domingo, 9 de diciembre de 2012

ANTONIO CARVAJAL PREMIO NACIONAL DE POESÍA 2013

ANTONIO CARVAJAL ENTRE LA POESÍA PURA Y EL COMPROMISO ESTÉTICO Y ÉTICO (II)
F. MORALES LOMAS



     

LA LÍRICA EVOCADORA

          Siempre defendió Carvajal en su lírica tres compromisos permanentes y reiterados: la inferencia de la música y el metro (en una acepción amplia que no se limita a la simplificación de la medida o la articulación rítmica), la evocación sensorial, sensual y bella del discurso poético, y el débito con la libertad y la moral: “Y sin la belleza moral, no hay poesía (…) Sigo creyendo en el amor, en la amistad, la lealtad, la libertad, el respeto al prójimo: y los practico”. Compromisos que recoge reiteradamente en su última obra, Los pasos evocados (Madrid: Hiperión, 2004), que estructura en los siguientes apartados: De Flandes las campañas, Siete miradas desde el camino de Andújar, La música en Viana, Flores de Invierno, Jardines de Granada, Trances, remansos, ámbitos: Granada y Bagatelas.
         La organización en apartados diversos no conlleva un cambio estructural ni rítmico, ni un orden diferente en cuanto al acceso a su mundo personal pues la obra está dotada de unidad en torno a varios ejes significativos: la importancia de la memoria, la rememoración de los paisajes vividos, la trascendencia de lo sensorial que provoca una inmediatez de la naturaleza con todo tipo de recursos al olfato, la vista, el oído…,  el paisaje como horma en donde proyecta su singladura en la tierra y su organización de lo particular en universal, los lugares (Granada, Córdoba, Andújar, Flandes…) que condicionan su discurso poético translaticio, la variedad de metros (desde los versos de arte menor, los más habituales, hasta la relación de endecasílabos y heptasílabos blancos, los sonetos, las décimas, etc.)…
        Siempre ha prevalecido en su lírica la formación de un discurso poético preciso, en el que cada adjetivo ocupa el lugar convenido, cada aliteración el efecto deseado y cada epanadiplosis o símil la correspondencia certera. Su formación, su buen hacer como poeta no se descubre ahora sino que se reitera y amplía aún más en un proceso en que la naturaleza se convierte en principal protagonista, como ya sucedía en Alma región luciente, y nos proyecta su alma en las cosas, en los elementos nimios y mínimos que rodean su naturaleza y su paisaje interior que se traslada, como en Juan Ramón Jiménez, animando la naturaleza y viceversa, en un dialogismo propio de la lírica renacentista y de parte de un simbolismo profundo.
         Las bimembraciones, los símiles, las enumeraciones, las anáforas, los paralelismos, las interrogaciones retóricas, la sugerencia, los símbolos son los instrumentos retóricos más empleados para dotar al poema de la cadencia musical necesaria cuando la lírica rastrea lo narrativo-descriptivo y se adentra en los cauces de lo emotivo para rozar las velas del sentimiento. Advertimos en los poemas iniciales el encuentro con una naturaleza neblinosa, profunda en su perplejidad, lluviosa, donde el viento arrastra la noche hacia las aguas del sueño, un paisajismo nórdico con frondas densas, donde junto a los junquillos, las camelias, los tilos, los castaños..., surge una concepción del paisaje tomado de cualquier referente de la pintura paisajística holandesa dotándolo de un valor simbólico de ensoñación: “En Flandes/ sale el sol y se aprende/ de su paleta dulce/ que el color y el latido/ del corazón resisten/ bajo bruma y costumbre”. Pero donde también convive junto a la exaltación del paisaje, las burguesas endomingadas de Brujas, el recuerdo a los caídos en su campos de batalla, la memoria  dialogada de Tomás Rodaja (El licenciado vidriera),  etc. en unos versos en los que siempre demuestra que la lírica hay que humanizarla y trascenderla a través de sus símbolos: “Entrar vestido de nada/ en la nada o de suspiro”.
      El desengaño de raíz barroca aflora en su segundo apartado, se hace existencial y profundo y surge la muerte en el juego de “O polvo o nada o nada o polvo”. El discurso poético se hace más directo y las enumeraciones se adueñan de los poemas donde igual hay un canto a las piedras y sus interioridades o se recobra la luz al hilo de una naturaleza que se trascendentaliza. Junto a poemas raudos y ligeros en heptasílabos u octosílabos, el número 6 es muy diferente en el tono épico que lo anima y en su descubrimiento de la vida y el camino a seguir. La exaltación de los sentidos llena el grupo titulado “La música en Viana”, donde el verso mayor se adueña del poemario y la osadía imaginaria conjuga los diversos sentidos en metáforas sinestésicas y humanizaciones diversas: “Suena un árbol/ gota de llanto que resbala en mármol”. Y siempre la música, el rumor de los pozos, la belleza que suena.
     Pero es siempre la naturaleza en simbiosis con el paso del tiempo (tan del gusto rubeniano), en los restantes apartados, la gran protagonista: “Comparar las edades/ del hombre con los ciclos/ de la naturaleza”, dirá Carvajal. Si la música se asimilaba a Córdoba, los jardines a Granada, pero son jardines recién creados o derruidos, y una constante reiteración a ese símbolo permanente de los simbolistas: la rosa: “Rosas, todas; y no son/ la rosa”. En otros el tema  recurrente es la luz, a través del motivo renacentista del ascenso o el concepto de quietud, tan querido para Valle. En los últimos hay un canto alegre de los días y la aceptación del amor, a pesar de su sufrimiento o tomando como símbolo otro elemento simbolista: el ruiseñor.
       Carvajal con Los pasos evocados ha conseguido unir el renacimiento con el simbolismo en la trascendencia de la naturaleza, en su humanización y en el acopio de la música para describir o narrar un proceso que eleva los sentidos y despierta un aire contemplativo e interiorizado.
         


LA GLOSA DE LA LÍRICA Y “CASI UNA FANTASÍA”


          La lírica del granadino Antonio Carvajal ha sido adscrita de un modo tópico a la corriente barroca que en el siglo XX enlazaría básicamente con miembros del 27, la primera época de Miguel Hernández y el Grupo Cántico de Córdoba. Sin embargo, este emballenado formal tan ordenancista y puerilmente didáctico impide ampliar el campo de visión de su lírica. Sanz Villanueva, por ejemplo, lo ha definido en este sentido como poeta culturalista, de tendencia barroquizante, de fuerte sabor arcaico y dotado de una enorme facilidad para la versificación. García Martín, por su parte, afirmaba que Carvajal es un representante de la exhibición en lo artificioso de una obra literaria. Pedro J. de la Peña lo situaba en la onda de Cántico. Incluso, ha habido algunos, que rizando el rizo, como Fernando Ortiz, ha creado la pecadora idea de que su lírica desde el barroco y precisión singular, desde la vitalidad y la alegría, expresa “el hombre nuevo” del marxismo.
          Desde mi punto de vista, yo diría que Antonio Carvajal es un escritor que hunde sus raíces, antes que en el barroco, en el renacimiento (en los Luises) y continúa en línea directa con el panteísmo vitalista de Juan Ramón Jiménez, y el comprometido de Antonio Machado y Miguel de Unamuno. De estos últimos fundamentalmente toma el compromiso ético. Como ha visto bien Antonio Chicharro, Carvajal se aparta en muchos aspectos de los novísimos a los que algunos ensayistas lo han adscrito erróneamente, y aborda en su poesía, desde las constantes renacimiento-barroco, una profundización en el compromiso individual, humano y solidario, y como ejemplo manifiesto podríamos señalar entre otros: Sextina dedicado a Blas de Otero o los heptasílabos blancos de Del lado de la vida (ambos pertenecientes a su libro Sol que se alude, 1983). Pero es que además, Carvajal ha sido siempre un pensador de izquierdas –amigo y discípulo de Carlos Villarreal- aunque haya huido en su poesía de hacer un ejercicio de realismo socialista, neorrealismo o lírica figurativa, más atento hacia la amplitud de la que debe gozar el arte, más atento a Adorno que a Althusser, más atento a una poesía globalizadora que encerrada en sus propios límites discursivos. A mi entender, digamos que se produce una síntesis entre esa poesía impura que postulaba Neruda y la poesía pura predicada por Juan Ramón Jiménez, enemigo declarado del chileno. Ser un escritor de síntesis, ecléctico, creo que ha sido uno de los grandes aciertos de Carvajal y ese eclecticismo ha sido conducido por el debate de las formas métricas y por el no menos subliminal del discurso manifiestamente humano.
        Carvajal se ha definido en un soneto de Miradas sobre el agua (1993) como un obrero del verso -que tanto nos recuerda a Gabriel Celaya-, un obrero esperanzado quizá por esa formación católica asimilada en su niñez y adolescencia como decía Carlos Villarreal, que un día fuera herido en su alma por el rayo de la poesía –en una expresión muy querida para Miguel Hernández-, que vagó como un peregrino por la vida y la literatura –como también hizo Valle-Inclán- y dejó un bouquet de flores, aunque encerradas en una fosa, que es la poesía. Encerradas en una fosa porque como decía Chicharro, “la vida está encerrada y enterrada en sus poemas”.

F. MORALES LOMAS Y ANTONIO CARVAJAL

       Desde ese presupuesto inicial de obrero del verso, la lírica de Carvajal posee una profunda formación anterior al hecho de la creación. Quiero decir que su virtuosismo literario ensalzado, por ejemplo, por García de la Concha, nace de una formación previa, de un ejercicio versificador desde los dieciocho años en que comenzó a escribir. Operando por emulatio antes que por imitatio, realmente la lírica de Antonio Carvajal es de una inusitada perfección formal, pero yo añadiría, es de una inusitada perfección musical. ¿De qué servirían las metáforas, los símiles y los símbolos, sin los encabalgamientos, la acentuación o la rima? Se le ha atacado por el hecho de que en una época de versos blancos Carvajal acudiera al verso medido y rimado, cuando en el siglo XX han coincidido ambas estructuras musicales sin complicarse la existencia.
          A veces sucede en la literatura española que por ese afán formal de construir una música endiabladamente perfecta, la obra deviene un puro juego de artificio sin la menor emotividad (“A lo caña silbada de artificio/ rastro si no evasión de su suceso”, que dijo Miguel Hernández). Lejos de este presupuesto, la lírica de Carvajal, como por ejemplo sucede en Serenata y navaja, sitúa el epicentro en el corazón, pero también en la razón desde la cima de los sentidos y Umbral en su momento habló del hastío, el escepticismo y la ironía de Carvajal. Quiero decir que esta lírica perfectamente construida tiene el calor de la fragua y la alegría de la fuente. En muchos de sus poemas observo lo que llamaría una oda a la elementalidad, una exaltación de lo humilde y lo sencillo que existe en la naturaleza y que conecta directamente con esa visión panteísta que le dio San Francisco de Asís a la observación del mundo. Un membrillo, un río, un paisaje otoñal o primaveral le pueden servir a Antonio Carvajal para construir un discurso bello estéticamente, rítmico musicalmente, pero sobre todo humano. Esa visión de la naturaleza en Carvajal procede directamente del Renacimiento y yo diría que más de las Églogas de Garcilaso. Existe un animismo simbolista dotado de gran sensualidad, con tendencia clasicista en su lenguaje y una vital reflexión metafísica que lo conecta con Jorge Manrique.
          A caballo entre el Renacimiento y el Simbolismo modernista, lejano no obstante, de cisnes, ínfulas y folklores extraños, la lírica de Carvajal igual se adentra por el discurso del amor y construye entonces unos sonetos en alejandrinos en los que sobresale la sintaxis de la carne y los mitos arcangélicos, o en un barroquismo álgido de besos, metáforas, pulsiones y metonimias, que genera esa alegría de fragua a la que aludíamos, o bien celebra el gozo de la existencia, el gozo de estar asido a su tierra granadina que es el verdadero germen de toda su poesía.
         Podrá haber en su lírica una muerte asociada al paso del tiempo, a quien Valle-Inclán consideraba diablo, o a la soledad (siempre de pequeño vivió Carvajal la soledad) de la que llegó a decir en un verso emblemático: “Peor la soledad que la muerte”. Quizá por esta razón escribe Antonio Carvajal: para sentirse querido. En estos temas creo entonces que es profundamente machadiano (de don Antonio), profundamente Fray Luis de León, profundamente Manrique, más que Quevedo. Quiero decir que existe una mayor contención en la expresión, mayor clasicismo, menor atención al decurso de los recursos expresivos, una mayor claridad expositiva. Tampoco diría que su discurso en este sentido es expansionista o dilatado sino de una contención nihilista, de formación religiosa y comprensible.
       Muchas veces la mirada de Carvajal, a pesar de sus registros cultos, produce la sensación de que es nueva, de que detrás de las palabras existe una mirada infantil y original que observa el discurso de la vida como si se produjera ex nihilo, y surgen los animales, el campo, la exaltación vital, la sensualidad, la amistad en lo que yo llamaría la “humanidad de lo perecedero” porque todo está visado con la firma del Gran Ignoto. Quizá por todo ello Carvajal haya dicho que lo único que nos deja de sí “es una manzana /que en vuestras bocas suene a fresco fruto”.    
        Su primer libro es Casi una fantasía, escrito en 1963, aunque publicado en 1975 en la colección Silene de la Universidad de Granada –y posteriormente en Extravagante jerarquía (1968-1981) con epílogo de Ignacio Prat-, tras sucesivas depuraciones y limpiezas. No obstante, el primero que publica es de 1968, Tigres en el jardín; aunque es un año antes, en la primavera de 1967, cuando publica en Ínsula tres poemas. Ambos libros liminares han sido publicados de nuevo en 2001 en Hiperión, quizá como un intento reivindicativo de ese origen. En un breve prólogo, el también poeta y amigo de Carvajal, Francisco Castaño, realiza una aproximación a algunas de las ideas desarrolladas en ambos: la naturaleza y el amor.

         Casi una fantasía es un libro unitario bajo la égida del tema que le sirve de inspiración, el verso de Paul Valéry: Il faut tenter de vivre!, tomado como eje semántico en torno al que se organizan las coordenadas de los endecasílabos. Un libro organizado en un disciplinado orden (cuatro apartados) en el que la presencia de la música es consustancial, pues no en vano lo divide el poeta en Preludio, Adagio, Scherzo y Allegro. Si bien es cierto que fantasía, según el DRAE, es la facultad del ánimo de reproducir por medio de imágenes las cosas pasadas o lejanas o de reperesentar las ideales en forma sensible o idealizar las reales, la organización aludida tendrá más que ver con el ámbito musical y en concreto con la otra definición de fantasía como composición instrumental de forma libre o formada sobre motivos de una ópera. Juan José Lanz así lo advertía cuando afirmaba que “ese ansia de representar en el texto la música del universo se manifiesta también como una voluntad de unidad cósmica”. Y relacionaba Casi una fantasía con Noticia de setiembre y De un capricho celeste.
         La estrofa empleada es el sexteto en endecasílabos con la rima total siguiendo el esquema frecuente de un pareado inicial y un cuarteto, según el esquema AABCCB. En el siglo XX habían escrito sextetos Unamuno, Alberti y Gerardo Diego, y fue una estrofa también utilizada durante el Romanticismo y el Modernismo.
            Cuatro apartados, pues, perfectamente separados aunque integrados por vasos comunicantes entre ellos que pueden formar, según Antonio Chicharro, “un largo poema de concepción épica, con importantes elementos simbólicos y desarrollo musical –el mismo título nos recuerda el que dio Beethoven a sus dos sonatas opus 27: Sonata quasi una fantasia (...)- que toma como punto de arranque las oídas vivencias de la infancia y adolescencia de Carlos Villarreal y se basa en sus reflexiones y posturas ideológicas”. De hecho en los versos 28-30 de la segunda parte hay toda una referencia a Beethoven cuando dice: “Todo tu ser gozaba la armonía/ de vivir que, en su Sexta Sinfonía,/ pusiera el pastoril Luis van Beethoven”.
       Cuatro secciones que están moldeadas respectivamente por 8 sextetos con un total de 48 versos  (Preludio), 18 estrofas con 108 versos (Adagio), y las restantes, el Scherzo y el Allegro con 18 estrofas también cada uno y, por tanto, 108 versos respectivamente. Un total, pues, de trescientos setenta y dos versos. Pero, ¿qué signfica esta reiteración en torno al número ocho? El ocho es el número de la perfección de todo tetrágono, pero también el ocho representa la amistad indicando el cubo. Y como comentábamos mucho de amistad deben existir hacia las ideas y pensamientos de Carlos Villarreal que fue precisamente el que lo acompañaba en la Navidad del 68 (de nuevo el ocho, como símbolo de la amistad y el azar) a la casa de Vicente Aleixandre cuando Carlos Bousoño le espetó: “Has escrito un libro precioso –se refería a Tigres en el jardín-, ahora a sufrir par ser un gran poeta”, y Aleixandre respondió: “No, por Dios, que no sufra”.

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