miércoles, 17 de abril de 2019

LA POESÍA DE MANUEL ALCÁNTARA EN EL DÍA DE SU FALLECIMIENTO POR F. MORALES LOMAS





LA LÍRICA DE MANUEL ALCÁNTARA.
PRIMERA ÉPOCA Y ALGUNAS TEMÁTICAS

F. MORALES LOMAS


Primera época

             Manuel Alcántara inicia su trayectoria poética a los veintitrés años en el sexto recital de la III Serie de lecturas poéticas del Café Varela de Madrid, que se denominaban . Y entre 1951 y 1953 será asiduo del Café Lira y del Café Molinero donde conocerá a Rafael Azcona, Rafael Montesinos, Federico Carlos Sainz de Robles, Meliano Peraile... Unos años en que empezó a configurarse la denominada segunda generación de postguerra de la que no se puede desligar a Alcántara como también lo afirma García Martín en su obra La segunda generación de postguerra.
          Pero es a los 27 años cuando se produce su estreno poético y publica Manera de silencio (1955), con el que obtiene el Premio de poesía Antonio Machado que concede la revista Juventud, considerado el equivalente a lo que será el Premio de la Crítica al año siguiente y figurará como poeta destacado en la Antología de la poesía española 1955-1956 de Rafael Millán comenzando a colaborar en Juventud.
          En 1958 publica El embarcadero, al que le seguirá Plaza mayor (1961), con el que obtuvo el accésit del Premio Nacional de Literatura, premio que conseguirá en 1963 con su siguiente libro, Ciudad de entonces (1962), aunque un año antes Jiménez Martos lo incluyera ya en Nuevos poetas españoles. Sin embargo, no publicará una nueva obra de poesía hasta la década de los ochenta.  En 1972 existe un tránsito y se recupera su obra poética, que se hallaba inencontrable, en la antología poética La mitad del tiempo.
         Pero no será hasta 1983 cuando se inicie su segundo periodo poético que lleva a la publicación consecutiva de tres libros de poesía que había escrito durante los veinte años anteriores: Anochecer privado (1983),  Sur, paredón y después (1984) y Este verano en Málaga (1985), con el que alcanzó el Premio Ibn Haydún. El mismo año que publica Antología poética (1955-1985). Su última obra lírica, la octava, es de 1992 y lleva por título La misma canción. Desde entonces no ha publicado ninguna obra. En 2002, conmemorando los diez años de su última publicación el profesor Gómez Yebra publicó su antología titulada Poemas (1955-2000), publicado por la Universidad de Málaga.
       Estos silencios en la obra poética de Alcántara se justifican, a mi modo de entender, por la concepción de una creación que nace de una necesidad: el poeta accede realmente al hecho poético cuando lo cree necesario (es mi hipótesis de trabajo; constatada recientemente en un almuerzo con el escritor donde recordaba la conocida cita de Rilke de la poesía como acto necesario), pero también (creo) a la tiranía de la columna periodística.


         Sin embargo, ¿a qué se debe que no se hable más del Alcántara poeta y sí del Alcántara periodista? Lo explicaba Alfonso Canales de esta guisa: “Puede que al poeta le quepa en ello alguna culpa. En su mano ha estado siempre bullir donde se cuecen las antologías y editar o reeditar en las colecciones de moda. No ha querido, quizá por el legítimo orgullo de quien se sabe por encima del nivel de los que se mueven, con más desenvoltura que mérito, en esos ámbitos tan escasos de verdaderas voces. Y sabedor de que ha alumbrado ya una obra memorable, ha optado por permanecer al margen de la política poética y por derramar en la prosa periodística de su columna diaria algo de lo que rebosa su poesía”[1]. También la absorbente labor de columnista diario lo explicaría pero en última instancia sus propias palabras: «La poesía viene cuando quiere y el artículo tiene que venir cada día».
           La lírica de Manuel Alcántara es nostálgica, neorromántica, cernudiana, filosófico-vital, senequista –y, por tanto, estoicista, en la línea quevediana-, metafísica, a veces; musical, heredera del modernismo en su musicalidad y del noventayochismo en su densidad vitalista, donde muestra las grandes raíces de lírica intemporal: la vida, la muerte, Dios, la tierra, el paso del tiempo. Son los temas frecuentes y en un plano secundario otros no menos baladíes: el mar, la nostalgia de lo perdido, el olvido, la presencia de lo perecedero…
          Alcántara domina con fluidez el soneto, los metros endecasílabos, octosílabos y heptasílabos, base de su poesía, pero también las cuartetas, los tercetos, los tercetillos, los versos asonantados y todo ese flujo que procede del cante flamenco en una línea que llegaría directamente de los hermanos Machado y se adentraría en escritores como José Luis Estrada.
       Decía que a los veintisiete años publica su primera obra, Manera de silencio (1955). En una década caracterizada por la preponderancia de una gran línea teórico-literaria: el realismo social o realismo crítico.
       La lírica de Alcántara será entonces una poesía comunicativa, pero en la que existe un proceso de interiorización, una evolución personal y vivencial que le aproxima mucho más a la autonomía de corte ascético-místico que a la proyección social de la lírica que se lleva a cabo en esos momentos. Aunque también llama profundamente la atención la fiscalización de los problemas de la existencia (que tan de moda estaban por otra parte en Europa entonces, desde la influencia que tiene la filosofía sartreana entre otras), en el profundo discurso interior, en lo trascendente del mismo, muy sugestivo para una persona que escribe su primer libro.
       En Manera de silencio el escritor organiza ya su mundo y gran parte de las claves de lo que va a ser toda su lírica posterior,  sustentada sobre una serie de principios o vectores de pensamiento y emotividad, y sobre una estética directa y confidencial precisa que va desde el endecasílabo (a través del soneto) hasta la unificación de versos endecasílabos y heptasílabos con afán narrativo-descriptivo y conceptual. Partiendo de la anécdota personal y vivencial, de su particular visión del mundo exterior y de las claves de la conciencia reflexiva, se transciende a nivel simbólico. Entre esos vectores trascendentes figuran el concepto de hombre como profesión; la constante presencia de Dios como problema, como duda, como imposibilidad; la fugacidad de todo lo perecedero según la máxima del tempus horribilis fugit; la pesadumbre vital; la presencia de los elementos cotidianos; la necesidad de definir su actitud ante la existencia y la introspección interior, la constante presencia de la muerte, la mirada interior... Una lírica de corte eminentemente emotivo, elegíaco, vital..., que se irá construyendo desde una visión realista del hecho poético pero transformado con los recursos expresivos que connoten y modifiquen su percepción de las cosas, bien para ampliarlas, bien  para minimizarlas en un afán siempre innovador.

          Manera de silencio desarrolla dos conceptos básicos: la organización del mundo propio, sus premisas y la afectación de lo exterior en el interior y en su orden de valores; y, por otra parte (desarrollada básicamente en el apartado II), la omnipresencia de Dios como solución pero también como problema.
          A la vez que proclama su entorno vital sobre el que construye sus ideas:
1.     El olvido.
2.     La dicotomía niño (alegría)/ yo actual (ser indefenso que va pereciendo).
3.     El ser hombre como profesión.
4.     La búsqueda de la esperanza.
5.     La constante presencia de Dios (como conflicto y enigma):
“Cuerpo a cuerpo con Dios se está vendido
y a gritos no se alcanza.
(...)
Y cuando el alma suena es que a Dios lleva.
(...)
Que se irá mientras hacen las estrellas
propaganda de Dios, allá en el cielo”.
6.     La fugacidad temporal.
7.     La aflicción existencial: “Ser hombres es una larga historia triste/ y un día se acaba”.
8.     Su lucha doliente por resolver la eterna duda y disfrutar la esperanza y el amor.
         La complementariedad llega desde el naufragio vital y la traslación de la pena interior inclusive hacia la propia naturaleza, el dolor de la existencia, el dolor de estar vivos. Un aire elegíaco y desgarrador ante el vivir, aunque persiste la necesidad de levantarse desde ese hundimiento interior.    No se conforma Alcántara con que la existencia sea la condena cotidiana, y en sus palabras asoma un aire de rebeldía juvenil, una necesidad de explicación permanente ante lo que considera una impostura, una arraigada zozobra
          En ese tránsito atormentado y dolorido, los símbolos que la literatura ascético-mística despliega surgen entonces como un intento de alcanzar la bonanza, la claridad humana y vital. Pero su postura, aunque creyente, es permanentemente agónica y unamuniana. La duda lo acomete, lo solivianta y lo eleva por caminos diversos sin hallar nunca la respuesta. Lo que le conducirá al desconcierto vital. Esta falta de respuesta, este silencio clandestino de la divinidad hacen que el ser humano viva enajenado, apocado, extraviado, buscando las respuestas que sus límites humanos no le darán.
              Plaza mayor, el libro con el que inaugura la década de los sesenta, es un excelso canto a España, a sus gentes, a su geografía, a su idiosincrasia en una línea trascendente que llega desde los grandes motivos y temas de la Generación del 98, teniendo como especial subtexto muchas de las conspicuas ideas que había desarrollado en su poética Antonio Machado en Campos de Castilla. Son múltiples las veces que va nombrando a España en este recorrido que va de Norte a Sur y de Este a Oeste, desde Cantabria hasta el Rincón de la Victoria y del Noguerra Pallaresa hasta Extremadura. Unas palabras en las que está presente también el espíritu de Unamuno y la tribulación de los noventayochistas que repudian esa España sórdida, esa España , y ensalza, en cambio, las bondades de un país, la geografía, el paisaje, la angustia ante el paso del tiempo, la denuncia de la miseria, el desaliento y la oquedad, son permanentes nociones que desarrollan básicamente una poesía con un arquetipo socializador y adecuadamente humana.
       Con esa tendencia que, a veces, existe en los poetas a la circularidad en la construcción literaria, Alcántara en el poema “Sobre la mesa” se dirige al vocativo España de este modo: “Estás desmantelada (...)/ Estás, viva y terrible,/ sangre de toro y tapias encaladas”. La España que nos presenta Alcántara es atrasada, rural, vencida por sí misma, por su propia historia. Una España más cercana a la elegía y a la épica que a la lírica; de ahí la tendencia métrica al uso del endecasílabo y los versos de arte mayor que adquieren consonancia rítmica de ópera, realzando los grandes ámbitos del país que no se compadecen con una presencia sublime de los cuatro elementos de la naturaleza (agua, fuego, aire, tierra). Todos ellos están presentes como diamantes en bruto, como organizadores de una singladura geográfica y vital en la que, a la vez, que se adentra por sus campos, valles y ríos lo hace por el interiorismo del poeta creando una simbiosis entre su pensamiento y lo externo. Una característica que siempre es determinante en toda su obra, que ni es ajena a su faceta emotivo-personal como tampoco a la socializadora y humana.
          España, por tanto, se transfigura en motivo y símbolo de esa Plaza Mayor y enumera, habla de sus habitantes (“leñadores del viento”, “tratantes de los campos de la patria”, “terratenientes de la luna”, “jornaleros sin fin de la esperanza”) pero también el ámbito rural: el polvo de los caminos, las acequias turbias.
       Vitalismo, existencialismo, reflexión sobre el más allá y su correlato en el aquí y ahora son temáticas determinantes de Ciudad de entonces (1962), el poemario que le supuso el Premio Nacional de Literatura.   Según Canales[2]  Ciudad de entonces es una “vuelta al origen: los poetas también suelen volver al lugar de ese sangriento suceso que es el nacer (...) Pero su viaje había de acabar en Málaga, ciudad de entonces y de siempre ya para él y para su poesía. Su amor está donde estaba, «de donde no debiera haber salido»”.
       Ciudad de entonces es Málaga, pero es su manantial, su procedencia, sus señas de identidad, como reza el primer poema, que se engarza por su temática y por los aspectos formales en el tipo de poesía precedente en cuanto a su luminiscencia vitalista, a la conformación de una lírica confidencial y a la conexión con una línea siempre presente en la tradición castellana que procede de Jorge Manrique. El poeta se adentra por la contemplación exterior e interior y su discurso que objetiva o subjetiva, crea una simbiosis permanente entre el aquí y el allá (si por el aquí entendemos la vida actual y el allá la muerte perseverante), entre el yo y la realidad circundante, entre el discurso del ser y el del no ser, entre la lírica sustantiva del soneto y la épico-lírica de los versos endecasílabos y heptasílabos, bien blancos, bien asonantados en los pares.
       Alcántara posee la percepción de que el mundo, el universo, nuestra existencia está perfectamente ordenada (formamos parte de nuestro propio estigma, de nuestra propia proclama de seres perecederos), definida y circunscrita (“Resulta que la historia estaba escrita/ cuando yo quise hacerla a mi manera”), un fatum que procede de la tradición romana y se adentra por la musulmana, y el escritor sólo puede ser un testigo de ese legado, un atavismo que comprende y acepta pero contra el que a veces se rebela con toda la fuerza de su esencia perecedera: “Espectador y cómplice, decía/ que la función se acaba cualquier día:/ caerá el telón y me darán por muerto”. Quizá el ser humano es tiempo entre las dos nadas (“Cada hombre era una fecha”), un imperceptible espacio en la totalidad, y quizá también es nada en su propia esencia, humo. Por eso en el poema “Bulevar” nos dice:

En el año 3000, sin ir más lejos,
importaremos nada.
Nos llamarán «antepasados».
(Una mala pasada).
        
          Se refleja la noción de inanidad como consustancial a su lírica, tanto como la percepción de la finitud y de la tensión vital, aunque haya momentos, como en el soneto en endecasílabos heroicos “Soneto para leer en una terraza las noches de verano” en que el poeta su actitud ante la existencia pasa por no inmiscuirse en ella, en permanecer ajeno, con esa contemplativa de raigambre oriental, para ser indemne, para no contaminarse; y el poeta bajo un efecto de extrañamiento lírico tan taoísta como andaluz dirá: “La vida es una historia de allá abajo.  Si nosotros estamos condenados a ser un muerto es porque en nuestra esencia lo somos. La muerte no es algo importado desde lugar alguno, una adquisición ex nihilo, una impostura en nuestro trasiego vital, lo alienable de la existencia no es posible. Nosotros también somos el muerto que llevamos dentro. Son palabras en las que subyace un irremisible sentido de pérdida, de tener que hacer frente a algo irreparable sin tener posibilidad alguna de victoria. Una intención que siempre es agónica y unamuniana, pero también es una forma estoica y de raigambre senequista sobre la comprensibilidad del fin, la indulgencia, la transigencia ante la condición del ser.


         Si en algunos poemas se produce una declaración de principios sobre el porqué de su venida al mundo y la asunción de la soledad vital; en otros hay una despedida de la existencia, en tanto que oración cívica en la que la creencia en la vida eterna es una forma de cognición, pues será como forma de revelación de la respuesta a la permanente pregunta del poeta: ¿Cuál es el secreto de la vida y de la muerte?
          En un primer momento travesea con la afirmación o la negación en torno al verbo ser y su metaforización deslocalizadora: “La muerte no es de aquí (...)// La muerte es de otro sitio”; pero también la identificación del ser humano con el tiempo que le queda: “Cada hombre era una fecha”, que no deja de transmitir un deje de fina ironía y de humor negro ante la confidencialidad mortuoria.
          El segundo apartado lleva una cita inicial de Rilke sobre el concepto de tensión vital. Es el núcleo esencial del poemario escrito en sonetos en endecasílabos, con predominio del heroico. Surge el ser humano ante el combate de la existencia, el combate vital, la soledad a través de unos versos confidenciales que tienden a la definición y a concretar los postulados vitales tanto en el tono como en los principios rectores que lo sustentan. Considera que el niño es una persona más fuerte porque tiene una mano que lo guía, en cambio, cuando se hace hombre queda solo, expugnable ante el combate de la existencia. No nos gusta quedar frágiles e indemnes ante las acometidas de ésta y nuestra fragilidad y nuestro miedo es determinante. En el fondo subyace una negativa ante este modelo existencial que surge cuando el hombre en soledad ha de hacer frente al exterior convirtiéndose en una especie de herido Prometeo. Lo que le lleva al poeta a decir: “Voy a serte/ sincero: no me gusta”. Es como si existiera la necesidad de seguir siendo pequeños para poder vivir con soltura, arraigados a la vida con fuerza.
           Los símbolos de la contemporaneidad, los pequeños hechos cotidianos, la trascendencia del tiempo, la pervivencia de la memoria o la recreación de los símbolos diarios organizan una poesía vital donde siempre es permanente la simbiosis entre la reflexión meditativa y la contemplación descriptiva con tonos diversos que van desde la vitalidad consentida hasta la fragilidad desmitificadora.
         En definitiva, una obra de gran trascendencia vital y existencial a través de la que el poeta recorre sus grandes preocupaciones de individuo frente al cosmos, frente a los sucesos y los símbolos del vivir.


Algunas temáticas de la poesía de Manuel Alcántara

 

La alegoría amorosa como distancia y fuga




Sabemos del amor por lo que alumbra,
por lo que tuerce, acrecienta y rige,
por su forma de andar en la penumbra.
Manuel Alcántara




        No podemos considerar a Manuel Alcántara un poeta del amor[3]en el mismo sentido, verbigracia, que se ha considerado a Pablo Neruda, a Bécquer,  a Salinas o a Julio Mariscal, por indicar algunos ejemplos. Y máxime si entendemos éste como aquel que permite «adentrarse» en la amada o amado, tenerla como referente estético y conspirar emocionalmente con ella. Acaso sea un resultado o epítome entre la atracción, la admiración y la emoción interior hacia alguien, que puede no corresponder. Para Fromm el amor es un arte, una actitud y una elección. Pero también un estado mental y orgánico que se retroalimenta y estalla.
            Esta aseveración axiomática en torno a Alcántara, no impide afirmar, ad sensu contrario, que en su trayectoria poética surge la poesía amorosa con fuerza, aunque sea también cierto que no está entre sus prioridades estéticas ni semánticas, ni vitales, al menos en el ámbito de la lírica. A pesar de que en determinados momentos, como sucediera en Miguel Hernández, vida, amor y muerte sean los ejes axiomáticos de su función creadora. Al menos así sucede en la teoría literaria pero está muy lejos como forma exterior en su lírica.
              Acaso sea toda una conjetura o una divisa cierta el poema titulado “He grabado iniciales...”[4], donde dice irónicamente en uno de sus versos: “Sé poco del amor, y es mala cosa”. La ignorancia de amor no exime de su cumplimento, que diría el clásico. En el poema citado Alcántara aborda el motivo de las iniciales de amor que los enamorados cincelan en los árboles con algún objeto punzante. La alianza metafórica con ese emblema que ha constituido la materia de los enamorados históricamente. Es un amor para siempre porque sus restos perduran años, incluso más que las vidas de los propios creadores. Pero el yo poético, que también asiste a esta ceremonia amorosa de amor eterno, se arrepiente de esa grabación y hubiera preferido algo más etéreo como “escribir con el dedo los nombres en el agua”.  Esta tenacidad en la permanencia, en la prolongación temporal, que los amados ofrecen del amor en los árboles, no va en consonancia con la fuga temporal a la que somete Alcántara la visión del amor. Para él tiene fecha de caducidad y por eso la imagen táctil, incorpórea, volátil e intangible del dedo que escribe en el agua, con la finalidad de que la imagen defina las limitaciones de éste. Como insistencia en la supresión del hecho amoroso valga también este otro verso del poema: “A todas les agradezco/ el fugitivo fuego que prestaron”.
          El amor también va a asociado al recuerdo, y, como los pitagóricos al número: “Amor es el gran número del mundo”. Para la escuela pitagórica el número es la sustancia de todas las cosas; en consecuencia, el amor es el gran número, la sustancia de todas las cosas. Pero también –y de nuevo los pitagóricos- va a asociado a la música: “Si alguien roza/ su variable cifra/ se le llenan las manos de música y almendras”[5]. El tacto como variante del amor y el número asociado a él en la bella metáfora de la música y las almendras. De modo que como los pitagóricos, lleva a cabo la síntesis entre número, música y amor. Valle[6] también hablaba del valor pitagórico del amor...
              La lumbre del amor, su asociación clásica tan querida para escritores como Fenando de Herrera, el que con más consistencia ha generado la dicotomía fuego/hielo y todos sus complementarios aplicados al amor, es una constante asimismo en Alcántara. Pero también el amor tiene la otra componente aludida por Herrera. Y así dirá Alcántara que “sabemos del amor por lo que alumbra,/ por lo que tuerce y acrecienta y rige,/ por su forma de andar en la penumbra...” (en “Yo tuve el corazón capaz de lluvia” de Anochecer privado) La penumbra amorosa como antítesis de esa lumbre anunciada, junto a los rigores, los torcimientos y su reciedumbre real, su poder máximo.
             Pero el amor subyace tanto bajo la memoria como bajo la melancolía arropada por la tristeza. Es un amor necesitado. Un amor en apuros. Un amor que se deja arrastrar por la nostalgia como si se tratara de un recurso propio de las intertextualidades becquerianas. Un amor que se construye, que se delimita, que se inicia en la penumbra o amanece en medio de la voz..., y siempre es un símbolo extraordinario y vital asociado metafóricamente a la música y las almendras.
         No obstante, aunque fuera exiguo, siempre hubo un “pequeño presupuesto/ para el amor”, dice en el soneto “Excusas a Lola” (dedicado a su hija, en Este verano en Málaga) como precaviéndose ante su hija. Un soneto hermoso, lleno de ternura y sinceridad que muestra de un modo elocuente la valía poética de Manuel Alcántara. Aunque es evidente que aquí el amor no es el referente. Yo diría que lo es la confesión. La revelación de un estado anímico y vivencial. No es aquí el amor al que nos referimos, ese amor filial, sino a la incidencia de éste en el presupuesto lírico del poeta, en su existencia de hombre.
           También esa ausencia de amor es reveladora y emblemática en el poema “Biografía” (Manera de silencio) donde pormenoriza sus preocupaciones vitales: la esencia de ser hombre, Dios, el paso del tiempo..., pero no está entre sus prioridades el amor, aunque diga que lo que mantiene al ser humano es la duda, la esperanza y el amor. Así lo constata también García Velasco[7] cuando lleva a cabo una relación temática de la obra de Alcántara, al citar entre sus temas habituales la visión de la existencia, Dios, la vida humana, los elementos clásicos (tierra, agua, fuego y aire), España, los lugares geográficos y la poesía. Sobre un estudio de más de quince mil palabras de la lírica de Alcántara no constata en ningún momento esta disposición amorosa en su lírica. De hecho las veces que alude al concepto amoroso (en dos ocasiones) García Velasco dice:
a)    “Fuego, luz, sol, soles: el fuego es pasión y por ello nos habla de «fuego de amor» («De tal fuego de amor, nada. Ni chispa.»[8]. En este caso concreto alude de modo pasajero García Velasco.
b)    En otro momento[9] afirma: “No obstante, hemos de insistir en palabras como amor, duda, esperanza, paradigmas también de esta obra:

Unas pocas palabras me mantienen:
DUDA, ESPERANZA, AMOR... Siempre me pierdo...
AMOR, DUDA, ESPERANZA....Siempre vienen...
La ilusión, si la he visto, me acuerdo. (De “Biografía”).
       
                 Entre esos atisbos del pensamiento amoroso podemos mostrar los siguientes:
        En “Soneto para empezar un amor” (de Manera de silencio) se resiente con displicencia del hecho amoroso (en una línea claramente antisentimental) y afirma con ironía en torno el motivo del desengaño amoroso: “Como siempre, rodando en el abismo,/ se irá el amor sin verlo ni beberlo”. Lo que significaría, por tanto, que “hasta el amor humano, que está en fase de ascenso, se impregna de cierto pesimismo quevediano. En el primer cuarteto opone amor y olvido como los dos índices de una existencia plena (en una línea evidentemente cernudiana) e identifica al olvido del presente como el amor del pasado: “El olvido antes de serlo/ fue grande amor”. Y añade: “dorado cataclismo”. El hundimiento como la osadía de amor, como su tumba dorada. Y ese amor es claramente identificado con una “muchacha en el umbral de mi egoísmo”. Ha pasado el tiempo, y aquella dorada imagen ha pervivido más en el olvido que en la memoria, como un oxímoron, memoria de olvido. Ella, la joven de antaño que fue un gran amor ahora vive en el olvido. Es éste el que finalmente vence. De ahí que es difícil saber dónde colocar ese amor olvidado, ese amor que ya no es, que ya no sirve, ese amor que fue. Y más que un soneto para empezar un amor, como dice el título, es un soneto para olvidar un amor. Y no se sabe cómo desaparece, cómo se instala el olvido sobre él, porque, como dice el poeta, “se irá el amor sin verlo ni beberlo”. Acaso un dorado amor que ni siquiera alcanzó la categoría de tal, un amor a medio hacer, un amor en su génesis.

            Esta constatación de su abandono amoroso le impele a afirmar determinativamente que el “amar son cercanías de uno mismo”. ¿A qué se refiere el escritor con sintagma nominal «cercanías de uno mismo»? ¿Quiere decir que el acto de amar está ahí, siempre a nuestro lado? ¿O acaso que forma parte de la esencia misma del ser humano como individuo?
           Un olvido que se conforma con una displicencia de amor, con una ignorancia de amor, con un olvido buscado. Si el pasado fue ese fuego («una brasa»), ahora cumple el olvido, el «tumbarse a ver qué pasa». La inacción y la  contemplación de vida, sabiendo que el tiempo ajustará los goznes de la memoria, el dulce palpitar de los días y su descompensación de almanaque. Esa disociación ante el hecho amoroso, su retórica antisentimental, su falta de complacencia en la memoria hace contemplarlo con ironía y distancia, y echa mano el poeta del lenguaje cotidiano, del lenguaje prosaico para intentar justificar su actitud de vida con tres expresiones (expuestas en el último terceto) que delimitan perfectamente un modelo estoico ante la realidad contemplativa:
  1. «No llegará la sangre al río», es decir, no sucederá nada toda  vez que el amor ha conformado la historia de un olvido.
  2. «Un día seremos historia»: el pasado va resolviendo los conflictos, y los años, el paso del tiempo, lo deja en su esencia, en el valor que tienen. Sólo el tiempo es el que coloca cada idea, cada sentimiento, en su lugar, en su importancia como individuos.
  3. «Lo de uno es tumbarse a ver qué pasa»: a veces, es una actitud vital, un modus operandi, una forma de entender la existencia con una carga de predestinación, como algo que irremediablemente nos sobrepasa y no tenemos conciencia de poder cambiarlo. Ante ello el no hacer nada, el no actuar, la pasividad (en esa línea tan taoísta) es una respuesta vital, un modo de filosofía existencial.
             Los motivos de amor son múltiples en la lírica de todos los tiempos y se proyectan en formas diversas. Uno de ellos, es la ausencia de amor. El escritor percibe que el amor no sido nunca la esencia de las cosas, un elemento trascendente en su existencia, sino que siempre ha sido de paso. Echa de menos el haberse quedado prendido de él. No hay alusiones a sus brasas o a sus heridas. No existe este desfallecimiento de amor, esta tragedia de amor porque “no me ha cogido el amor nunca de paso”, dirá en el soneto complementario al comentado,e “Soneto para acabar un amor” (de Ciudad de entonces).
             El poeta crea la imagen de la amada como alguien que está parada, él pasa por su lado y no la ve. Este juego de movimientos y amor. Este no ver el amor detenido, este echar a andar y no saber adónde  va es una sentencia de la duda como respuesta a ese amor, a esa ausencia de amor. Sospecho que no es la retórica del placer la que persigue al escritor en este caso sino la del alejamiento:

Echa a andar el amor que te he tenido
Y se va no se dónde. Donde estaba.
De donde no debiera haber salido.

              Entre las constantes que diversifican el proyecto vital de Alcántara, la asunción de la retórica del movimiento, de la limitación de los espacios vitales como símbolos para construir el poema figura el amor. Entendemos que nunca su formulación pasa a ser directa sino que juega con la retórica de las palabras y sus sugerencias, expresando los anhelos y los deseos sin la determinación precisa de otros poetas. La asociación en este caso entre la distancia de amor y la esperanza de amor se manifiesta en la “Canción 10” (de El embarcadero) cuando en tono confidencial, a través del arquetipo del apóstrofe ansía la presencia de ella pero no hace nada para conseguirlo. Quizá porque existe un prejuicio previo en el poeta que le impele a un pesimismo consistente. La metáfora mitificadora de la amada como la luna crea resonancias de frustración personal. ¿Cómo se puede conquistar la luna? No hay nada ni nadie que lo consiga. El yo poético crea una distancia con el referente. Se niega a luchar por él porque sabe de su imposibilidad: “Sin  esperanza ninguna”. Es una limitación clara de un «objeto poético oscuro». La luna identificada con la amada lo puede ser también como elemento a conquistar por su oscuridad pero también por su claridad, aunque ya sabemos que sólo como reflejo de otro astro superior. Pero el poeta marca la distancia y la imposibilidad. Crea el motivo de la distancia, la retórica del espacio que media entre ambos, de la imposibilidad sugeridora, de la tensión indefinida y de la pasividad:

Fíjate lo que me pasa:
esperando estoy que llegue
tu calle que no se mueve
a la puerta de mi casa.

         La dialéctica de la espera, de la esperanza por conquistar, porque se produzca el acercamiento vital no deja de ser una desesperanza cierta. Un modo de claudicación. Una resolución ante un conflicto personal que vive el escritor con templanza porque previamente ha sucumbido a la distancia personal: “Fíjate lo que me espera/ queriendo coger la luna”. Hay un discurso de la impotencia y la condición evanescente del hombre que no sabe conducir sus pasos. Así el movimiento y, su contrario, la pasividad se alinea con esa singladura amorosa.
          Esta movilidad/inmovilidad del amor formaría parte de una especie de cancionero de la frustración, pero también de la asociación sistémica de ello a la presencia o la ausencia de la amada, como sucede en “Soneto para pedir un amor” (de El embarcadero): “Llega el amor, si llega, a mi tejado”. En el poema anterior decía: “Esperando estoy que llegue”. El poeta no busca el hecho amoroso, lo espera. Existe la inquietud de la espera. Existe la alegoría del movimiento de amor. Es a él al que le corresponde acercarse. El movimiento está asociado a la presencia. Se necesita una coyuntura real, una apariencia cierta, una visualización del hecho amoroso. No estamos ante la retórica platónica del amor. Este estaría dotado de una focalización sintomática, de una coyuntura reiterada en los poemas que tienen como motivo el hecho amoroso. De ahí que el amor ha de llegar. Su existencia nace de su presencia, de su manifestación externa. Esta retórica del movimiento asociada a la pasión amorosa necesita de una constatación. Si no el idilio recuperador, su valor como alegoría, no existe.
        Pero es que, además, su consistencia no es perenne. El amor va y viene. Desaparece. No está permanentemente sino que tiene un valor huidizo, como de aparición, como de fantasma. Su permanencia es menor que la nieve dice hiperbólicamente el poeta: “Para poco, lo mismo que la nieve”. Este “parar” poco del amor (se ha empleado referido a los animales: la parada amorosa), y esta detención, asociada al verbo “llegar” (la llegada de amor) genera una ordenada estabilización de éste conforme al movimiento y su evanescencia. A través de ese relevante juego alegórico se producen las siguientes asociaciones metafóricas: el amor es igual a la nieve (no en cuanto frialdad sino en cuanto a duración, la duración de amor), la nieve moja al ser humano (también el amor lo moja, porque es nieve, según esa identificación metafórica a la que recurre el poeta), pero pronto descubre que al mirar arriba (el amor siempre llega desde las alturas, como la luz, como todo lo profundo que genera una salud vital) ya no hay nada. El amor se ha esfumado, siguiendo el ciclo del agua se ha evaporado:
Para poco, lo mismo que la nieve,
llega el amor, si llega, a mi tejado.
Se moja el corazón bajo techado,
miro arriba y resulta que no llueve.

      Esta fuga de amor iría en las resonancias idílicas que el poeta ha construido porque sabe desde el principio que sus efectos no son permanentes. Comparece como hielo, como agua en cuanto a duración y sus resultados sólo quedan persistentes en torno a la recurrente metáfora del fuego y sus secuelas, la ceniza de amor, el rescoldo de amor, lo que resta de aquella fuga. Metaforismo textual continuado que había sido codificado muy certeramente por el poeta sevillano Fernando de Herrera, el gran cultivador de esa dicotomía léxica y semántica del fuego y el hielo. El poeta ya lo sabía, lo había advertido. No hay reservas de amor, la vida sigue su cauce, sola. ¿Y qué queda? La esperanza, el rescoldo de amor, la levedad de amor de unas cenizas en las que tal vez algún día prenda. Pero existe mucha ironía, mucha consistencia en un pensamiento. El poeta lo sabe todo. Y apela a la organización de esas cenizas, como si un sentimiento admitiera la planificación, el ejercicio objetivador de lo subjetivo, del sentimiento amoroso. Y así dirá en los tercetos finales:

De tal fuego de amor, nada. Ni chispa.
Acaso una ceniza organizada
que puede que algún día se entusiasme.
         
        El poeta asiste como observador ante esta celeridad de amor, ante la cautividad de sus respuestas y ante sus fulgores vacuos. Por eso insiste en la alegoría de la nieve/agua asociada a él en su excéntrico viaje fuera del poeta enamorado y promueve el motivo de la distancia amorosa: “Agua distante nadie se la bebe”. ¿Quién puede aspirar a beberse el amor, a ser uno con él permanentemente? Por eso nadie se la bebe, porque siempre hubo en él una voluntad de huida y de abandono. Incluso en su trayectoria crea el dolor. Siempre asociado como un oxímoron permanente de la dicha. Amor/dolor como los dos polos opuestos pero que se hacen consistentes en la pasión de los enamorados. Y es entonces, cuando se está más despreocupado, cuando el dolor se manifiesta ,cuando bajamos la guardia y creemos que su consuelo de afecto, su evocador y sistemático fulgor se va a encastrar en nosotros. Pronto nos damos cuenta que (aunque durante un momento, dice el poeta: “Que a veces logra que me pasme”) su huida forma parte de su historia, su inconsistencia, su ausencia como ejercicio vital, su alejamiento como excepción de amor. Este lo es porque dura como la nieve derretida.


         En esta coyuntura podemos encontrar la confirmación de la ternura y la memoria asociada al hecho amoroso. A su sistema de complicidades en los que se produce el ejercicio de la retórica para hablar de un sentimiento y la organización de la etopeya del ser con el que se identifica la razón de existir. Así sucede en “Hay una mujer en el sur”. El poeta quiere recordar a esa mujer, quiere desvelarnos su secreto. Mitifica su ternura hacia ella y la hace cercana. Es una oda a la mujer de ese sur. Una mujer creída y creíble. Una mujer que cree honradamente que “el párroco es un hombre que sabe muchas cosas/ y que tiene mucho talento”. Una mujer en construcción, una mujer que existe y se va haciendo todavía “agua para geranios si no llueve,/ y balcón de geranios para el que está en la calle,/ y pan de su pobreza”.
          También el poeta escribe su prosopografía, la amplificación voluntaria del sentimiento en ese recorrido objetivo-subjetivo en el que crea una tipología, una invariable voluntad de salvarla, de hacerla ella: sus ojos, su voz, sus manos, su pelo... Son el trayecto descriptivo, el accidente externo que conforma la organización a través de los símiles y las metáforas: manos temblorosas y rojas como llamas, y llenas de indulgencia; pelo como alberca cuando luna; “voz especialmente construida/ para reprender niños con dulzura”. Al culminar esta imagen de la memoria, se observa esa profunda respiración de la sangre, ese afecto recóndito que va estallando a medida que habla de esa mujer anónima, de esa mujer toda paciencia, de esa mujer humilde que acaso a nadie importe el nombre. El poeta se entrega así a su memoria, a su recuerdo, a la reconstrucción de un sentimiento desde la bondad y el afecto.
        El secreto amoroso, la intervención del silencio como recurso estético perdura con frecuencia en la obra de Alcántara al hilo de su imbricación con el flamenco y la canción popular. Fruto de ello es la soleá, una estrofa que aparece abundante en su obra literaria que delimita el terreno perceptible en su obra, el silencio de amor, presente en estos versos de Este verano en Málaga:

Que todo el mundo se entere
Lo que yo a ti te he querido
Me lo voy a callar siempre.

 


La vocación de estar muertos

 


¡Qué vocación de muerto en mi esqueleto!
MANUEL ALCÁNTARA


              La muerte ha sido una insignia para algunos escritores. En la poesía española existe un culto a la muerte que goza de muy buena salud. Su origen está muy presente en la Edad Media (lugar de muerte, encuentro con ella: las pestes, las guerras) y la tradición latina que ya en algún canto de La Eneida imprime una grata tradición lúgubre. El  cantar de los Infantes de Lara, la historia de Bernardo del Carpio, La Danza de la Muerte (que democratiza la muerte y a los muertos), las Coplas a la muerte de su padre de Jorge Manrique... son algunos ejemplos de esa extensa tradición. También los poetas del Cancionero de Baena trataron el tema de la muerte en múltiples composiciones panegíricas escritas en honor de un difunto, en algunos casos decires, compuestos al producirse la muerte de algún noble o con motivo de la expulsión de la corte: “«mudanzas de fortuna», de «trabajos e dolores», «males e pecados» de este «mundo falleçedero», o sea, de visiones de fin del mundo [...]. En estos poemas se puede notar que, alrededor de este topos, el contemptus mundi, gira una serie de consideraciones sobre la muerte representadas por un conjunto de motivos pasados de la literatura latina a la tradición”[10]. En muchos casos están asociados al memento mori y al carpe diem. Topoi que durante los siglos XVI y XVII tendrán una gran vigencia. A la lírica de Alcántara llegan vía Francisco de Quevedo.
             Sin embargo, existe una gran diferencia. El discurso de la muerte en la Edad Media surge cuando se produce un desprecio del mundo, de su contaminación por el pecado, y la necesidad de llegar a la otra vida, inocente. La muerte resuelve la ecuación del pecado original. La muerte es una necesidad de ámbito espiritual. Todo ello asociado al dolor de haber nacido, el rechazo de la belleza humana, las actividades profanas y la denigración de las riquezas, como había propuesto Inocencio III en De miseriae humanae conditionis. En consecuencia, existen unas razones históricas, pero también espirituales que en aquellos años generan ese beneplácito de la muerte.
         La muerte en Alcántara, sin embargo, tiene una proyección completamente diferente. La muerte en Alcántara tiene mucho que ver con el sentido de la vista o acaso con la lectura pero que en sí misma entraña una paradoja irresoluble, el nudo gordiano de nuestro ser o no ser: “La muerte es como un libro o un espejo/ donde uno mira y mira sin ver nunca” como dirá en el libro Anochecer en Málaga (1983). Al respecto dirá Foucault: “El lenguaje se refleja sobre la línea de la muerte: allí encuentra algo como un espejo; y para detener esta muerte que va a detenerlo, no tiene más que un poder: el, de hacer nacer en sí mismo su propia imagen en un juego de espejos sin límites. Al fondo del espejo donde recomienza, para llegar de nuevo al punto que ha alcanzado (el de la muerte), pero para apartarlo otro tanto, se advierte un lenguaje distinto - imagen del lenguaje actual, pero también modelo minúsculo, interior y virtual; es el canto del aeda que cantaba ya Ulises antes de la Odisea y antes del mismo Ulises (puesto que Ulises lo escucha), pero que lo cantara indefinidamente después de su muerte (puesto que para él Ulises ya está como muerto); y Ulises, que está vivo, recibe ese canto como la mujer recibe al esposo herido de muerte. Quizás exista en la palabra una relación de pertenencia esencial entre la muerte, la persecución ¡limitada y la representación del lenguaje por sí mismo. Quizás la configuración al infinito del espejo contra la pared negra de la muerte es fundamental para todo lenguaje”[11]. Ideas que tanto tienen que ver con la ontología de la muerte procedente de Jorge Luis Borges y que Alcántara apremia con esta trascendencia del ser en sí en su intento de explicarse su no ser.
           Pero su muerte está normalizada (nihil novum sub sole: “Lo que fue, eso será. Lo que ya se hizo, eso es lo que se hará; no se hace nada nuevo bajo el sol”, dice el Eclesiastés), aceptada pero sin esa componente judeocristiana que existe en la tradición mortuoria española. Se percibe como algo que irremediablemente sucede y contra la que el ser humano poco tiene que hacer. Alegóricamente lo escribe a través de la imagen del que se va a echar a la mar con la marea baja en el primer poema de El embarcadero. Con esas connotaciones marinas ya está presente desde La Eneida y se proyecta ad futurum en una rica tradición mortuoria:

En la lista de embarque
me miro.

¿Quién escribió mi nombre?
¿Por qué lo hizo?

(Cualquiera sabe, a
a lo mejor estaba escrito.)

        En el poema “Aviso urgente a los navegantes” (El embarcadero) la muerte es identificada metafóricamente con “una vela bien henchida”. No se escapa pues a la percepción del escritor ese momento de interacción con el agua y todos sus componentes, con los aparejos del barco, con el viaje, con la navegación, con la metonimia de la vela henchida y lo imposible de la continuidad:

Aviso a todo aquel que esté en la vida
y sienta tentaciones de guardarla:
la muerte es una vela bien henchida,
¡nadie puede vivir para contarla!

        La muerte como viaje es, por tanto, un tema recurrente y antiguo que se ha prodigado en la literatura del XX. Sin ir muy lejos, por ejemplo, para la Nobel chilena Gabriela Mistral “la muerte es una metáfora del viaje y del desplazamiento. Nuestro concepto metafórico básico para leer a Mistral puede ser, de hecho, formulado de esa manera: la muerte es un viaje (...) El concepto metafórico «la muerte es un viaje» se convierte, de este modo, en una especie de supra metáfora que, en vez de indicar el término o el fin de la vida, constituye el origen del lenguaje”[12]. Pero, como dice Pellegrini, también deviene un lenguaje, una proyección lingüística y léxica, como también sucede en Alcántara que encierra en su lenguaje profundamente metafórico la esencia de ese silencio al que se refería el filósofo francés Jankélévitch.
        La muerte es un acto obligatorio y previsible que impone su dictadura pavorosa. Desde sus primeras obras está presente. Por ejemplo, en el poema “Biografía” de Manera de silencio (1955) dice: “Ser hombre es una larga historia triste/ y un buen día se acaba”. No existe en este caso concreto nombramiento alguno, pero no hace falta, está ahí como colofón, como fin de esa historia humana y triste. Mucho tiene que ver, a mi entender, con las condiciones de la posguerra española, el pesimismo reinante y la situación mundial con una guerra reciente..., pero, sobre todo, con las conmociones o sacudidas personales, íntimas e intransferibles; en definitiva, con su visión personal como individuo pensante ante ese fatídico desenlace.
         Durante los años en que Alcántara gesta su obra poética la muerte está muy presente y actúa como un fuerte imán para las conciencias que intentan abrirse paso ante el mundo que les rodea. El memento mori (recuerda que has de morir) es consustancial a toda su producción lírica. El existencialismo sartreano está de moda con toda su carga de náusea. No obstante, a lo largo de su vida, Sartre acabará comprendiendo a la muerte y aceptándola. Su compañera durante tantos años, Simone de Beauvoir,[13] se refería en su obra narrativa La ceremonia del adiós a los últimos años de Sartre y al sentido que le daba al fin de la existencia y afirmaba que a Sartre no le inquietaba la muerte a la que ya hacia el final de su vida presentía sin angustia, con resignación y confianza: “Y la rebeldía contra un destino que no podía modificar le parecía vana. Todavía amaba la vida con ardor, pero la idea de la muerte, cuya llegada aplazaba hasta los ochenta años, le era familiar. La aceptó sin poner trabas, sensible a las amistades, al cariño que lo rodeaba y satisfecho con su pasado: «Se ha hecho lo que había que hacer»”. Creo que Alcántara avalaría estas palabras con las salvedades que se quieran y con los matices que hemos de constatar en lo que sigue. También él acepta la muerte, vive rodeado de afecto y creo que está satisfecho con su pasado. Esta aceptación se evidencia desde el principio en algunos de sus versos, como los correspondientes a “Vivir” de Manera de silencio: “Qué le vamos a hacer. Si bien se mira,/ con el día y la muerte estamos todos”.
        Pero, a pesar de estas condiciones contextuales que exteriorizan su mantenimiento, su persistencia del hecho mortuorio en su discurso poético a lo largo de los años, va más allá de una coyuntura histórica, su concepción filosófica sobre el último momento surge de la condición misma del ser en sí de Alcántara, de su visión existencial y de la resolución de ésta. Es una visión muy personal, nunca impostada de otros, a pesar del influjo que en su visión pueda existir o en sus contaminaciones.
           En el soneto “El vino de los muertos” de Manera de silencio nos habla en el primer cuarteto de la determinación, el fatum, que persigue a todo lo vivo. Comienza con un enigmático “Recuerdo el porvenir”. Esta antítesis temporal manifiesta la desembocadura en La Estigia y sus previsiones: todo está claro, ya se sabe lo que  vendrá y como si nos anticipásemos en el pasado. De ahí el concepto de recuerdo. Se recuerdan acontecimientos perfectivos pero no los imperfectivos. A través de este fuerte oxímoron (recordar lo que vendrá y no lo acaecido), imprime un manifiesto sello de impotencia ante lo que vendrá: lo sabido porque ha llegado desde los primeros tiempos: “Recuerdo el porvenir”. Y añade, para reafirmar esa insistencia temporal en la muerte: “Todo se sabe”. ¿Cuál es la razón de esa sapiencia? ¿Cuál es esa asociación defectuosa del tiempo futuro como pasado?: la historia de lo esperado es una historia sabida, porque la muerte organiza todo para hacernos perder lo que fuimos. El misterio de la muerte es como la del amnésico: apoderarse del olvido (en términos cernudianos), perder la posibilidad de recordar lo que fuimos: “Sé que vengo/ desde un antiguo olvido donde estuve”, dice Alcántara en los últimos versos del soneto “Retorno”, que ya en sí expresa la vuelta hacia el silencio, hacia el olvido de donde salimos. En consecuencia, no ser es haber perdido la memoria. Y “la muerte empezará por la memoria”. Si la vida es la depositaria de la palabra, del recuerdo. Ella, la muerte, es la depositaria del no, del silencio, del olvido: “En los vastos jardines sin aurora”, dirá Luis Cernuda.
           No en vano se titula Manera de silencio su primera obra. Así, en uno de sus poemas, “Retorno”, crea la imagen de que la existencia es un tránsito (una historia)[14], entre dos silencios: “De un silencio he venido. Temo a veces/ que se llame silencio quien me escriba”.
           Alcántara duda de las metáforas, duda del alma -esa ave del poema que volará, “dicen (mucha duda cabe)”- pero no duda del poder arrebatador de la muerte. De su asociación perfecta con el correlato de la memoria, su otro yo: el olvido: “Lo aterrador de la muerte son los objetos tangibles que deja desperdigados tras su paso devastador, ropas familiares, cartas recibidas, fotografías en desorden, libros subrayados, frascos de perfumes a medio consumir... lo que perturba de la muerte es el modo incierto en que impone el recuerdo, primero como una obsesión, para diluirlo luego, de forma imperceptible, hasta que un día nos desposee por completo de la efigie de los que se han ido". Primero el recuerdo, luego el olvido. Así lo constata el artista Boltanski,[15] obsesionado por encontrar una respuesta a esa transición. Si la memoria es portadora de la palabra, la muerte lo es del silencio. Y así comienza Alcántara el primer verso del primer terceto: “El silencio vino de los muertos”. Un silencio de camino, como si el olvido fuera algo que tuviera movilidad, como si la muerte fuera algo que se sostiene sobre el movimiento y no sobre el reposo. Pero ahí está la metáfora de lo que llega, del muerto que llega. Al respecto el filósofo francés Vladimir Jankélévitch[16] en su obra La mort la define por su total sigilo, silencio sobre silencio, pilar de la "absoluta apoesía" . E incluso en la filosofía hay carencias para hablar de ella.  Años después de publicar sus reflexiones, y consultado sobre la posibilidad de pensar la muerte, Jankélévitch dice en Penser la mort[17] que esa tarea es posible sólo escribiendo un libro sobre ella.
        Esta aplastante dictadura de la amnesia vital le impele al escritor a identificar la vida con una trayectoria (un camino, río, jornada... en el lenguaje de Jorge Manrique, Antonio Machado, Miguel de Unamuno o León Felipe, y que tanto tiene que ver con el tópico peregrinatio vitae), y a no darle la menor importancia pues su finitud al término deviene olvido: pocos recuerdan al cabo las facciones del muerto, si acaso por fotos, pero la memoria también deja una pátina fría sobre ellos. Lo trascendente, en consecuencia, es el silencio, esa ocultación de la memoria, el olvido: “Tenerse que morir, eso es lo grave”, dice en el último verso del cuarteto.
       En “Oración” (Manera de silencio) emplea la metáfora “víspera” para identificarla con la muerte. Esta componente temporal, la asociación de la muerte al tiempo es permanente y añade nuevos efectos complementarios a su simbología. ¿Por qué la muerte es una víspera? ¿No es acaso definitiva? ¿Víspera de qué? Víspera es lo inmediato, lo que anuncia y antecede a otro día. Quizá haya una nota de esperanza en la otra vida al afirmar esta identificación metafórica. Así en el soneto “Retorno” dice en el primer verso del segundo cuarteto: “Este ir hacia una luz definitiva”. ¿No nos anuncia acaso esa eternidad, esa eternidad en Dios? Y en el terceto afirma: “Ninguno sabe si es que muere o nace”. Es la misma idea observada desde otra óptica: para los ascetas, para los místicos, la muerte es la vida, es la muerte en Dios, la resurrección y la pérdida de este valle de lágrimas que es la existencia para ascender a la otra vida, el vuelo del alma[18] de San Juan de la Cruz... En el poema “El poeta pide por su voz” (Manera de silencio) se produce la metonimia de la voz como parte del todo (el hombre) y se pregunta el poeta –siguiendo la abundante bibliografía del vuelo de altura- “¿quién le presta las alas para el vuelo?”. con lo que conecta evidentemente con esa rica tradición que nos llega desde el siglo XVI y se proyecta en toda la historia de la literatura hasta convertirse en un evidente tópico literario.
         En el poema “Yo tuve el corazón capaz de lluvia” (de Anochecer privado)  es definida  a través del símil del “libro o un espejo donde uno mira y mira sin ver nunca”. Una definición precisa y rigurosa, pues como libro en ella se encierra una historia que se va construyendo en legajos cotidianos; y como espejo, es un espejo vacío, un espejo donde acaso se oculte el misterio de la eternidad o el de la nada. Y siempre es vista con la oscuridad de su ignotismo, de no saber a qué atenernos con ella, a qué muerte atenernos. Su cercanía es una forma de que no quepan las dudas, de que todo se restrinja a un monólogo fúnebre.
         La muerte no será, por tanto, algo en sí y definitivo, sino también un paso para el encuentro con Dios. Sin decirlo lo está afirmando, a pesar de sus dudas. Y así dirá: “Sigo esperando como siempre”. Y en “Arcángel de pereza” insistirá: “Para después marcharse adonde sea”. ¿Hay un lugar después de la muerte? ¿Adónde va el alma de los muertos? No obstante, como en Unamuno, la duda persiste, aunque a veces resulte todo bastante más claro como cuando inicia el poema afirmando que es “un hombre de tierra” (también Góngora[19] lo había afirmado cuando dijo en uno de sus sonetos fúnebres: “Tome tierra, que es tierra el ser humano”) y la tierra es el fin o el aire...
             En otro momento, nos referíamos a la “Canción 2” y a la “Canción 4”(El embarcadero) como formas del acercamiento a la muerte; en el primer caso, con connotaciones musicales: “Cuando yo me haya ido/ -qué triste que yo me vaya-/ de esta madera mía/ que hagan una guitarra” ; y en el segundo, con el tema del sueño de la muerte y connotaciones irónicas: “Cuando termine la muerte,/ si dicen a levantarse/ a mí que no me despierten”. En uno el poeta es metonímicamente madera para construir una guitarra. Existe ese componente melodioso presente en el hombre como hondura con notas musicales. En la esencia del ser parece hallarse la propia música. El hombre es música y el espacio que ocupa madera de esa guitarra. Es una imagen consustancial al flamenco que asume el valor intrínseco del ser humano como algo armónico. Koelsch[20] ha llegado a decir que “el ser humano necesita la música, es musical. Así como el hombre puede amar y su cerebro está equipado para el lenguaje, lo mismo sucede con la música”. Esta relación que desgrana Alcántara es la esencia, pues, de la muerte y la música. Su utilidad estará en su capacidad para engendrar esa música a pesar de esa ida.
En el otro extremo, alude al final de la muerte. Lo que anunciaría la inmediatez de la resurrección. Sólo ésta puede asumir su presencia cuando aquella sea derrotada; sin embargo, asoma ahora una pasividad descreída del autor ante esta posibilidad.
            El poeta, que pudiera creer en la resurrección a tenor de ese pleonasmo de la muerte, sin embargo, la ignora, quiere que no vaya con él, que lo dejen ya, definitivamente, tranquilo: “No se incorpore la sangre/ ni se mueva la ceniza/ si dicen a levantarse”. Metonimia del hombre (sangre y ceniza)[21] que idealiza ese ser vivo y muerto. Precisamente, una de las obras de teatro de Alfonso Sastre llevaba ese título “La sangre y la ceniza”, donde recoge los procesos que sufrió Miguel Servet durante el siglo XVI y que lo condujeron a morir en la hoguera, en la Ginebra calvinista. También en uno de sus poemas Walt Whitman habla de sangre y ceniza. Rubén Darío en el poema “A Colón” dice: “Al ídolo de piedra remplaza ahora / el ídolo de carne que se entroniza,/ y cada día alumbra la blanca aurora / en los campos fraternos sangre y ceniza”. Es un tema recurrente, pero nos importa la negación a seguir toda vez que la muerte ha conseguido su objetivo. Si se alcanza la vida eterna y la muerte sucumbe, no desea incorporarse más y acepta, y se conforma con su silencio, con su muerte: “Que yo me conformo siempre,/ y una vez acostumbrado/ a mí que no me despierten”. Sin embargo, en otro poema, “Soneto para pedir tiempo al tiempo” asume que se despertará cuando llegue el momento: “Cuando me despierte,/ no sé si habré hecho bien en despertarme”.
      En los diez sonetos del apartado “Tarde” (El embarcadero) la muerte sigue manteniendo su apariencia aunque sea a horcajadas en diversos poemas y secuencias. Por ejemplo, en el “Soneto para pedir por los amigos muertos”, en el que ansía morir (irse por el “atajo de morirse”) para poder estar con sus amigos siempre. Es un hermoso canto a la amistad que en pocas ocasiones le he leído a unos cuantos poetas, quizá por su ensimismamiento en el narcisismo interior. Alcántara hace un hermoso canto lleno de resonancias de Miguel Hernández: “Estoy más agujero cada día,/ más desierto y más loco con mi tema;/ ellos me dan su luz como sistema/ apagado que alumbra todavía”. También en “Soneto para pedir tiempo al tiempo” se presenta la muerte como la que interrumpe cualquier ilusión y reivindica el no entusiasmo por nada, en una línea que podría acercarlo claramente al estoicismo con el que posee evidentes relaciones desde el punto de vista de su filosofía vital: “Porque sé que no debo entusiasmarme/ con cosas que se acaban en la muerte”. Todo se acaba con la muerte. El estoicismo que cultivarían Séneca, Epicteto, Marco Aurelio, Quevedo... El principio de la ataraxia, tan querido para ellos, puede estar en la esencia de su conformidad vital y su pasividad militante, donde existiría ese logos que todo lo explica y una red de causas-consecuencias que justificarían cualquier muerte. Así, por ejemplo, para Marco Aurelio, la muerte es inevitable y estamos destinados a ella pero, igualmente, la vida, la fama, la riqueza, la pobreza, el dolor o la alegría forman parte de nuestro destino. Nada ocurre fuera de la Naturaleza; luego, nada ocurre fuera de los designios de las leyes del Universo. Todo tiene un sentido y una razón.
         Sin duda que siempre en la lírica de Alcántara la muerte va asociada al tiempo. Uno de los poemas en donde está más presente es en “Las doce menos cinco” (El embarcadero). Desde una ironía inicial avanza en esa dualidad persistente y contrastada: la vida es un camino (nada nuevo) y la muerte que “siempre está dándonos voces”. Una metáfora con la que alude a su inquebrantable manifestación, en este caso a través de la imagen sonora que proyecta su reconocimiento y su necesidad de ser tenida en cuenta. A pesar de que siempre se anunció como algo que llega en silencio y su presencia enigmática, como lugar de encuentro con la traición, la afonía y el mutismo. Aquí no, aquí la muerte da voces, muy a pesar de que Alcántara, parodiando las greguerías de Gómez de la Serna diga: “Me he muerto y no lo sabe mi chaqueta”. Con lo que de nuevo el silencio y la muerte se identifican de consuno.
           En su pensamiento parece detenerse con fuerza la idea propuesta por Pierre Corneille: “Cada instante de la vida es una paso hacia la muerte”. Un pensamiento que se inserta claramente en el Barroco asociado al vanitas vanitatum.[22] Y por ello decíamos que la muerte se presenta como el único sobrecogimiento cierto, y en Ciudad de entonces insiste en que camina siempre con uno: “Ninguno sabe si es que muere o nace./ Nadie nos dice nada, pero tengo,/ lo sé, mi fin en mí, como la nube”. Somos vida y muerte en nosotros mismos, somos un principio de contradicción. Llevamos con nosotros la vida y la muerte de consuno. Así dirá:

Futuro ciudadano de la muerte (...)
Lo único que tiene ya seguro
                                      es que va para muerto.

          Ir para muerto es una idea inmanente en el estoicismo. La muerte forma parte de nosotros mismos. En nuestra esencia se conforman, existen al unísono la vida y la muerte. Ésta no ajena a nosotros, sino que es parte de nosotros mismos, y camina con nosotros, y cuando menos lo esperamos se manifiesta, se hace presente, alcanza su estadio de existencia con resolución. Esta idea está muy presente en “Radiografía” (de Ciudad de entonces) cuando dice:

Detrás del bien urdido parapeto
de músculos, tejidos y alegría:
tras la provisional cristalería
de las venas, reside, hondo, el secreto.

¡Qué vocación de muerto en mi esqueleto!
en el cliché de la radiografía
he visto el que seré –quién sabe el día-
el día en el que Dios me ponga el veto.

          El poeta, al contemplar la radiografía, está contemplando al muerto que lleva dentro. El muerto que será llegado el día.
          Siempre con silencio, pero siempre presente. Una idea que llega, como decimos, de Quevedo, que ya lo había dejado muy fehacientemente expuesto en algunas reflexiones del Sueño de la muerte: “La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertes de vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la muerte y lo que le sobra a la sepultura”. La muerte va con uno, es uno mismo. No hay un concepto ajeno que nos invade. La muerte no es una situación, un ser extemporal, alguien ajeno. En términos unamunianos, la muerte no son los otros, la muerte es uno, es algo en sí, que existe en la misma naturaleza humana y nos acompaña siempre sin manifestarse hasta que lo hace. Nosotros, pues, somos la muerte. Por tanto, el concepto de ser un muerto ab initio y formar parte nuestra muerte de nosotros como viajera a lo largo de la existencia es evidente en Quevedo y también en Alcántara que insiste en diversos poemas en esta misma idea. Al respecto dirá Gómez Yebra: “Se diría que la muerte, como algo conocido y aceptado de antemano, está desprovista de connotaciones negativas (...) Está dispuesto a vivir con la muerte a cuestas, sin olvidarla, pero sin dejarse amargar con su presencia”[23]. No es exactamente que esté desprovista de negatividad, sino que está aceptada plenamente como hemos dicho antes, aunque en determinados momentos se muestre en lucha (lucha agónica) con su supuesto Creador o Hacedor.
          Así esta impertérrita presencia de la muerte actúa como un aldabón de la conciencia, como una losa, como una rémora que impidiera al escritor completar la existencia con un optimismo cierto, en el sentido manifestado, verbigracia, por Leonardo da Vinci. Hasta el punto de que puede dar igual que la muerte nos separe o nos una a nosotros mismos, como alguien que organiza nuestro final, que decide si hacernos partícipes o no de nuestro final: “Empieza a darme lo mismo/ que la muerte me separe/ o que me junte conmigo”. Ahora ya no es una con nosotros, sino que tiene ahora vida propia, decide, crea... En una tradición que procede claramente del cristianismo y toda la tradición judaica en la que tuvo sus cuarteles de invierno. En estos versos la muerte actúa, resuelve, define nuestro no ser; pero al poeta ya le da igual que la muerte opere produciendo esa dicotomía en el interior del sujeto, ese desdoblamiento vital.
           En este “empieza a darme lo mismo” radica la esencia última del poema “Arcángel de pereza” (Manera de silencio). El poeta aspira a la pereza (la absoluta pasividad, el no hacer nada, el no sentir nada) como una respuesta ante lo que llega. Esta concepción de la pereza como retórica del ser en sí tiene una historia literaria significativa si nos retrotraemos históricamente a su origen, el nacimiento del derecho a la pereza. Recordemos que Le droit à la paresse[24] fue una respuesta de Paul Lafargue ante el statu quo reinante en las sociedades decimonónicas y ya en el XX lo reivindicó en su canción el músico Georges Brassens, y después Georges Moustaki... Alcántara  requiere el derecho a la pereza e imagina, a través de una serie de recursos metafóricos que devienen una evidente alegoría sobre la vida y la muerte un arcángel de pereza  indiferente, un arcángel que  enseña términos como “inútilmente” o crea la bella metáfora “el metal del desaliento”, arcángel de desgana..., pero ello no impide la ausencia de conocimiento y las llagas del corazón, la fatiga de sentirse muerte, el cansancio...: “No llegaré a ninguna parte/ con este corazón de mala muerte”. Hay un cansancio de esta cantinela de la existencia y todos sus resortes finales y la aspiración a la pereza, por un momento, son la necesidad de olvido, aunque los  versos siguientes nos anuncian que la lucha es agónica y el sufrimiento del corazón evidente.
             Interconectado con ella está también el tema de la vida eterna interpretado como “poder seguir viviendo”. Alcántara manifiesta en numerosos escritos esta presencia de la idea de la otra vida, pero en muchas ocasiones, como sucede en “La norma de los espejos” (de Este verano en Málaga) no apuesta por ella: “Yo no me puedo creer/ que los muertos no se mueran/ y que sigamos después”. En otros la afirma a través de una perífrasis en mayúscula: “Y en que después de nuestra muerte/ empezará la Edad de las Respuestas” (del poema “Oración” en Ciudad de entonces). No lo niega totalmente, pues, (“Yo no me puedo creer), pero hay un impulso racional que le impele a no admitirlo, lo sugiere, lo cree. El tamiz de lo racional siempre invade los presupuestos teóricos de Alcántara que deja muy poco a lo etéreo o a lo hermético o esotérico.
          La muerte es una sombra, la muerte es un estado de conciencia que le impide ser en plenitud: “Nuestra principal angustia es la muerte”[25]. Una idea que es obsesiva en su obra: “Sólo se me ocurre a mí/ pasarme toda la vida/ viendo la muerte venir”. Sabe que es un pensamiento persistente y, a veces, se rebela contra él, pero le viene una y otra vez. Y siendo consciente de ello, porque su pensamiento siempre se mueve sobre supuestos cartesianos, también genera un recurso dialógico con su propia conciencia. Y aún siendo consciente de que la muerte camina con nosotros, es nosotros, a veces, sin embargo intenta verla desde lejos, contemplarla con distanciamiento, como algo ajeno a él, percibirla en la lejanía y desear que ésta llegue como algo foráneo o, al menos, sin darse cuenta, sin ser consciente de su presencia. Una venida que se agita en su interior permanentemente. En el poema “No pensar nunca en la muerte” (de Este verano en Málaga) lo deja perfectamente diáfano:

No pensar nunca en la muerte
y dejar irse las tardes
mirando cómo atardece.
(...)
Y morirme de repente
el día menos pensado.
Ese en el que pienso siempre.

          En consecuencia, existiendo una comprensión vital y una comprensión mortuoria, también se produce una negación, una obsesión selectiva que diezma el día a día del poeta hasta convertir la historia de su vida en un alegato permanente con la oscuridad del último día. A veces la muerte conecta directamente con los principios que ya había fijado Calderón de la Barca en su obra La vida es sueño (“Vale lo que su sueño”, dice Alcántara, y en otro momento –En el poema “Las doce menos cinco”- dirá: “La vida es un camino (...) La muerte siempre está dándonos voces”). De nuevo la pesadilla de su presencia.
           En otras ocasiones, Alcántara extrae su fina ironía (más presente en la prosa que en el verso; aunque en las soleares no es extraña su presencia) y la explicita en estos octosílabos: “Cuando se acabó su vida/ el muerto le dijo a Dios/ lo que se da no se quita”. (de Este verano en Málaga).  La muerte está asociada a la tristeza de Dios, como una dilucidación de su existencia: “Averigua quién te dio/ esas ganas de morirte/ ha tenido que ser Dios.// Ha tenido que ser Dios/ un día que estaba triste./ No tiene otra explicación”. Dios, ese otro gran enigma en la poesía de Alcántara, como creador y engendrador de todo, como el que resuelve o anula nuestra existencia con su humana tristeza, con su humanidad deífica. O como en su momento decían los existencialistas, como El que se desentiende de nosotros: “La filosofía existencialista dice que el hombre está atrapado en este mundo sin salida y que Dios ya no presta atención”[26]. No sólo no le presta atención Dios sino que es el responsable de las ganas de morir del poeta.
          En cualquier caso, en las soleares de Este verano en Málaga existe una invariable asunción del poder de la muerte, de su impasible presencia llena de matices. Incluso nos comunica la idea de que aunque no le guste algunas cosas de la vida, sin embargo le gusta vivir (idea que vuelve a repetir en otro momento: “Y qué más quisiera yo/ que quedarme siempre aquí”), por lo que hay una consistencia esperanzadora que ya pusimos de manifiesto en su momento; a pesar de que acto seguido, en una quintilla diga todo lo contrario y hable de las ansias de morir (avisando que no acepta el suicidio) aunque se tenga que aguantar:

Ganas de llorar por mí
y también por los demás.
Y estas ganas de morir
que me tengo que aguantar
Hasta que me toque a mí.

       Pero no es la presencia aterradora de la muerte como causa de pavor. No. Entiende su representación. La comprende. Sin embargo, la preocupación mayor no es tanto por ésta sino por el dolor, el sufrimiento: “Como me tengo que ir/ aspira a tomar el sol/ y que no me hagan sufrir”. Llama la atención que sea la viveza del octosílabo la que inunda de aire mortuorio esta soleá, sin embargo, no hay que olvidar que las Coplas de Jorge Manrique también usaban el octosílabo, si bien en alianza con el quebrado. Lo digo porque en muchas ocasiones, la solemnidad de un tema tan trascendente como la muerte había aparecido con frecuencia en el endecasílabo[27]. Siendo la soleá[28] una combinación métrica propia de la lírica popular andaluza (conocida también como terceto gallego o celta) ha tratado con frecuencia el tema del desengaño y la soledad, y en menor medida el tema de la muerte; no obstante, ésta se encontraba muy arraigada en el poema del Cante hondo de Manuel Machado[29], en Antonio Machado, Salvador Rueda, Manuel Altolaguirre... y, en general, en los cantes flamencos. En la poesía de Alcántara se recoge esta tradición los Machado por su poder de síntesis conceptual en un reducido número de lexemas: no existe una paráfrasis constante para expresar el valor de invalidez de la muerte sino que su claridad mental en torno al proceso procura constreñirla en un pensamiento directo, claro y conciso que lo acerca mucho a una poética del silencio que, en otros momentos, no se compadece con la concentración de pensamiento de las soleares. En muchas de las soleares de Este verano en Málaga, la muerte acude rauda a prestar su ayuda estética, su sonido concentrado en los octosílabos.
       Aunque la muerte en su obra opera como un principio subjetivo, es decir, su propia muerte como problema o como solución (de las dos formas surge en su obra), en otros momentos surge una muerte objetivada, una muerte ajena, la muerte del que observa la historia de una patria y en ese momento, la muerte es de los otros. Se observa con distancia, se estudia, se objetiva. El caso más evidente se encuentra en el poemario Plaza Mayor cuando en algunos poemas trata de reconstruir la historia de España y se inserta en la tradición del regeneracionismo español que llega desde el 98. Alcántara cree que nuestra historia, la de los españoles, está transida de muerte y de muertos. Por ejemplo, en “Por Toledo y Ávila” enumera una serie de imágenes, nombra ciudades de España y ofrece emblemas pero la tendencia a la consistencia, a la síntesis que opera sistemáticamente en su obra no le cabe la menor duda y la define de este modo: “Olivares y muertos,/ España”. Una idea sobre nuestra historia, nuestros encuentros y desencuentros en la que cree profundamente y sobre la que sostiene las bridas líricas de Plaza Mayor: “Digamos en relación a España, en un inciso que bien merece un epígrafe, que, como los poetas sociales de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, también Alcántara presenta España como problema”[30].
          Somos un país de muertos, un país de muerte, un país de derrotados y de derrotas que se sostienen sobre la sangre, por eso exclama: “Tantos muertos, ¡a ver quién los levanta!”. Y más adelante, siendo consciente de la memoria de sufrimientos que ha vivido este país, resume su compromiso social y su denuncia ética en estos versos que reúnen el balance de una historia en “Sin salir de casa”:

No nos hace falta salir de casa para
Hacer balance de lo nuestro:
Una meseta digna y desollada,
Unos trigales y unos hombres,
Con sus ríos, con su sol y sus montañas,
Desempolvando muertos incunables...

       Pero esta objetivación del tema de la muerte aplicado a la historia de España encuentra también un correlato subjetivo cuando el poeta hace referencia a la memoria de lo hecho, los deseos, el cansancio vital y como algo inexorable surge un lenguaje al que nos tiene acostumbrados: lo inexorable de su existencia. Al poeta lo define como “ciudadano de la muerte” y añade: “y lo único que tiene ya seguro/ es que va para muerto”. El ir para muerto es una forma de expresión popular que recoge perfectamente esa idea muy presente en Manrique y los que lo imitaron del valor intrínseco del camino del vivo como encuentro con la muerte. El valor del recorrido vital y su fin.


A modo de breve aproximación al mar, imagen de la eternidad

  

         No se puede hablar del mar en la obra de Manuel Alcántara sin sobresaltarse. El mar o la mar, en femenino, como le gusta llamarla, es un constante arrebato en su obra. El sobresalto de la vida, el sobresalto de la cercanía y quizá la aspiración a esa eternidad       que no tendremos. Los seres humanos acaban siendo antepasados pero el mar se hallará presente, rubicundo y dominador siempre en la obra de Alcántara: “Si para Jorge Manrique el río fue una metáfora de la vida, para Manuel Alcántara el mar habla del hombre, de su estado vital: «Por la mar chica del puerto/el agua se pone triste/ con mi naufragio por dentro»”[31].
        Aunque haya vivido en Madrid mucho tiempo (y lo haya alternado con Málaga) la mar  tiene en su obra una presencia sublime y constante. Forma parte de una necesidad de visionar la realidad y hacerla trascendente.  En ese camino la contemplación, la mirada, sostiene un emblema que condiciona esa puesta en función del mar. La mirada medita entonces sobre él y aparece su hipnosis de sirenas y olas que se precipitan desde poniente:

Ya no van mis ojos
A la playa aquella;
Ya no van mis ojos
A contar la arena.

          En este poema, titulado “Playa 79”, dedicado a Maria Pepa Estrada[32], Alcántara sostiene su interpretación de la mirada como el instrumento retórico que permite adentrarse en el mar. El no ir a la playa (como metonimia cotidiana de ese mar de tierra) se identifica con la unidad en los ojos. Es decir, no tiene sentido el mar, en tanto los ojos no existen. Una sin otro no tiene sentido. Los ojos cuentan la arena, los ojos miran los barcos, pero también los ojos hablan con el viento, en esa metáfora sinestésica que produce una amplificación de sentidos y, en última instancia, el convencimiento de que sólo tiene significado el mar si alguien lo contempla, lo oye o lo toca: vista, oído y tacto. Hay una necesidad de interacción emocional, de compañía y de diálogo con el mar, un diálogo con la vista, sí, pero también con el resto de los sentidos. Así decía Alcántara sobre esa voluntad de mirada: “A mí el mar me produce un estado hipnótico. Yo todos los días miro al mar. No sólo lo miro, sino que lo oigo, y no es que esté atareado con altos pensamientos, sino que lo contemplo como una especie de imagen de la eternidad, y muchas veces pienso que éste se queda aquí cuando yo me vaya. El mar como lo más parecido a lo eterno”[33].
        Él lo está definiendo como una contemplación que necesita ser oída, pero también transcendida. Y en ella hay una dimensión temporal necesaria. La asociación con la metafísica de la vida y la muerte: nosotros nos iremos pero la mar seguirá ahí, monologando, perpetua, sin principio ni fin. Ya dijo Cicerón  dijo que el tiempo es una cierta parte de eternidad. Pero quizá la frase que sin duda revela este sentido de eternidad asociado a la mirada es la que decía Paul Celan: “Ciégate para siempre: también la eternidad está llena de ojos”.  De modo que convendríamos con Alcántara en que ese mar, símbolo de la eternidad también está lleno de ojos. El motivo de la contemplación tiene mucho que ver con el tiempo, con la vida observada frente a la muerte presente. El mar no acabará nunca frente al poeta que sí lo hará: “El mar nunca podrá morir; pasará el tiempo, desaparecerán los hombres y permanecerá. Ver el mar produce en mí un estado de hipnosis; lo reconozco como un trasunto de la vida”[34]. 
        Se crea, pues, una suerte de lógica-argumentativa en la que el mar es planificado en la mente del poeta unido a su existencia y a su visión.  De nuevo en el poema “Llueve en el mar”[35] surge, reiterativa esa imagen de presencia/ausencia asociada al mar y al poeta:

En el mar llueve a mares. Me despido
de los rápidos días de la vida,
que nadie vuelve a ser cuando ha sido

y sé que no veré nunca este puerto
ni escucharé esta lluvia repetida
como el que oye llover y no está muerto.

         Una despedida de la existencia en el mar, tomando como testigo un día de lluvia en él, agua sobre agua, eternidad sobre eternidad. Se despide de esos rápidos días de la vida junto al mar con gran melancolía, sabiendo que no verá más su puerto. Decía Juan Ramón Jiménez –al que vemos en ocasiones en los poemas de Manuel Alcántara- en su extenso poema Espacio que el mar “fue mi cuna, mi gloria y mi sustento; el mar eterno y solo que me llevó al amor”; y del amor es este mar que ahora viene a mis manos, ya más duras, como un cordero blanco a beber la dulzura del amor”. El concepto de eternidad, como en Alcántara, pero también la asociación con el amor, la vida nueva, el paraíso primero.  Así lo constata Mercedes Juliá[36] cuando dice que “El mar se presenta en este poema (se refiere a “Espacio”) como motivo con variaciones: es vida y es muerte; simboliza el paso del tiempo y la eternidad. El mar, al repetirse en múltiples combinaciones a lo largo del poema, va tejiendo lo diverso (...) Un poco más adelante, en la misma estrofa, el mar se relaciona con la vida y la muerte («El mar está lleno de muertos») y pasa, acto seguido, a la resolución de estos conceptos. El mar es vida y muerte y conduce al amor”
        En “Aviso urgente de navegantes”, sin embargo, el mar, como en Juan Ramón Jiménez también estará asociado a la muerte  de los marineros y, a través de la metáfora el mar es definido como “esfuerzo hereditario” o “un arrepentimiento azul, diario”, con lo que está generando una asociación fundacional con ámbitos de tipo caracteriológico o psicológico: el mar como esfuerzo, pero también como arrepentimiento; esfuerzo y arrepentimiento que mucho tiene que ver con la lucha de la vida. Se ve incluso como “campamento de Dios, estambre y mina/ para la flor y el cobre de la nada”; con lo que establece asociaciones de tipo simbólico  con elementos de la naturaleza, con la omnipresencia y ubicuidad divina. En estos versos existe mucho de pensamiento decadente, de imposibilidad de que la travesía sea oportuna y favorable. Así dirá:

La esperanza del mar ha naufragado
dentro del hondo azul de su paisaje.

         Pero no es la esperanza del mar lo naufragado sino nosotros los náufragos. Aunque es verdad que, en otros momentos, se produce la consistencia de inmortalidad con una capacidad para seguir navegando.



F. MORALES LOMAS, TEODORO LEÓN GROSS, MANUEL ALCÁNTARA Y JUAN GAITÁN 











[1] Canales, A. (2003): “Un altísimo poeta” en Manuel Alcántara, Ateneo del nuevo siglo, núm. 4, enero, pp. 16-21[17].
[2] Canales (2003: 19).

[3] Para el DRAE el amor puede ser un Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser, o bien, Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para convivir, comunicarnos y crear...
[4] Fue publicado en la revista Caracola, núm. 47, septiembre de 1956.
[5] Los pitagóricos crean una cosmología que tiene en su centro los números y la música. Anunciaron que el Cosmos estaba compuesto de nueve capas o esferas cada una de las cuales correspondía a un astro (Tierra, Luna, Sol, los cinco planetas hasta entonces conocidos y la esfera de las estrellas fijas), más otra esfera añadida, la "anti-Tierra", necesaria para cuadrar las cuentas y dar sentido al 'tetrakto', aunque esta esfera era puramente inventada. Además, cada una de las esferas emitía su propia música, su particular tonalidad (de ahí parte la idea de la "música de las esferas"), a medida que giraban alrededor de la Tierra.
[6] Morales Lomas, F.: La lírica de Valle-Inclán. Sistema rítmico y aspectos temático-simbólicos, Universidad de Málaga, 2005, p.
[7] García Velasco, A.: “La poesía de Manuel Alcántara, «una manera de silencio»”, Ateneo del nuevo siglo, núm. 4, 2003, pp.70-81 [72].
[8] Ibidem, p. 78.
[9] Op. cit., p. 79.
[10] Potvin, C.: “La vanidad del mundo: ¿discurso religioso o político? (A propósito del contemptus mundi en el Cancionero de Baena”, [en línea] Dirección URL: <http://216.239.59.104/search?q=cache:iH6tpJBev-kJ:cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/08/aih_08_2_056.pdf+%22la+muerte+en+la+literatura+espa%C3%B1ola%22&hl=es&ct=clnk&cd=7&gl=es> (Consultado el día 3 de junio de 2008). Esta serie de composiciones de F. Manuel de Lando (277, 278), R. Páez de Ribera (289 bis, 298), D. Martínez de Medina (331 / 533) , G. Martínez de Me- dina (332,'333, 336, 337, 338, 339, 340), G. Pérez Patino (351, 352, 353, 356), F. Diego de Valencia (510, 515) y F. Sánchez Talavera (529, 530, 531, 532) constituyen de manera directa (es decir mencionada en la rúbrica) o indirecta, unas quejas «contra el mundo» y por consiguiente, una incitación a dejarlo.
[11] Foucault, M.: El lenguaje al infinito, Ediciones de Dianus, Córdoba (Argentina), 1986. También hay un fragmento de esta obra [en línea] Dirección URL: (Consultado el día 10 de agosto de 2011).
[12] Pellegrini, M.: “Gabriela Mistral entre el quicio y el umbral”, Acta Literaria,  núm. 35, 2007, pp. 29-43.
[13] Beauvoir, S. de: La ceremonia del adiós, El País, Madrid, 2003, p. 246.
[14] La identificación de la vida con una historia, la historia personal, la historia individual e intransferible es una metáfora frecuente en algunos poemas de Alcántara desde el inicio. Por ejemplo, en “Biografía” (Manera de silencio) dice: “Ser hombre es una larga historia triste/ y un día se acaba”. También dice en “Retorno”: “La vida es una historia”, etc.
[15] Yusti, C.: “Christian Bolstanki o el inventario de la muerte y la memoria”[en línea] Dirección URL:< http://www.analitica.com/va/arte/portafolio/7298566.asp> (Consultado el día 16 de agosto de 2008).
[16] Jankélevitch, V.: La mort, Flammarion, París, 1966.
[17] Jankélevitch, V.: Penser la mort, Liana Levi, París, 1994, pp. 9 y ss.
[18] Se evidencia en la Copla de San Juan de la Cruz:

Tras de un amoroso lance
y no de esperanza falto
volé tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino
tanto volar me convino
que de vista me perdiese
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.

Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba
dije: "No habrá quien alcance".
Abatime tanto, tanto
que fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.

Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance.
[19] Góngora, L. de: Sonetos, Junta de Andalucía, 2007, p. 403.
[20] MM: “El ser humano necesita la música” en Monidialogo Newsroom, [en línea], Dirección URL:< http://www.mondialogo.org/35.html?L=es>. (Consultado el día 3 de julio de 2008). En esta entrevista MM dialoga con el neurocientífico dr. Kelman Koelsch
[21] En “Soneto para pedir un amor” hablará de “ceniza organizada”:

De tal fuego de amor, nada. Ni chispa.
Acaso una ceniza organizada
que puede que algún día se entusiasme.
[22] A pesar de todo ello, durante esta época hay creadores, pintores y artistas, como Leonardo Da Vinci que, siendo conscientes de ese final, apuesta por la dulce muerte si existe un bello legado: “Así como una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa una dulce muerte”. Desde luego no es una idea que haya sido desarrollada por Alcántara, cuya visión de la muerte es menos complaciente, y no distingue entre una buena y una mala muerte.
[23] Gómez Yebra, op. cit.,  p.17.
[24] Paul Lafargue escribió en el siglo XIX el ya manual clásico Le droit à la paresse con el que inauguraba una tradición evidente que lo reflejaba socialmente en estas palabras: «Il faut que le prolétariat foule aux pieds les préjugés de la morale chrétienne, économique, libre penseuse ; il faut qu’il retourne à ses instincts naturels, qu’il proclame les Droits de la Paresse, mille et mille fois plus sacrés que les phtisiques Droits de l’Homme concoctés par les avocats métaphysiques de la révolution bourgeoise ; qu’il se contraigne à ne travailler que trois heures par jour, à fainéanter et bombancer le reste de la journée et de la nuit ».  Ya durante el siglo XX, se hizo famosa la canción de
[25] Riosalido, op. cit., p. 10.
[26] Sanborn, S. (1999): “Elementos del barroco español en Muerte sin fin de José Gorostiza”, en  Hybrido: arte y literatura, año 3, núm. 3, pp. 71-75 [74].
[27] En este sentido podemos referirnos a los Sonetos fúnebres de Góngora en Góngora, L. de (1981): Sonetos, (Ed. de  Biruté Ciplijauskatité), Madison. En 2007 la Consejería de Cultura de  Junta de Andalucía hicieron una nueva edición en la que también colaboran M.ª Victoria Atencia y Rafael León. En el soneto  “Al mismo” dice en el segundo cuarteto Góngora:

Muere en quietud dichosa, i consolada
A la región asciende esclarecida;
Pues de mas ojos, que desuanecida
Tu pluma fue, tu muerte es oi llorada.

[28] Quilis, A.: Métrica española, Ed. Alcalá, Madrid, p. 94. Como recuerda el estudioso la soledad (el DRAE habla de soleá como sinónimo de copla y tonada en Andalucía) tiene la misma construcción que la tercerilla pero con rima asonante.
[29] Navarro Tomás, T.: Métrica española, Ed. Guadarrama, Barcelona, 1974, p. 458. Decía el profesor que los poemas que Manuel Machado “reunió bajo la denominación de soleares constan de tres octosílabos, con asonancia en los impares y el segundo suelto. Dedicó a esta clase de coplas una poesía titulada Elogio de la solear. La mayor parte de las canciones reunidas en Proverbios y cantares, de A. Machado, son soleares del referido tipo”.
[30] García Velasco (2003:76).
[31] Ruiz Martínez, “Alcántara”, op. cit.
[32] En Homenaje de la poesía malagueña a María Pepa Estrada. Col. «Pintores contemporáneos», núm. IX. Edición de Ángel Caffarena. Publicaciones de la Librería Anticuaria El Guadalhorce, Málaga, 1980.
[33] Gaitán, op. cit. p. 110.
[34] Ruz Martínez, “Alcántara”, op. cit.
[35] En Torre de las Palomas. Páginas para el verso y la prosa, núm. 4, Málaga, 1990.
[36] Julia, M.: El universo de Juan Ramón Jiménez. Un estudio del poema Espacio, Ediciones de la Torre, Madrid, 1989, p. 64.

La creación literaria y el escritor

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El creador de libros, pintura de José Boyano