LA POESÍA DE ÁNGELES
MORA
F. MORALES LOMAS
Ángeles Mora consideraba que la lírica
era una forma de pensarse y de pensar en el mundo. De ahí que el componente
emocional tenga un papel preponderante en todo ese proceso en el que la
escritura gana al yo, bien a ese yo que se relaciona con el mundo o al
yo/hombre-mujer que lleva a cabo tanto un diálogo consigo mismo como con la
naturaleza. Este ámbito hace que su lírica tenga su entronque con el
romanticismo de Bécquer y Rosalía o el simbolismo de Juan Ramón Jiménez y
Antonio Machado. Pero también con los poetas del 50 en su afán por convertir al
poema en un proceso súbitamente reflexivo en torno a nuestro lugar en el mundo
y el papel que jugamos como individuos, por eso ha dicho que “para mí la poesía
es vida, no es que imite a la vida sino que tiene su propia vida. El poema
, tampoco es la o de mi
vida interior, el poema es algo que , se produce (...) Así pues,
lo que le importa a un poeta es crear otra
realidad fuera de sí, que es la poesía”. Su lírica posee un componente
narrativo que genera un ámbito para la historia confidencial cargada de
sensaciones y sentimientos contradictorios y en el que versolibrismo es su base
rítmica o en la organización de endecasílabos y heptasílabos o de pentasílabos,
heptasílabos y trisílabos. En muchos momentos su lírica avanza construyéndose a
sí misma e intentado construir esa realidad de la que está entreverada y en la
que, en muchos momentos, palpita un yo que no se resiste a salir sino que se
hace confidencial y cercano. De ahí que la estructura dialógica es permanente
en su obra, que, como decía Díaz de Castro[1], surge “en el ambiente
intelectual y político de , y desde un
clarividente análisis de las condiciones de la escritura femenina
contemporánea, Mora ha desarrollado a su manera los dos presupuestos iniciales
de dicho movimiento: que los sentimientos son históricos y que sólo cuando se
aprende que la poesía es es cuando puede empezar a escribirse
”.
Una de sus reflexiones creadoras gira en torno a la relación entre el
sujeto poético, el objeto (la palabra, la existencia...) y el valor de la
palabra como cauce expresivo. Así dirá la escritora que escribe no sólo para
construir su yo, sino a la vez el poema: “Me gusta decir que el poeta se
interna en el poema como un explorador en una selva oscura, y para abrirse
camino lleva la luz y el cuchillo de la palabra. Las palabras construyen el
sendero, o sea, el poema, porque el poema no es sólo el resultado final, el
claro del bosque, sino el proceso. Cada verso, cada palabra, nos va dando una
luz, para eso escribimos, para buscarnos y para comprender el mundo”. Una
reflexión sobre lo que somos y el lugar que ocupamos en el mundo y en la
escritura a través de un lenguaje directo, narrativo (como si contara breves
historias, confidencial...) en el que la palabra se basta por sí misma sin
excesivos recursos hacia la imaginería lírica y mucho hacia la contención
poética y el prosaísmo. Su forma de vivir, sus intereses personales son el
objetivo del poema en una poesía que arranca del yo y se conduce hacia el tú
lírico (lo externo, la realidad sustancial). Dirá la escritora en la definición
de su poética que su obra “cree en la historia, que no se sitúa en un terreno esencialista,
aparentemente ajeno a nuestra realidad. Vivimos en un mundo cada vez más duro e
implacable, donde sólo la ley del mercado y de la competencia funciona. Hace
falta una poesía dialéctica que analice y se cuestione la vida, el mundo en que
vivimos, la muerte que nos rodea. Vuelvo a pensar, con Machado, como cuando
empecé a escribir, que la poesía es "palabra en el tiempo".
Nació en Rute y desde los 80 vive
en Granada donde se casó con el conocido catedrático de Literatura Juan Carlos
Rodríguez, el teórico de la nueva sentimentalidad. Fue en la facultad de
Filosofía y Letras donde finalizó su licenciatura en 1986, aunque en 1982 ya
había publicado Pensando que el camino
iba derecho y en 1985 La canción del
olvido (1985). No será hasta la década siguiente cuando vuelva a publicar
gran parte de su producción: La dama
errante (1990), La guerra de los
Treinta Años (1990) que fue en el año 89 Premio Rafael Alberti de poesía, Silencio (1994), Elegía y postales (1994), Antología
poética (1995), Cámara
subjetiva (1996), Canto
de sirenas (1997). y Caligrafía de ayer (2000). Desde
entonces, y ya en el nuevo siglo XXI ha publicado: Contradicciones,
pájaros (2001), traducido al italiano: Contraddizioni,
ucelli (2005), La guerra de los treinta años (2005), Bajo la
alfombra (2008) y Ficciones para una
autobiografía (2015).
ÁNGELES MORA Y JUAN CARLOS RODRÍGUEZ
Caligrafía de ayer (2000) es un
libro de ambiente familiar y eminentemente personal y emotivo, siendo la
memoria de sus padres desaparecidos los que se convierten en protagonistas de
esta obra fundamentalmente, su pérdida “está implícita siempre en mi
, y, sin duda, también el recuerdo de mis hermanos ”. Pero también amigos y conocidos. Las claves
interpretativas del mismo las ofrece la escritora meridianamente claras en el
“Prólogo”[2]: “Éste es un libro debido. Debido no sólo a mí misma sino
sobre todo a la tierra en que nací, a la geografía y a la historia que me
dieron la primera consciencia de ser quien creo ser. Fundamentalmente es un
libro sobre la pérdida, no sólo como añoranza sino, más que nada, como
constitución real de nosotros mismos, de nuestro yo actual (...) Es la
nostalgia del presente lo que en realidad se refleja en las líneas de esta
nostalgia del ayer”. Hay varios conceptos sobre los que pivota la obra en los
que me gustaría detener: la concepción del presente como recepción del pasado,
la organización de la materia poética desde la memoria, la profundización en el
pasado como una forma de profundizar en su presente, la fundamentación del
tiempo (al que dedicará continuas reflexiones) y la organización emotiva,
directa, confidencial y amable de un pasado dulce que en absoluto está teñido
por nada relevante que denote crueldad o extremismos desoladores. Si queremos
conocer a la escritora Ángeles Mora, éste sería un buen libro para organizar
este pensamiento. Se presenta bajo la fundamentación formal del versolibrismo,
de modo genérico, aunque podemos encontrar un soneto y algunos versos
asonantados. La confidencialidad y el tono suave y meditativo conforman una
delicada penetración en la memoria, en el recuerdo, en el sentido que recordar
es guardar en el corazón, y Ángeles Mora nos conduce por su camino familiar y
personal.
Los diversos
apartados en que se organiza la materia poética no son óbice para recoger en el
poemario una unidad. Ahora bien, el primer apartado “Álbum”, el más extenso, se
adentra por las imágenes que han quedado en la retina y en el pensamiento, el
detalle de un día, un paisaje, un encuentro, gestos, ideas, historias..., todo
ello organizado de modo plácido. No obstante, en el poema inicial se aprecia un
rechazo a la existencia ante la pérdida de sus padres: “Quisiera cualquier
cosa:/ que me abrazaras,/ dormir,/ no haber nacido”. Una idea inicial que no
casa con el espíritu desarrollado en el libro, en el que no asoma esa oscuridad
con la que comienza sino todo lo contrario: “Y tú esperabas,/ y esperaba la
luz,/ y yo corría y corría/ una vez más a buscar tu perfume”. La penetración en
la memoria lo es para adentrarse siempre hacia la luz, para regresar y amar
todo lo que ahora surge a través de imágenes certeras. Esas imágenes que nos
traslada son tiernas fotografías de esa niñez que vuelve y frente al presente
(“una piedra que duele”), el pasado es encuentro permanente con las canciones,
el juego del diablo (diabolo), la conformación de la casa y sus habitantes, y
su pérdida de ese mundo “antiguo” representa como la pérdida de la luz. Una
casa que es recordada con “triste alegría”, y nos llega a través de una imagen
que se intenta crear con esa sinceridad que da recordar algo en lo que uno ha
sido. Son postales, fotografías, álbumes sobre los que se ha posado por un
momento la mano de la escritora para organizarlos en su memoria y nos pueden
llegar en cuadernos azules (Paisajes con figuras) o en cuadernos rojos (La
usura del tiempo). Una frase del profesor en clase, como en el poema homónimo
“Caligrafía del ayer”, una imagen certera y nunca olvidada, unas palabras, un
paseo, un paisaje, el pelo “recién peinado”, un pájaro, una rosa en abril...,
pueden ser los elementos iniciales que catapultan el poema, que lo conforman y
lo llenan de nostalgia y de ternura. Van apareciendo, los restos, los efluvios,
las querencias, como en el poema “Pepa” o “Mamá Elisa” asociados a los cuentos
infantiles: “Con tus ojos ciegos mirando al infinito”. Pero también los lugares:
el patio del molino, etc.
El concepto
temporal está muy presente en su obra hasta convertirse permanente y reiterado
en diversas imágenes. Uno de sus poemas lo titulará “Intuición del tiempo” y
entre otras cosas dirá que éste “se nos vuelve mortal”, de pronto. Un tema, el
de la mortalidad del tiempo, que pretende deshacer creando esta historia de su
tiempo personal y, por tanto, inmortalizándolo. En su tercera parte, “El
cuaderno rojo”, lleva por subtítulo “Canciones contra la usura del tiempo”. Y en
él se adentra, de nuevo, en las imágenes que han conformado su existencia: una
amiga en los cañaverales, los héroes de la niñez, las trenzas, el agua y
siempre la nostalgia: “Canción que tan vivo quemas/ el corazón donde estamos”.
Son múltiples, pues, las referencias al tiempo: “Yo solamente/ detengo el
tiempo”, “El tiempo está en las ruinas,/ los minados cimientos”, “Veo al tiempo
dormirse/ en tus brazos redondos” (la casa), “Ahora el sol invade/ aquel rincón
del tiempo”. Pero siempre desde una perspectiva del tiempo paralizado y finito,
como ahora resultan estas imágenes que han conformado una vida.
En Contradicciones, pájaros (2001) el
grueso de los poemas pertenecen al primer apartado, “Para hablar contigo”, en
el que, a través de un discurso dialógico, tan querido para Bécquer, Cernuda o
Salinas, la escritora lleva a cabo una lírica confesional, confidencial y
declarativa donde continuamente trata de establecer el estadio que ocupa su
amor, su deseo, en su existencia y “ha esencializado el erotismo, antes
omnipresente, y ha incorporado una voluntad meditativa en la que están
presentes la sombra de la muerte y la melancolía”[3],
a través de un lenguaje parco, directo, construido a base de impresiones e
imágenes directas sobre las que gira el poema, aduciendo motivos clásicos y
queridos para el modernismo. Es como si sus breves poemas fueran destellos
visuales, imágenes, bien sobre el motivo de la carta que no llega a su
destinatario, de la mujer sentada en la terraza secándose el pelo, la sensación
de unos labios, el tema de la mirada del amor, o de la definición o el
significado del vivir cotidiano. Pero también, como en A. Machado, está
presente el motivo del camino: “Hasta dónde pudieron conducirme,/ tantos
caminos inexplorados”. Aunque ya lo había advertido en el poema prologal:
“Estos son sólo pasos/de un peregrino errante./ Los caminos/ que no me
pertenecen,/ las palabras prestadas que los días/ dejaron en mi oído”. Lo que
le ha llevado a hablar a J. C. Rodríguez[4]
de aplicada como concepto genérico a este libro:
“Nómadas hoy somos todos, porque, para bien o para mal hemos perdido el sitio.
O mejor, nuestro lugar o bien es inmaterial como las ondas que recibimos por la
radio o la televisión o la informática, o bien es mítico (como cualquier
nacionalismo) o bien es sencillamente el silencio, es decir, el no-lugar del
lenguaje y de la escritura”. Y afirma más adelante que “todos somos nómadas
porque nadie sabe cual va a ser la norma o el código del día siguiente”[5].También
el tema de la mentira literaria: la construcción de la vida se hace a través de
la falsedad del poema: “Yo sé que estoy aquí/ para escribir mi vida/(...) Sé
que voy a contártela/ y que será mentira”. Por tanto una poesía que gira entre
dos formas de construcción: la definición de lo que somos (el yo presente) y de
lo que hemos sido (el yo histórico) y el hacia dónde vamos. Lo que le ha
llevado a decir a Rodríguez[6]
que su poesía se construye en torno a dos ejes claves: “la búsqueda del yo
relacional y la práctica del nomadismo en la escritura”, comentado ya.
En el segundo
apartado “Días enteros en las ramas” se centra en el tema de la reconstrucción
de lo que se es, a través de la memoria de lo que se ha sido, del poso que las
vivencias han ido forjando en el yo poético. En ese proceso el tiempo (su
obsesión) siempre es determinante: “Rompe el tiempo sus cuentas”. Y la
necesidad de saber que fue de nosotros o adónde llegamos. De ahí esa necesidad
de definirse: “Qué quedó en mí (...) Yo soy la misma”. ¿Qué efectos causó el
tiempo en nosotros, los amores diversos que ahora vuelven? Las sensaciones de
antaño, las promesas de lo que sería o el amor dotado de sensualidad: “No va a
olvidarme nunca/ la amplitud de tu boca,/ la cruel provocación de tu pelo,/ tus
labios entreabiertos/ en sonrisa feliz,/ tu rubor encendido, delator”.
Lo histórico
narrativo-descriptivo ocupa el apartado tercero: “Luna a lo lejos”, sólo dos
poemas donde nos habla de Stony Brook, un paisaje de la memoria que ahora
recobra lleno de nostalgia y soledad. Y en la última, “Más allá de la
literatura” no sólo surge el discurso metaliterario integrado con la vida, sino
la pretensión de definir la relación de los afectos, como en “Mi amiga y yo”, o
un homenaje a Rafael Alberti en “No es tiempo de ángeles”, pero también la
constante obsesión por el significado de la existencia, de su crecimiento, de
su finitud, así como del motivo del espejo, de la contradicción o de la mentira
literaria. En el poema que da título al libro reflexiona sobre el concepto de
verdad en la vida y en la literatura y afirma con rotundidad en una frase hecha
que “si las verdades dijeran la verdad/ mentirían”, para a continuación
situarse sobre el concepto de contradicción, uno de los asuntos como ha dicho
en su poética a los que más importancia le da en una especie de antitética
huida para quedarse. Díaz de Castro[7]
exponía algunas de las claves esenciales del mismo: “Distancia, emoción y
sensualidad, amor y deterioro, tiempo y deseo se amalgaman, esencializados, en
poemas de la memoria y del presente, en medio de , dejando al descubierto, entre la pasión y la ironía las vías
de un análisis teórico que se despliega en la última parte, , que añade registros a su producción y que abarca una renovada
reflexión sobre la identidad (“Yo sé que soy la misma,/pero dónde estoy”),
sobre el propio nombre (“los ángeles de hoy/son el cielo de nadie”), sobre la
escritura (“La tierra es un lugar para vivir/pero los versos son la propia
vida”), sobre las contradicciones en que nos sustentamos (“Las contradicciones
parecen insufribles/en nuestro mundo./Pero uno intenta/huir de ellas/como los
pájaros:/ huir quedándose.”) y sobre la exigencia de una ética solidaria como
recurso autocrítico.
[1] Díaz de Castro, F. (2002):
“Contradicciones, pájaros” en El Cultural
de El Mundo, 6 de febrero.
[2] Mora, A. (2000): “Prólogo”
en Caligrafía de ayer. Rute: Ánfora
Nova, p. 7.
[3] Rico, M. (2002): “Para
huir quedándose” en Babelia de El País,
19 de enero.
[4] Rodríguez, J.C. (2001):
“Ángeles Mora o la poética nómada” en Contradicciones,
pájaros. Madrid: Visor, p. 11.
[5] Ibidem, p. 12.
[6]
Ibidem, p. 13.
[7] Díaz de Castro, F. (2002):
“Contradicciones, pájaros” en El Cultural
de El mundo, 26 de febrero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario