LA
LITERATURA ESPAÑOLA “FIN DE SIGLO XX”. OTRA MIRADA
F.
MORALES LOMAS
Nos gustaría comenzar
esta exposición con las últimas palabras que, con un aliento vivificador, Pedro
Rodríguez Pacheco nos deja en su libro La
otra mirada (Ediciones Carena, Barcelona, 2015) y su apuesta por un ideal y
un paradigma poético que hace tiempo sostenemos: el humanismo. Dice el poeta y
profesor de la universidad de Sevilla: “De ese ahondar y abundar en la
condición humana puede surgir el milagro (…) Concretar en el hombre el acto
poético, la temática poética, es absolutamente necesario en un tiempo en el que
la ciencia avanza espectacularmente, y en tales avances la idea del hombre como
hacedor y motor del progreso queda ensombrecida por el mismo fulgor del avance
tecnológico (…) Retornar al hombre como valor y como expresión de lo
imprevisible (…) Retorno, pues, para reencontrarnos con ese humanismo que
centró en la inteligencia, en la existencia y en la manera de entender y
trascender la existencia”.
Frente a esta imagen que
hoy día defendemos muchos de la reconquista de ese humanismo (que llamamos
solidario, de modo redundante) surge otra imagen y otra forma de ver y observar la
realidad necesaria que conforma este libro, este ensayo de envergadura,
promiscuo, rico, que va a despertar úlceras en muchos poetas y críticos, y
donde el autor sevillano recorre la
literatura española (sobre todo la poesía) de la segunda mitad del siglo XX sin
tapujos, con absoluta libertad y bizarría. Acaso contando verdades particulares
que él defiende con ahínco.
Como indica el
subtítulo, “Literatura española, ¿crimen o suicidio?”, no es optimista esa visión. Se pregunta en una
interrogación retórica cuya respuesta se evidencia en las primeras líneas; y en
sus páginas interiores sabemos que la respuesta es crítica y polémica.
Lo bueno de estas
obras es que aportan una visión diferente a la que se ha transmitido desde una
cierta oficialidad de críticos y poetas y, desde luego, Rodríguez Pacheco se
conforma en ella como fiel adalid y representante, que lo fue en su momento,
del movimiento de la Diferencia en la década de los 90.
A través de diferentes
pero homogéneos apartados, muy sistematizados, se organiza un discurso siempre
personal, particular y reflexivo que, solo en ocasiones, cuenta con
aportaciones de autoridades que lo conforman. Y esto es así porque existe una
rotundidad y seguridad absoluta en las palabras del autor que las hace
innecesarias. Su palabra siempre es poderosa y feraz. Podemos o no estar de
acuerdo con él, pero está claro que existe un argumentario que se comparte
entre los disidentes y heterodoxos de la literatura española de los últimos
cincuenta años.
La trascendencia del
poder en su relación con el intelectual y el poeta es un instrumento que forma
parte de su retórica y ahonda en sus relaciones con clarividencia, pero también
la servidumbre del poeta, su adocenamiento, su falta de originalidad y la caída
en la mímesis y la redundancia o los lugares comunes. De esta trayectoria
pesimista no se libran los críticos ni los premios literarios o esa huida de
los intelectuales más relevantes y casi siempre acomodaticios.
La otra mirada es un libro para la
reflexión y la excavación de una realidad polémica, plural y abigarrada. Lo
bueno de estos libros, como diría Cervantes, es que sirven para pensar. Lo
bueno de las personas perspicaces es que aportan una visión diferente: sus
puntos de vista tienen un sustento histórico y anclan en una “otra realidad”
sobre la que tenemos que profundizar sin dogmatismos.
El concepto de “otro”, de “otra mirada”, tiene
aquí una connotación claramente diferenciada de lo que oficialmente se ha dicho
de la literatura española. Y su riqueza está en su contenido, en su versión
personal.
Pero pasemos a
analizar algunas de las ideas fundamentales que conforman este rico ensayo:
1.
Su reflexión sobre el concepto de realidad, de literatura y su
modelo estético sobre la creación: “La creación es eso, sacar algo de la
nada; concretar en imágenes, en palabras, lo no existente, alegorizar la
inexistencia probándola de símbolos y metáforas dinámicas y haciéndolo
habitable, generador de vida y, por esta real y existente” (p. 21). Nos habla
de creatividad imaginativa, de realidad y alegorización, de crear lo bello, del
creador como revulsivo de su época, de literatura como creatividad, de no
escribir a remolque de los tiempos, sino
doblegando estos…
2.
El concepto de finitud y la trivialización del hecho literario como consecuencia del sentido consumista de la sociedad y el
dirigismo especulativo que la conduce a reiterar fórmulas estéticas
periclitadas y alimentar “con su incompetencia unos modelos y unas obras que no
responden a nada, que se repiten en sus mismos esquemas” (p. 61). Todo ello
implica para él una muerte de la literatura que, a su vez, niega la experiencia al pasado y a la tradición”
(p. 76). Lo que nos conduce en el ámbito de la poesía a una creación débil y
excesiva, que no alumbra nuevos manantiales y en consecuencia presa fácil de la
infertilidad. Y se pregunta Rodríguez
Pacheco: “¿Cuál es el reconocimiento internacional, el eco, la influencia de
nuestros actuales escritores en los movimientos literarios allende nuestras
fronteras?” (p. 81). Su respuesta es pesimista: “La creatividad (…) se
encuentra bajo mínimos” (p. 81). Una creatividad que para él debería ser un
elemento esencial, conformada como riesgo, pero también “como sistema de
comunicación, interpretación, experiencia y conocimiento” (pp. 99-100). Con la que se plantee la necesidad de ser y
la problemática del hombre y los asuntos que a él le atañen. Pero creatividad
también es potencialidad de la lengua, sensibilidad e inteligencia, así como
afán de trascender por el “fuego de la Palabra” (p. 428). Y junto a ello, en el
complementario capítulo VII, centrado en la estilística y el estilo, afirma que
“el estilo es un componente individual del habla” y la verdadera esencia del
poeta; definidos en su momento por Spencer y Gregory como “la utilización
individual y creativa de los recursos de la lengua, dentro de una época, un
dialecto elegido, un género y un propósito”. Y afirma Rodríguez Pacheco con
rotundidad: “Un escritor lo es cuando es dueño de un estilo original y presenta
este como seña de identidad y credencial de personalidad y es por él
reconocido” (p. 195). En definitiva, “el estilo es la persona”.
3.
La literatura de posguerra y el realismo social son objeto de su profundo análisis y, sin desdeñar el realismo en
sí, al cual considera como parte integrante de nuestra existencia (“La
literatura española ha tenido siempre un decidido componente realista”, p.
128), sin embargo discrepa de la visión del realismo social así como la
servidumbre y sometimiento a una causa de los intelectuales y escritores de la
época. La tesis que defiende es que frente a esa etapa de literatura franquista
y del régimen “la necesaria reacción cayó, paradójicamente, en los mismos usos
y abusos de la revulsión que se intentaba contrarrestar y que, como aquella,
terminó convirtiéndose en la literatura oficial de la resistencia” (p. 151). E
insiste en una idea determinante sobre la que luego abundará: “Desde las filas
de una burguesía que había temblado de pánico con el triunfo del Frente Popular
en 1934 (…) empieza a surgir, al final de la década de los cuarenta, los nuevos
escritores españoles. Tal vez como expresión de una mala conciencia de clase”
(p. 163). Salva a escritores como Cela, incluso el Cela poeta, Dámaso Alonso,
Vicente Aleixandre. Y está clara su oposición al concepto de compromiso de
entonces con estas palabras: “Confundir el compromiso o adherencia a una causa,
sea del signo que sea, con actuaciones éticas o morales del escritor que
condicionen una creatividad es una aberración” (p. 169). Palabras que sin duda
moverán a la polémica por cuanto siempre se sostuvo que durante muchos años la
literatura solo fue una instrumentalización de lucha contra la dictadura. Pero
él considera que, aunque esta reacción contra la literatura franquista era
deseable, no la comparte en su recorrido histórico e instrumentalización,
porque pronto nació un dirigismo y adoctrinamiento que “fueron los causantes de
la serie de absurdos que han llegado hasta hoy y que nos afectan” (p. 170).
Abunda en su análisis de la poesía de los 60 y es muy crítico con una
literatura que pretendió serlo para las masas y no consiguió llegar a ellas
sino lo contrario. Su crítica en ese sentido es ácida. Habla de manipulación de
la lengua, de poesía como “soldador” para unir voces levantadas. Le critica que
fueran los presupuestos ideológicos los que primaran sobre los puramente
literarios, el mimetismo con que se acercaban a la realidad, su ausencia de
creatividad, su insustancialidad, la anulación de la individualidad poética y
los intereses fácticos y finalistas. E ironiza: “Todos, pues, fraternales,
épicos, solidarios, comprometidos, en lucha, codo con codo, con el obrero, con
el campesino, con la masa proletaria (qué deprimentemente viejo suena ahora
todo). Un proletario que, pese a prosaísmo, concesiones lingüísticas y
realismo, pasaba de versos” (p. 209).
4.
El caso andaluz centra su atención
en el capítulo IX. Y dice taxativamente que “el poeta andaluz se distanciará
del quehacer general y proseguirá en solitario la elaboración de su obra” (p.
231). Nos habla de la “generación del lenguaje”, de los poetas andaluces del 60
destacando a Antonio Hernández, Antonio Carvajal… pero también nos habla del
poder del grupo catalán y la colonización desde allí de Andalucía. Hace su
particular análisis del grupo Cántico…
5.
La operación editorial del grupo de los novísimos ocupa el capítulo X. Y
afirma con rotundidad: “Los nuevos escritores, los que se consideraban más
cultos y vanguardistas, escribían psíquicamente condicionados por los gustos
estéticos que proponían Seix Barral o Barral a secas, y los no tan nuevos
fueron adecuando sus respectivos discursos” (p. 259). Se centra en varias
páginas en la antología de Antonio Hernández, La poética del 50: una promoción desheredada, donde dudaba de la
idoneidad de Barral, Goytisolo o Gil de Biedma. Así como de su fulminación
cuando Rodríguez Pacheco en la década de los sesenta avisó del peligro de esta
literatura y el dominio de este grupo.
6.
Los críticos objeto de crítica: tras
advertir del conflicto del crítico entre la subjetividad y el objeto sobre el que debe pronunciarse, afirma la
manipulación de estos de la realidad literaria y la tendencia a prestigiar las
corrientes en boga, la presencia del Poder, como elemento determinante (al que
dedicará también un apartado). Sus palabras son duras: “La crítica ha venido a
ser ese regimiento de benefactores, de descubridores, de niños prodigio, de
proxenetas literarios, inductores a la
mímesis, a la homogeneización, a la trivialidad, a la exaltación de lo novedoso
sobre lo auténticamente original” (p. 298). De ellos excluye a los críticos de
la Diferencia y a profesores como Juan José Lanz o Miguel Casado.
7.
El poder ocupa un capítulo especial.
Rodríguez Pacheco es muy crítico con este y describe el proceso en el que la
creatividad es cercenada cuando el joven escritor hambriento de éxito se convierte en papagayo y acólito del mismo,
sintiéndose manipulado y producto protegido por él. La propuesta del escritor
sevillano es que hubiera organismos públicos que funcionaran “bajo criterios de
ecuanimidad, objetividad, imparcialidad, pluralidad y justicia” (p. 317). Pero,
en realidad, este se oficializa a través de prebendas de unos cuantos,
ortodoxos de la oficialidad.
8.
El canon ortodoxo y la diferencia.
Es de gran interés la defensa que hace del movimiento de la Diferencia y desde
luego la exaltación del escritor Antonio Enrique y su Canon heterodoxo tanto
como la antipatía que profesa hacia la poesía de la experiencia o la nueva
sentimentalidad a la que sitúa anclada en el prosaísmo denotativo. La
Diferencia no fue tendencia, modalidad o escuela sino, en palabras textuales,
“la única oportunidad que, a finales del siglo XX, incitaba a una regeneración”.
Finalmente, y para
acabar, decir que el propósito del autor, como él mismo justifica, ha sido
expresar sin ánimo de exhaustividad sino como un planteamiento previo del
asunto la situación general de nuestra literatura y, en especial, de la poesía
en un lugar y un tiempo determinado con un pesimismo latente y poderoso pero
también con esperanza de que se produzca una regeneración en torno a una suerte
de rehumanización que tenga la palabra como horizonte y guía así como la búsqueda
de la expresividad y la originalidad lírica.
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