domingo, 14 de julio de 2013

KARNAVAL DE JUAN FRANCISCO FERRÉ
O LA ALEGORÍA DEL PODER

F. MORALES LOMAS



           Sumergirse y hurgar en el ascenso y caída de los poderosos siempre ha sido una buena aspiración para un escritor. Aunque más mueve a tragedia griega o shakesperiana que a escrito narrativo pues en este las intensidades, los ímpetus o los ardores se diluyen. Sin embargo, el tono y el punto de vista de la narración invariablemente introducen ya una visión de la realidad que, como diría Valle-Inclán, ha sido observada desde los espejos cóncavos del Callejón del Gato.
             Como buen outsider, Ferré escribe Karnaval (reciente ganadora del premio Herralde) con ka de kilo. Mascaradas, comparsas, bailes y otros regocijos bulliciosos forman parte del carnaval, de esta hiperbólica alegoría de un mundo posmoderno, y  este espectáculo narrativo nace al tomar como pretexto a un sorprendente personaje público de alcance universal: Dominique Strauss-Kahn, el exdirector del FMI, acusado de violación por una camarera de un hotel de Nueva York, y convertido vox populi en el nuevo y poderoso villano. Un hombre rico y socialdemócrata (dos principios muy sugerentes y de largo recorrido) que habiendo sido director del estandarte del capitalismo (el Fondo Monetario Internacional) pretendía, gracias a su inteligencia y buena preparación técnica,  conformar una visión del mundo y acaso “rectificar” el salvaje capitalismo tras llegar a la presidencia de la República francesa para sustituir al todopoderoso Nicolás Sarkozy.


         ¿Venganza? ¿Traición? ¿Quién había o qué había detrás de aquella camarera del hotel? ¿Acaso importa? La entrepierna, como diría Edgard Allan Poe, fue la delatora, y su glande el responsable de la caída de un dios. A partir de la entrepierna de Paris, Homero escribió su Iliada. A partir de la simbología fálica se crea y se destruye un héroe. Era una historia muy potente para no entrar en ella, pero también una historia muy potente para perderse en cuernos, best-sellers y otras zarandajas.
          Ferré, de quien no me cabe la menor duda de que es un escritor inteligente, sabe que la única forma de no perderse en la historia es a través de la forma. También lo supo Cervantes, también lo supo Valle. También lo ha sabido Ferré. Pocas historias merecen la pena de ser leídas en la literatura española actual (y pocas historias serán tan incomprendidas, acaso relegadas, como Karnaval) junto a La noche de los tiempos de A. Muñoz Molina y unas cuantas más.
          Ferré acierta en la hipérbole del poder, acierta en la caricatura, en el punto de vista, en la simbiosis de elementos para configurar una imagen, en la conformación de un espacio narrativo múltiple, abigarrado y heterodoxo en el que concierta  elementos dispares y crea desde una óptica combinada y plural una visión de época (monólogo interior, tercera persona narrativa…), pero también una visión clásica, porque el poder siempre ha estado asociado a su ascenso y caída.
        La fábula que aquí se cuenta es lo de menos. No podemos quedarnos en esa anécdota de un hombre que por un polvo pierde el poder y las posibilidades del héroe: la transformación del mundo. Aún en su podredumbre humana (por ser ejercido desde la fuerza quizá), aun en sus mecanismos de desolación y absurdo, la anécdota en sí es el pretexto. No podemos quedarnos ahí. Al igual que no podemos quedarnos en la anécdota de Don Quijote como un viejo que leía novelas de aventuras y enloqueció. Este punto de partida es lo de menos. Es el subterfugio. El punto de partida del héroe ferreniano D. K. (un coito innecesario o necesario) es lo de menos.
          Lo importante es adentrarse en los mundos de D. K., en los mundos personales propios y en el mundo corrupto que hemos construido en el que el capitalismo salvaje se ha adueñado de las señas de identidad de la moralidad. Lo importante es construir su identidad y la identidad social. Por eso en la primera línea se pregunta el protagonista: “¿Quién soy yo?”. Y más abajo dice: “He tenido muchas vidas. Muchos nombres. En el curso de la historia adoptaré muchas formas, pero me reconocerán enseguida (…) Soy un principio de perplejidad”. Ferré va a crear esa identidad múltiple en la obra. Y va a concitar también la amplitud novelesca al configurar una narrativa que no se muere en el realismo decimonónico en curso. Ya lo hizo en Providence y lo vuelve a hacer ahora. Sabe asumir perfectamente los recursos que han puesto en funcionamiento las vanguardias y la narrativa hispanoamericana. Ferré los conoce y los pone en funcionamiento para dotar a su novela de un decurso narrativo personal propio. Y esto la hace particular y digna de ser tenida en cuenta, aunque me consta que haya críticos que no la comprendan
       Este ascenso y esta caída del dios D. K. ya está en la cita de Heráclito: “La lucha es en efecto el generador de todas las cosas, empero también el conservador y, en efecto, deja a unos aparecer como dioses, a los otros como hombres”. Ferré construye esa imagen múltiple y abigarrada, porque todo puede ser y no ser, lo es a pesar de todo, pero puede parecer muchas cosas más. El no caer en la simpleza es ahondar en el mundo que nos ha tocado vivir, pero también vivir en la claridad de que estamos en manos de unos poderosos individuos y organizaciones que nos gobiernan, de las que somos esclavos, y que a su vez son esclavos de sus propios actos, naipes que se derrumban en sus querencias más lúbricas.
            La imagen final y el símbolo como instrumento retórico que nos habla del auge y la caída de los dioses humanos, del poder de la sexualidad. En el maravilloso libro de Foucault, Historia de la sexualidad, ya se ahonda en la relación del sexo y el poder. Parece que al releer al cabo de los años esta obra estemos en presencia de todo el discurso de Ferré: “Poder que se deja invadir por el placer al que da caza: y frente a él, placer que se afirma en el poder de mostrarse, de escandalizar o de resistir”. En una sociedad de la perversión la mitología del glande ocupa un espacio reservado. De este modo, poder y placer no se anulan sino que se imbrican en la novela. Crean su mundo propio, ofrecen sus propios mecanismos de intervención: unas veces para justificarse, otras para explicarse y finalmente para conformar un símbolo, que, como en los viejos mitos, pretende darnos una reducción de la fábula a su contenido propio y explicable.
         Para la construcción de este mito, Ferré adopta la secuencia corta: pequeños fragmentos que se van enlazando en diversos bloques. Cuarenta y seis capítulos breves en tres grandes unidades donde lo importante no es lo que sucedió y cómo sucedió sino desmenuzar los instintos, crear un individuo, una sociedad, conformar las relaciones de poder y ofrecer una visión del mundo en su salsa, en su Karnaval.

        Podemos tener precedentes en Cervantes, en Tolstoi o en Joyce. Pero más que los precedentes, que todos los escritores los tienen, lo que importa es el corolario. Y Ferré consigue con su novela no crear solo un individuo en su identidad sino una sociedad podrida. Desde luego que en ese camino, el erotismo es un buen Hermes y también la explicación del mundo en que vivimos. El papel de la mujer en este mundo también ocupa buen número de páginas, así como la autojustificación suicida de los personajes. Quizá en determinados momentos la concupiscencia verbal pudiera haberse desbocado pero su irradiación siempre será signo de esa tendencia a la expansión del narrador. Unas veces novela policíaca, otras sentimental, otras erótica, otras social o en el modelo de cartas tan del Quattroccento… tiene todas las posibilidades que ya había creado en sí Cervantes y con las que Ferré (tan kafkiano) pretende coincidir en los procesos que conforman el espíritu de una época y en la creación de un mito de la posmodernidad: el glande de nuevo, como Zeus, como instrumento de la retórica narrativa y como símbolo del ascenso y la caída de una idea, de un individuo, de una forma de ver y construir el mundo.

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