. Es la mujer muda que concita su vacío, llegando al dolor de amor como terapia conformada, pues solo el amante en el sufrimiento sabe la verdad de la amada: “Y yo hablo de perder lo que tenía/ haciendo alegre del vacío mi vacío/ pues quien ama necesita detenerse/y solo ama bien quien bien padece”. El otro tú referenciado, Martín, surge para la escucha, y ella, catapultada a “tu mantis religiosa arrepentida”.  Hay infortunio y desazón en la cursiva final y en su sincera propuesta de ser mientras el último verso es definitivo en el poema “Vuelve, Martín”: “Mi desvivir tu desmorir”.

Toma la voz Martín (2. Cuaderno de Martín) con una cita inicial donde la derrota compartida es una media victoria. Advierte de un nuevo punto de vista en este plural ojo que mira el mundo para crear la verdad poética, o la única mentira poética, mientras el verdadero poeta, ausente, escribano, concita ambos mundos. Martín nos anuncia que todo acabó con aquel disparo en la cabeza, en ese recurso a la novela negra como espacio para la poesía sentimental y amorosa cuando el perdedor nos anuncia su condición de interfecto en manos del comisariado del Olvido. El lector observa que el yo poético es ahora un irónico personaje víctima de un escenario ya inexistente en la realidad pero creado en la conciencia del que habla, que acepta cabalmente su destino como los héroes trágicos, y trata de buscar el lado positivo de la existencia en ese juego de muertes consentidas porque es consciente, como titula el poema, que “Ningún río al morir entrega el alma”. Él no la ha entregado.  Mientras tanto existen toda una serie de juegos de escenarios que tratan de contar mentiras como verdades o verdades como mentiras porque “todo recuerdo a medias sin embargo/ es entera la verdad de una mentira”. Y es que la vida y la literatura siempre tienen las mentiras contadas. Pero Martin se queja a ese tú (mujer) que disparó, que mató sus vidas, que cerró la historia haciéndola responsable de esa muerte: “No es lo mismo morir a que te mueran”.
En la tercera parte (3. Cuaderno de Abel), las máscaras surgen. Hay una tercera persona narrativa que observa la existencia y la describe en un recorrido vital diario y con una dirección que nos permite hablar de cualquier existencia anodina que acaso va fingiendo nuevas derrotas y que recuerda a una madre y un primer amor y un primer empleo, pero que también trata de definir esa constante preocupación amorosa y el tiempo como tumba; de ahí su definición: “Usted sabe que durando se destruye/ y que el amor es con frecuencia/ un coito matemático/ la otra manera de vivir con luz a oscuras”.
Pronto sabemos que todo Caín tiene su Abel, y el que lo escribe lo es. Es el bueno de Abel con su Caín a cuestas, entonando el mea culpa. E insiste, como en poemas anteriores que todo finalizó un martes a las diez de la mañana. Se sabe que a esa hora se produjo el tránsito vital y sabemos de ese Martín que avanza al encuentro del Abel de turno que, indiferente, mira hacia otro lado. Y ese recorrido cotidiano, que simboliza toda una vida, al final de la película ofrece la sensación… es en realidad la de plenitud, mientras el telón y el chiste final deja la sorpresa del yo.
La definición de la vida como atropello consentido inaugura el apartado 4. De cuanto pudo acontecer y no sucede. Donde de nuevo la identidad, el motivo recurrente junto al amor/desamor de todo el poemario, dignifica el relato en este juego de sugerencia, laberintos y dobles lenguajes, en donde los términos como verdugo, cómplice, víctima o arma del crimen tratan de deslindar los conceptos y, donde en el bello poema “Figurante con frase” sabemos nos definimos en nuestros propios límites: “El árbol que paga sus impuestos”.
Y quizá todo cambia si no cambias e incluso la infancia acecha, casi siempre como una espera en la que la deformación caricaturesca, con sus desplantes, se apodera de nosotros.  Se busca, se persigue esa identidad de “obtuso perdedor”, caído en el combate de la vida a sabiendas de que para el caído “no habrá misericordia/ ni vehemente consuelo ni arrebato”. Hay en todo el transcurso de la construcción estructural un juego de cuentas pendientes y expiaciones que llevan una carga insolente de desesperación.
En el breve apartado “V. El cine, el cine” todo se reduce a imágenes presas de una vida en el cine y viceversa, como si fuéramos despojos a punto de esperar el nuevo día con la consiguiente sorpresa, cubiertos por el sudario de los afectos/desafectos, cautivos del padecimiento de antaño. Y esa mujer con el revólver en la mano, “la mujer que así venida a más en menos/ hizo de un disparo fantasía”. Toda una simulación con títulos de créditos incluidos y el escritor con su hispano Olivetti dando atrezzo al envoltorio. En su mayoría imágenes que el surrealismo proclama para sí pero que deben responder a preguntas fijas, certeras, necesarias para resolver el enigma, como diría Gil de Biedma: “Ahora que bala en boca te pregunto/ mi lobo filantrópico/ si va la vida en serio”. Una pregunta para toda una vida, una pregunta que sabe certeramente que, en este recorrido vital, había dos, dos en uno, dos formas de pensar que aspiraban a algo distinto, a ese “vientre estéril de lo eterno”. Pero quedó el lárgate, como un apunte de teatro final, preciso, conciso, certero.
Un poemario que puede llevar al desconcierto a un lector poco habitual, porque existe en su poesía una necesidad de recepción, de que la teoría de la recepción adquiera toda su plenitud, y el lector se convierta en una pieza fundamental de su labor creadora, siempre sutil, ávida de claves que hay que leer entre líneas o subyaciendo en el lenguaje de lo ambiguo.
Un poemario para concentrarse en la derrota y en las claves para comprender el mundo que se reducen atinadamente a las indicadas en su poema por Miguel Hernández: vida, amor y muerte. Vale.


Uno sabe cuándo llega su momento 


Hay autopsias que empiezan bien muy bien
o regular

pero todas terminan con hilos de sutura
y lo mejor del candidato
flotando en un frasco de formol

por acortar la mía
de un tajo rebañaron esa víscera incompleta
que va del corazón a la corbata
antes del postre

no grité cuando el chirriante prosector
continuó su tarea cavernaria
y así las cosas me dejé llevar

bastante tienen ellos
trabajando a la hora del partido

bastante tú
novia de un día

volver a casa dormir vestida
y con gesto profiláctico  
besar de nuestro amor la calavera.

Vídeo de presentación:



lunes, 10 de octubre de 2016



HIEMAL DE FERNANDO DE VILLENA Y LA OBSTINACIÓN DE LA MEMORIA
F. MORALES LOMAS


La obra del granadino Fernando de Villena es un pozo sin fondo y cada año se producen hasta dos y tres entregas bien en narrativa bien en poesía. La última narración que he tenido ocasión de leer ha sido Hiemal (Editorial Alhulia, Salobreña-Granada, 2016). Se trata del cuarto tomo de sus memorias. En la Nota posterior advierte: “Desde que puse fin, en el año 2007, a este cuarto y último tomo de mis memorias, hasta hoy, han ocurrido muchas cosas en mi mundo e incluso han quedado obsoletas y desfasadas algunas páginas del texto que escribí”. No lo creo. Fernando de Villena con Hiemal ha conformado un periodo de su vida, de su literatura y de sus amistades, que son muchas.
Organizado en cinco capítulos, en realidad el quinto, titulado “Testamento”, es un conjunto de axiomas, sentencias y principios que ofrecen una visión sobre su “ser en sí”, su modo de ver el mundo y la percepción sobre lo que este ha significado para él. Con algunas recomendaciones dirigidas a sus hijos o al que los leyere, como la necesidad de seguir el camino a pesar de los tormentos, la fuerza de la voluntad como guía, el tiempo como riqueza…
La franqueza es el principio que rige esta obra en la que se perciben dos ideas fundamentales: la lealtad hacia sus amigos y el seguimiento de unos principios y valores que han conformado su existencia. No se trata de un libro de memorias solo, sino también y fundamentalmente de un libro de pensamiento y reflexiones continuadas. El elemento discursivo básico es su vida, los sucesos cotidianos en el trabajo, en lo personal o en la literatura pero esto tendría un valor menor si no existiera esa “filosofía de vida” subyacente o plena. Podremos estar de acuerdo o no en determinados momentos sobre reflexiones o principios, pero son los suyos, son su forma de pensar y de ser en el mundo.
En los cuatro primeros los hay dedicados a los viajes por Egipto, Colombia, Alemania, Países Bajos, Argentina… con toda una serie de detalles y principios que quedan así en la memoria de la historia literaria de un escritor significativo de la contemporaneidad, pero también está presente la vida literaria en su esencia (en el capítulo III) con esa exaltación de “La Diferencia”, de la que afirma que “se derrumbó calladamente, conforme se subieron al carro unos cuantos listillos” (p. 76). En algunos casos no tiene remedo alguno en sus embestidas, como la dirigida a López Andrada. Pero lejos de estos exabruptos, que siempre han sido francos, nos habla de la influencia de Góngora en su obra, de la estética cuántica y de esa “nueva cordialidad” (p. 90) que comienza a verse en Granada.
Y en todo existe una idea constante, la de que la función del escritor es una síntesis entre la escritura de la propia obra y el mercado, la publicidad, la representación. Son palabras que nos advierten de una sensación de desengaño o pérdida por no haber llegado su obra a un mayor número de lectores. Y añade: “Yo, desde luego, no deseo una fama rápida, pero tampoco quiero que se arruinen los pocos, los heroicos editores que han apostado por mí” (p. 95).
Su patrimonio personal es su obra y en el recorrido por el primer y segundo capítulo (“El retorno a Granada” y “Nueva visión del mundo”) surge con fuerza un escritor que analiza su ciudad y su vida como un entomólogo. De Granada dice que es una ciudad hermética en lo atinente a las relaciones humanas, pero también nos habla de fracaso en su vuelta a la ciudad después de una serie de años impartiendo docencia en diversos centros de Andalucía.
Al mismo tiempo realiza una exaltación de Málaga a la que estuvo tentado de marcharse definitivamente, y justifica su negativa por una “obsesión estúpida” por Granada. Los que hemos vivido a caballo entre ambas ciudades (y desde hace años lo hacemos en Málaga) comprendemos perfectamente esta crítica a una ciudad ensimismada que tiene un delator o un intrigante en cada saliente, pero a la que volvemos de continuo y, probablemente, en nuestro último viaje.
Surgen situaciones familiares, episodios pintorescos, o escenarios lúgubres y tristes como la muerte de su madre o la querencia hacia Almuñécar, una segunda patria para él.
Su función social se evidencia en sus colaboraciones con Granada Acoge, pero también surge el pasado y su infancia y adolescencia en Los Escolapios (“el repulsivo colegio de Los Escolapios”, p. 29) y sobre todo la exaltación de la tertulia de los miércoles que durante mucho tiempo fue un hecho culminante en su vida.
En esa nueva visión del mundo, uno de los capítulos más interesantes desde mi punto de vista, nos explica este Hiemal como el de un “hombre que empieza a cambiar todos su valores, que se mira un poquitín menos el ombligo y que descubre el significado de la palabra solidaridad” (p. 31). Una idea que no solo está reiterada en la obra sino que está muy presente en sus continuas proclamas a través de las redes sociales. Afirma, como un nuevo Baroja, que “la vida es lucha” entre poderosos y oprimidos. Hay un Fernando de Villena entonces profundamente social que censura toda la hipocresía e incultura del país, que no se conforma fácilmente y cuya inteligencia le lleva a denunciar todo lo que considera un despropósito como sociedad y como individuos. Sus ataques al gran capital son constantes y considera que su edad le impide volver a caer en los mismos errores. Hay todo un proceso de conciencia y no le duelen prendas en criticar directamente todo lo que así considera objeto de su diana. Así critica la idiotización colectiva actual, la imposición de las leyes del mercado y la cultura, el ataque a los inmigrantes, la globalización… aunque siempre hay en él un grito de esperanza y la idea de que todavía estamos a tiempo.

En definitiva, una obra que no resultará peregrina sino una vida digna de ser contada en la que la familia, la literatura, la memoria y los amigos están muy presentes tanto como los enemigos, pero en la que brota la vida, el día a día, la fortaleza de la amistad y de la escritura como el instrumento que nos encumbra: “Yo escribo para enaltecer mi vida, pues aunque la vida resulta casi siempre vulgar, al contarla se la sublima” (p. 265).

En primer plano F. Morales Lomas y Fernando de Villena; en segundo plano, Antonio Chicharro Chamorro, presidente de la Academia de Buenas Letras de Granada, y José Gutiérrez, secretario por esas fechas.

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano