La reflexión de Álvaro García en Canción
en blanco (Visor, Madrid, 2012, XXIV Premio Loewe) aborda desde la
estructura unitaria del monólogo interior una continuidad en torno a las
grandes palabras que definían la existencia en una continuidad poemática
advertida por Miguel Hernández: vida, amor y muerte.
Sucumbe al flujo la historia sentimental y el juego de las antítesis y
las paradojas cuando cuenta ese relato personal desde la habitación de un
hotel: un espacio cerrado (como en los filmes de Bergman) para hablar de un
espacio abierto: nuestra vida. Con ese referente poético que le sirve de
receptor, la amada, la singladura de Álvaro García es fijar la memoria,
reconstruir la ilusión del tiempo y de lo vivido a través de un lenguaje metafórico
que busca la expresividad lingüística y la creación de un mundo sentimental
creíble; en determinados momentos retenido y reducido al ámbito de una
habitación de hotel que acaba convertida en un círculo cerrado en el que
fluctúan los símbolos, las imágenes, los engranajes de dos vidas: “Los dos
somos el pájaro/ que se posó en el hueco/ entre dos mesas/ y se asustó por un
trozo de miga/ como aparece el miedo en la conversación:/ amar: abandonar el
hábito de un daño”.
¡Cuántos destellos de lo vivido en torno a esa imagen de la música y el
amor reordenando el mundo, una música y un amor que pueden tener la singladura
o “la forma estricta de la felicidad”! Las palabras y la lucha por mantener ese
sentido de las cosas, de que las palabras signifiquen y no sean una simple
huida sino profundos troncos a los que asirse. En esa conformación de la
historia sentimental, la música casi lo invade todo, en su circularidad, en su
deseo, en esa claridad que pueden despedir en un momento determinado cuando hay
un recuerdo de amor y se escapa uno del tiempo; ajeno a él, como humanos,
aunque rápido ese contraste emerge (esos contrastes que son la vida y ocupan el
poema) en la sombra que nos acoge, la muerte. Hay en esta singladura vital un
tránsito evidente desde los gestos hacia la vida cuando la mirada se dirige
hacia un punto y la conciencia despierta las sensaciones ansiadas.
La imagen del hotel como espacio de libro abierto en el que se fijan los
enigmas de la existencia, las razones de nuestras fragilidades o de nuestras
grandes aventuras vitales. Por momentos ella, en su vocación de protagonista,
en ese tú que llena el poema, como luz desplazada en el tiempo: “El tiempo: una
insistencia/ que late: una constancia como el pulso,/ igual que si un latido/
pudiese reavivar otro latido”. Y el amor como punto de fusión vital, como
catalizador y sentido último. Pero también la muerte con su aureola, con su victoria,
porque llega más lejos que el tiempo, va más allá que esa habitación de hotel
que es, que ha sido nuestra vida. Y esa mezcla de la realidad y la irrealidad
que se unen en las quimeras, en los sueños, en la búsqueda del sentido a todo:
“No importa tanto aquí un significar,/ las palabras anidan por su aroma”.
¿Qué sentido tiene entonces la palabra eternidad? Hay una limitación
fijada en ese necesidad de marcha, de irse con la muerte: “La ola de la muerte/
pasará sobre ellos como página./ Ellos temen la muerte;/ nosotros la llevamos
como una intimidad estimulante”. Es el tiempo que nos condujo por creencias,
cuando todo estaba ya decidido en su abandono, en su falta de perspectivas y de
propósitos, en el derrumbe de los mitos que se habían necesitado en otro
tiempo. Hay en esta lírica como un intento de comprender definitivamente el
todo, como una universalización de esa sabiduría que nos hace más fuertes
aunque parezcamos más agotados, en esa tendencia nuestra a procurar la
inmortalidad mientras surge la noche: “Arrugada y manchada/ como una servilleta
tras la cena”.
Momentáneamente ellos, sus afectos, sus mundos encontrados pueden detener
el rigor de esa pérdida, ajeno al mundo y sus desequilibrios, ajeno a cualquier
orden y la libertad de querer ser en ese orbe cerrado como instrumentos para
crear algo nuevo y verdadero en ese fondo de certeza que en determinados momentos
tiene la existencia. Pero pronto la muerte acaba apoderándose de esa pared
construida y acaba siendo “una humedad en un muro”.
Y llegamos a la conclusión de que la frontera entre lo consciente y lo
inconsciente está rota pero lejos de construir un mundo para la muerte siempre
quedará en ese sedimento que hubo, en esa pared edificada, en ese mundo de
paradojas y antítesis la conformación de una historia con sus soles y su vida
acaso vivificadora: “Lo que antes hemos sido,/ antes de consistir uno en el otro/
y comprender de pronto el universo/ en este cuarto de hotel y lluvia,/ poder al
fin fundirse,/ escapar hacia dentro junto a alguien,/ olvidar junto a alguien
el destino/ de un mundo que en sí empieza, en sí termina/ Puede que un día
estemos/ juntos en el olvido uno en el otro./ La muerte tendrá dentro memoria
de un sol/ vivo”.
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