Muy diferente a su lírica anterior se presenta A palo seco, del buen escritor gaditano Antonio Hernández. La primera impresión del lector puede ser la consistencia de la cauterización lingüística del hecho literario y su contribución a la fiereza personal tanto como al pálpito sentimental, cuando no al ajuste de cuentas con el tiempo y la existencia de lo vivido, que es lo mismo que decir personas, lecturas y épocas tempestuosas.
Su lírica está sostenida sobre la consistencia del tiempo y la horma de los sentimientos. La lírica de Antonio crece en sí misma. En su verso libérrimo tanto como en sus ironías hiperbólicas, en sus reconocimientos, en su sinceridad, en su legitimidad de respuesta desenfrenada. Su incontinencia tiene mucho que ver con la intemperancia verbal y el exabrupto vital. A fuerza de espontánea y a fuerza de su contribución a la expiación personal. No en balde, como nos advierte en el frontispicio, “los poemas de este libro jalonan la evolución de una enfermedad depresiva cuya mejora signa el cambio de ánimo percibido en ellos a medida que avanza el texto”. Son poemas que tienen el valor de espita. Son válvulas que operan de razón de la sinrazón, que actúan para lograr el proceso anímico deseado.
Desde el título ya se nos advierte, “A palo seco”. Una respuesta sin truco ni cartón, con el discurso directo, sin alambiques, sin intermediarios verbales. Los anhelos, como fugacidades, las creaciones del Hacedor y sus antítesis de impiedades (el dolor acaso). Incluso la necesidad de la locura, porque la locura es también un ejercicio de creación. Y sus lecturas, que no están muy alejadas de sí mismo. Con Federico, tan reiterado en su obra como César Vallejo, su Verlaine y su Baudelaire y su Rimbaud. Y también, Cernuda, Juan Ramón, José Saramago, Antonio Machado, Julio Mariscal, al que va dedicado el poema “Poeta en cruz” para emplearlo como paralelismo personal: “A él también le escupieron/ sin mojarle la cara”.
Su lírica, sostenida básicamente por endecasílabos y alejandrinos blancos, aunque hallemos algún soneto y otras cuartetas, abre un espacio expresivo enfático por su cadencia y sus ideas de corte épico-personal, se acerca a la confidencia y la complicidad de la escritura como una forma de devolución a la vida y la muerte. Si por momentos se aleja (“Ha llegado la hora de estar solo/ para ir aprendiendo a estarlo siempre”), como en una preparación para la muerte y una aceptación oriental de ésta (“Sólo queda ir muriendo/ con dignidad, sin memoria”)..., en otros analiza su presente con una firmeza provocadora: “Ella es lo que tengo, o acaso su sombra./ Sombra con luz. Con Mari Luz./ Y dos hijos que no sé si me quieren...”
Por momentos el poemario es una cuenta de resultados de la existencia, un balance al final de un trayecto y para ello se disecciona, se autoflagela y con una sinceridad manifiesta se presenta a sí: “No hace mucho/ era un don nadie sin futuro, un pobre/ diablo, una oveja negra”. Su camino lo lleva por lo que hizo y lo que dejó de hacer a modo de análisis de conciencia, tomando el paralelismo y las diversas convergencias repetitivas como canon estructural para el poema y el autoflagelo, como en “La envidia, mala novia” que advierte de una etapa de su existencia sobre la que volverá al final del poemario en el titulado “Testamento”, en el que reconoce que la envidia, la venganza, el odio y el rencor deben ser desechados de la existencia y concluye con un cernudiano: “Mi ceniza en el olvido”.
En sus palabras hay mucho desengaño, mucho dolor, mucha memoria de seres queridos, como en el poema dedicado a su madre, “Canción de tumba”: “¿Por qué te echo de menos/ si yo no te quería?”; o el dedicado a su hermano muerto, “Cuarenta y tres aniversario”: “A los 25 años sorprendidos te fuiste/ de un lugar que no era el corazón/ que ahora se me sale dando tumbos/ de la camisa, del traje, de cualquier traje;/ como si al recordarte, otra vez/ se hubieran ido los pájaros”. Su sobrino Manolo y el suicidio ocupa un poema que es una elegía emocionante al suicida: “Y se colgó de un árbol para volar más alto y más libre”. No hay en estos versos paños calientes, están escritos a palo seco, sin ningún tipo de narcótico que disminuya el dolor, a corazón abierto, a vísceras descubiertas, a mano alzada.
Ironiza sobre el amor y los enamorados, la decrepitud y sus precios diversos, la encarnadura, la descarnadura, el ensimismamiento y el aire de derrota con un lenguaje cuya emoción radica en su capacidad para abultar en el oído: “Ahí, despojado, yaces,/ sin siquiera esperanza, derrotado./(...) Esa piltrafa que eres”. Demasiada voluntad de fustigarse, demasiadas cicatrices, demasiadas espinas, demasiadas heridas. La lírica así es un desesperado encuentro con uno mismo, a cara de perro, a palo seco.
Nada especulador ni autocomplaciente su corazón habla con huellas, como dice en “La notte” y se despacha en la definición del “Auto de fe” con la estructura A pero B: “Me enseñaron a odiar los ingleses/ pero (...) Me enseñaron que todos los franceses/ eran maricas (...) pero (...)”. La construcción de su lectura, de su conexión con los filósofos presocráticos: Anaxágoras, Empédocles..., y con el mundo clásico ocupa un espacio que sorprende, una incursión que es un diapasón sostenido. Pero siempre él, de cuerpo presente, definiéndose, mostrándose,
Poemario a palo cortado, invitación a la demonización, declaración y autonálisis sin fingimientos y con un discurso manifiestamente directo, sin cortapisas ni contemplaciones esteticistas, aunque sea la ironía hiperbólica un cauce transitado, emotivo, intransigente con la estupidez y en absoluto ajeno a la radical esencia de la existencia humana.
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