REY TINIEBLA DE ANTONIO ENRIQUE (EDITORIAL ALMUZARA, 2012)
No es una novela histórica Rey Tiniebla de Antonio Enrique (Ed.
Almuzara, 2012). La tradición narrativa en torno a Felipe II ha sido rica en
los últimos tiempos: en muchas de ellas los parámetros creadores nacían de la
perspectiva histórica y de seguir las consecuencias de la teoría literaria de
sir Walter Scott o en el caso español del reputado Pérez Galdós: la recreación
de la historia a través de hechos novelescos, sin olvidar aquella perspectiva
que, en muchos casos, acaba aplastando el rigor de la creación narrativa y de
los hechos ficticios.
Antonio
Enrique adopta un punto de vista original, una representación novedosa, una
configuración estética que sublima la esfera afectiva y conmovedora en
detrimento de la histórica (apenas esbozada en trazos irregulares para dotar al
conjunto de perspectiva, y nada más) en la relación que se establece entre
Maltrapillo, el narrador que asiste al rey, y el propio monarca Felipe II y su
mirada limpia, salvífica e incauta que ofrece un enfoque juvenil de la realidad
cuando el mundo iba llegando a su fin; y también parcial, por cuanto siempre
trata de salvar al rey en cualquier circunstancia, como cuando defiende su
inocencia en la muerte de Escobedo.
Me interesa destacar especialmente
esta faceta porque los conocedores de la narrativa de Antonio Enrique sabemos
que siempre existe en sus obras de calado histórico un elemento más consistente
que lo puramente histórico que las dota de originalidad propia y les da su
valor como personalidad diferenciada: la perspectiva simbólica de la fábula, la
traslación a otros ámbitos, la introspección en los elementos que residencian
el sentido de nuestra existencia, como pueden ser el amor, los afectos, la
vanidad, la lucha por el poder, el odio… y sus correlatos. Son las grandes
ideas lo que sostienen la trama argumental de sus obras, son los grandes
principios rectores. La fábula (en el sentido aristotélico) sólo contribuye a
dotar a su ideario de una repercusión plástica, sonora, visual… pero lo
importante es la idea, como diría un platónico. Y Antonio Enrique lo es.
¿Qué hay en este personaje, Maltrapillo
(verdadero coprotagonista de la historia), para que tenga esa entrega personal
hacia el rey? ¿La gloria? ¿El dinero? ¿El ascenso social? Nada de esto existe.
Lo que le mueve es un principio cristiano básico: la misericordia, la piedad,
la indulgencia, la humanidad, la generosidad... Él no ve a Felipe II como el
todopoderoso emperador. Él ve la humanidad de Felipe. Sabe que se está muriendo
por el lugar más abyecto. Sabe que defeca continuamente. Que ha bajado
definitivamente a la tierra o al infierno y se ha hecho hombre. Un hombre que
está a punto de morir. Maltrapillo no hace el juicio de la historia aunque en
un momento determinado (en ese alambicado espacio para la humanidad y la
mentira) diga que las heces del rey son su poder. Tampoco a Antonio Enrique le
interesa. Esto pertenece a los historiadores.
Antonio Enrique ha querido crear la
novela de la misericordia, de la humanidad, de la compasión. Y la
sistematización teórica que toda novela conlleva, su estructura, su decurso
narrativo, la palabra y su organización
como vehículo de las significaciones, la estructura del significante… en
definitiva, está al servicio de esta causa. ¿Y cómo es el significante de Rey Tiniebla? A través de la voz del
joven Maltrapillo que rememora en su magín los recuerdos de aquella época desde
una situación actual vamos entrando en los últimos días del “Rey Tiniebla”.
Aunque existe una narración lineal, ésta se ve trenzada de vez en cuando con la
intromisión del monólogo interior del rey que invade el proceso narrativo de
Maltrapillo conformando así una novela de sensaciones.
Antonio Enrique ha querido construir
más que una visión de época (que la hay pespunteada) una perspectiva
sentimental, un enfoque de alucinaciones, de sacudidas, de estremecimientos, de olores, de
muerte… Hay una intemperancia escatológica que se alimenta de la singladura mortuoria
y funeral que contribuyen a darle un realce épico sublime a esta muerte a
través de los tres apartados: “Mundo”, “Entremundos” y “Trasmundo”.
ANTONIO ENRIQUE Y F. MORALES LOMAS (Arcos de la Frontera, 2009)
“Mundo” (de unas cien páginas) da
comienzo a la narración en junio de 1598 y nos presenta ese proceso de
descomposición (las heces son el símbolo comprensible) del rey y la atmósfera
que gira en torno a él. A Antonio Enrique le interesa destacar a “un hombre
como los demás (…) Porque, sobre su dignidad de rey sufriente, emanaba una modestia
que hoy, pasados los años, no dudaría en calificar de sobrenatural” (p. 75). El
rey es llevado a El Escorial y en este trayecto el hombre es Homo Viator (Mundo), el símbolo también
de la vida hacia la cercana muerte. Es la podredumbre lo que pone de manifiesto
Antonio Enrique y su valor de humanidad. Sólo en esta indigencia nos
humanizamos.
El segundo apartado “Entremundos” (unas
ciento cincuenta páginas) juega en el proceso entre la realidad, la memoria, la
conciencia y las diversas pesadillas del rey. El pasado y el presente se unen
en un extraño maridaje mientras se acerca el fin definitivo del rey con la muerte
que concluye este apartado a medida que El Escorial como espacio, como tumba,
se hace dueño del escenario creado. Se producen procesos de desdoblamiento y
alusiones a la vida y la angustia del ser humano y la tendencia del narrador a
estar en el meollo pero sentirse ausente, a ser invisible: “Lo que yo quería
inspirar era invisibilidad, pasar
desapercibido” (p. 136).
No hay grandes sucesos, sólo el
monótono discurrir de los días y ese trasiego entre la luz y las tinieblas
antes de alcanzar la definitiva muerte. Y en ello el cuadro del Bosco como gran
símbolo, El jardín de las Delicias:
“¿Qué había pretendido el mago que pintó semejantes escenas de amor-pánico
universal? ¿Qué hay en nuestra alma que no es humano? ¿Cuánto de bestias somos?
(…) Con el tiempo, Villacastín me contaría que aquello era la apoteosis de La Carne, segundo enemigo del alma (…)
Villacastín me dijo una vez que don Felipe gustaba de aquel cuadro porque le
recordaba al Nuevo Mundo (…) o bien el mismísimo Paraíso Terrenal”.
Y el tercer enemigo, El Demonio,
acomodando al rey en su sillón-retrete. Y El Escorial como una gran casa, en
soledad, en silencio: una tumba. En esta etapa intermedia los acontecimientos
históricos aparecen como incisos: el fracaso de la Armada Invencible, San
Quintín, Flandes, Antonio Pérez, los recuerdos de Isabel Osorio, de su madre,
de María Tudor, de Isabel de Valois… Y aparece una teoría “curiosa” que
defiende Antonio Enrique al considerar que “la mujer es el alma del hombre (…)
Por eso inspira, la mujer, encantamiento, que es la expresión propia del alma”
(p. 186).
En el tercer apartado, “Trasmundo” (62
páginas), el rey ha muerto. Se produce lo que llama el vacío de la
incertidumbre. Surge la España negra, la España de los grandes simbolistas de
la oscuridad y de la novela se adueña de pronto el misterio de lo infefable, la
pátina de lo incomprensible y aherrojado del mundo. Hay una cosmovisión que nos
conduce de la realidad más mísera al misterio de la existencia. Y adquiere toda
su razón de ser el Tríptico aludido. Surge la figura todopoderosa de Lerma,
“árbitro de las liviandades”. El cuadro adquiere categoría de novela en su
valor como pieza que representa una época. La pintura llevada al relato, hecha
relato. Y germina otra figura del monarca desde fuera y desde dentro,
analizándose y analizándonos. Hay toda una alegoría visionaria con la que
Antonio Enrique pretende inducirnos a entrar en las grandes parábolas de su
obra. Algo en lo que siempre ha insistido una y otra vez desde aquella mágica
novela sobre la catedral de Granada, La
Armónica Montaña (Akal, 1986).
Esto le permite adentrarse también
en la estela de la metaliteratura, el ensayo y la interpretación, al crear la Imago mundis de ese “Trasmundo” aludido,
que adquiere un valor quimérico y visionario: “Dimos así en una caverna con
aguas que irisaban las paredes por una poza que había en su centro (…) Y es que,
hacia el sur, se abría un foso, bajo él un río, y tras el río, una pradera”
(pp. 298-299). Una mirada cercana a la literatura quevediana de obras como Los sueños: El sueño del infierno, El
mundo por dentro… De los que sigue incluso la huella lingüística. Aparece
la fuente de la juventud, Proserpina, el deán de los Infiernos, Adán y Eva, el
Redentor… y el espectro de don Felipe.
El Bosco se adueña definitivamente de
la obra y surgen las preguntas de ¿qué es Dios? o se interpreta el valor del placer,
el libre albedrío… Y en su imagen, el Rey, ajeno al mundo, “almocafre o azuela
en mano, aplicado al bancal” (p. 314).
Toda una categorización del universo
de Antonio Enrique que, en una línea descendente, vendría de la obra de Dante y
sus proyecciones metafóricas y visionarias, con la que el autor granadino no
sólo crea literatura adquiere un principio de valorización humana y ética en
torno a la retórica del mundo: su visión sobre él y su interpretación figurada
de la vida y la muerte.
Su lenguaje culto, a veces arcaico tanto
como venerable en usos de otra época, contribuye a incidir en el valor alegórico
y sintomático de la lengua como fuerza sorprendente que ayuda a expresar una
situación. Cada palabra es medida y sopesada por Antonio Enrique, que no deja
nada al albur de su narración.
Una obra, en definitiva, heterodoxa y
muy diferente a lo que existe en el panorama actual. Original, pues, y
efectiva. Una visión que no es nueva, pues nace en el mismo instante en que
Antonio Enrique entra en la narrativa con su obra La Armónica Montaña, con la que inicia una de las visiones más
originales e incontestables de la narrativa contemporánea.
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