lunes, 14 de abril de 2008

La Sociedad Trasatlántica de Alfredo Taján por Morales Lomas


El escritor hispano-argentino afincado en Málaga, Alfredo Taján, director del Instituto Municipal del Libro, formaría parte junto a Iawasaki y Neuman, entre otros, de un grupo de escritores que se van haciendo un hueco en ese enorme espacio vital de la literatura española contemporánea gracias a su buen hacer novelesco y al reconocimiento y aceptación de sus obras. Aunque sus inicios fueron en el ámbito de la lírica, sin embargo, desde que publicara su primera obra narrativa hace más de una década, El salvaje de Borneo (1993), se ha instalado en la narración y fruto de ello son sus entregas El pasajero (1997) y Continental & Cía (2001); un hecho que ya destaqué al incluirlo en mi ensayo Narrativa andaluza fin de siglo (1975-2002).
Su última novela es La Sociedad Transatlántica (Barcelona: Destino, 2005); una obra consistente en cuanto a la estructura arquitectónica y a la configuración de los espacios narrativos; ahormada por la férula del título, esa Sociedad Transatlántica se convierte en hilo conductor, elemento de fusión y columna vertebral de lo que es un reencuentro con el pasado, con la República Argentina, pero también con los propios demonios personales y con los de un país que toma, en boca y acción de sus personajes, un proceso deleznable que mucho tiene que ver con la situación actual de un país a la deriva, en coyundas de corrupciones y de otra laya, con unos dirigentes que han conformado un poder desde los abusos y la fermentación interesada. La Sociedad Transatlántica es la historia de una impostura. La hipóstasis está servida por cuanto en el magma de esa gran sociedad copulan la fusión de un sueño junto al proceso de agusanamiento del mismo y a la irrupción de un nuevo aparato de individuos aferrados a sus individualidades y desenfrenos personales, destruyendo, desnudando progresivamente lo que había sido la organización de una quimera liberal y de progreso.
Si se observan atentamente las páginas iniciales y se comparan con las finales colegimos un enorme cambio en el espíritu, en la entonación y en la fermentación y génesis/resolución del espíritu que lo anima. Gracias a una carta de Claudia Sweir (de la que sabremos al final que es una excusa, también una impostura) fechada el 21 de noviembre de 1999 son convocados a viajar a Buenos Aires, aleph y centro simbólico del relato, Guillermo Brown, Vicente Castelau y Lidia Grandi, los nietos e hijos de los fundadores de la Sociedad. En ella también ofrece algunas de las claves que después serán desveladas: el hecho de que los argentinos desde hace cincuenta años se deslizan por “el tobogán de las mentiras” o ignoran el milagro español y la necesidad de que Argentina salga de la postración a través de un proyecto que tiene en mente con el que espera colaborar. Al menos ésa es la idea inicial. Luego sabremos que todo el proceso está conformado por intrigas e usuras personales: una vulgar estafa, una sórdida trama. Y sucumbirá el idealismo de la Sociedad en el que habían vivido para, a resultas, configurar la idea de que “los transaltánticos jamás fueron el mascarón de proa de la agitación cultural argentina”, aunque cultivaran la tolerancia y la vocación cosmopolita, y acabaran metafóricamente disolviéndose “como perlas en copas de champán en vez de salir de sus agujeros”.
A través de la figura del escritor Guillermo Brown, el lector se hunde con él en un pasado que “es un barco fantasma surcando las aguas mansas del estuario platense”. Un pasado que actúa como paradigma de una vuelta sobre sí, pero también sobre los sueños con intención de reconstrucción de la memoria personal e histórica: los dos grandes avales de comunicación del relato que van cruzándose y organizándose en la urdimbre de su propia disgregación. Guillermo Brown, entroncado con uno de los fundadores de la República Argentina, Bernardino Rivadavia, pero también con la estirpe de los marineros irlandeses y con el impresor (y miembro de la Sociedad Transatlántica, fundada en 1924 por tres: Francisco Castelau –republicano-, Albert Sweir –un nazi- y Armando Brown –un impresor-, aunque después se habla de cuatro: Roberto Grandi –un renacentista, uno de los mejores arquitectos argentinos-. Una unión a veces poco factible en esa coyunda personal entre un republicano exiliado como Castelau y un nazi como Sweir) Armando Guillermo Brown. Cuando Guillermo se dispone a aterrizar en Buenos Aires va descendiendo a su memoria, va reconstruyendo el pasado y va introduciéndose en el presente. Este juego espacio temporal lo inicia Guillermo (que tiene una edad similar a Taján, y como él es escritor) y lo continúan otros personajes como Lidia Grandi o Claudia Sweir. El comienzo de ese encuentro con Argentina es también el pretexto al que llega desde que su abuelo le nombra tres palabras: La Sociedad Transatlántica. Sabemos a través de su abuelo que la Sociedad no perteneció a la masonería sino que fue un club de amigos que tenía, entre sus utópicos ideales fundacionales, la lucha contra las injusticias sociales, la armonía espiritual y el progreso social entre España e Hispanoamérica, un gran símbolo y a resultas un gran fiasco. Pero sabemos también que la familia Brown ha caído irremisiblemente en poco tiempo. El lector recoge el anzuelo emotivo de esa Sociedad y Taján, con mano firme, va adentrándose en las procelosas aguas del relato con todo tipo de recursos a la tercera persona omnisciente, al monólogo interior diferido y a las digresiones varias. Digresiones que en algunos momentos pueden perder de vista el hilo conductor.
Otro de los vástagos de un insigne miembro de la Sociedad, Lidia Grandi, hija menor del arquitecto Roberto Grandi, también desde España realiza la misma travesía que Guillermo Brown hacia Argentina (y, al igual que él, asediada por los fantasmas de la infancia). Como Guillermo ha nacido en España y es delegada de una multinacional de cosméticos. Lidia es una mujer rara, estrambótica, dotada de poderes extrasensoriales y seguidora de las doctrinas teosóficas de Mme. Blavatsky (como Valle-Inclán, por otra parte). Si antes había sintetizado la historia de Guillermo, ahora recurre paralelamente a hacer lo mismo con la historia personal de Lidia Grandi y destaca Taján el descubrimiento del Gran Monstruo, el aniquilamiento colectivo que vivirá Argentina y del que tendremos noticias. Y a medida que España, después de la muerte del dictador, avanza, Argentina irá introduciéndose en una camino sin retorno. Un contrapunto sobre el que incidirá Taján con acierto en esa vía de vasos comunicantes entre España y Argentina. Un país que será criticado fuertemente por boca de los personajes de esta guisa: “La historia argentina ha sido la representación de una jauría de perros devorándose unos a otros (...) La oligarquía argentina ha sido comisionista y ha abierto las puertas al latrocinio internacional”.
Si para el lector la Sociedad adquiere la simbología seductora de un proyecto utópico, a medida que avanza la lectura todo devendrá en un gran naufragio, en una perversión del mensaje inicial. Grandi viene a España en la época de Perón para después volver a Argentina en los años sesenta: “uno de los países más cultos y alfabetizados del mundo”; y añade más adelante: “Ésa es la Argentina real, un país opulento de gente culta que, sin embargo, pasa hambre”; pero Lidia Grandi será la depositaria de aquella amargura que habitó en su padre mientras estuvo vivo al contemplar la caída de sus sueños de progreso, por eso va a Argentina, y se pregunta ¿cuáles habían sido los verdaderos fines de la Sociedad Transatlántica?
Pronto conoceremos al tercer vástago, el profesor universitario Vicente Castelau (cuya imagen, con la mujer enferma terminal y sus apetencias económicas, se irá desdibujando hasta convertirse en un ) y su caída casi en un emblema esperpéntico, hijo del profesor de filosofía español y republicano, Francisco Castelau, exiliado en Argentina (por lo que, como vemos se va produciendo ese proceso de vasos comunicantes que es la novela entre españoles exiliados en Argentina y argentinos que se exilian en España: un proceso que simbólicamente alude al procedimiento inverso que vivirán uno y otro país y sobre el que se insiste reiteradamente: “El concepto de movimiento inverso fue la piedra de toque de los transatlánticos, y sin lugar a dudas, y acaso sin querer, influyó en nuestra amnesia”, dirá Vicente Castelau).
El encuentro de los cuatro personajes provocará la construcción de la memoria, de ese pasado confuso, a través de la estructura del contrapunto y de la multiplicidad de puntos de vista en aras de que el constructo sea lo más amplio posible. Es el momento en que la novela adquiere una gran carga de ideas, lo discursivo gana sobre lo narrativo, adentrándose en un proceso construccional de corte intelectual en el que la presencia de los personajes son un pretexto para organizar las ideas en torno a las que quiere objetivar el escritor.
En el primer tercio de la novela surgirá otro personaje, Bibiana Trepper y familia, de la que al final sabremos que es la principal instigadora de la perversa confabulación que se avecina: una multinacional española con intereses en Argentina adquiriría una de las colecciones de arte más significativas del país, de paso desgravaría al fisco y la cifra iría a parar a un fondo de compensación social; en realidad, el proceso es la confiscación de la memoria, la corrupción del espíritu de los transatlánticos y la desaparición de tres millones de dólares, limpios del fisco, que van a diversas manos, siendo los sucesores de los transatlánticos o cooperadores necesarios o ingenuos coadyuvantes de la situación.
Las escenas secundarias se suceden como el intento de atropello de Castelau, las relaciones entre Lidia y Brown o entre Lidia y Castelau, la irrupción del perverso y enfermo drogadicto Julio Trepper, el librero Aldo Eisemann, la desaparición del diario del impresor Armando Brown y la intriga que en torno a ello se genera, la historia de Claudia Sweir, la irrupción de Baclini, la tortura llevada a cabo en la Escuela Mecánica de la Armada durante la dictadura militar, el fragmentarismo y la descompensación novelesca que se produce hasta que se va resolviendo el final: un magma laberíntico en el que las situaciones y las opiniones forman un gran masa fundida y se genera un sendero envolvente, lleno de meandros, atajos y súbitas sorpresas en torno a la configuración de las respectivas memorias personales y a las mentiras y medias verdades en el que todos parecen haberse instalado. Y la metaliteratura, por momentos se erige en protagonista, se va del presente al pasado con un intento de reponer y organizarlos.
Creo que la novela puede debilitarse y languidecer en determinados momentos cuando toda una carga intelectual, de continuas referencias librescas, se apodera, a veces, del relato que va perdiendo ímpetu narrativo y, a medida que va ganando carga intelectual y profundidad culturalista, se halla una descompensación que podría haber estado retribuida o desagraviada sin esa exuberancia para el lector medio, aunque pueda resultar muy atractiva para el escritor intelectualizado.
La Sociedad Trasantlántica, en definitiva, es una obra sólida en su construcción, una malla de personajes que a la vez que intentan recuperar su pasado, y poner blanco sobre negro, van descubriendo los procesos de influencia mutua entre España y Argentina y la gestación de su disgregación moral a través del paradigma de la historia que se narra.

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