jueves, 28 de enero de 2016

LA OTRA MIRADA DE RODRÍGUEZ PACHECO





LA LITERATURA ESPAÑOLA “FIN DE SIGLO XX”. OTRA MIRADA
F. MORALES LOMAS


Nos gustaría comenzar esta exposición con las últimas palabras que, con un aliento vivificador, Pedro Rodríguez Pacheco nos deja en su libro La otra mirada (Ediciones Carena, Barcelona, 2015) y su apuesta por un ideal y un paradigma poético que hace tiempo sostenemos: el humanismo. Dice el poeta y profesor de la universidad de Sevilla: “De ese ahondar y abundar en la condición humana puede surgir el milagro (…) Concretar en el hombre el acto poético, la temática poética, es absolutamente necesario en un tiempo en el que la ciencia avanza espectacularmente, y en tales avances la idea del hombre como hacedor y motor del progreso queda ensombrecida por el mismo fulgor del avance tecnológico (…) Retornar al hombre como valor y como expresión de lo imprevisible (…) Retorno, pues, para reencontrarnos con ese humanismo que centró en la inteligencia, en la existencia y en la manera de entender y trascender la existencia”.
Frente a esta imagen que hoy día defendemos muchos de la reconquista de ese humanismo (que llamamos solidario, de modo redundante) surge  otra imagen y otra forma de ver y observar la realidad necesaria que conforma este libro, este ensayo de envergadura, promiscuo, rico, que va a despertar úlceras en muchos poetas y críticos, y donde  el autor sevillano recorre la literatura española (sobre todo la poesía) de la segunda mitad del siglo XX sin tapujos, con absoluta libertad y bizarría. Acaso contando verdades particulares que él defiende con ahínco.
Como indica el subtítulo, “Literatura española, ¿crimen o suicidio?”,  no es optimista esa visión. Se pregunta en una interrogación retórica cuya respuesta se evidencia en las primeras líneas; y en sus páginas interiores sabemos que la respuesta es crítica y polémica.
Lo bueno de estas obras es que aportan una visión diferente a la que se ha transmitido desde una cierta oficialidad de críticos y poetas y, desde luego, Rodríguez Pacheco se conforma en ella como fiel adalid y representante, que lo fue en su momento, del movimiento de la Diferencia en la década de los 90.
A través de diferentes pero homogéneos apartados, muy sistematizados, se organiza un discurso siempre personal, particular y reflexivo que, solo en ocasiones, cuenta con aportaciones de autoridades que lo conforman. Y esto es así porque existe una rotundidad y seguridad absoluta en las palabras del autor que las hace innecesarias. Su palabra siempre es poderosa y feraz. Podemos o no estar de acuerdo con él, pero está claro que existe un argumentario que se comparte entre los disidentes y heterodoxos de la literatura española de los últimos cincuenta años.
La trascendencia del poder en su relación con el intelectual y el poeta es un instrumento que forma parte de su retórica y ahonda en sus relaciones con clarividencia, pero también la servidumbre del poeta, su adocenamiento, su falta de originalidad y la caída en la mímesis y la redundancia o los lugares comunes. De esta trayectoria pesimista no se libran los críticos ni los premios literarios o esa huida de los intelectuales más relevantes y casi siempre acomodaticios.
La otra mirada es un libro para la reflexión y la excavación de una realidad polémica, plural y abigarrada. Lo bueno de estos libros, como diría Cervantes, es que sirven para pensar. Lo bueno de las personas perspicaces es que aportan una visión diferente: sus puntos de vista tienen un sustento histórico y anclan en una “otra realidad” sobre la que tenemos que profundizar sin dogmatismos.
 El concepto de “otro”, de “otra mirada”, tiene aquí una connotación claramente diferenciada de lo que oficialmente se ha dicho de la literatura española. Y su riqueza está en su contenido, en su versión personal.
Pero pasemos a analizar algunas de las ideas fundamentales que conforman este rico ensayo:
1.                     Su reflexión sobre el concepto de realidad, de literatura y su modelo estético sobre la creación: “La creación es eso, sacar algo de la nada; concretar en imágenes, en palabras, lo no existente, alegorizar la inexistencia probándola de símbolos y metáforas dinámicas y haciéndolo habitable, generador de vida y, por esta real y existente” (p. 21). Nos habla de creatividad imaginativa, de realidad y alegorización, de crear lo bello, del creador como revulsivo de su época, de literatura como creatividad, de no escribir a remolque  de los tiempos, sino doblegando estos…
2.                     El concepto de finitud y la trivialización del hecho literario como consecuencia del sentido consumista de la sociedad y el dirigismo especulativo que la conduce a reiterar fórmulas estéticas periclitadas y alimentar “con su incompetencia unos modelos y unas obras que no responden a nada, que se repiten en sus mismos esquemas” (p. 61). Todo ello implica para él una muerte de la literatura que, a su vez, niega la experiencia al pasado y a la tradición” (p. 76). Lo que nos conduce en el ámbito de la poesía a una creación débil y excesiva, que no alumbra nuevos manantiales y en consecuencia presa fácil de la infertilidad.  Y se pregunta Rodríguez Pacheco: “¿Cuál es el reconocimiento internacional, el eco, la influencia de nuestros actuales escritores en los movimientos literarios allende nuestras fronteras?” (p. 81). Su respuesta es pesimista: “La creatividad (…) se encuentra bajo mínimos” (p. 81). Una creatividad que para él debería ser un elemento esencial, conformada como riesgo, pero también “como sistema de comunicación, interpretación, experiencia y conocimiento” (pp. 99-100).  Con la que se plantee la necesidad de ser y la problemática del hombre y los asuntos que a él le atañen. Pero creatividad también es potencialidad de la lengua, sensibilidad e inteligencia, así como afán de trascender por el “fuego de la Palabra” (p. 428). Y junto a ello, en el complementario capítulo VII, centrado en la estilística y el estilo, afirma que “el estilo es un componente individual del habla” y la verdadera esencia del poeta; definidos en su momento por Spencer y Gregory como “la utilización individual y creativa de los recursos de la lengua, dentro de una época, un dialecto elegido, un género y un propósito”. Y afirma Rodríguez Pacheco con rotundidad: “Un escritor lo es cuando es dueño de un estilo original y presenta este como seña de identidad y credencial de personalidad y es por él reconocido” (p. 195). En definitiva, “el estilo es la persona”.
3.                     La literatura de posguerra y el realismo social son objeto de su profundo análisis y, sin desdeñar el realismo en sí, al cual considera como parte integrante de nuestra existencia (“La literatura española ha tenido siempre un decidido componente realista”, p. 128), sin embargo discrepa de la visión del realismo social así como la servidumbre y sometimiento a una causa de los intelectuales y escritores de la época. La tesis que defiende es que frente a esa etapa de literatura franquista y del régimen “la necesaria reacción cayó, paradójicamente, en los mismos usos y abusos de la revulsión que se intentaba contrarrestar y que, como aquella, terminó convirtiéndose en la literatura oficial de la resistencia” (p. 151). E insiste en una idea determinante sobre la que luego abundará: “Desde las filas de una burguesía que había temblado de pánico con el triunfo del Frente Popular en 1934 (…) empieza a surgir, al final de la década de los cuarenta, los nuevos escritores españoles. Tal vez como expresión de una mala conciencia de clase” (p. 163). Salva a escritores como Cela, incluso el Cela poeta, Dámaso Alonso, Vicente Aleixandre. Y está clara su oposición al concepto de compromiso de entonces con estas palabras: “Confundir el compromiso o adherencia a una causa, sea del signo que sea, con actuaciones éticas o morales del escritor que condicionen una creatividad es una aberración” (p. 169). Palabras que sin duda moverán a la polémica por cuanto siempre se sostuvo que durante muchos años la literatura solo fue una instrumentalización de lucha contra la dictadura. Pero él considera que, aunque esta reacción contra la literatura franquista era deseable, no la comparte en su recorrido histórico e instrumentalización, porque pronto nació un dirigismo y adoctrinamiento que “fueron los causantes de la serie de absurdos que han llegado hasta hoy y que nos afectan” (p. 170). Abunda en su análisis de la poesía de los 60 y es muy crítico con una literatura que pretendió serlo para las masas y no consiguió llegar a ellas sino lo contrario. Su crítica en ese sentido es ácida. Habla de manipulación de la lengua, de poesía como “soldador” para unir voces levantadas. Le critica que fueran los presupuestos ideológicos los que primaran sobre los puramente literarios, el mimetismo con que se acercaban a la realidad, su ausencia de creatividad, su insustancialidad, la anulación de la individualidad poética y los intereses fácticos y finalistas. E ironiza: “Todos, pues, fraternales, épicos, solidarios, comprometidos, en lucha, codo con codo, con el obrero, con el campesino, con la masa proletaria (qué deprimentemente viejo suena ahora todo). Un proletario que, pese a prosaísmo, concesiones lingüísticas y realismo, pasaba de versos” (p. 209).
4.                     El caso andaluz centra su atención en el capítulo IX. Y dice taxativamente que “el poeta andaluz se distanciará del quehacer general y proseguirá en solitario la elaboración de su obra” (p. 231). Nos habla de la “generación del lenguaje”, de los poetas andaluces del 60 destacando a Antonio Hernández, Antonio Carvajal… pero también nos habla del poder del grupo catalán y la colonización desde allí de Andalucía. Hace su particular análisis del grupo Cántico…
5.                     La operación editorial del grupo de los novísimos  ocupa el capítulo X. Y afirma con rotundidad: “Los nuevos escritores, los que se consideraban más cultos y vanguardistas, escribían psíquicamente condicionados por los gustos estéticos que proponían Seix Barral o Barral a secas, y los no tan nuevos fueron adecuando sus respectivos discursos” (p. 259). Se centra en varias páginas en la antología de Antonio Hernández, La poética del 50: una promoción desheredada, donde dudaba de la idoneidad de Barral, Goytisolo o Gil de Biedma. Así como de su fulminación cuando Rodríguez Pacheco en la década de los sesenta avisó del peligro de esta literatura y el dominio de este grupo.
6.                     Los críticos objeto de crítica: tras advertir del conflicto del crítico entre la subjetividad y el objeto  sobre el que debe pronunciarse, afirma la manipulación de estos de la realidad literaria y la tendencia a prestigiar las corrientes en boga, la presencia del Poder, como elemento determinante (al que dedicará también un apartado). Sus palabras son duras: “La crítica ha venido a ser ese regimiento de benefactores, de descubridores, de niños prodigio, de proxenetas literarios, inductores  a la mímesis, a la homogeneización, a la trivialidad, a la exaltación de lo novedoso sobre lo auténticamente original” (p. 298). De ellos excluye a los críticos de la Diferencia y a profesores como Juan José Lanz o Miguel Casado.
7.                     El poder ocupa un capítulo especial. Rodríguez Pacheco es muy crítico con este y describe el proceso en el que la creatividad es cercenada cuando el joven escritor hambriento de éxito se  convierte en papagayo y acólito del mismo, sintiéndose manipulado y producto protegido por él. La propuesta del escritor sevillano es que hubiera organismos públicos que funcionaran “bajo criterios de ecuanimidad, objetividad, imparcialidad, pluralidad y justicia” (p. 317). Pero, en realidad, este se oficializa a través de prebendas de unos cuantos, ortodoxos de la oficialidad.
8.                     El canon ortodoxo y la diferencia. Es de gran interés la defensa que hace del movimiento de la Diferencia y desde luego la exaltación del escritor Antonio Enrique y su Canon heterodoxo tanto como la antipatía que profesa hacia la poesía de la experiencia o la nueva sentimentalidad a la que sitúa anclada en el prosaísmo denotativo. La Diferencia no fue tendencia, modalidad o escuela sino, en palabras textuales, “la única oportunidad que, a finales del siglo XX, incitaba a una regeneración”.


Finalmente, y para acabar, decir que el propósito del autor, como él mismo justifica, ha sido expresar sin ánimo de exhaustividad sino como un planteamiento previo del asunto la situación general de nuestra literatura y, en especial, de la poesía en un lugar y un tiempo determinado con un pesimismo latente y poderoso pero también con esperanza de que se produzca una regeneración en torno a una suerte de rehumanización que tenga la palabra como horizonte y guía así como la búsqueda de la expresividad y la originalidad lírica.

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