martes, 30 de noviembre de 2010

DIÁLOGOS CON ESCRITORES CONTEMPORÁNEOS (ATENEO DE MÁLAGA) POR MORALES LOMAS

Morales Lomas y Garriga Vela (Ateneo de Málaga, 29 noviembre 2010)


Desde el mes de septiembre de este año llevo a cabo un ciclo con escritores contemporáneos que pretende desde el diálogo con el autor, la comunicación con él y la comprensión de su obra, ahondar en claves que hasta ahora no han aparecido en otro momento o sólo han surgido de pasada en circunstancias especiales.
El escritor invitado el 29 de noviembre de 2010
fue José Antonio Garriga Vela del que pueden leer un comentario acerca de su obra "Muntaner 38", un poco más abajo. También pueden consultar los siguientes enlaces del autor para mayor comprensión del mismo.
Lo considero un narrador de gran valía y uno de los creadores de mundos sugerentes y atractivos en una línea que lo puede conectar a Paul Auster o E. Vila-Matas, aunque esté "tocado" de territorio manifiestamente personal y de unas filias y fobias que se sostienen sobre el andamiaje del regate corto y los mundos imperfectos, diezmados, en permanente zozobra y creación. Su maestro es Kafka, entre otros.
Enlace con el Diario Sur que da la noticia y en la que aparece esta fotografía de A. Cabrera.

José Antonio Garriga Vela y Morales Lomas (Ateneo de Málaga 29 de noviembre de 2010, 19:30 horas)


domingo, 28 de noviembre de 2010

La narrativa de Garriga Vela, Muntaner 38 por Morales Lomas



En 1996 la editorial Debate publicó una novela, Muntaner 38, de José Antonio Garriga Vela, a la que considero la base de su narrativa posterior. Venía precedida por la concesión del Premio de Novela Jaén, que había concedido un jurado formado por Caballero Bonald, Ignacio Echevarría, Antonio Soler, Manuel Longares y Constantino Bértolo.
En Muntaner 38 aparecen las claves de una narrativa que se sostiene sobre el regate corto en la construcción de la frase, el ingenio en la creación de locuciones que permanezcan para la historia de la literatura (hay en su obra en general una evidente querencia por los enunciados perspicaces que concentren en dos o tres líneas un pensamiento de carácter axiomático), en la tenue elaboración de muchos personajes que van y vienen una y otra vez envolviendo al lector y arrullándolo con sus situaciones efímeras, con sus fragmentos tenues y sugerentes. A través de la perspectiva distanciada, a veces, del catalejo: “Así es como siempre he preferido ver las cosas. De una manera fría, distante y precisa, con la mirada del catalejo” (p. 14). Y, sobre todo, en la inmediatez de un mundo, en la construcción de espacios interiores que justifiquen la existencia. Mundos que van y vienen del pasado al presente (en ese juego de analepsis y prolepsis) que crean un círculo cerrado. Si sus mundos lo son, también su narrativa, que siempre pivota sobre un eje muy concreto. Aquí le sirve de cigüeñal la calle Muntaner 38.
Desde Aristóteles sabemos que una cosa es la historia y otra muy distinta el discurso o argumento. El discurso de Muntaner 38 se organiza por un sistema de acumulación de breves situaciones a lo largo de un tiempo indeterminado que iría desde la infancia del autor hasta las fechas posteriores al fallecimiento de su padre. Es un tiempo amplio (de unos veinte años aproximadamente) en el que los sucesos, desordenados, son acomodados por un proceso de asimilación significativa en función de los criterios del autor. La historia sería así menos relevante que el discurso. Un discurso que en su esencia, como diría la semiología, pivota también en torno al personaje de su padre, el sastre, epicentro de la construcción novelesca, pero también en torno a la aventura de la rapidez narrativa y de las escenas-secuencia breves (“ráfagas”, dirá el narrador en un momento del relato) que permiten un cambio de un mundo a otro, de un espacio familiar a otro, de un personaje a otro de modo raudo. Más que la realidad en la que se centra, al narrador le interesa mostrar una visión de un mundo, una comprensión de un mundo. Y estos procesos acumulativos lo organizan. Se trata de la victoria de los personajes secundarios. Son estos los que alcanzan el dominio de la obra, aunque sean Cristina Moslares, el padre y el propio narrador sus protagonistas más consistentes; al fin, los protagonistas que determinan, que cierran en torno a ellos el círculo de la creación. La obra literaria tiene sus propias leyes que organizan un mundo. Garriga Vela sigue unas leyes muy precisas:
El espacio: la calle Muntaner 38, en el centro de Barcelona, cerca de la Avenida Diagonal, cicatriz de la ciudad, como epicentro en torno al que gira el mundo novelesco. No sólo arteria sino mundo propio, concreto y reducido desde donde estar en el mundo y contemplarlo en su concreción y arbitrariedad, en su reducción, en su carácter de epicentro.
Dos personajes fundamentales:
a) El padre de Garriga Vela, el sastre, como personaje omnímodo en la existencia de la novela y del propio autor. Un personaje (como Kant al que se compara literariamente) que no sale de su propio mundo (Kant construyó su filosofía sin salir de Königsberg, el padre de Garriga construye creando trajes –es decir, cortando su mundo- la filosofía de su existencia práctica y cotidiana), la calle Muntaner 38 y su taller de costura. Un taller de costura que también es la metáfora de la conformación creativa porque como se decía, “estamos en manos de unos pocos sastres que se limitan a señalar y cortar nuestras vidas” (p. 159). La indeterminación de la existencia y la absoluta falta de libertad para ser lo queremos ser es ese corte de la tela, de nuestro propio existir. Un símbolo, la creación de ropa, como la creación de mundos que habita un galeón a la deriva, como dirá el narrador, que él no quiere abandonar, aunque lo haga su padre. Con cuya filosofía de vida discrepa hasta el punto de que en un momento determinado dirá el narrador: “Mi padre me educó para habitar un mundo al que él renunció. Me pasaba un traje que se le había quedado pequeño e incómodo. Guardaba para sí mismo los ideales. Sabían que eran batallas perdidas (…) ¿Quién era realmente? Me he preguntado muchas veces por qué llegué a odiarlo hasta el extremo de desear su muerte. Miguel Bobadilla aseguró que yo fui víctima de los ideales de mi padre. Que esa herida que no cicatriza me la provocó él. Quizá sea cierto. De cualquier manera fue una persona demasiado dura. Yo no hice caso de sus recomendaciones, sino todo lo contrario (…) Yo era el huevo de la serpiente. Supongo que así surgen las guerras civiles. Quizás ahí residía el embrión del odio. Al trasluz de la experiencia de mi padre yo me rebelaba contra quienes lo destruyeron. Elegí otro rumbo. Aunque al final, los dos perdimos las mismas batallas contra nuestras propias contradicciones (p. 160). El hecho de ser sastre conforma un valor simbólico preciso en la novela en esa capacidad creativa del sastre que con su tijera sobre la tela crea un modelo, la base teórica del modelo que pretende crear para los demás, aunque el suyo permanezca oculto. De ahí la organización de un mundo con el que no está dispuesto a convivir el personaje que posee una ligera analogía con Kafka, al que, por cierto, admira Garriga Vela. Ya desde el inicio, no obstante, van surgiendo esos fantasmas transmitidos por su padre: “Me legó el rencor, es cierto, y también un mundo habitado por fantasmas” (p. 70). Pero su padre vive un proceso inverso al suyo, mientras va hacia la infancia, como una forma de que lo dejen en paz, el narrador-Garriga huye de ésta como una forma de ir creciendo. Su padre habitualmente decía: “En la infancia se vive, después se sobrevive” (p. 58). Garriga pretende crecer pero es como si el espacio, la calle Muntaner 38, el tiempo (la dictadura) y la filosofía inmanente se lo impidieran.
El padre, a través de sus frases recurrentes está creando una metafísica de la existencia, un modo de ver el mundo de carácter axiomático. Dirá, entre otras: “En la vida nunca se sabe lo que puede ocurrir” (p. 43); “El mundo es redondo y el que no espabile se va al fondo” (p. 43). Pero lo que también existe es una labor de corte moralizante, con tendencia a la formación del espíritu que le llega desde los diversos razonamientos que llegan puestos en boca de su padre y permiten el crecimiento personal o no. Por ejemplo, cuando decía su progenitor que “allí donde quiera que uno va, arrastra las obsesiones. «Huir no sirve de nada, hay que plantar cara a la vida».” (p. 149). Y Muntaner 38 es el magma de las obsesiones, un magma triste de una época triste.
b) Cristina Moslares como símbolo del erotismo, de la búsqueda de los paraísos artificiales (con la persecución del temor al fracaso) y del crecimiento en los sueños. Sueños que van a depender mucho de la fe en conseguirlos, como afirmaba su padre quien después de reconocer que todo era cuestión de tamaño recalcaba que “la medida de los sueños dependía de la fe que se pusiera en conseguirlos” (p. 142). En otro momento, cuando Cristina regresa de América como conquistadora de aquel sueño que a todos había hechizado dirá terminante: “América es diferente” (p. 89) Un país diferente frente al nuestro donde nunca pasaba nada, aunque también diferente en la propaganda fascista. Y en este sentido los personajes tienen una necesidad de salir, de buscar algún lugar donde la podredumbre no exista (“Quien estaba podrida era la ciudad. El país entero, p. 118). Sueños que siempre acaban frustrándose en la narrativa de Garriga Vela. El narrador sabe, como dirá al final de la obra, que no va a “ningún sitio”. Al principio soñaba con América (este elemento recurrente de un sueño personal era muy habitual en los jóvenes de entonces, América era el final de un túnel. Todo lo bueno venía de América. Por ejemplo, era habitual oír, esto es muy bueno, es que es americano. América surge con la fuerza de un sueño. También Cristina Moslares se va a América). Pero Cristina Moslares sobre todo es la pasión y el erotismo, un aliciente para vivir, aunque supiera que él era un juguete en sus manos y siempre era ella la que lo poseía: “Cristina había convertido el deseo en una soga que rodeaba mi cuello en la oscuridad” (p. 100).
Muntaner 38 se estructurada en ocho capítulos, cada uno con un título preciso: (I) La mirada del catalejo; (II) Cuando el mundo se apaga; (III) Tiempo muerto; (IV) La quietud de los días festivos; (V) La silueta de tiza; (VI) Espérame en la luna (lo escribe en cursiva ex profeso); (VII) Los encantados; y (VIII) El cuarto del planchador. De ellos, Los dos primeros y el octavo son los más extensos en cuanto al número de páginas y el último, que actúa como epílogo, es el más breve, junto al sexto. Pero, qué sentido posee esta estructura precisa en su obra cuando todo es un cúmulo de personajes que van y vienen como en una ratonera, la calle Muntaner 38. Permítannos ir descubriéndolo progresivamente. Inicialmente (en el primer capítulo) se trata de la proyección de la imagen global que sintetiza el espacio y sus personajes en movimiento con la misma paleta (el narrador es pintor aficionado) que el impresionista conforma sus cuadros con trazos de color, aunque sea la paleta de lo claroscuro. Si hasta el capítulo cuarto, el padre del protagonista ocupa un espacio omnímodo; será a partir del quinto cuando se instaure en la obra una especie de historia sentimental entre narrador y Cristina Moslares, sus deseos y sensaciones.
Arranca la novela el autor catalán con una primera frase que enmarca un sueño, el sueño de América: “Nunca he estado en América” (p. 7). Un inicio que nos adentra en la construcción de un mundo, mientras él, de pequeño, colorea los mapas y su padre marca con el jaboncillo el contorno de los patrones, una forma similar de hacer sus propios mapas o su propio mundo. Ambos comienzan a elaborar, pues, un microcosmos. Un mundo que, como veremos al final de la novela, no lleva a ninguna parte, un mundo truncado y sin perspectiva: “La imagen de los encantados se fue esfumando en la lejanía. Lo mismo que los colores de los mapas, las marcas de los patrones, la mirada nublada del catalejo” (p. 171). Garriga Vela ha construido su mundo circular, en torno a una precisa y simbólica imagen: la suya coloreando mapas, la del padre, enjabonando contornos, siluetas. Pero todo se desvanece y acaba convirtiéndose en una “triste historia”, una alegoría de la derrota.
Existe un microcosmos limitado (la calle Muntaner 38) y un sueño que en la novela progresa pero acaba siendo cercenado: “Los límites del mundo se restringían al margen de acera que rodeaba la manzana” (p. 7). Un espacio que para su padre posee el valor de lo metafórico-simbólico: “Mi padre decía que el balcón de nuestra casa era como América, y que la calle era el resto del mundo” (p. 11). La visión desde arriba, desde la fortaleza de gobernarlo todo. Pero la visión no da la vida sino que crea falsas perspectivas. Una distorsión de aquel catalejo con el que miraba desde el Tibidabo o Montjuich.
Pero el narrador no sólo colorea países que conoce por los colores sino que a través de él va reconociendo las cosas, en un proceso de construcción, de camino iniciático, de descubrimiento de una realidad que no acaba en nada: “La vida era un mapa mudo donde yo iba reconociendo el nombre de las cosas” (p. 46). Por eso “cada ciudadano es un país. Cada familia, un mundo” (p. 47) Y por eso el narrador es consciente de que al construir su mundo novelesco es como si construyera el mapa que nunca acabará. Nunca se acaban los mapas. Y ese proceso se organiza a través de la enumeración de sucesos que van desde su ámbito familiar (sobre todo centrado en la figura paterna; las reflexiones en torno a la madre son tenues, imperceptibles, con un ahogado misterio (“Mi madre sueña con un pasado que guarda en secreto, p. 79) o manifiestamente irónicas, como cuando dice: “Mi madre siempre fue algo morbosa. Leía revistas de sucesos. Oía en al radio programas donde la gente buscaba respuestas públicas a los asuntos privados”, p. 155).
Multitud de personajes van y vienen apenas pespunteados, cogidos con los alfileres del sastre y también breves y sintéticas aventuras que finalizan en la anécdota: sus juegos infantiles (“una infancia de color gris”), el ámbito espacial del propio bloque y los vecinos que viven en él, como Don Esteban, el señor de los ciegos (que olía los números): “Huelo hasta el futuro” (p. 11), decía; el tío Juan que lo llevaba al Tibidabo; el amigo de su padre, Alfonso el Rojo (uno de los personajes secundarios más atractivos) que todo lo hacía con la izquierda; el vecino del segundo, el taxidermista Matías (que bien podría pasar por un personaje esperpéntico o berlanguiano); el club Kim´s y Margarita; las veladas pugilísticas del Price con el personaje Caraplato; las planchadoras Mercedes y Teresa; sus hermanas; la familia Amat y Elvira,; la mujer del doctor, Violeta, de la que estaba enamorado platónicamente; la familia Guijarro; Díaz del Camino el profesor de Formación del Espíritu Nacional; Ángel Moslares, el fotógrafo; la familia polaca Kawolinski; el cura Antonio María Claret y su afición hacia él, sus tocamientos (nunca entra en lo escabroso, aunque lo sugiere); Carlos, el tirador de dardos, Carmen y sus cuatro hijos; sus abuelos; el señor Rico y su familia… Todos ellos contribuyen a crean la geografía humana si su padre y él trataban de organizar a través de los colores y el jaboncillo la geografía física, el patrón de la existencia.
Pero también existe la construcción del pensamiento del propio personaje a través de su mundo y de su propia psicología: su timidez, por ejemplo: “Cuando llegaban visitas a casa me escondía debajo de la mesa del comedor”. O el colegio que lo relacionaba con el olor a mierda o la visión que los demás tenían sobre él, apodándolo El Santito. Y, sobre todo, la proyección de una especie de imagen maléfica que le acompaña, de una fatalidad precisa: “Mi madre afirmaba a las amigas que yo no era malo, pero que tenía mala suerte” (p. 20).
Hay una obsesión por el tiempo. Marcado por la fecha del 20 de noviembre, que le vio nacer, también en la obra operan estas fechas, el 20N asociado a elementos luctuosos o cronologías de raigambre histórica como la muerte de Franco, la muerte de José Antonio Primo de Rivera, de Buenaventura Durruti…; de ahí que el padre le dijera que había venido al mundo el día de todos los muertos. También las fechas son determinantes desde el principio en su novela Pacífico. Un tiempo y una época, un espacio que limita con la tristeza y la melancolía que surge en esta novela de la memoria personal y familiar donde la realidad y la ficción, como son habituales en toda su narrativa desde entonces juegan a ser únicas e irrepetibles, adquieren una y otra la verosimilitud o la mentira que la hacen imperecederas.
En definitiva, una buena novela que nos habla de un mundo conquistado y reproducido, que pudo ser para la quimera, como las palabras iniciales del protagonista, pero que subsiste para el nihilismo como en las últimas: “Sólo quedaban restos de ceniza que el viento empujaba al mar” .

sábado, 20 de noviembre de 2010

MEMORIA DE LAS TORMENTAS DE MANUEL GARRIDO PALACIOS POR MORALES LOMAS

Memoria de las tormentas, Calima Ediciones, Palma de Mallorca, 2010, 174 págs.

Garrido Palacios es un sólido narrador huelveño del que se debería hablar más pero por razones que ignoro no se hace lo suficientemente, a pesar de que posee una obra de contrastada calidad literaria.
A partir de una sólida formación en dirección cinematográfica ha dedicado su actividad como guionista y director de televisión (NKD de Japón, WDR de Alemania, TVE España). Entre sus series televisivas existe una trascendencia evidente del fundamento popular: “Raíces”, “Todos los juegos”, “La duna móvil”, “El bosque sagrado”, "La Primavera en Doñana", "Rasgos", fueron reconocidas en su momento con diferentes premios nacionales e internacionales y en “Memoria de las tormentas” el ámbito de reflexión es la España rural, atrasada, pobre e inculta.
Con su primera obra, “El brocal”, publicada en 1964, se iniciaba una larga carrera literaria, que le ha valido una larga lista de premios, entre otros el Premio Borges o el Golden Harp (Irlanda)… Es colaborador de algunas publicaciones y de la revista digital Papel Literario (Málaga) con sesudos análisis literarios. También es miembro de la Academia Norteamericana de la Lengua Española en Nueva York y del jurado del Festival Internacional de Cine de Glaway, y del Festival de Cine Iberoamericano de Huelva.
“Memoria de las tormentas” pertenece junto con “El Abandonario” y “El Hacedor de Lluvia” la “Trilogía del Herrumbre”. Por momentos, al leer esta novela, me han venido a la memoria Castroforte del Baralla, sede y alma de “La saga/fuga de J. B.” de Torrente Ballester (al que estos días se pretende devolver a la actualidad, uno de nuestros más sólidos narradores de todos los tiempos), “Volverás a Región” de Juan Benet (otro escritor trascendente y olvidado) y “Celama” de nuestro admirado Luis Mateo Díez; pero también a Camilo José Cela en el gracejo de la narración y en la soltura compositiva. “Memoria de las tormentas” es incluso una reminiscencia de los espacios rurales tan extraordinarios que ha creado la literatura latinoamericana por obra del gran Rulfo, de Borges, de Vargas Llosa, de García Márquez...
Garrido Palacios con esta obra desciende a la memoria a través una anciana de cerca de cien años, doña Dulcedumbre, que va conformando la historia de Herrumbre y la historia personal, una especie de nueva Úrsula Iguarán (el personaje mágico de “Cien años de soledad”), etérea y fantasmal, que posee una enorme fuerza como creación literaria personal y propia, a pesar de las evocaciones aludidas.
A través del esquema narrativo de la historia contada a “un caballero” que llega al pueblo, la voz homodiegética del personaje se hace presente y cuenta desde la primera persona y a través del monólogo interior sus vivencias, sus sensaciones y sus desencuentros con el mundo y sus habitantes: “No quiero cansar al caballero. He contado esto tantas veces que me he convertido en la historia misma. Ya ve que voy de mis recuerdos a mis recuerdos a través de mis recuerdos” (p. 21). En otro momento le insistirá a su receptor: “Le cuento a usted lo poco que sé, tres migajas, ¿qué podemos saber unos de otros?” (p. 120). Estamos ante la narrativa oral que la memoria en pequeños trazos construye, y es Dulcedumbre con su ánimo, su gracejo y su tristeza la que nos va envolviendo en ese aire sorprendente conformado por los trazos agridulces (como su propio nombre) de la existencia: “¡Ah!, mi cabeza es un saco de historias en el que meto la mano y saco jirones” (p. 34). Aunque, en realidad, podríamos considerarla una intermediaria de la abuela Bonaparte, que fue la que contó estas historias después de darle un sorbo largo al aguardiente. Un homenaje a la memoria, que como dice Dulcedumbre, no puede ser amordazada ni ser pasto del olvido. Pero, aparte del rico anecdotario que encuentra el lector, plagado de fantasmas y seres mágicos, la historia de Dulcedumbre permite adentrarnos en una filosofía de vida, en un modelo cuasi moral, si me apuran, profundamente humano, en el que gastó su vida, complaciendo siempre a los demás pero sin ser complacida.
Una España atrasada y esperpéntica, múltiple, abigarrada y plural conforma esta agridulce obra en la que la paleta negra está muy presente, un color que ha sido consustancial a nuestra historia como pueblo. Goya nunca se equivocó con sus cuadros del Callejón del Gato y tampoco Valle con don Latino de Híspalis y Max Estrella. Una España de espejos deformados y personajes al filo del esperpento o ya esperpentos propiamente. Y el absurdo mayor surge en estados de guerra: “Toma una escopeta y a pegar tiros. ¿Contra qué? Tú tiras en esa dirección y no preguntes (…) Detrás se esconden los malos, el enemigo. Cualquiera es el enemigo” (p. 31).
Dulcedumbre, veinte años, se va con el seminarista a la capital, donde trabajará en una taberna, y deja Herrumbre, su pueblo, que según Dulcedumbre alguien le había dicho que no existía en el mapa. Pero el enamoriscamiento duró poco y pronto se casa con otro. Se van intercalando historias como la del pariente Onofre, o de Onésima que cazaba gatos por hambre, la historia de Teresona, el político Donglorio (sobre el que ironiza constantemente), la historia de Remilga que nos ha retrotraído a los esquemas y el espíritu de la narrativa picaresca española. De hecho en la página sesenta y dos hay una alusión expresa a obras como “Lazarillo de Tormes” y “Guzmán de Alfarache”, y ese texto, casi textos de textos que es el “Himnario”, presidiendo como memoria común de unos seres que pedían que se diera fe de la existencia del pueblo y acompañaba a Dulcedumbre siempre.
Manuel Garrido Palacios
Los efluvios amorosos de Tío Livio y la burra Mica, que nos adentran por una geografía humana escabrosa y triste en torno a una sexualidad mal entendida, por no hablar del mocito de Herrumbre que “se daba maña en masturbar a los muchachos, llegando a hacer dos pajas distintas al mismo tiempo con bastante arte” (p. 40). Y surge entonces una evocación evidente de la novela “Mazurca para dos muertos” de Cela que le valió el Premio Nacional de Narrativa. Sexo y hambre como elementos que trascienden el discurso narrativo de Dulcedumbre y nos adentran en un imaginario colectivo.
Una de estas historias es la de Rufina que le cortó el pene a su amante, y cuando así hizo, dijo: “Se acabó la comedia” (p. 81). O la historia de la Contrera que se dedicaba a enseñar sus bragas al Cuartoquilo diciéndole para lo que servían éstas: “Las bragas sirven para guardar el coño” (p. 83). Un valor simbólico el de todas estas historias que emergen como una imagen en sepia de época, en un país, en unas circunstancias dominadas por una absurda y sangrienta represión en todos los ámbitos de la vida cotidiana. También tiene su gracejo y suculencia la historia de Onésima, a la que rondaba un viajante de libros, Fructuoso, que era muy respetado en el pueblo por su forma de pronunciar el nombre de los autores de los libros, entre los recomendados estaban los de un tal Somersemogan (William Somerset Maugham, el escritor de cuentos, novelista y dramaturgo inglés de mediados del XX) y el Masensevadermé (Maxence Van der Meersch, el escritor francés autor de Cuerpos y almas). Y cuando la Onésima se quedó preñada, le dijeron: “¡Mira que dejarte empreñar! Ella contestó: Es que es de un inglés”. Historias y anecdotarios que conforman un paisaje humano, un mundo, una creencia y sobre todo una filosofía de vida que muestra el atraso y la incultura de un pueblo: “En Herrumbre no hay listura. Quería decir cultura, pero le salía listura” (p. 106). Una España dura en la que los niños iban poco tiempo a la escuela porque enseguida los ponían a cuidar el ganado, aunque sería al cabo la Naturaleza su maestra. Esta imagen genera también una ambientación costumbrista a la que nos ajena la novela y una incidencia manifiesta de un espíritu de época donde la desfloración y el sexo formaba parte directa de sus vidas de modo permanente. Y en esa complacencia por los elementos que conforman la cultura del pueblo, uno de los capítulos, pp. 120-127 está centrado en el análisis de la lengua. Y entre otras cosas dice: “Abuela Bonaparte no soportaba que dijéramos peo en vez de pedo (…) Peo y pedo huelen igual, pero tienen su distingo (…) Sepa usted que el jigo que usted pronuncia es una barbaridad (…) No hagamos una guerra por una letra, que de una u otra forma lo que yo quiero decir es que estoy hasta el coño (…) Había que decir cataplines por cojones (…) En la taberna de Mateo aprendí lo que corta el alma una mirada y también palabras nuevas”. Creemos que en este ámbito está también presente el espíritu de Camilo José Cela en el gracejo, en la socarronería, en la construcción deformada de los personajes y en la degradación de una sociedad atrasada con tan solo pequeños y significativos trazos.
Pero desde luego, algo que siempre en los pueblos es bastante recurrente es la trascendencia del paso del tiempo, la relación con el silencio y la diferencia de éste con la capital pues las cambios sólo llegaban a aquél después de años, noticias que se habían producido hacía tiempo se tomaban como una novedad al cabo y la huida de un lugar que todos odiaban cuando en realidad lo que odiaban era un época, un modo de vida, un pensamiento que va organizado a través de una aleatoria presencia de historias breves y poemas que ayudan a comprender la filosofía subyacente, como éste: “Qué pueblo tan raro,/ tan extraño éste,/ sale el Sol por la mañana/ y por la tarde se vuelve;/ debajo de cada techo/ un potajillo se cuece/ y al fondo de cada olla/ hay un Herrumbre silente,/ un Santrás, un Carriponte/ y un cabezo Lajareque;/ pucheros en las cocinas,/ leche, leche, leche, leche”.
En esta novela también hay frases para la posteridad y modelos: “Más une el hambre que el amor” (p. 46); “Somos porciones de la gran nada” (p. 65); “No hay que ponerle más música a la verdad, que luego lo que sale es el cuento del membrillo” (p. 78); “El amor es un lujo; el odio anida donde falta el amor. Diría que el amor es un odio agazapado y el odio es un amor en trance” (p. 78); “Cada mujer era un mundo y cada hombre un proyecto” (p. 78); “Toda época es un tránsito y que sólo vives en el instante en el que percibes que vives, ese que es inmedible porque parece eterno” (p. 79); “Ahora sé que un pedante puede ser un imbécil montado en un libro” (p. 94)… Una de las más suculentas es ésta: “A uno que andaba en trance de muerte el cura le ofreció ir al Paraíso y el tal le dijo: Déjese de tonterías; como en mi casa no voy a estar en ningún sitio.” (p. 173).
En definitiva, “Memoria de las tormentas” es una novela que conforma un mundo propio, la España del franquismo, una España atrasada e inculta en la que los personajes deambulan en torno a instintos y situaciones absurdas. Con habilidad, soltura y gracejo crea una historia entretenida pero sobre todo conforma una época y un modo de ser y estar en el mundo.

domingo, 14 de noviembre de 2010

‘Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza (II) de Morales Lomas, crítica de Moreno Ayora en Diario Córdoba




El sábado 30 de octubre de 2010 Antonio Moreno Ayora publicó en Cuadernos del Sur de Diario Córdoba una reseña sobre el libro citado. La reproducimos a continuación.

Después de publicado el primero en 2007, ve ahora la luz el tomo II de Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza, en el que Francisco Morales Lomas reúne –igual que en el anterior– otros diez nombres que considera "autores necesarios" y con "una extensa obra que los respalda". Es también propósito del antólogo estructurar la obra en dos apartados (antología poética y biografía de los autores) que se van a referir a poetas que han nacido o residen en las provincias de Málaga, Almería, Granada o Jaén. Y aunque Morales Lomas sitúa literariamente a cada uno en las páginas de su introducción, también ha decidido incorporar a la antología, precediendo los versos seleccionados, una "poética" firmada por el autor en cuestión.
En el volumen, a cada nombre se le reservan alrededor de quince páginas para alojar sus versos, siendo el primero al que se atiende Luis García Montero, quien concibe "el poema como una cita, un lugar autónomo que a veces consigue unir las soledades del autor y el lector". Tras los nueve poemas que se le incluyen, es el también granadino Antonio Enrique el que insiste, como preámbulo a los suyos, en la importancia de la emoción para la escritura y en la validez de unos planteamientos que son los que al fin explican que la aspiración "del poeta es integrar el cosmos en la dimensión humana". Y esta idea de Enrique de poner en relación sentimiento y Naturaleza late también en la personalidad lírica de Aurora Luque, que en uno de sus poemas exclama: "Y qué saturación sentir el aire / de otros mundos, la hoja que temblaba / en la lluvia con sol, los astros asomados / a la leve escritura". Con menor claridad teórica y con más escepticismo literario, Domingo F. Faílde reniega de las poéticas y trasvasa ese papel crítico-comprensivo a los lectores, a quienes ruega: "Mirad con microscopio los poemas. / Descomponedle el alma a los tejidos".
Si el poeta Antonio Jiménez Millán advierte que le "importa encontrar el tono y el ritmo de un poema, delimitar una situación y hacerla inteligible, saber qué estoy diciendo, y cómo", a Rosa Romojaro le interesa remarcar los puntos de vista con que ha ido forjando sucesivos libros, en cuyas páginas la intensidad de la emoción y de la mirada son tan intransferibles. Atento todavía a ese afán de "Contemplar/ser contemplado" con que titula su última composición Romojaro, el lector cambia al nuevo registro lírico que le supone Alberto Torés, protagonista de sus vaivenes de tristeza y de su incesante búsqueda como él mismo confirma al decir: "era yo hombre sin patria y me sigo buscando". Y como después de estos surgen los versos de Álvaro García, se le presta oído a sus interpretaciones para confrontarlas con los textos que se le antologan, aprehendidos sobre todo a partir de su idea de que en la creación "Lo argumental pasa a ser poesía por un movimiento que ya no es argumental. […] La gran poesía no oculta ni exacerba la vivencia previa: interpreta su potencia, para recrear no la circunstancia, sino el temblor de lo vivo".
La antología se concluye, antes de cerrarla definitivamente con el apartado "Biografía de los autores", con José Sarria y Fernando de Villena. Para el primero la poesía significa una salvación vital y aparece como una apoyatura en "la justa palabra, que echa sangre de la propia sangre, se convierte en verso, en poema, habilitada para redimir". Para el segundo, la captación de lo poético procede de una indagación en la hondura de la realidad para "trasmitir la emoción que le sacude durante su búsqueda". Esperemos, en fin, que esta antología haga decir a quien la use lo que escribe García Montero: que "mi pasión por la poesía es, sobre todo, la pasión de un lector que se ha emocionado muchas veces con un libro de poemas en las manos".
‘Entre el siglo XX y el XXI. Antología poética andaluza (II)’. Autor: F. Morales Lomas. Edita: Carena. Barcelona, 2009.




Con anterioridad, se había publicado el primer volumen cuya imagen es la que sigue. Ambos volúmenes lo pueden adquirir en la siguiente dirección de Ediciones Carena (Barcelona): http://www.edicionescarena.org/node/64




viernes, 12 de noviembre de 2010

LA POESÍA DE PURA LÓPEZ CORTÉS POR MORALES LOMAS

Alacena de Pura Lóepz Cortés, Ediciones Carena, Barcelona, 2010.

EL PRÓXIMO DÍA 18 DE NOVIEMBRE EN CINCOECHERAY (c/ Echegaray 5, Málaga) PRESENTARÉ ESTA OBRA


Pura López Cortés y Morales Lomas en CincoEcheray presentando la obra (Málaga 18 noviembre 2010)


LA DESPENSA DE LA MEMORIA



La poesía también se escribe para no olvidar. Hubo un tiempo en que la poesía fue un arma cargada de futuro. Incluso una forma de ver el mundo o corresponder con la palabra al pálpito de vivir, como una experiencia vivida. En Alacena, la palabra es memoria, corazón vivido y razón para recordar y rememorar situaciones, momentos, personas que se han ido o ambientes que han organizado un mundo personal. En Alacena, con una bella publicación de Ediciones Carena que dirige el editor y escritor José Membrive desde Barcelona, se hace memoria histórica pero, sobre todo, historia de los sentimientos y los afectos. De ahí su título, sencillo y constante, definitivo, como esta mujer venida de Almería con cuya palabra y presencia constatarán que el verso es también el escritor, la escritora.
Alacena nos descubre un mundo personal pero también una época, un mundo que se nos organiza estrictamente desde lo social a lo individual y desde lo más lejano a lo más cercano e íntimo. Sus poemas son breves historias, instantáneas, imágenes que nos seducen por su contención y piden al lector la palabra, su complemento, su razón de ser. Desde la sugerencia llega más a ese lector que sabe que la historia la escriben los vencedores pero acaban conquistándola los derrotados. Pura López Cortés viene desde ese ámbito de la capitulación, desde la singladura del cauce que crea la libertad, desde una bondad permanente con el lector con el que quiere la seducción de lo intuido, acaso de lo no dicho, acaso de lo silenciado. Pero otras veces, sobre todo en los versos más íntimos, en los versos de amor, o en los versos dirigidos a sus padres, reconoce un afecto, y se permite palparlo, declararlo libremente, directamente, con absoluta bondad y casi idealismo.
Hay un halo de autenticidad en estos versos que vienen del frío (la muerte y nuestra guerra civil presiden algunos de ellos) y nos conducen al viento cálido de la memoria cuando su padre se apodera de ellos en los versos finales: “Este vacío extraño, despoblado,/ esta niebla que en le recuerdo insiste,/ esta punzada sorda que persiste,/ este sentirte tan próximo y lejano;/ me hace convocarte, perseguirte/ y casi no consigo, ni en sueños, reencontrarte…”
Pura López Cortés profesora, escritora, crítica y presidenta del Ateneo de Almería durante algunos años, crea una imagen entrañable y sentida de una época y de unos seres queridos que crecen en sus versos, en su paleta cromática de claroscuros, siempre cálidos y seductores.
El poemario lo conforman “Recuerdos de la guerra”, “Recuerdos de la niñez”, “Recuerdos de juventud”, “Recuerdos de amor y desamor”, “Otros recuerdos” y “Recuerdos de mi padre”. Y al respecto dice en “Nota del lector” que precede a los mismo a modo de explicación: “Las personas en gran parte somos hijas de nuestro pasado, de un pasado que criba el tiempo, de forma que prevalecen los hechos, las situaciones, las circunstancias, las vivencias más importantes, y son ellos los que, fundamentalmente, configuran nuestro ser y nuestro estar, nuestro hacer y nuestro espectar. Así pues, de algún modo, el recuerdo es, además, no sólo presente, sino también futuro. Así pues, mi memoria me ha hecho sentir como siento, ser como soy”. Un rasgo de sinceridad y compromiso con el sentimiento pero, sobre todo, con la historia familiar y sentimental. Ante el Valle de los Caídos sólo puede sentir vacío y terror. Y llanto o estremecimiento de sangre ante las muchas injusticias, ante los muchos crímenes franquistas. Personajes concretos son objeto de sus versos, como Canepa, el violinista fusilado… Escenas de guerra, imágenes concisas, innegables, cerradas, que con la paleta negra convierte en relatos donde la historia se adentra por el profundo dolor de lo humano. Pesadillas, mujeres ejecutadas por hacer propaganda antifascista o personajes que nos enseñaban a decir lo que había que decir y a obedecer lo que había que obedecer porque la libertad era cosa de otros. Pura López Cortés
La infancia es un proyecto, pero también una imagen sólida en sus versos, a través de esta cromática paleta que sobre todo al principio del poemario es sufridamente trágica y negra. Esa España vencedora que nos enseñó a amar el miedo y poseyó nuestra venganza con prohibiciones, disciplina, actos de contrición y monotonía machadiana. El exilio, la emigración, la huida… como conjuro y acaso como conquista o derrota. Juventud bajo la ideología opresiva que nos enseñaba a sacrificar el alma y el cuerpo y a adorar lo amarillento de nuestra historia de vencimientos: “Me dijeron: no leas a Machado,/ Blasco Ibáñez, García Lorca./ -Miguel Hernández silenciado-./ Pecado leer la Biblia./ Había que ir a misa,/ no pensar en el sexo./ Tenías que ignorar el “Comunismo”,/ las “Sectas Protestantes”, el “Existencialismo”... Moral de época bajo el emblema de las medallas y las estrellas en la bocamanga, moral de puertas cerradas y prohibiciones para una época patria.
Pero también el amor, un amor que se sincera y advierte de un creciente erotismo que bucea al unísono con la lírica de la espera, una espera permanente como esa Penélope tejiendo sueños, rumores de voces olvidadas o reconstruidas, “esperando la aurora de tu arribo”. Sí, a la espera de una orfandad de amor que desvelara el secreto de los afectos y las declaraciones amatorias: “Amor, te escribiré cuando ya todos duerman,/ cuando sólo tú existas para mí solamente./ Cuando me quede sólo con tu ausencia elevada/ como un puñal de hielo sobre mi boca triste”. Un amor de ausencia, como en aquellos cancioneros medievales, y un amor hollado, vivido, apasionado en la espera tediosa.
Pero sobre todo Alacena, es la despensa de los sentimientos más cálidos cuando el poema se acerca a los seres queridos, a su madre cercana, a su padre ausente y rememora situaciones, momentos de esa historia personal. A través de un proceso de concentración, el poema se hace sin embargo extenso en los afectos y almidonado y vamos desde la evocación de lugares hasta la organización del mundo que en el sentimiento posee su última razón de ser: “Cuando arribe mi barca cansada a la otra orilla,/ ¿estarás allí, padre, bajo la sombra fresca/ de añosos eucaliptos, envuelto en esa brisa/ seca y recia de pinos que tanto te gustaba?/ ¿Estarás allí, padre, asomado al balcón/ de los Pueblos del Róo, esperando a los tuyos?
Poesía, en fin, para ese corazón que se hace memoria y se adensa en la singladura de historias e imágenes que, como dice Antonina Rodrigo en el prólogo, son una reivindicación de la lucha, en un tiempo doliente, abonado de tristeza, con escaso resquicio para la esperanza, pero también un testimonio de una época, de un sentimiento.

La creación literaria y el escritor

La creación literaria y el escritor
El creador de libros, pintura de José Boyano