viernes, 12 de julio de 2013

CANCIÓN EN BLANCO DE ÁLVARO GARCÍA POR F. MORALES LOMAS




 El blanco es el color de la muerte en Oriente, pero también la pureza en Occidente y puede ser incluso, en la forma de una canción, la metáfora de la cosa misma (como dice en la cita de Pound), de la existencia vacía.
La reflexión de Álvaro García en Canción en blanco (Visor, Madrid, 2012, XXIV Premio Loewe) aborda desde la estructura unitaria del monólogo interior una continuidad en torno a las grandes palabras que definían la existencia en una continuidad poemática advertida por Miguel Hernández: vida, amor y muerte.
Sucumbe al flujo la historia sentimental y el juego de las antítesis y las paradojas cuando cuenta ese relato personal desde la habitación de un hotel: un espacio cerrado (como en los filmes de Bergman) para hablar de un espacio abierto: nuestra vida. Con ese referente poético que le sirve de receptor, la amada, la singladura de Álvaro García es fijar la memoria, reconstruir la ilusión del tiempo y de lo vivido a través de un lenguaje metafórico que busca la expresividad lingüística y la creación de un mundo sentimental creíble; en determinados momentos retenido y reducido al ámbito de una habitación de hotel que acaba convertida en un círculo cerrado en el que fluctúan los símbolos, las imágenes, los engranajes de dos vidas: “Los dos somos el pájaro/ que se posó en el hueco/ entre dos mesas/ y se asustó por un trozo de miga/ como aparece el miedo en la conversación:/ amar: abandonar el hábito de un daño”.
¡Cuántos destellos de lo vivido en torno a esa imagen de la música y el amor reordenando el mundo, una música y un amor que pueden tener la singladura o “la forma estricta de la felicidad”! Las palabras y la lucha por mantener ese sentido de las cosas, de que las palabras signifiquen y no sean una simple huida sino profundos troncos a los que asirse. En esa conformación de la historia sentimental, la música casi lo invade todo, en su circularidad, en su deseo, en esa claridad que pueden despedir en un momento determinado cuando hay un recuerdo de amor y se escapa uno del tiempo; ajeno a él, como humanos, aunque rápido ese contraste emerge (esos contrastes que son la vida y ocupan el poema) en la sombra que nos acoge, la muerte. Hay en esta singladura vital un tránsito evidente desde los gestos hacia la vida cuando la mirada se dirige hacia un punto y la conciencia despierta las sensaciones ansiadas.
La imagen del hotel como espacio de libro abierto en el que se fijan los enigmas de la existencia, las razones de nuestras fragilidades o de nuestras grandes aventuras vitales. Por momentos ella, en su vocación de protagonista, en ese tú que llena el poema, como luz desplazada en el tiempo: “El tiempo: una insistencia/ que late: una constancia como el pulso,/ igual que si un latido/ pudiese reavivar otro latido”. Y el amor como punto de fusión vital, como catalizador y sentido último. Pero también la muerte con su aureola, con su victoria, porque llega más lejos que el tiempo, va más allá que esa habitación de hotel que es, que ha sido nuestra vida. Y esa mezcla de la realidad y la irrealidad que se unen en las quimeras, en los sueños, en la búsqueda del sentido a todo: “No importa tanto aquí un significar,/ las palabras anidan por su aroma”.
¿Qué sentido tiene entonces la palabra eternidad? Hay una limitación fijada en ese necesidad de marcha, de irse con la muerte: “La ola de la muerte/ pasará sobre ellos como página./ Ellos temen la muerte;/ nosotros la llevamos como una intimidad estimulante”. Es el tiempo que nos condujo por creencias, cuando todo estaba ya decidido en su abandono, en su falta de perspectivas y de propósitos, en el derrumbe de los mitos que se habían necesitado en otro tiempo. Hay en esta lírica como un intento de comprender definitivamente el todo, como una universalización de esa sabiduría que nos hace más fuertes aunque parezcamos más agotados, en esa tendencia nuestra a procurar la inmortalidad mientras surge la noche: “Arrugada y manchada/ como una servilleta tras la cena”.
Momentáneamente ellos, sus afectos, sus mundos encontrados pueden detener el rigor de esa pérdida, ajeno al mundo y sus desequilibrios, ajeno a cualquier orden y la libertad de querer ser en ese orbe cerrado como instrumentos para crear algo nuevo y verdadero en ese fondo de certeza que en determinados momentos tiene la existencia. Pero pronto la muerte acaba apoderándose de esa pared construida y acaba siendo “una humedad en un muro”.

Y llegamos a la conclusión de que la frontera entre lo consciente y lo inconsciente está rota pero lejos de construir un mundo para la muerte siempre quedará en ese sedimento que hubo, en esa pared edificada, en ese mundo de paradojas y antítesis la conformación de una historia con sus soles y su vida acaso vivificadora: “Lo que antes hemos sido,/ antes de consistir uno en el otro/ y comprender de pronto el universo/ en este cuarto de hotel y lluvia,/ poder al fin fundirse,/ escapar hacia dentro junto a alguien,/ olvidar junto a alguien el destino/ de un mundo que en sí empieza, en sí termina/ Puede que un día estemos/ juntos en el olvido uno en el otro./ La muerte tendrá dentro memoria de un sol/ vivo”.

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