F. MORALES LOMAS Y MARI LUZ ESCRIBANO PUEO
Hace unos días ha fallecido una gran escritora y una extraordinaria persona, luchadora, incansable y afectiva. Hace unos meses le entregamos el Premio de las Letras Andaluces "Elio Antonio de Nebrija" que concedemos desde la Asociación Colegial de Escritores y Críticos Literarios y hace algunos años también le concedimos la Asociación Andaluza de Escritores y Críticos Literarios-Críticos del Sur el Premio Andalucía de la Crítica por su obra Umbrales de otoño, sobre el que realizo la reflexión que sigue.
Mari Luz Escribano ha tenido una vida dedicada a la docencia como catedrática de la Universidad de Granada y su labor como poeta no ha sido reconocida hasta los últimos años a pesar de haber realizado una importante labor.
Ha sido un honor conocerla y con estas palabras en las que hablamos de su obra queremos rendirle un sentido homenaje.
UMBRALES DE OTOÑO
DE MARILUZ ESCRIBANO PUEO
F. MORALES LOMAS
La literatura no
está construida con palabras. Puede que estas aporten su solución teórica, pero
la literatura, sobre todo, está construida de sentimientos, emociones, sensaciones,
espacios públicos y privados que se resuelven en una oración, en un adjetivo o
en un símil, pero siempre estos serán la vibración última del sentimiento que
los creó. Quiero decir que, por encima de las palabras del poemario Umbrales de otoño de Mariluz Escribano Pueo
(Hiperión, Madrid, 2013), está la fuerza de las emociones y la vehemencia de un
corazón abierto y público.
Con esta obra,
precedida de un rico y exhaustivo estudio de la profesora de la Universidad de
Granada, Remedios Sánchez, Mariluz Escribano Pueo realiza una confesión
hondamente sensitiva. Su vibración interior se apodera del poema a través de
una lírica que nace de la memoria pero también de lo que guarda el corazón.
Ya en el título
nos dice mucho. El otoño, comienzo de un tiempo que concita una sensación de nostalgia
en su origen (es septiembre, de ahí sus umbrales) y fecha que en los
calendarios nos conmueve por una recóndita espera y una intromisión en un
interior necesario.
Sus dos grandes
apartados (el primero sin título, solo enumerado con el dígito romano I; y la
segunda, con el dígito II y “Humo remansado”) nos hablan de dos pensamientos
muy diferenciados. En el primero, innominado, vive la familia, los amigos, el
espacio sentimental, la infancia… en una melancolía de hoja otoñal que va tomando
los colores dorados, las lluvias en las ventanas y “los silencios/ aislándonos
del mundo”. En el segundo, “Humo remansado”, a pesar del título que nos habla
de evanescencia, existe un ardiente cancionero amoroso, en el que hay un tú
apostrófico al que se dirige su discurso cálido, sensitivo e íntimo. Se apodera
entonces del poemario la conmoción de la mujer enamorada pero muy consciente de
que “está escribiendo el color del recuerdo” (que aquí más que nunca tiene su
sentido originario: re-cordo, lo que se guarda en el corazón, en el sentido que
le daba Schopenhauer).
F. MORALES LOMAS, DAVID LUQUE PESO (Director General del Libro, Junta de Andalucía) y MARI LUZ ESCRIBANO PUEO el día que recibió el Premio Andalucía de la Crítica, Sevilla, 2014.
Lo que podrían
entenderse como dos poemarios diferenciados creemos que poseen una enorme
complementariedad entre ambos porque retratan el paso del tiempo, la memoria de
la que ambos andan conformados, pero con la especial relevancia de la segunda
parte, en la que el amor alcanza el sentido último de la existencia.
Comienza el
libro con una dedicatoria especial a su madre, a la que rememora trabajando en
la casa con la naturalidad de ese tiempo machadiano que se acomoda a la
existencia cotidiana y crea las sensaciones de lo perecedero. El otoño se
configura entonces como el tiempo preciso, esa determinación en la que se
asienta la memoria mientras la Madre, en mayúscula, crece en los poemas con la
confidencia del canto y la materialidad de una geografía de patios y huertas.
El recuerdo crea el poema, se apodera de él pero en ocasiones rezuma tristeza
en una soledad envolvente en la que la geografía, como en su momento en Juan
Ramón Jiménez, conforma las sensaciones y las delimita. Se sabe presa de la evocación
y con las palabras como enigmas con las que trata de descifrar su existencia,
esa vida vivida y ahora traída al lector con la naturalidad de la confidencia y
el acomodo del que va dando los pasos en un recorrido con el que trata de
llenar su soledad.
ESCRITORES Y POLÍTICOS ACOMPAÑANDO A MARI LUZ ESCRIBANO PUEO CON MOTIVO DE LA ENTREGA DEL PREMIO DE LAS LETRAS ANDALUZAS ELIO ANTONIO DE NEBRIJA.
Es septiembre,
ese “umbral del otoño” al que alude el título, y “amanece/ con la amarilla luz
de los veranos”. Su delimitación temporal, le permite una permanente llamada al
lector que existe un tiempo, y un espacio, una Granada triste, de “pálidos
viajeros” y una infancia, como la de Machado, que se está escapando “de un
atlas”. Existe en Escribano Pueo una necesidad perentoria de crear un mundo, de
precisar unas coordenadas en las que el lector va entrando progresivamente y se
va adueñando de él a través de las sensaciones pictóricas, auditivas y
luminosas. Es un libro lúcido en su tristeza, en su melancolía de árbol dorado,
de barco a la deriva, de niño o niña indefenso.
Y el tiempo se
va apoderando del poemario, el tiempo recordado, el tiempo hallado, el tiempo
que anda en el corazón zigzagueando e imaginando cómo fue ese pasado, cómo
existe en el recuerdo, en ese gozo sin fondo, en esa desolación imprecisa de
afectos y ansiedades. Y el año 1936, con ese septiembre que de nuevo surca como
el umbral del título el poema, con su aire de membrillos y manzanas, con sus
cipreses cercanos y la imagen de la sangre derramada tan duramente en la
memoria familiar. Y así germina el padre desde la contemplación, desde la
observación cinematográfica que crean sus ojos, esos ojos que observan “la
patria cereal de los trigos”, en esa bella metáfora. Unos ojos para un bello
poema que nos rememora la guerra y el corazón al unísono, como dos silencios
compartidos, como cantos que surgen una y otra vez con sus salmodias. Es una
imagen que adquiere una enorme relevancia emotiva y por la que deambula la
infancia de la mano de su padre “y al calor de su sangre/ mis pulsaciones
tienen/ una ambición de tiempos”. Enorme poema con el que abandera la fuerza de
un sentimiento cuando el corazón lo embrida en unas cuantas palabras y lo
enaltece. En ese camino de su mano, el mundo es otro, y también la sangre con
sus fusiles y, acaso, su muerte ya no lo es tanto porque en la memoria siempre
ha quedado ese emblema de la bandera heredada del padre, que es la mayor y más
emotiva patria del poeta.
FERNANDO VALVERDE, RAFAEL GUILLÉN, F. MORALES LOMAS, REMEDIOS SÁNCHEZ Y MARI LUZ ESCRIBANO PUEO
Pero también es
tiempo de espacios para un nihilismo de ciudad muerta, de ciudad donde pocas
veces sucede algo, de ciudad de tardes intrascendentes y soledades ciertas. Es
un tiempo el construido en su memoria, un tiempo creado desde el sonido (“con
sonidos de pozos”), pero también con el dolor (“y el llanto de las piedras”),
un dolor que pudo crear un tiempo y una memoria colectiva, como sucedía en
algunos de los poemas de Francisca Aguirre con la que observo muchas
complicidades, acaso fortuitas.
En este primer
apartado surge la ciudad con su fuerza convincente y también la huerta, esa
huerta de San Vicente donde Federico está “ausente como un muerto” y con el que
trata de vitalizar los espacios de la memoria y rastrear esa vieja imagen de
los sentimientos. Los sentimientos acaso de esos niños de ojos dormidos, de
esos niños que van y vienen por los jardines juanramonianos o machadianos con
los que se concita un clasicismo consentido: “Los jardines respiran añoranza,/
los árboles tristeza,/ y no encuentro ese viento transeúnte/ que llaman
ábrego”. Una ciudad en medio de un jardín que va creciendo en los poemas con la
melancolía de una luz otoñal y a media tarde.
El “Humo
remansado” crea desde el inicio la exaltación y la energía vital. Desde la
virtualidad imaginaria, la escritora se sitúa en el limbo del corazón, en su
extrarradio de tierra, surcos, trigos para poco a poco ir entrando en su alma
sencilla y forjada por la ternura, enérgica, vital y amorosa. Los símbolos que
aspiran a crear una imagen definitoria transitan el poemario, bien siendo esa
carga mineral de la tierra, bien esa agua que crece con la incertidumbre y la
voz que retiene el corazón, en el silencio de los suspiros y en una geografía
que nos conduce de la mano de ese amor forjado una tarde de lluvia, mientras se
abren los cielos y el corazón crece en el mejor trigal.
Es un amor muy
nerudiano, creado en el trasiego de la naturaleza, que le sirve de proyección
pero también de centro y guía. Existe una necesidad definitoria por expresar el
significado de este amor que la concita y la compele a seguir, olvidando esa
tristeza de antaño, ese camino de soledad y angustia mientras se crea él, entre
la sencillez de lo primitivo, como una sangre, como una caricia de otoño. Es un
sentimiento que alcanza los límites de un mundo y trata de edificarse en piedra
para conformarse en la consistencia y en lo indestructible de lo creado. Como
un sueño inalterable, como la lluvia que humedece los campos y multiplica la
cosecha.
ENTREGA DE LOS PREMIOS ANDALUCÍA DE LA CRÍTICA A EVA DÍAZ, MARI LUZ ESCRIBANO PUEO Y ÁNGEL OLGOSO
En ese fulgor de
la necesidad del recuerdo de amor (no olvidemos que escribe en el color del
recuerdo) los labios del amado crean la solidez deseada, se apoderan de su
existencia y adquieren la esperanza primera. El abandono, ese recuerdo que
inunda las tardes (“Entera está mi vida en ti depositada), vuelve también para
afianzar una extraña mezcla de placer y desconsuelo, de afectos y derrotas, de
silencio y palabras cruzadas. Un oxímoron de sensaciones contrapuestas que
pueden llegar también al silencio de amor, pero, al mismo tiempo, a la
rendición de amor y entonces vemos a la amada florecer con la tierra y el agua,
con los símiles de la naturaleza apoderándose del bello “Entera está mi vida”.
Hay como una entrega, el efecto de las manos en el cuerpo de la amada, las
manos como un libro que expresa sus sensaciones y se hace uno y expresivo al
tacto, pero también un encuentro permanente con la fuerza y la integración de
la naturaleza: “Definitivamente me confortan tus manos,/ me dan la certidumbre
de mi existencia amante/ cuanto tiemblo en el mar de su interrogatorio/ y
respondo a su urgencia con un suave abandono”.
Y el otoño, como
un tiempo-espacio, delimita un estremecimiento de la memoria: era tarde y
triste, el frío con su color cárdeno y la iniciación de amor, la incertidumbre,
el nacimiento del encuentro que poco a poco va creciendo, como se construye el
barro con el agua, en la humedad de la arcilla, en la definición de esa
antítesis (tiste/alegre, alegremente triste) que va conformando este mundo que
se crea desde la metáfora de las humedades y el barro, como si todo estuviera
naciendo ahí, en esa conjunción de siempre, como recuerda en el poema “Para
calmar tu sed”.
Pero la soledad
se hace invectiva y se va adueñando progresivamente de ese encuentro y se crea
su dolor de ausencia, a pesar de su diálogo mudo y aun a sabiendas de que es
una soledad compartida: “Vivimos solos esperando la tarde”. Una espera que puede
abrigar la alegría con el bálsamo de su voz o con el recuerdo de los momentos
vividos. Entonces la poesía, su lenguaje hecho de sensaciones, va transigiendo
esa geografía creada, va reconstruyendo esa creación de agua, tierra e
impaciencias, y va, en definitiva, construyendo una voz que rezuma una historia
vivida, un otoño, ese otoño que vibra en el recuerdo como un grato desaliento,
como una grata sombra, una suave desesperanza, pero también como una voz
transparente y nítida, como un dorado
paisaje, como agua profunda.
Y siempre la
vida que germina en el verso. Porque así lo ha querido la escritora en esa
consistente aleación nerudiana de tierra y esencia en el caballón de los
renglones y en la condición de esa raíz que penetra profunda en la tierra:
“Vivirás en mi verso cuando la luz se acabe,/ por eso yo te canto germinal y
sencillo”.
Es su luz, la
luz encendida que guía este canto, a pesar de que sabe perfectamente que el
pasado nunca vuelve y es sublime en su recuerdo.
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