LA LÍRICA DE MANUEL ALCÁNTARA.
PRIMERA ÉPOCA Y ALGUNAS
TEMÁTICAS
F. MORALES LOMAS
Primera época
Manuel Alcántara inicia su trayectoria poética a los veintitrés años en
el sexto recital de la III Serie de lecturas poéticas del Café Varela de
Madrid, que se denominaban . Y entre 1951 y 1953
será asiduo del Café Lira y del Café Molinero donde conocerá a Rafael Azcona,
Rafael Montesinos, Federico Carlos Sainz de Robles, Meliano Peraile... Unos
años en que empezó a configurarse la denominada segunda generación de
postguerra de la que no se puede desligar a Alcántara como también lo afirma
García Martín en su obra La segunda
generación de postguerra.
Pero es a los 27 años cuando se produce su estreno poético y publica Manera
de silencio (1955), con el
que obtiene el Premio de poesía Antonio Machado que concede la revista Juventud, considerado el equivalente a
lo que será el Premio de la Crítica al año siguiente y figurará como poeta
destacado en la Antología de la poesía
española 1955-1956 de Rafael Millán comenzando a colaborar en Juventud.
En 1958 publica El embarcadero, al que le seguirá Plaza mayor (1961), con el que obtuvo el accésit del Premio
Nacional de Literatura, premio que conseguirá en 1963 con su siguiente libro, Ciudad de entonces (1962), aunque un año antes Jiménez Martos lo incluyera ya en
Nuevos poetas españoles. Sin embargo, no publicará una nueva obra de poesía hasta
la década de los ochenta. En 1972 existe
un tránsito y se recupera su obra poética, que se hallaba inencontrable, en la
antología poética La mitad del tiempo.
Pero no será hasta 1983 cuando se inicie su segundo periodo poético que
lleva a la publicación consecutiva de tres libros de poesía que había escrito
durante los veinte años anteriores: Anochecer
privado (1983), Sur,
paredón y después (1984) y Este
verano en Málaga (1985), con el que alcanzó el Premio Ibn Haydún. El mismo
año que publica Antología poética
(1955-1985). Su última obra lírica, la octava, es de 1992 y lleva por título La misma canción. Desde entonces no ha
publicado ninguna obra. En 2002, conmemorando los diez años de su última
publicación el profesor Gómez Yebra publicó su antología titulada Poemas (1955-2000), publicado por la
Universidad de Málaga.
Estos silencios en la obra poética de
Alcántara se justifican, a mi modo de entender, por la concepción de una
creación que nace de una necesidad: el poeta accede realmente al hecho poético
cuando lo cree necesario (es mi hipótesis de trabajo; constatada recientemente
en un almuerzo con el escritor donde recordaba la conocida cita de Rilke de la
poesía como acto necesario), pero también (creo) a la tiranía de la columna
periodística.
Sin embargo, ¿a qué se debe que no se hable más del Alcántara poeta y sí
del Alcántara periodista? Lo explicaba Alfonso Canales de esta guisa: “Puede
que al poeta le quepa en ello alguna culpa. En su mano ha estado siempre bullir
donde se cuecen las antologías y editar o reeditar en las colecciones de moda.
No ha querido, quizá por el legítimo orgullo de quien se sabe por encima del
nivel de los que se mueven, con más desenvoltura que mérito, en esos ámbitos
tan escasos de verdaderas voces. Y sabedor de que ha alumbrado ya una obra
memorable, ha optado por permanecer al margen de la política poética y por
derramar en la prosa periodística de su columna diaria algo de lo que rebosa su
poesía”[1].
También la absorbente labor de columnista diario lo explicaría pero en última
instancia sus propias palabras: «La poesía viene cuando quiere y el artículo
tiene que venir cada día».
La lírica de Manuel Alcántara es
nostálgica, neorromántica, cernudiana, filosófico-vital, senequista –y, por
tanto, estoicista, en la línea quevediana-, metafísica, a veces; musical,
heredera del modernismo en su musicalidad y del noventayochismo en su densidad
vitalista, donde muestra las grandes raíces de lírica intemporal: la vida, la
muerte, Dios, la tierra, el paso del tiempo. Son los temas frecuentes y en un
plano secundario otros no menos baladíes: el mar, la nostalgia de lo perdido,
el olvido, la presencia de lo perecedero…
Alcántara domina con fluidez el soneto,
los metros endecasílabos, octosílabos y heptasílabos, base de su poesía, pero
también las cuartetas, los tercetos, los tercetillos, los versos asonantados y
todo ese flujo que procede del cante flamenco en una línea que llegaría
directamente de los hermanos Machado y se adentraría en escritores como José
Luis Estrada.
Decía que a los veintisiete años publica su primera obra, Manera
de silencio (1955). En una
década caracterizada por la preponderancia de una gran línea
teórico-literaria: el realismo social o realismo crítico.
La lírica de Alcántara será entonces una
poesía comunicativa, pero en la que existe un proceso de interiorización, una
evolución personal y vivencial que le aproxima mucho más a la autonomía de
corte ascético-místico que a la proyección social de la lírica que se lleva a
cabo en esos momentos. Aunque también llama profundamente la atención la
fiscalización de los problemas de la existencia (que tan de moda estaban por
otra parte en Europa entonces, desde la influencia que tiene la filosofía
sartreana entre otras), en el profundo discurso interior, en lo trascendente
del mismo, muy sugestivo para una persona que escribe su primer libro.
En Manera de silencio el
escritor organiza ya su mundo y gran parte de las claves de lo que va a ser
toda su lírica posterior, sustentada
sobre una serie de principios o vectores de pensamiento y emotividad, y sobre
una estética directa y confidencial precisa que va desde el endecasílabo (a
través del soneto) hasta la unificación de versos endecasílabos y heptasílabos
con afán narrativo-descriptivo y conceptual. Partiendo de la anécdota personal
y vivencial, de su particular visión del mundo exterior y de las claves de la
conciencia reflexiva, se transciende a nivel simbólico. Entre esos vectores
trascendentes figuran el concepto de hombre como profesión; la constante
presencia de Dios como problema, como duda, como imposibilidad; la fugacidad de
todo lo perecedero según la máxima del tempus
horribilis fugit; la pesadumbre vital; la presencia de los elementos
cotidianos; la necesidad de definir su actitud ante la existencia y la
introspección interior, la constante presencia de la muerte, la mirada
interior... Una lírica de corte eminentemente emotivo, elegíaco, vital..., que
se irá construyendo desde una visión realista del hecho poético pero
transformado con los recursos expresivos que connoten y modifiquen su
percepción de las cosas, bien para ampliarlas, bien para minimizarlas en un afán siempre
innovador.
Manera de silencio desarrolla
dos conceptos básicos: la organización del mundo propio, sus premisas y la
afectación de lo exterior en el interior y en su orden de valores; y, por otra
parte (desarrollada básicamente en el apartado II), la omnipresencia de Dios
como solución pero también como problema.
A la vez que proclama su entorno vital sobre el que construye sus ideas:
1. El olvido.
2. La dicotomía niño (alegría)/ yo actual (ser
indefenso que va pereciendo).
3. El ser hombre como profesión.
4. La búsqueda de la esperanza.
5. La constante presencia de Dios (como
conflicto y enigma):
“Cuerpo a cuerpo con Dios se
está vendido
y a gritos no se alcanza.
(...)
Y cuando el alma suena es que a
Dios lleva.
(...)
Que se irá mientras hacen las
estrellas
propaganda de Dios, allá en el
cielo”.
6. La fugacidad temporal.
7. La aflicción existencial: “Ser hombres es
una larga historia triste/ y un día se acaba”.
8. Su lucha doliente por resolver la eterna
duda y disfrutar la esperanza y el amor.
La complementariedad llega desde el
naufragio vital y la traslación de la pena interior inclusive hacia la propia
naturaleza, el dolor de la existencia, el dolor de estar vivos. Un aire
elegíaco y desgarrador ante el vivir, aunque persiste la necesidad de
levantarse desde ese hundimiento interior.
No se conforma Alcántara con que la existencia sea la condena cotidiana,
y en sus palabras asoma un aire de rebeldía juvenil, una necesidad de
explicación permanente ante lo que considera una impostura, una arraigada
zozobra
En ese tránsito atormentado y dolorido, los símbolos que la literatura
ascético-mística despliega surgen entonces como un intento de alcanzar la
bonanza, la claridad humana y vital. Pero su postura, aunque creyente, es
permanentemente agónica y unamuniana. La duda lo acomete, lo solivianta y lo
eleva por caminos diversos sin hallar nunca la respuesta. Lo que le conducirá
al desconcierto vital. Esta falta de respuesta, este silencio clandestino de la
divinidad hacen que el ser humano viva enajenado, apocado, extraviado, buscando
las respuestas que sus límites humanos no le darán.
Plaza mayor, el libro con el
que inaugura la década de los sesenta, es un excelso canto a España, a sus
gentes, a su geografía, a su idiosincrasia en una línea trascendente que llega
desde los grandes motivos y temas de la Generación del 98, teniendo como
especial subtexto muchas de las conspicuas ideas que había desarrollado en su
poética Antonio Machado en Campos de
Castilla. Son múltiples las veces que va nombrando a España en este
recorrido que va de Norte a Sur y de Este a Oeste, desde Cantabria hasta el
Rincón de la Victoria y del Noguerra Pallaresa hasta Extremadura. Unas palabras
en las que está presente también el espíritu de Unamuno y la tribulación de los
noventayochistas que repudian esa España sórdida, esa España
, y ensalza, en cambio, las bondades de un país, la
geografía, el paisaje, la angustia ante el paso del tiempo, la denuncia de la
miseria, el desaliento y la oquedad, son permanentes nociones que desarrollan
básicamente una poesía con un arquetipo socializador y adecuadamente humana.
Con esa tendencia que, a veces, existe en los poetas a la circularidad
en la construcción literaria, Alcántara en el poema “Sobre la mesa” se dirige
al vocativo España de este modo: “Estás desmantelada (...)/ Estás, viva y
terrible,/ sangre de toro y tapias encaladas”. La España que nos presenta
Alcántara es atrasada, rural, vencida por sí misma, por su propia historia. Una
España más cercana a la elegía y a la épica que a la lírica; de ahí la
tendencia métrica al uso del endecasílabo y los versos de arte mayor que
adquieren consonancia rítmica de ópera, realzando los grandes ámbitos del país
que no se compadecen con una presencia sublime de los cuatro elementos de la
naturaleza (agua, fuego, aire, tierra). Todos ellos están presentes como
diamantes en bruto, como organizadores de una singladura geográfica y vital en
la que, a la vez, que se adentra por sus campos, valles y ríos lo hace por el
interiorismo del poeta creando una simbiosis entre su pensamiento y lo externo.
Una característica que siempre es determinante en toda su obra, que ni es ajena
a su faceta emotivo-personal como tampoco a la socializadora y humana.
España, por tanto, se transfigura en
motivo y símbolo de esa Plaza Mayor y enumera, habla de sus habitantes
(“leñadores del viento”, “tratantes de los campos de la patria”,
“terratenientes de la luna”, “jornaleros sin fin de la esperanza”) pero también
el ámbito rural: el polvo de los caminos, las acequias turbias.
Vitalismo, existencialismo, reflexión sobre el más allá y su correlato
en el aquí y ahora son temáticas determinantes de Ciudad de entonces
(1962), el poemario que le supuso el Premio Nacional de Literatura. Según Canales[2] Ciudad
de entonces es una “vuelta al origen: los poetas también suelen volver al
lugar de ese sangriento suceso que es el nacer (...) Pero su viaje había de
acabar en Málaga, ciudad de entonces y de siempre ya para él y para su poesía.
Su amor está donde estaba, «de donde no debiera haber salido»”.
Ciudad de entonces es Málaga,
pero es su manantial, su procedencia, sus señas de identidad, como reza el
primer poema, que se engarza por su temática y por los aspectos formales en el
tipo de poesía precedente en cuanto a su luminiscencia vitalista, a la
conformación de una lírica confidencial y a la conexión con una línea siempre
presente en la tradición castellana que procede de Jorge Manrique. El poeta se
adentra por la contemplación exterior e interior y su discurso que objetiva o
subjetiva, crea una simbiosis permanente entre el aquí y el allá (si por el
aquí entendemos la vida actual y el allá la muerte perseverante), entre el yo y
la realidad circundante, entre el discurso del ser y el del no ser, entre la
lírica sustantiva del soneto y la épico-lírica de los versos endecasílabos y
heptasílabos, bien blancos, bien asonantados en los pares.
Alcántara posee la percepción de que el mundo, el universo, nuestra
existencia está perfectamente ordenada (formamos parte de nuestro propio
estigma, de nuestra propia proclama de seres perecederos), definida y
circunscrita (“Resulta que la historia estaba escrita/ cuando yo quise hacerla
a mi manera”), un fatum que procede
de la tradición romana y se adentra por la musulmana, y el escritor sólo puede
ser un testigo de ese legado, un atavismo que comprende y acepta pero contra el
que a veces se rebela con toda la fuerza de su esencia perecedera: “Espectador
y cómplice, decía/ que la función se acaba cualquier día:/ caerá el telón y me
darán por muerto”. Quizá el ser humano es tiempo entre las dos nadas (“Cada
hombre era una fecha”), un imperceptible espacio en la totalidad, y quizá
también es nada en su propia esencia, humo. Por eso en el poema “Bulevar” nos
dice:
En
el año 3000, sin ir más lejos,
importaremos
nada.
Nos
llamarán «antepasados».
(Una
mala pasada).
Se refleja la noción de inanidad como
consustancial a su lírica, tanto como la percepción de la finitud y de la
tensión vital, aunque haya momentos, como en el soneto en endecasílabos
heroicos “Soneto para leer en una terraza las noches de verano” en que el poeta
su actitud ante la existencia pasa por no inmiscuirse en ella, en permanecer
ajeno, con esa contemplativa de raigambre oriental, para ser
indemne, para no contaminarse; y el poeta bajo un efecto de extrañamiento
lírico tan taoísta como andaluz dirá: “La vida es una historia de allá abajo. Si nosotros estamos condenados a ser un
muerto es porque en nuestra esencia lo somos. La muerte no es algo importado
desde lugar alguno, una adquisición ex
nihilo, una impostura en nuestro trasiego vital, lo alienable de la
existencia no es posible. Nosotros también somos el muerto que llevamos dentro.
Son palabras en las que subyace un irremisible sentido de pérdida, de tener que
hacer frente a algo irreparable sin tener posibilidad alguna de victoria. Una
intención que siempre es agónica y unamuniana, pero también es una forma estoica
y de raigambre senequista sobre la comprensibilidad del fin, la indulgencia, la
transigencia ante la condición del ser.
Si en algunos poemas se produce una
declaración de principios sobre el porqué de su venida al mundo y la asunción
de la soledad vital; en otros hay una despedida de la existencia, en tanto que
oración cívica en la que la creencia en la vida eterna es una forma de
cognición, pues será como forma de revelación de la respuesta a la permanente
pregunta del poeta: ¿Cuál es el secreto de la vida y de la muerte?
En un primer momento travesea con la
afirmación o la negación en torno al verbo ser y su metaforización
deslocalizadora: “La muerte no es de aquí (...)// La muerte es de otro sitio”;
pero también la identificación del ser humano con el tiempo que le queda: “Cada
hombre era una fecha”, que no deja de transmitir un deje de fina ironía y de
humor negro ante la confidencialidad mortuoria.
El segundo apartado lleva una cita
inicial de Rilke sobre el concepto de tensión vital. Es el núcleo esencial del
poemario escrito en sonetos en endecasílabos, con predominio del heroico. Surge
el ser humano ante el combate de la existencia, el combate vital, la soledad a
través de unos versos confidenciales que tienden a la definición y a concretar
los postulados vitales tanto en el tono como en los principios rectores que lo
sustentan. Considera que el niño es una persona más fuerte porque tiene una
mano que lo guía, en cambio, cuando se hace hombre queda solo, expugnable ante el
combate de la existencia. No nos gusta quedar frágiles e indemnes ante las
acometidas de ésta y nuestra fragilidad y nuestro miedo es determinante. En el
fondo subyace una negativa ante este modelo existencial que surge cuando el
hombre en soledad ha de hacer frente al exterior convirtiéndose en una especie
de herido Prometeo. Lo que le lleva al poeta a decir: “Voy a serte/ sincero: no
me gusta”. Es como si existiera la necesidad de seguir siendo pequeños para
poder vivir con soltura, arraigados a la vida con fuerza.
Los símbolos de la contemporaneidad, los pequeños hechos cotidianos, la
trascendencia del tiempo, la pervivencia de la memoria o la recreación de los
símbolos diarios organizan una poesía vital donde siempre es permanente la
simbiosis entre la reflexión meditativa y la contemplación descriptiva con
tonos diversos que van desde la vitalidad consentida hasta la fragilidad
desmitificadora.
En definitiva, una obra de gran trascendencia vital y existencial a
través de la que el poeta recorre sus grandes preocupaciones de individuo
frente al cosmos, frente a los sucesos y los símbolos del vivir.
Algunas
temáticas de la poesía de Manuel Alcántara
La alegoría amorosa como distancia y fuga
Sabemos
del amor por lo que alumbra,
por
lo que tuerce, acrecienta y rige,
por
su forma de andar en la penumbra.
Manuel
Alcántara
No podemos considerar a Manuel
Alcántara un poeta del amor[3]en el
mismo sentido, verbigracia, que se ha considerado a Pablo Neruda, a
Bécquer, a Salinas o a Julio Mariscal,
por indicar algunos ejemplos. Y máxime si entendemos éste como aquel que
permite «adentrarse» en la amada o amado, tenerla como referente estético y
conspirar emocionalmente con ella. Acaso sea un resultado o epítome entre la
atracción, la admiración y la emoción interior hacia alguien, que puede no
corresponder. Para Fromm el amor es un arte, una actitud y una elección. Pero
también un estado mental y orgánico que se retroalimenta y estalla.
Esta aseveración axiomática en
torno a Alcántara, no impide afirmar, ad sensu contrario, que en su
trayectoria poética surge la poesía amorosa con fuerza, aunque sea también
cierto que no está entre sus prioridades estéticas ni semánticas, ni vitales,
al menos en el ámbito de la lírica. A pesar de que en determinados momentos,
como sucediera en Miguel Hernández, vida, amor y muerte sean los ejes
axiomáticos de su función creadora. Al menos así sucede en la teoría literaria
pero está muy lejos como forma exterior en su lírica.
Acaso sea toda una conjetura o una divisa
cierta el poema titulado “He grabado iniciales...”[4],
donde dice irónicamente en uno de sus versos: “Sé poco del amor, y es mala
cosa”. La ignorancia de amor no exime de su cumplimento, que diría el clásico.
En el poema citado Alcántara aborda el motivo de las iniciales de amor que los
enamorados cincelan en los árboles con algún objeto punzante. La alianza
metafórica con ese emblema que ha constituido la materia de los enamorados
históricamente. Es un amor para siempre porque sus restos perduran años,
incluso más que las vidas de los propios creadores. Pero el yo poético, que
también asiste a esta ceremonia amorosa de amor eterno, se arrepiente de esa
grabación y hubiera preferido algo más etéreo como “escribir con el dedo los
nombres en el agua”. Esta tenacidad en
la permanencia, en la prolongación temporal, que los amados ofrecen del amor en
los árboles, no va en consonancia con la fuga temporal a la que somete Alcántara
la visión del amor. Para él tiene fecha de caducidad y por eso la imagen
táctil, incorpórea, volátil e intangible del dedo que escribe en el agua, con
la finalidad de que la imagen defina las limitaciones de éste. Como insistencia
en la supresión del hecho amoroso valga también este otro verso del poema: “A
todas les agradezco/ el fugitivo fuego que prestaron”.
El amor también va a asociado al
recuerdo, y, como los pitagóricos al número: “Amor es el gran número del
mundo”. Para la escuela pitagórica el número es la sustancia de todas las
cosas; en consecuencia, el amor es el gran número, la sustancia de todas las
cosas. Pero también –y de nuevo los pitagóricos- va a asociado a la música: “Si
alguien roza/ su variable cifra/ se le llenan las manos de música y almendras”[5]. El
tacto como variante del amor y el número asociado a él en la bella metáfora de
la música y las almendras. De modo que como los pitagóricos, lleva a cabo la
síntesis entre número, música y amor. Valle[6]
también hablaba del valor pitagórico del amor...
La lumbre del amor, su asociación
clásica tan querida para escritores como Fenando de Herrera, el que con más
consistencia ha generado la dicotomía fuego/hielo y todos sus complementarios
aplicados al amor, es una constante asimismo en Alcántara. Pero también el amor
tiene la otra componente aludida por Herrera. Y así dirá Alcántara que “sabemos
del amor por lo que alumbra,/ por lo que tuerce y acrecienta y rige,/ por su
forma de andar en la penumbra...” (en “Yo tuve el corazón capaz de lluvia” de Anochecer
privado) La penumbra amorosa como antítesis de esa lumbre anunciada, junto
a los rigores, los torcimientos y su reciedumbre real, su poder máximo.
Pero el amor subyace tanto bajo la
memoria como bajo la melancolía arropada por la tristeza. Es un amor
necesitado. Un amor en apuros. Un amor que se deja arrastrar por la nostalgia
como si se tratara de un recurso propio de las intertextualidades becquerianas.
Un amor que se construye, que se delimita, que se inicia en la penumbra o
amanece en medio de la voz..., y siempre es un símbolo extraordinario y vital
asociado metafóricamente a la música y las almendras.
No obstante, aunque fuera exiguo,
siempre hubo un “pequeño presupuesto/ para el amor”, dice en el soneto “Excusas
a Lola” (dedicado a su hija, en Este verano en Málaga) como
precaviéndose ante su hija. Un soneto hermoso, lleno de ternura y sinceridad
que muestra de un modo elocuente la valía poética de Manuel Alcántara. Aunque
es evidente que aquí el amor no es el referente. Yo diría que lo es la
confesión. La revelación de un estado anímico y vivencial. No es aquí el amor
al que nos referimos, ese amor filial, sino a la incidencia de éste en el
presupuesto lírico del poeta, en su existencia de hombre.
También esa ausencia de amor es
reveladora y emblemática en el poema “Biografía” (Manera de silencio)
donde pormenoriza sus preocupaciones vitales: la esencia de ser hombre, Dios,
el paso del tiempo..., pero no está entre sus prioridades el amor, aunque diga
que lo que mantiene al ser humano es la duda, la esperanza y el amor. Así lo
constata también García Velasco[7]
cuando lleva a cabo una relación temática de la obra de Alcántara, al citar
entre sus temas habituales la visión de la existencia, Dios, la vida humana,
los elementos clásicos (tierra, agua, fuego y aire), España, los lugares
geográficos y la poesía. Sobre un estudio de más de quince mil palabras de la
lírica de Alcántara no constata en ningún momento esta disposición amorosa en
su lírica. De hecho las veces que alude al concepto amoroso (en dos ocasiones)
García Velasco dice:
a)
“Fuego, luz, sol, soles: el fuego
es pasión y por ello nos habla de «fuego de amor» («De tal fuego de amor, nada.
Ni chispa.»[8].
En este caso concreto alude de modo pasajero García Velasco.
b)
En otro momento[9]
afirma: “No obstante, hemos de insistir en palabras como amor, duda, esperanza,
paradigmas también de esta obra:
Unas pocas palabras me mantienen:
DUDA, ESPERANZA, AMOR... Siempre me pierdo...
AMOR, DUDA, ESPERANZA....Siempre vienen...
La ilusión, si la he visto, me acuerdo. (De “Biografía”).
Entre esos atisbos del
pensamiento amoroso podemos mostrar los siguientes:
En “Soneto para empezar un amor” (de Manera
de silencio) se resiente con displicencia del hecho amoroso (en una línea
claramente antisentimental) y afirma con ironía en torno el motivo del
desengaño amoroso: “Como siempre, rodando en el abismo,/ se irá el amor sin
verlo ni beberlo”. Lo que significaría, por tanto, que “hasta el amor humano,
que está en fase de ascenso, se impregna de cierto pesimismo quevediano. En el
primer cuarteto opone amor y olvido como los dos índices de una existencia
plena (en una línea evidentemente cernudiana) e identifica al olvido del
presente como el amor del pasado: “El olvido antes de serlo/ fue grande amor”.
Y añade: “dorado cataclismo”. El hundimiento como la osadía de amor, como su
tumba dorada. Y ese amor es claramente identificado con una “muchacha en el
umbral de mi egoísmo”. Ha pasado el tiempo, y aquella dorada imagen ha
pervivido más en el olvido que en la memoria, como un oxímoron, memoria de
olvido. Ella, la joven de antaño que fue un gran amor ahora vive en el olvido.
Es éste el que finalmente vence. De ahí que es difícil saber dónde colocar ese
amor olvidado, ese amor que ya no es, que ya no sirve, ese amor que fue. Y más
que un soneto para empezar un amor, como dice el título, es un soneto para
olvidar un amor. Y no se sabe cómo desaparece, cómo se instala el olvido sobre
él, porque, como dice el poeta, “se irá el amor sin verlo ni beberlo”. Acaso un
dorado amor que ni siquiera alcanzó la categoría de tal, un amor a medio hacer,
un amor en su génesis.
Esta constatación de su abandono
amoroso le impele a afirmar determinativamente que el “amar son cercanías de
uno mismo”. ¿A qué se refiere el escritor con sintagma nominal «cercanías de
uno mismo»? ¿Quiere decir que el acto de amar está ahí, siempre a nuestro lado?
¿O acaso que forma parte de la esencia misma del ser humano como individuo?
Un olvido que se conforma con una displicencia
de amor, con una ignorancia de amor, con un olvido buscado. Si el pasado fue
ese fuego («una brasa»), ahora cumple el olvido, el «tumbarse a ver qué pasa».
La inacción y la contemplación de vida,
sabiendo que el tiempo ajustará los goznes de la memoria, el dulce palpitar de
los días y su descompensación de almanaque. Esa disociación ante el hecho
amoroso, su retórica antisentimental, su falta de complacencia en la memoria
hace contemplarlo con ironía y distancia, y echa mano el poeta del lenguaje
cotidiano, del lenguaje prosaico para intentar justificar su actitud de vida
con tres expresiones (expuestas en el último terceto) que delimitan
perfectamente un modelo estoico ante la realidad contemplativa:
- «No llegará la sangre al río», es decir,
no sucederá nada toda vez que el
amor ha conformado la historia de un olvido.
- «Un día seremos historia»: el pasado va
resolviendo los conflictos, y los años, el paso del tiempo, lo deja en su
esencia, en el valor que tienen. Sólo el tiempo es el que coloca cada
idea, cada sentimiento, en su lugar, en su importancia como individuos.
- «Lo de uno es tumbarse a ver qué pasa»: a
veces, es una actitud vital, un modus operandi, una forma de
entender la existencia con una carga de predestinación, como algo que
irremediablemente nos sobrepasa y no tenemos conciencia de poder
cambiarlo. Ante ello el no hacer nada, el no actuar, la pasividad (en esa
línea tan taoísta) es una respuesta vital, un modo de filosofía
existencial.
Los motivos de amor son múltiples en la
lírica de todos los tiempos y se proyectan en formas diversas. Uno de ellos, es
la ausencia de amor. El escritor percibe que el amor no sido nunca la esencia
de las cosas, un elemento trascendente en su existencia, sino que siempre ha
sido de paso. Echa de menos el haberse quedado prendido de él. No hay alusiones
a sus brasas o a sus heridas. No existe este desfallecimiento de amor, esta
tragedia de amor porque “no me ha cogido el amor nunca de paso”, dirá en el soneto
complementario al comentado,e “Soneto para acabar un amor” (de Ciudad de
entonces).
El poeta crea la imagen de la
amada como alguien que está parada, él pasa por su lado y no la ve. Este juego
de movimientos y amor. Este no ver el amor detenido, este echar a andar y no
saber adónde va es una sentencia de la
duda como respuesta a ese amor, a esa ausencia de amor. Sospecho que no es la
retórica del placer la que persigue al escritor en este caso sino la del
alejamiento:
Echa a andar el amor que te he tenido
Y se va no se dónde. Donde estaba.
De donde no debiera haber salido.
Entre las constantes que diversifican el
proyecto vital de Alcántara, la asunción de la retórica del movimiento, de la
limitación de los espacios vitales como símbolos para construir el poema figura
el amor. Entendemos que nunca su formulación pasa a ser directa sino que juega
con la retórica de las palabras y sus sugerencias, expresando los anhelos y los
deseos sin la determinación precisa de otros poetas. La asociación en este caso
entre la distancia de amor y la esperanza de amor se manifiesta en la “Canción
10” (de El embarcadero) cuando en tono confidencial, a través del
arquetipo del apóstrofe ansía la presencia de ella pero no hace nada para
conseguirlo. Quizá porque existe un prejuicio previo en el poeta que le impele
a un pesimismo consistente. La metáfora mitificadora de la amada como la luna
crea resonancias de frustración personal. ¿Cómo se puede conquistar la luna? No
hay nada ni nadie que lo consiga. El yo poético crea una distancia con el
referente. Se niega a luchar por él porque sabe de su imposibilidad: “Sin esperanza ninguna”. Es una limitación clara
de un «objeto poético oscuro». La luna identificada con la amada lo puede ser
también como elemento a conquistar por su oscuridad pero también por su
claridad, aunque ya sabemos que sólo como reflejo de otro astro superior. Pero
el poeta marca la distancia y la imposibilidad. Crea el motivo de la distancia,
la retórica del espacio que media entre ambos, de la imposibilidad sugeridora,
de la tensión indefinida y de la pasividad:
Fíjate lo que me pasa:
esperando estoy que llegue
tu calle que no se mueve
a la puerta de mi casa.
La dialéctica de la espera, de la
esperanza por conquistar, porque se produzca el acercamiento vital no deja de
ser una desesperanza cierta. Un modo de claudicación. Una resolución ante un
conflicto personal que vive el escritor con templanza porque previamente ha
sucumbido a la distancia personal: “Fíjate lo que me espera/ queriendo coger la
luna”. Hay un discurso de la impotencia y la condición evanescente del hombre
que no sabe conducir sus pasos. Así el movimiento y, su contrario, la pasividad
se alinea con esa singladura amorosa.
Esta movilidad/inmovilidad del amor
formaría parte de una especie de cancionero de la frustración, pero también de
la asociación sistémica de ello a la presencia o la ausencia de la amada, como
sucede en “Soneto para pedir un amor” (de El embarcadero): “Llega el
amor, si llega, a mi tejado”. En el poema anterior decía: “Esperando estoy que
llegue”. El poeta no busca el hecho amoroso, lo espera. Existe la inquietud de
la espera. Existe la alegoría del movimiento de amor. Es a él al que le
corresponde acercarse. El movimiento está asociado a la presencia. Se necesita
una coyuntura real, una apariencia cierta, una visualización del hecho amoroso.
No estamos ante la retórica platónica del amor. Este estaría dotado de una
focalización sintomática, de una coyuntura reiterada en los poemas que tienen
como motivo el hecho amoroso. De ahí que el amor ha de llegar. Su existencia
nace de su presencia, de su manifestación externa. Esta retórica del movimiento
asociada a la pasión amorosa necesita de una constatación. Si no el idilio
recuperador, su valor como alegoría, no existe.
Pero es que, además, su consistencia no
es perenne. El amor va y viene. Desaparece. No está permanentemente sino que
tiene un valor huidizo, como de aparición, como de fantasma. Su permanencia es
menor que la nieve dice hiperbólicamente el poeta: “Para poco, lo mismo que la
nieve”. Este “parar” poco del amor (se ha empleado referido a los animales: la
parada amorosa), y esta detención, asociada al verbo “llegar” (la llegada de
amor) genera una ordenada estabilización de éste conforme al movimiento y su
evanescencia. A través de ese relevante juego alegórico se producen las
siguientes asociaciones metafóricas: el amor es igual a la nieve (no en cuanto
frialdad sino en cuanto a duración, la duración de amor), la nieve moja al ser
humano (también el amor lo moja, porque es nieve, según esa identificación
metafórica a la que recurre el poeta), pero pronto descubre que al mirar arriba
(el amor siempre llega desde las alturas, como la luz, como todo lo profundo
que genera una salud vital) ya no hay nada. El amor se ha esfumado, siguiendo
el ciclo del agua se ha evaporado:
Para poco, lo mismo que la
nieve,
llega el amor, si llega, a
mi tejado.
Se moja el corazón bajo
techado,
miro arriba y resulta que
no llueve.
Esta fuga de amor iría en las resonancias
idílicas que el poeta ha construido porque sabe desde el principio que sus
efectos no son permanentes. Comparece como hielo, como agua en cuanto a
duración y sus resultados sólo quedan persistentes en torno a la recurrente
metáfora del fuego y sus secuelas, la ceniza de amor, el rescoldo de amor, lo
que resta de aquella fuga. Metaforismo textual continuado que había sido
codificado muy certeramente por el poeta sevillano Fernando de Herrera, el gran
cultivador de esa dicotomía léxica y semántica del fuego y el hielo. El poeta
ya lo sabía, lo había advertido. No hay reservas de amor, la vida sigue su
cauce, sola. ¿Y qué queda? La esperanza, el rescoldo de amor, la levedad de
amor de unas cenizas en las que tal vez algún día prenda. Pero existe mucha
ironía, mucha consistencia en un pensamiento. El poeta lo sabe todo. Y apela a
la organización de esas cenizas, como si un sentimiento admitiera la
planificación, el ejercicio objetivador de lo subjetivo, del sentimiento amoroso.
Y así dirá en los tercetos finales:
De tal fuego de amor, nada.
Ni chispa.
Acaso una ceniza organizada
que puede que algún día se
entusiasme.
El poeta asiste como observador ante
esta celeridad de amor, ante la cautividad de sus respuestas y ante sus
fulgores vacuos. Por eso insiste en la alegoría de la nieve/agua asociada a él
en su excéntrico viaje fuera del poeta enamorado y promueve el motivo de la
distancia amorosa: “Agua distante nadie se la bebe”. ¿Quién puede aspirar a beberse
el amor, a ser uno con él permanentemente? Por eso nadie se la bebe, porque
siempre hubo en él una voluntad de huida y de abandono. Incluso en su
trayectoria crea el dolor. Siempre asociado como un oxímoron permanente de la
dicha. Amor/dolor como los dos polos opuestos pero que se hacen consistentes en
la pasión de los enamorados. Y es entonces, cuando se está más despreocupado,
cuando el dolor se manifiesta ,cuando bajamos la guardia y creemos que su
consuelo de afecto, su evocador y sistemático fulgor se va a encastrar en
nosotros. Pronto nos damos cuenta que (aunque durante un momento, dice el
poeta: “Que a veces logra que me pasme”) su huida forma parte de su historia,
su inconsistencia, su ausencia como ejercicio vital, su alejamiento como excepción
de amor. Este lo es porque dura como la nieve derretida.
En esta coyuntura podemos encontrar la
confirmación de la ternura y la memoria asociada al hecho amoroso. A su sistema
de complicidades en los que se produce el ejercicio de la retórica para hablar
de un sentimiento y la organización de la etopeya del ser con el que se
identifica la razón de existir. Así sucede en “Hay una mujer en el sur”. El
poeta quiere recordar a esa mujer, quiere desvelarnos su secreto. Mitifica su
ternura hacia ella y la hace cercana. Es una oda a la mujer de ese sur. Una
mujer creída y creíble. Una mujer que cree honradamente que “el párroco es un
hombre que sabe muchas cosas/ y que tiene mucho talento”. Una mujer en
construcción, una mujer que existe y se va haciendo todavía “agua para geranios
si no llueve,/ y balcón de geranios para el que está en la calle,/ y pan de su
pobreza”.
También el poeta escribe su
prosopografía, la amplificación voluntaria del sentimiento en ese recorrido
objetivo-subjetivo en el que crea una tipología, una invariable voluntad de
salvarla, de hacerla ella: sus ojos, su voz, sus manos, su pelo... Son el
trayecto descriptivo, el accidente externo que conforma la organización a
través de los símiles y las metáforas: manos temblorosas y rojas como llamas, y
llenas de indulgencia; pelo como alberca cuando luna; “voz especialmente
construida/ para reprender niños con dulzura”. Al culminar esta imagen de la
memoria, se observa esa profunda respiración de la sangre, ese afecto recóndito
que va estallando a medida que habla de esa mujer anónima, de esa mujer toda
paciencia, de esa mujer humilde que acaso a nadie importe el nombre. El poeta
se entrega así a su memoria, a su recuerdo, a la reconstrucción de un
sentimiento desde la bondad y el afecto.
El secreto amoroso, la intervención del
silencio como recurso estético perdura con frecuencia en la obra de Alcántara
al hilo de su imbricación con el flamenco y la canción popular. Fruto de ello
es la soleá, una estrofa que aparece abundante en su obra literaria que
delimita el terreno perceptible en su obra, el silencio de amor, presente en
estos versos de Este verano en Málaga:
Que todo el mundo se entere
Lo que yo a ti te he
querido
Me lo voy a callar siempre.
La vocación de estar muertos
¡Qué
vocación de muerto en mi esqueleto!
MANUEL
ALCÁNTARA
La muerte ha sido una insignia
para algunos escritores. En la poesía española existe un culto a la muerte que
goza de muy buena salud. Su origen está muy presente en la Edad Media (lugar de
muerte, encuentro con ella: las pestes, las guerras) y la tradición latina que
ya en algún canto de La Eneida imprime una grata tradición lúgubre.
El cantar de los Infantes de Lara, la
historia de Bernardo del Carpio, La Danza de la Muerte (que
democratiza la muerte y a los muertos), las Coplas a la muerte de su padre
de Jorge Manrique... son algunos ejemplos de esa extensa tradición. También los
poetas del Cancionero de Baena trataron el tema de la muerte en
múltiples composiciones panegíricas escritas en honor de un difunto, en algunos
casos decires, compuestos al producirse la muerte de algún noble
o con motivo de la expulsión de la corte: “«mudanzas de fortuna», de «trabajos
e dolores», «males e pecados» de este «mundo falleçedero», o sea, de visiones
de fin del mundo [...]. En estos poemas se puede notar que, alrededor de este topos,
el contemptus mundi, gira una serie de consideraciones sobre la
muerte representadas por un conjunto de motivos pasados de la literatura latina
a la tradición”[10].
En muchos casos están asociados al memento mori y al carpe diem. Topoi
que durante los siglos XVI y XVII tendrán una gran vigencia. A la lírica de
Alcántara llegan vía Francisco de Quevedo.
Sin embargo, existe una gran diferencia.
El discurso de la muerte en la Edad Media surge cuando se produce un desprecio
del mundo, de su contaminación por el pecado, y la necesidad de llegar a la
otra vida, inocente. La muerte resuelve la ecuación del pecado original. La
muerte es una necesidad de ámbito espiritual. Todo ello asociado al dolor de
haber nacido, el rechazo de la belleza humana, las actividades profanas y la
denigración de las riquezas, como había propuesto Inocencio III en De
miseriae humanae conditionis. En consecuencia, existen unas razones
históricas, pero también espirituales que en aquellos años generan ese
beneplácito de la muerte.
La muerte en Alcántara, sin embargo, tiene una proyección completamente
diferente. La muerte en Alcántara tiene mucho que ver con el sentido de la
vista o acaso con la lectura pero que en sí misma entraña una paradoja
irresoluble, el nudo gordiano de nuestro ser o no ser: “La muerte es como un
libro o un espejo/ donde uno mira y mira sin ver nunca” como dirá en el libro Anochecer en Málaga (1983). Al respecto
dirá Foucault: “El lenguaje se refleja sobre la línea de la muerte: allí
encuentra algo como un espejo; y para
detener esta muerte que va a detenerlo, no tiene más que un poder: el, de hacer
nacer en sí mismo su propia imagen en un juego de espejos sin límites. Al fondo
del espejo donde recomienza, para llegar de nuevo al punto que ha alcanzado (el
de la muerte), pero para apartarlo otro tanto, se advierte un lenguaje distinto
- imagen del lenguaje actual, pero también modelo minúsculo, interior y
virtual; es el canto del aeda que cantaba ya Ulises antes de
la Odisea y antes del mismo Ulises (puesto que Ulises lo escucha), pero que lo
cantara indefinidamente después de su muerte (puesto que para él Ulises ya está
como muerto); y Ulises, que está vivo, recibe ese canto como la mujer recibe al
esposo herido de muerte. Quizás exista en la palabra una relación de
pertenencia esencial entre la muerte, la persecución ¡limitada y la
representación del lenguaje por sí mismo. Quizás la configuración
al infinito del espejo contra la pared negra de la muerte es fundamental para
todo lenguaje”[11].
Ideas que tanto tienen que ver con la ontología de la muerte procedente de
Jorge Luis Borges y que Alcántara apremia con esta trascendencia del ser en sí
en su intento de explicarse su no ser.
Pero su muerte está normalizada (nihil
novum sub sole: “Lo que fue, eso será. Lo que ya se hizo, eso es lo que se
hará; no se hace nada nuevo bajo el sol”, dice el Eclesiastés), aceptada
pero sin esa componente judeocristiana que existe en la tradición mortuoria
española. Se percibe como algo que irremediablemente sucede y contra la que el
ser humano poco tiene que hacer. Alegóricamente lo escribe a través de la
imagen del que se va a echar a la mar con la marea baja en el primer poema de El
embarcadero. Con esas connotaciones marinas ya está presente desde La
Eneida y se proyecta ad futurum en una rica tradición mortuoria:
En la lista de embarque
me miro.
¿Quién escribió mi nombre?
¿Por qué lo hizo?
(Cualquiera sabe, a
a lo mejor estaba escrito.)
En el poema “Aviso urgente a los
navegantes” (El embarcadero) la muerte es identificada metafóricamente
con “una vela bien henchida”. No se escapa pues a la percepción del escritor
ese momento de interacción con el agua y todos sus componentes, con los
aparejos del barco, con el viaje, con la navegación, con la metonimia de la
vela henchida y lo imposible de la continuidad:
Aviso a todo aquel que esté en la vida
y sienta tentaciones de guardarla:
la muerte es una vela bien henchida,
¡nadie puede vivir para contarla!
La muerte como viaje es, por tanto, un
tema recurrente y antiguo que se ha prodigado en la literatura del XX. Sin ir
muy lejos, por ejemplo, para la Nobel chilena Gabriela Mistral “la muerte es
una metáfora del viaje y del desplazamiento. Nuestro concepto metafórico básico
para leer a Mistral puede ser, de hecho, formulado de esa manera: la muerte es
un viaje (...) El concepto metafórico «la muerte es un viaje» se convierte, de
este modo, en una especie de supra metáfora que, en vez de indicar el término o
el fin de la vida, constituye el origen del lenguaje”[12].
Pero, como dice Pellegrini, también deviene un lenguaje, una proyección
lingüística y léxica, como también sucede en Alcántara que encierra en su
lenguaje profundamente metafórico la esencia de ese silencio al que se refería
el filósofo francés Jankélévitch.
La muerte es un acto obligatorio y
previsible que impone su dictadura pavorosa. Desde sus primeras obras está presente.
Por ejemplo, en el poema “Biografía” de Manera de silencio (1955) dice:
“Ser hombre es una larga historia triste/ y un buen día se acaba”. No existe en
este caso concreto nombramiento alguno, pero no hace falta, está ahí como
colofón, como fin de esa historia humana y triste. Mucho tiene que ver, a mi
entender, con las condiciones de la posguerra española, el pesimismo reinante y
la situación mundial con una guerra reciente..., pero, sobre todo, con las
conmociones o sacudidas personales, íntimas e intransferibles; en definitiva,
con su visión personal como individuo pensante ante ese fatídico desenlace.
Durante los años en que Alcántara
gesta su obra poética la muerte está muy presente y actúa como un fuerte imán
para las conciencias que intentan abrirse paso ante el mundo que les rodea. El memento
mori (recuerda que has de morir) es consustancial a toda su producción
lírica. El existencialismo sartreano está de moda con toda su carga de náusea.
No obstante, a lo largo de su vida, Sartre acabará comprendiendo a la muerte y
aceptándola. Su compañera durante tantos años, Simone de Beauvoir,[13] se
refería en su obra narrativa La ceremonia del adiós a los últimos años
de Sartre y al sentido que le daba al fin de la existencia y afirmaba que a
Sartre no le inquietaba la muerte a la que ya hacia el final de su vida
presentía sin angustia, con resignación y confianza: “Y la rebeldía contra un
destino que no podía modificar le parecía vana. Todavía amaba la vida con
ardor, pero la idea de la muerte, cuya llegada aplazaba hasta los ochenta años,
le era familiar. La aceptó sin poner trabas, sensible a las amistades, al
cariño que lo rodeaba y satisfecho con su pasado: «Se ha hecho lo que había que hacer»”. Creo que
Alcántara avalaría estas palabras con las salvedades que se quieran y con los
matices que hemos de constatar en lo que sigue. También él acepta la muerte,
vive rodeado de afecto y creo que está satisfecho con su pasado. Esta
aceptación se evidencia desde el principio en algunos de sus versos, como los
correspondientes a “Vivir” de Manera de silencio: “Qué le vamos a hacer.
Si bien se mira,/ con el día y la muerte estamos todos”.
Pero, a pesar de estas condiciones
contextuales que exteriorizan su mantenimiento, su persistencia del hecho mortuorio
en su discurso poético a lo largo de los años, va más allá de una coyuntura
histórica, su concepción filosófica sobre el último momento surge de la
condición misma del ser en sí de Alcántara, de su visión existencial y de la
resolución de ésta. Es una visión muy personal, nunca impostada de otros, a
pesar del influjo que en su visión pueda existir o en sus contaminaciones.
En el soneto “El vino de los
muertos” de Manera de silencio nos habla en el primer cuarteto de la
determinación, el fatum, que persigue a todo lo vivo. Comienza con un
enigmático “Recuerdo el porvenir”. Esta antítesis temporal manifiesta la
desembocadura en La Estigia y sus previsiones: todo está claro, ya se sabe lo
que vendrá y como si nos anticipásemos
en el pasado. De ahí el concepto de recuerdo. Se recuerdan acontecimientos
perfectivos pero no los imperfectivos. A través de este fuerte oxímoron
(recordar lo que vendrá y no lo acaecido), imprime un manifiesto sello de
impotencia ante lo que vendrá: lo sabido porque ha llegado desde los primeros
tiempos: “Recuerdo el porvenir”. Y añade, para reafirmar esa insistencia
temporal en la muerte: “Todo se sabe”. ¿Cuál es la razón de esa sapiencia?
¿Cuál es esa asociación defectuosa del tiempo futuro como pasado?: la historia de
lo esperado es una historia sabida, porque la muerte organiza todo para
hacernos perder lo que fuimos. El misterio de la muerte es como la del
amnésico: apoderarse del olvido (en términos cernudianos), perder la
posibilidad de recordar lo que fuimos: “Sé que vengo/ desde un antiguo olvido
donde estuve”, dice Alcántara en los últimos versos del soneto “Retorno”, que
ya en sí expresa la vuelta hacia el silencio, hacia el olvido de donde salimos.
En consecuencia, no ser es haber perdido la memoria. Y “la muerte empezará por
la memoria”. Si la vida es la depositaria de la palabra, del recuerdo. Ella, la
muerte, es la depositaria del no, del silencio, del olvido: “En los vastos
jardines sin aurora”, dirá Luis Cernuda.
No en vano se titula Manera de silencio
su primera obra. Así, en uno de sus poemas, “Retorno”, crea la imagen de que la
existencia es un tránsito (una historia)[14],
entre dos silencios: “De un silencio he venido. Temo a veces/ que se llame
silencio quien me escriba”.
Alcántara duda de las metáforas,
duda del alma -esa ave del poema que volará, “dicen (mucha duda cabe)”- pero no
duda del poder arrebatador de la muerte. De su asociación perfecta con el
correlato de la memoria, su otro yo: el olvido: “Lo
aterrador de la muerte son los objetos tangibles que deja desperdigados tras su
paso devastador, ropas familiares, cartas recibidas, fotografías en desorden,
libros subrayados, frascos de perfumes a medio consumir... lo que perturba de
la muerte es el modo incierto en que impone el recuerdo, primero como una
obsesión, para diluirlo luego, de forma imperceptible, hasta que un día nos
desposee por completo de la efigie de los que se han ido". Primero el
recuerdo, luego el olvido. Así lo constata el artista Boltanski,[15]
obsesionado por encontrar una respuesta a esa transición. Si la memoria es
portadora de la palabra, la muerte lo es del silencio. Y así comienza Alcántara
el primer verso del primer terceto: “El silencio vino de los muertos”. Un
silencio de camino, como si el olvido fuera algo que tuviera movilidad, como si
la muerte fuera algo que se sostiene sobre el movimiento y no sobre el reposo.
Pero ahí está la metáfora de lo que llega, del muerto que llega. Al respecto el
filósofo francés Vladimir Jankélévitch[16] en
su obra La mort la define por su total sigilo, silencio sobre silencio,
pilar de la "absoluta apoesía" . E incluso en la filosofía hay
carencias para hablar de ella. Años
después de publicar sus reflexiones, y consultado sobre la posibilidad de
pensar la muerte, Jankélévitch dice en Penser la mort[17]
que esa tarea es posible sólo escribiendo un libro sobre ella.
Esta aplastante
dictadura de la amnesia vital le impele al escritor a identificar la vida con
una trayectoria (un camino, río, jornada... en el lenguaje de Jorge Manrique,
Antonio Machado, Miguel de Unamuno o León Felipe, y que tanto tiene que ver con
el tópico peregrinatio vitae), y a no darle la menor importancia pues su
finitud al término deviene olvido: pocos recuerdan al cabo las facciones del
muerto, si acaso por fotos, pero la memoria también deja una pátina fría sobre
ellos. Lo trascendente, en consecuencia, es el silencio, esa ocultación de la
memoria, el olvido: “Tenerse que morir, eso es lo grave”, dice en el último
verso del cuarteto.
En “Oración” (Manera de silencio)
emplea la metáfora “víspera” para identificarla con la muerte. Esta componente
temporal, la asociación de la muerte al tiempo es permanente y añade nuevos
efectos complementarios a su simbología. ¿Por qué la muerte es una víspera? ¿No
es acaso definitiva? ¿Víspera de qué? Víspera es lo inmediato, lo que anuncia y
antecede a otro día. Quizá haya una nota de esperanza en la otra vida al
afirmar esta identificación metafórica. Así en el soneto “Retorno” dice en el
primer verso del segundo cuarteto: “Este ir hacia una luz definitiva”. ¿No nos
anuncia acaso esa eternidad, esa eternidad en Dios? Y en el terceto afirma:
“Ninguno sabe si es que muere o nace”. Es la misma idea observada desde otra
óptica: para los ascetas, para los místicos, la muerte es la vida, es la muerte
en Dios, la resurrección y la pérdida de este valle de lágrimas que es la
existencia para ascender a la otra vida, el vuelo del alma[18] de
San Juan de la Cruz... En el poema “El poeta pide por su voz” (Manera de
silencio) se produce la metonimia de la voz como parte del todo (el hombre)
y se pregunta el poeta –siguiendo la abundante bibliografía del vuelo de
altura- “¿quién le presta las alas para el vuelo?”. con lo que conecta
evidentemente con esa rica tradición que nos llega desde el siglo XVI y se
proyecta en toda la historia de la literatura hasta convertirse en un evidente
tópico literario.
En el poema “Yo tuve el corazón capaz
de lluvia” (de Anochecer privado)
es definida a través del símil
del “libro o un espejo donde uno mira y mira sin ver nunca”. Una definición
precisa y rigurosa, pues como libro en ella se encierra una historia que se va
construyendo en legajos cotidianos; y como espejo, es un espejo vacío, un
espejo donde acaso se oculte el misterio de la eternidad o el de la nada. Y
siempre es vista con la oscuridad de su ignotismo, de no saber a qué atenernos
con ella, a qué muerte atenernos. Su cercanía es una forma de que no quepan las
dudas, de que todo se restrinja a un monólogo fúnebre.
La muerte no será, por tanto, algo en
sí y definitivo, sino también un paso para el encuentro con Dios. Sin decirlo
lo está afirmando, a pesar de sus dudas. Y así dirá: “Sigo esperando como
siempre”. Y en “Arcángel de pereza” insistirá: “Para después marcharse adonde
sea”. ¿Hay un lugar después de la muerte? ¿Adónde va el alma de los muertos? No
obstante, como en Unamuno, la duda persiste, aunque a veces resulte todo
bastante más claro como cuando inicia el poema afirmando que es “un hombre de
tierra” (también Góngora[19] lo
había afirmado cuando dijo en uno de sus sonetos fúnebres: “Tome tierra, que es
tierra el ser humano”) y la tierra es el fin o el aire...
En otro momento, nos referíamos a
la “Canción 2” y a la “Canción 4”(El embarcadero) como formas del
acercamiento a la muerte; en el primer caso, con connotaciones musicales:
“Cuando yo me haya ido/ -qué triste que yo me vaya-/ de esta madera mía/ que
hagan una guitarra” ; y en el segundo, con el tema del sueño de la muerte y
connotaciones irónicas: “Cuando termine la muerte,/ si dicen a levantarse/ a mí
que no me despierten”. En uno el poeta es metonímicamente madera para construir
una guitarra. Existe ese componente melodioso presente en el hombre como
hondura con notas musicales. En la esencia del ser parece hallarse la propia
música. El hombre es música y el espacio que ocupa madera de esa guitarra. Es
una imagen consustancial al flamenco que asume el valor intrínseco del ser
humano como algo armónico. Koelsch[20] ha
llegado a decir que “el ser humano necesita la música, es musical. Así como el
hombre puede amar y su cerebro está equipado para el lenguaje, lo mismo sucede
con la música”. Esta relación que desgrana Alcántara es la esencia, pues, de la
muerte y la música. Su utilidad estará en su capacidad para engendrar esa
música a pesar de esa ida.
En
el otro extremo, alude al final de la muerte. Lo que anunciaría la inmediatez
de la resurrección. Sólo ésta puede asumir su presencia cuando aquella sea
derrotada; sin embargo, asoma ahora una pasividad descreída del autor ante esta
posibilidad.
El poeta, que pudiera creer en la
resurrección a tenor de ese pleonasmo de la muerte, sin embargo, la ignora,
quiere que no vaya con él, que lo dejen ya, definitivamente, tranquilo: “No se
incorpore la sangre/ ni se mueva la ceniza/ si dicen a levantarse”. Metonimia
del hombre (sangre y ceniza)[21] que
idealiza ese ser vivo y muerto. Precisamente, una de las obras de teatro de
Alfonso Sastre llevaba ese título “La sangre y la ceniza”, donde recoge los
procesos que sufrió Miguel Servet durante el siglo XVI y que lo condujeron a
morir en la hoguera, en la Ginebra calvinista. También en uno de sus poemas
Walt Whitman habla de sangre y ceniza. Rubén Darío en el poema “A Colón” dice:
“Al ídolo de piedra remplaza ahora / el ídolo de
carne que se entroniza,/ y cada día alumbra la blanca aurora / en los campos
fraternos sangre y ceniza”. Es un tema recurrente, pero nos importa la negación
a seguir toda vez que la muerte ha conseguido su objetivo. Si se alcanza la
vida eterna y la muerte sucumbe, no desea incorporarse más y acepta, y se
conforma con su silencio, con su muerte: “Que yo me conformo siempre,/ y una
vez acostumbrado/ a mí que no me despierten”. Sin embargo, en otro poema,
“Soneto para pedir tiempo al tiempo” asume que se despertará cuando llegue el
momento: “Cuando me despierte,/ no sé si habré hecho bien en despertarme”.
En los diez sonetos
del apartado “Tarde” (El embarcadero) la muerte sigue manteniendo su
apariencia aunque sea a horcajadas en diversos poemas y secuencias. Por
ejemplo, en el “Soneto para pedir por los amigos muertos”, en el que ansía
morir (irse por el “atajo de morirse”) para poder estar con sus amigos siempre.
Es un hermoso canto a la amistad que en pocas ocasiones le he leído a unos
cuantos poetas, quizá por su ensimismamiento en el narcisismo interior.
Alcántara hace un hermoso canto lleno de resonancias de Miguel Hernández:
“Estoy más agujero cada día,/ más desierto y más loco con mi tema;/ ellos me
dan su luz como sistema/ apagado que alumbra todavía”. También en “Soneto para
pedir tiempo al tiempo” se presenta la muerte como la que interrumpe cualquier
ilusión y reivindica el no entusiasmo por nada, en una línea que podría
acercarlo claramente al estoicismo con el que posee evidentes relaciones desde
el punto de vista de su filosofía vital: “Porque sé que no debo entusiasmarme/
con cosas que se acaban en la muerte”. Todo se acaba con la muerte. El
estoicismo que cultivarían Séneca, Epicteto, Marco Aurelio, Quevedo... El principio
de la ataraxia, tan querido para ellos, puede estar en la esencia de su
conformidad vital y su pasividad militante, donde existiría ese logos
que todo lo explica y una red de causas-consecuencias que justificarían
cualquier muerte. Así, por ejemplo, para Marco Aurelio, la muerte
es inevitable y estamos destinados a ella pero, igualmente, la vida, la fama,
la riqueza, la pobreza, el dolor o la alegría forman parte de nuestro destino.
Nada ocurre fuera de la Naturaleza; luego, nada ocurre fuera de los designios
de las leyes del Universo. Todo tiene un sentido y una razón.
Sin duda que siempre en la lírica de
Alcántara la muerte va asociada al tiempo. Uno de los poemas en donde está más
presente es en “Las doce menos cinco” (El embarcadero). Desde una ironía
inicial avanza en esa dualidad persistente y contrastada: la vida es un camino
(nada nuevo) y la muerte que “siempre está dándonos voces”. Una metáfora con la
que alude a su inquebrantable manifestación, en este caso a través de la imagen
sonora que proyecta su reconocimiento y su necesidad de ser tenida en cuenta. A
pesar de que siempre se anunció como algo que llega en silencio y su presencia
enigmática, como lugar de encuentro con la traición, la afonía y el mutismo.
Aquí no, aquí la muerte da voces, muy a pesar de que Alcántara, parodiando las
greguerías de Gómez de la Serna diga: “Me he muerto y no lo sabe mi chaqueta”.
Con lo que de nuevo el silencio y la muerte se identifican de consuno.
En su pensamiento parece detenerse con
fuerza la idea propuesta por Pierre Corneille: “Cada instante de la vida es una
paso hacia la muerte”. Un pensamiento que se inserta claramente en el Barroco
asociado al vanitas vanitatum.[22] Y
por ello decíamos que la muerte se presenta como el único sobrecogimiento
cierto, y en Ciudad de entonces insiste en que camina
siempre con uno: “Ninguno sabe si es que muere o nace./ Nadie nos dice nada,
pero tengo,/ lo sé, mi fin en mí, como la nube”. Somos vida y muerte en
nosotros mismos, somos un principio de contradicción. Llevamos con nosotros la
vida y la muerte de consuno. Así dirá:
Futuro ciudadano de la muerte
(...)
Lo único que tiene ya seguro
es que va
para muerto.
Ir para muerto es una idea inmanente
en el estoicismo. La muerte forma parte de nosotros mismos. En nuestra esencia
se conforman, existen al unísono la vida y la muerte. Ésta no ajena a nosotros,
sino que es parte de nosotros mismos, y camina con nosotros, y cuando menos lo
esperamos se manifiesta, se hace presente, alcanza su estadio de existencia con
resolución. Esta idea está muy presente en “Radiografía” (de Ciudad de
entonces) cuando dice:
Detrás del bien urdido parapeto
de músculos, tejidos y alegría:
tras la provisional cristalería
de las venas, reside, hondo, el secreto.
¡Qué vocación de muerto en mi esqueleto!
en el cliché de la radiografía
he visto el que seré –quién sabe el día-
el día en el que Dios me ponga el veto.
El poeta, al contemplar la
radiografía, está contemplando al muerto que lleva dentro. El muerto que será
llegado el día.
Siempre con silencio, pero siempre
presente. Una idea que llega, como decimos, de Quevedo, que ya lo había dejado
muy fehacientemente expuesto en algunas reflexiones del Sueño de la muerte:
“La muerte no la conocéis, y sois vosotros mismos
vuestra muerte, tiene la cara de cada uno de vosotros y todos sois muertes de
vosotros mismos; la calavera es el muerto y la cara es la muerte y lo que
llamáis morir es acabar de morir y lo que llamáis nacer es empezar a morir y lo
que llamáis vivir es morir viviendo, y los huesos es lo que de vosotros deja la
muerte y lo que le sobra a la sepultura”. La muerte va con uno, es uno mismo.
No hay un concepto ajeno que nos invade. La muerte no es una situación, un ser
extemporal, alguien ajeno. En términos unamunianos, la muerte no son los otros,
la muerte es uno, es algo en sí, que existe en la misma naturaleza humana y nos
acompaña siempre sin manifestarse hasta que lo hace. Nosotros, pues, somos la muerte.
Por tanto, el concepto de ser un muerto ab initio y formar parte nuestra
muerte de nosotros como viajera a lo largo de la existencia es evidente en
Quevedo y también en Alcántara que insiste en diversos poemas en esta misma
idea. Al respecto dirá Gómez Yebra: “Se diría que la muerte, como algo conocido
y aceptado de antemano, está desprovista de connotaciones negativas (...) Está
dispuesto a vivir con la muerte a cuestas, sin olvidarla, pero sin dejarse
amargar con su presencia”[23].
No es exactamente que esté desprovista de negatividad, sino que está aceptada
plenamente como hemos dicho antes, aunque en determinados momentos se muestre
en lucha (lucha agónica) con su supuesto Creador o Hacedor.
Así esta
impertérrita presencia de la muerte actúa como un aldabón de la conciencia,
como una losa, como una rémora que impidiera al escritor completar la
existencia con un optimismo cierto, en el sentido manifestado, verbigracia, por
Leonardo da Vinci. Hasta el punto de que puede dar igual que la muerte nos
separe o nos una a nosotros mismos, como alguien que organiza nuestro final,
que decide si hacernos partícipes o no de nuestro final: “Empieza a darme lo
mismo/ que la muerte me separe/ o que me junte conmigo”. Ahora ya no es una con
nosotros, sino que tiene ahora vida propia, decide, crea... En una tradición
que procede claramente del cristianismo y toda la tradición judaica en la que
tuvo sus cuarteles de invierno. En estos versos la muerte actúa, resuelve,
define nuestro no ser; pero al poeta ya le da igual que la muerte opere
produciendo esa dicotomía en el interior del sujeto, ese desdoblamiento vital.
En este “empieza
a darme lo mismo” radica la esencia última del poema “Arcángel de pereza” (Manera
de silencio). El poeta aspira a la pereza (la absoluta pasividad, el no
hacer nada, el no sentir nada) como una respuesta ante lo que llega. Esta
concepción de la pereza como retórica del ser en sí tiene una historia
literaria significativa si nos retrotraemos históricamente a su origen, el nacimiento
del derecho a la pereza. Recordemos que Le droit à la paresse[24]
fue una respuesta de Paul Lafargue ante el statu quo reinante en las
sociedades decimonónicas y ya en el XX lo reivindicó en su canción el músico
Georges Brassens, y después Georges Moustaki... Alcántara requiere el derecho a la pereza e imagina, a
través de una serie de recursos metafóricos que devienen una evidente alegoría
sobre la vida y la muerte un arcángel de pereza
indiferente, un arcángel que
enseña términos como “inútilmente” o crea la bella metáfora “el metal
del desaliento”, arcángel de desgana..., pero ello no impide la ausencia de
conocimiento y las llagas del corazón, la fatiga de sentirse muerte, el
cansancio...: “No llegaré a ninguna parte/ con este corazón de mala muerte”.
Hay un cansancio de esta cantinela de la existencia y todos sus resortes
finales y la aspiración a la pereza, por un momento, son la necesidad de
olvido, aunque los versos siguientes nos
anuncian que la lucha es agónica y el sufrimiento del corazón evidente.
Interconectado
con ella está también el tema de la vida eterna interpretado como “poder seguir
viviendo”. Alcántara manifiesta en numerosos escritos esta presencia de la idea
de la otra vida, pero en muchas ocasiones, como sucede en “La norma de los
espejos” (de Este verano en Málaga) no apuesta por ella: “Yo no me puedo
creer/ que los muertos no se mueran/ y que sigamos después”. En otros la afirma
a través de una perífrasis en mayúscula: “Y en que después de nuestra muerte/
empezará la Edad de las Respuestas” (del poema “Oración” en Ciudad de
entonces). No lo niega totalmente, pues, (“Yo no me puedo creer), pero hay
un impulso racional que le impele a no admitirlo, lo sugiere, lo cree. El tamiz
de lo racional siempre invade los presupuestos teóricos de Alcántara que deja
muy poco a lo etéreo o a lo hermético o esotérico.
La muerte es una
sombra, la muerte es un estado de conciencia que le impide ser en plenitud:
“Nuestra principal angustia es la muerte”[25].
Una idea que es obsesiva en su obra: “Sólo se me ocurre a mí/ pasarme toda la
vida/ viendo la muerte venir”. Sabe que es un pensamiento persistente y, a
veces, se rebela contra él, pero le viene una y otra vez. Y siendo consciente
de ello, porque su pensamiento siempre se mueve sobre supuestos cartesianos,
también genera un recurso dialógico con su propia conciencia. Y aún siendo
consciente de que la muerte camina con nosotros, es nosotros, a veces, sin
embargo intenta verla desde lejos, contemplarla con distanciamiento, como algo
ajeno a él, percibirla en la lejanía y desear que ésta llegue como algo foráneo
o, al menos, sin darse cuenta, sin ser consciente de su presencia. Una venida
que se agita en su interior permanentemente. En el poema “No pensar nunca en la
muerte” (de Este verano en Málaga) lo deja perfectamente diáfano:
No pensar nunca en la muerte
y dejar irse las tardes
mirando cómo atardece.
(...)
Y morirme de repente
el día menos pensado.
Ese en el que pienso siempre.
En consecuencia,
existiendo una comprensión vital y una comprensión mortuoria, también se
produce una negación, una obsesión selectiva que diezma el día a día del poeta
hasta convertir la historia de su vida en un alegato permanente con la
oscuridad del último día. A veces la muerte conecta
directamente con los principios que ya había fijado Calderón de la Barca en su
obra La vida es sueño (“Vale lo que
su sueño”, dice Alcántara, y en otro momento –En el poema “Las doce menos
cinco”- dirá: “La vida es un camino (...) La muerte siempre está dándonos
voces”). De nuevo la pesadilla de su presencia.
En otras ocasiones, Alcántara extrae
su fina ironía (más presente en la prosa que en el verso; aunque en las
soleares no es extraña su presencia) y la explicita en estos octosílabos: “Cuando
se acabó su vida/ el muerto le dijo a Dios/ lo que se da no se quita”. (de Este
verano en Málaga). La muerte está
asociada a la tristeza de Dios, como una dilucidación de su existencia:
“Averigua quién te dio/ esas ganas de morirte/ ha tenido que ser Dios.// Ha
tenido que ser Dios/ un día que estaba triste./ No tiene otra explicación”.
Dios, ese otro gran enigma en la poesía de Alcántara, como creador y
engendrador de todo, como el que resuelve o anula nuestra existencia con su
humana tristeza, con su humanidad deífica. O como en su momento decían los
existencialistas, como El que se desentiende de nosotros: “La filosofía
existencialista dice que el hombre está atrapado en este mundo sin salida y que
Dios ya no presta atención”[26]. No
sólo no le presta atención Dios sino que es el responsable de las ganas de
morir del poeta.
En cualquier caso, en las soleares de
Este verano en Málaga existe una invariable asunción del poder de la
muerte, de su impasible presencia llena de matices. Incluso nos comunica la
idea de que aunque no le guste algunas cosas de la vida, sin embargo le gusta
vivir (idea que vuelve a repetir en otro momento: “Y qué más quisiera yo/ que
quedarme siempre aquí”), por lo que hay una consistencia esperanzadora que ya
pusimos de manifiesto en su momento; a pesar de que acto seguido, en una
quintilla diga todo lo contrario y hable de las ansias de morir (avisando que
no acepta el suicidio) aunque se tenga que aguantar:
Ganas de llorar por mí
y también por los demás.
Y estas ganas de morir
que me tengo que aguantar
Hasta que me toque a mí.
Pero no es la presencia aterradora de la
muerte como causa de pavor. No. Entiende su representación. La comprende. Sin
embargo, la preocupación mayor no es tanto por ésta sino por el dolor, el
sufrimiento: “Como me tengo que ir/ aspira a tomar el sol/ y que no me hagan
sufrir”. Llama la atención que sea la viveza del octosílabo la que inunda de
aire mortuorio esta soleá, sin embargo, no hay que olvidar que las Coplas
de Jorge Manrique también usaban el octosílabo, si bien en alianza con el
quebrado. Lo digo porque en muchas ocasiones, la solemnidad de un tema tan
trascendente como la muerte había aparecido con frecuencia en el endecasílabo[27].
Siendo la soleá[28]
una combinación métrica propia de la lírica popular andaluza (conocida también
como terceto gallego o celta) ha tratado con frecuencia el tema del desengaño y
la soledad, y en menor medida el tema de la muerte; no obstante, ésta se
encontraba muy arraigada en el poema del Cante hondo de Manuel Machado[29], en
Antonio Machado, Salvador Rueda, Manuel Altolaguirre... y, en general, en los
cantes flamencos. En la poesía de Alcántara se recoge esta tradición los
Machado por su poder de síntesis conceptual en un reducido número de lexemas:
no existe una paráfrasis constante para expresar el valor de invalidez de la
muerte sino que su claridad mental en torno al proceso procura constreñirla en
un pensamiento directo, claro y conciso que lo acerca mucho a una poética del
silencio que, en otros momentos, no se compadece con la concentración de
pensamiento de las soleares. En muchas de las soleares de Este verano en
Málaga, la muerte acude rauda a prestar su ayuda estética, su sonido
concentrado en los octosílabos.
Aunque la muerte en su obra opera como
un principio subjetivo, es decir, su propia muerte como problema o como
solución (de las dos formas surge en su obra), en otros momentos surge una
muerte objetivada, una muerte ajena, la muerte del que observa la historia de
una patria y en ese momento, la muerte es de los otros. Se observa con
distancia, se estudia, se objetiva. El caso más evidente se encuentra en el
poemario Plaza Mayor cuando en algunos poemas trata de reconstruir la historia
de España y se inserta en la tradición del regeneracionismo español que llega
desde el 98. Alcántara cree que nuestra historia, la de los españoles, está
transida de muerte y de muertos. Por ejemplo, en “Por Toledo y Ávila” enumera
una serie de imágenes, nombra ciudades de España y ofrece emblemas pero la tendencia
a la consistencia, a la síntesis que opera sistemáticamente en su obra no le
cabe la menor duda y la define de este modo: “Olivares y muertos,/ España”. Una
idea sobre nuestra historia, nuestros encuentros y desencuentros en la que cree
profundamente y sobre la que sostiene las bridas líricas de Plaza Mayor:
“Digamos en relación a España, en un inciso que bien merece un epígrafe, que,
como los poetas sociales de los años cincuenta y sesenta del siglo XX, también
Alcántara presenta España como problema”[30].
Somos un país de muertos, un país de
muerte, un país de derrotados y de derrotas que se sostienen sobre la sangre,
por eso exclama: “Tantos muertos, ¡a ver quién los levanta!”. Y más adelante,
siendo consciente de la memoria de sufrimientos que ha vivido este país, resume
su compromiso social y su denuncia ética en estos versos que reúnen el balance
de una historia en “Sin salir de casa”:
No nos hace falta salir de
casa para
Hacer balance de lo
nuestro:
Una meseta digna y
desollada,
Unos trigales y unos
hombres,
Con sus ríos, con su sol y
sus montañas,
Desempolvando muertos
incunables...
Pero esta objetivación del tema de la
muerte aplicado a la historia de España encuentra también un correlato
subjetivo cuando el poeta hace referencia a la memoria de lo hecho, los deseos,
el cansancio vital y como algo inexorable surge un lenguaje al que nos tiene
acostumbrados: lo inexorable de su existencia. Al poeta lo define como
“ciudadano de la muerte” y añade: “y lo único que tiene ya seguro/ es que va
para muerto”. El ir para muerto es una forma de expresión popular que recoge
perfectamente esa idea muy presente en Manrique y los que lo imitaron del valor
intrínseco del camino del vivo como encuentro con la muerte. El valor del
recorrido vital y su fin.
A modo de breve aproximación al mar, imagen
de la eternidad
Ya no van mis ojos
A la playa aquella;
Ya no van mis ojos
A
contar la arena.
En este poema, titulado “Playa 79”, dedicado a Maria Pepa Estrada[32],
Alcántara sostiene su interpretación de la mirada como el instrumento retórico
que permite adentrarse en el mar. El no ir a la playa (como metonimia cotidiana
de ese mar de tierra) se identifica con la unidad en los ojos. Es decir, no
tiene sentido el mar, en tanto los ojos no existen. Una sin otro no tiene
sentido. Los ojos cuentan la arena, los ojos miran los barcos, pero también los
ojos hablan con el viento, en esa metáfora sinestésica que produce una
amplificación de sentidos y, en última instancia, el convencimiento de que sólo
tiene significado el mar si alguien lo contempla, lo oye o lo toca: vista, oído
y tacto. Hay una necesidad de interacción emocional, de compañía y de diálogo
con el mar, un diálogo con la vista, sí, pero también con el resto de los
sentidos. Así decía Alcántara sobre esa voluntad de mirada: “A mí el mar me
produce un estado hipnótico. Yo todos los días miro al mar. No sólo lo miro,
sino que lo oigo, y no es que esté atareado con altos pensamientos, sino que lo
contemplo como una especie de imagen de la eternidad, y muchas veces pienso que
éste se queda aquí cuando yo me vaya. El mar como lo más parecido a lo eterno”[33].
Él lo está definiendo como una contemplación que necesita ser oída, pero
también transcendida. Y en ella hay una dimensión temporal necesaria. La
asociación con la metafísica de la vida y la muerte: nosotros nos iremos pero
la mar seguirá ahí, monologando, perpetua, sin principio ni fin. Ya dijo
Cicerón dijo que el tiempo es una cierta
parte de eternidad. Pero quizá la frase que sin duda revela este sentido de
eternidad asociado a la mirada es la que decía Paul Celan: “Ciégate para
siempre: también la eternidad está llena de ojos”. De modo que convendríamos con Alcántara en
que ese mar, símbolo de la eternidad también está lleno de ojos. El motivo de
la contemplación tiene mucho que ver con el tiempo, con la vida observada
frente a la muerte presente. El mar no acabará nunca frente al poeta que sí lo
hará: “El mar nunca podrá morir; pasará el tiempo, desaparecerán los hombres y
permanecerá. Ver el mar produce en mí un estado de hipnosis; lo reconozco como
un trasunto de la vida”[34].
Se crea, pues, una suerte de lógica-argumentativa en la que el mar es
planificado en la mente del poeta unido a su existencia y a su visión. De nuevo en el poema “Llueve en el mar”[35]
surge, reiterativa esa imagen de presencia/ausencia asociada al mar y al poeta:
En el mar llueve a mares. Me
despido
de los rápidos días de la
vida,
que nadie vuelve a ser cuando
ha sido
y sé que no veré nunca este
puerto
ni escucharé esta lluvia
repetida
como el que oye llover y no
está muerto.
Una despedida de la existencia en el
mar, tomando como testigo un día de lluvia en él, agua sobre agua, eternidad sobre
eternidad. Se despide de esos rápidos días de la vida junto al mar con gran
melancolía, sabiendo que no verá más su puerto. Decía Juan Ramón Jiménez –al
que vemos en ocasiones en los poemas de Manuel Alcántara- en su extenso poema
Espacio que el mar “fue mi cuna, mi gloria y mi sustento; el mar eterno y solo
que me llevó al amor”; y del amor es este mar que ahora viene a mis manos, ya
más duras, como un cordero blanco a beber la dulzura del amor”. El concepto de
eternidad, como en Alcántara, pero también la asociación con el amor, la vida
nueva, el paraíso primero. Así lo
constata Mercedes Juliá[36]
cuando dice que “El mar se presenta en este poema (se refiere a “Espacio”) como
motivo con variaciones: es vida y es muerte; simboliza el paso del tiempo y la
eternidad. El mar, al repetirse en múltiples combinaciones a lo largo del
poema, va tejiendo lo diverso (...) Un poco más adelante, en la misma estrofa,
el mar se relaciona con la vida y la muerte («El mar está lleno de muertos») y
pasa, acto seguido, a la resolución de estos conceptos. El mar es vida y muerte
y conduce al amor”
En “Aviso urgente de navegantes”, sin
embargo, el mar, como en Juan Ramón Jiménez también estará asociado a la
muerte de los marineros y, a través de
la metáfora el mar es definido como “esfuerzo hereditario” o “un
arrepentimiento azul, diario”, con lo que está generando una asociación
fundacional con ámbitos de tipo caracteriológico o psicológico: el mar como
esfuerzo, pero también como arrepentimiento; esfuerzo y arrepentimiento que
mucho tiene que ver con la lucha de la vida. Se ve incluso como “campamento de
Dios, estambre y mina/ para la flor y el cobre de la nada”; con lo que
establece asociaciones de tipo simbólico
con elementos de la naturaleza, con la omnipresencia y ubicuidad divina.
En estos versos existe mucho de pensamiento decadente, de imposibilidad de que
la travesía sea oportuna y favorable. Así dirá:
La esperanza del mar ha
naufragado
dentro del hondo azul de su
paisaje.
Pero no es la esperanza del mar lo
naufragado sino nosotros los náufragos. Aunque es verdad que, en otros
momentos, se produce la consistencia de inmortalidad con una capacidad para
seguir navegando.
[1]
Canales, A. (2003): “Un altísimo poeta” en Manuel
Alcántara, Ateneo del nuevo siglo, núm. 4, enero, pp. 16-21[17].
[2]
Canales (2003: 19).
[3] Para el DRAE el amor puede ser un Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia
insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser, o bien,
Sentimiento hacia otra persona que naturalmente nos atrae y que, procurando
reciprocidad en el deseo de unión, nos completa, alegra y da energía para
convivir, comunicarnos y crear...
[4] Fue publicado en la revista Caracola, núm. 47, septiembre de 1956.
[5] Los pitagóricos crean una cosmología que
tiene en su centro los números y la música. Anunciaron que el Cosmos estaba
compuesto de nueve capas o esferas cada una de las cuales correspondía a un astro
(Tierra, Luna, Sol, los cinco planetas hasta entonces conocidos y la esfera de
las estrellas fijas), más otra esfera añadida, la "anti-Tierra",
necesaria para cuadrar las cuentas y dar sentido al 'tetrakto', aunque esta
esfera era puramente inventada. Además, cada una de las esferas emitía su
propia música, su particular tonalidad (de ahí parte la idea de la "música de las esferas"), a medida que giraban
alrededor de la Tierra.
[6] Morales Lomas, F.: La lírica de Valle-Inclán. Sistema rítmico y aspectos temático-simbólicos,
Universidad de Málaga, 2005, p.
[7] García Velasco, A.: “La poesía de Manuel
Alcántara, «una manera de silencio»”, Ateneo del nuevo siglo, núm. 4,
2003, pp.70-81 [72].
[8] Ibidem, p.
78.
[9] Op. cit.,
p. 79.
[10] Potvin, C.: “La vanidad del mundo: ¿discurso
religioso o político? (A propósito del contemptus mundi en el Cancionero de
Baena”, [en línea] Dirección URL: <http://216.239.59.104/search?q=cache:iH6tpJBev-kJ:cvc.cervantes.es/obref/aih/pdf/08/aih_08_2_056.pdf+%22la+muerte+en+la+literatura+espa%C3%B1ola%22&hl=es&ct=clnk&cd=7&gl=es>
(Consultado el día 3 de junio de 2008). Esta serie de composiciones de F. Manuel de Lando
(277, 278), R. Páez de Ribera (289 bis, 298), D. Martínez de Medina (331 / 533)
, G. Martínez de Me- dina (332,'333, 336, 337, 338, 339, 340), G. Pérez Patino
(351, 352, 353, 356), F. Diego de Valencia (510, 515) y F. Sánchez Talavera
(529, 530, 531, 532) constituyen de manera directa (es decir mencionada en la
rúbrica) o indirecta, unas quejas «contra el mundo» y por consiguiente, una
incitación a dejarlo.
[11]
Foucault, M.: El lenguaje al infinito,
Ediciones de Dianus, Córdoba (Argentina), 1986. También hay un fragmento de
esta obra [en línea] Dirección URL:
(Consultado el día 10 de agosto de 2011).
[12] Pellegrini, M.: “Gabriela Mistral entre el
quicio y el umbral”, Acta Literaria, núm. 35, 2007, pp. 29-43.
[13] Beauvoir, S. de: La ceremonia del adiós,
El País, Madrid, 2003, p. 246.
[14] La identificación de la vida con una
historia, la historia personal, la historia individual e intransferible es una
metáfora frecuente en algunos poemas de Alcántara desde el inicio. Por ejemplo,
en “Biografía” (Manera de silencio) dice: “Ser hombre es una larga
historia triste/ y un día se acaba”. También dice en “Retorno”: “La vida es una
historia”, etc.
[15] Yusti, C.: “Christian Bolstanki o el
inventario de la muerte y la memoria”[en línea] Dirección URL:<
http://www.analitica.com/va/arte/portafolio/7298566.asp> (Consultado el día
16 de agosto de 2008).
[16] Jankélevitch,
V.: La mort, Flammarion, París, 1966.
[17] Jankélevitch, V.: Penser la mort,
Liana Levi, París, 1994, pp. 9 y ss.
[18] Se evidencia en la Copla de San Juan de la
Cruz:
Tras de un amoroso lance
y no de esperanza falto
volé tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.
Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino
tanto volar me convino
que de vista me perdiese
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.
Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba
dije: "No habrá quien alcance".
Abatime tanto, tanto
que fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.
Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance.
y no de esperanza falto
volé tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.
Para que yo alcance diese
a aqueste lance divino
tanto volar me convino
que de vista me perdiese
y con todo en este trance
en el vuelo quedé falto
mas el amor fue tan alto
que le di a la caza alcance.
Cuanto más alto llegaba
de este lance tan subido
tanto más bajo y rendido
y abatido me hallaba
dije: "No habrá quien alcance".
Abatime tanto, tanto
que fui tan alto tan alto
que le di a la caza alcance.
Por una extraña manera
mil vuelos pasé de un vuelo
porque esperanza del cielo
tanto alcanza cuanto espera
esperé solo este lance
y en esperar no fui falto
pues fui tan alto tan alto,
que le di a la caza alcance.
[19] Góngora,
L. de: Sonetos, Junta de Andalucía, 2007, p. 403.
[20] MM: “El ser humano necesita la música” en Monidialogo
Newsroom, [en línea], Dirección URL:<
http://www.mondialogo.org/35.html?L=es>. (Consultado el día 3 de julio de
2008). En esta entrevista MM dialoga con el neurocientífico dr. Kelman Koelsch
[21] En “Soneto para pedir un amor” hablará de
“ceniza organizada”:
De tal fuego de amor, nada. Ni chispa.
Acaso una ceniza organizada
que puede que algún día se entusiasme.
[22] A pesar de todo ello, durante esta época hay
creadores, pintores y artistas, como Leonardo Da Vinci que, siendo conscientes
de ese final, apuesta por la dulce muerte si existe un bello legado: “Así como
una jornada bien empleada produce un dulce sueño, así una vida bien usada causa
una dulce muerte”. Desde luego no es una idea que haya sido desarrollada por
Alcántara, cuya visión de la muerte es menos complaciente, y no distingue entre
una buena y una mala muerte.
[23] Gómez Yebra, op. cit., p.17.
[24] Paul Lafargue
escribió en el siglo XIX el ya manual clásico Le droit à la paresse con
el que inauguraba una tradición evidente que lo reflejaba socialmente en estas
palabras: «Il faut que le prolétariat foule aux pieds les préjugés de la morale
chrétienne, économique, libre penseuse ; il faut qu’il retourne à ses
instincts naturels, qu’il proclame les Droits de la Paresse, mille et mille
fois plus sacrés que les phtisiques Droits de l’Homme concoctés par les avocats
métaphysiques de la révolution bourgeoise ; qu’il se contraigne à ne
travailler que trois heures par jour, à fainéanter et bombancer le reste de la
journée et de la nuit ». Ya durante el siglo XX, se hizo famosa la
canción de
[25] Riosalido, op. cit., p. 10.
[26] Sanborn, S. (1999): “Elementos del barroco
español en Muerte sin fin de José Gorostiza”, en Hybrido: arte y literatura, año 3,
núm. 3, pp. 71-75 [74].
[27] En este sentido podemos referirnos a los Sonetos
fúnebres de Góngora en Góngora, L. de (1981): Sonetos, (Ed. de Biruté Ciplijauskatité), Madison. En 2007 la
Consejería de Cultura de Junta de
Andalucía hicieron una nueva edición en la que también colaboran M.ª Victoria
Atencia y Rafael León. En el soneto “Al
mismo” dice en el segundo cuarteto Góngora:
Muere en quietud dichosa, i consolada
A la región asciende esclarecida;
Pues de mas ojos, que desuanecida
Tu pluma fue, tu muerte es oi llorada.
[28] Quilis, A.: Métrica española, Ed.
Alcalá, Madrid, p. 94. Como recuerda el estudioso la soledad (el DRAE
habla de soleá como sinónimo de copla y tonada en Andalucía) tiene la misma
construcción que la tercerilla pero con rima asonante.
[29] Navarro Tomás, T.: Métrica española,
Ed. Guadarrama, Barcelona, 1974, p. 458. Decía el profesor que los poemas que
Manuel Machado “reunió bajo la denominación de soleares constan de tres
octosílabos, con asonancia en los impares y el segundo suelto. Dedicó a esta
clase de coplas una poesía titulada Elogio de la solear. La mayor parte
de las canciones reunidas en Proverbios y cantares, de A. Machado, son
soleares del referido tipo”.
[30]
García Velasco (2003:76).
[31]
Ruiz Martínez, “Alcántara”, op. cit.
[32]
En Homenaje de la poesía malagueña a María Pepa Estrada. Col. «Pintores
contemporáneos», núm. IX. Edición de Ángel Caffarena. Publicaciones de la
Librería Anticuaria El Guadalhorce, Málaga, 1980.
[33]
Gaitán, op. cit. p. 110.
[34]
Ruz Martínez, “Alcántara”, op. cit.
[35]
En Torre de las Palomas. Páginas para el verso y la prosa, núm. 4,
Málaga, 1990.
[36]
Julia, M.: El universo de Juan Ramón Jiménez. Un estudio del poema Espacio,
Ediciones de la Torre, Madrid, 1989, p. 64.
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