LA POESÍA DE OLVIDO GARCÍA VALDÉS
LA PALABRA Y SUS ESCENARIOS EN LA LÍRICA DE OLVIDO GARCÍA VALDÉS
F. MORALES LOMAS
Alcanzar la dimensión de lo significado es un ejercicio
estético que pretendemos conformar en el estudio de la poesía de García Valdés
desde 1982 al 2000. Con esta primera entrega nos acercamos a sus primeras
creaciones. Si bien, es necesario tomar como una prescripción la idea esencial
de que su poesía es única, conforma un
corpus propio y continuado cuya dimensión no lo agota el tiempo ni el espacio,
porque existe una voluntad de crear un continuum
y en razón de ello la percepción se
aclimata a esta idea en el uso de las grafías y los signos de puntuación
(con finales de poemas sin ellos) y en el uso de minúsculas (poemas que
comienzan con estas). Todo ello para advertirnos de la continuidad del poema, de
la existencia de un único poema en su vida. No obstante, por una razón
conceptual y para acotar el campo de estudio creemos necesario aclimatarnos a
esa división en libros. Antes de finalizar el siglo XX, de 1982 a 2000, escribe
cuatro obras: La caída de Ícaro
(1982-1989), Ella, los pájaros
(1989-1992), Caza nocturna
(1992-1996) y Del ojo al hueso
(1997-2000).
La
caída de Ícaro lo conforman tres grandes
apartados: “Del jardín”, “Exposición” y el homófono “La caída de Ícaro”. Ícaro,
el hijo del constructor del laberinto de Creta, Dédalo, es tomado como
referente conceptual para incidir en un mito que desde su origen ha sido germen
de literatura a lo largo de los siglos para expresar la concepción de la
existencia.
Ícaro rompe los preceptos del padre y se acerca al sol que derrite sus alas y
cae al mar muriendo. El incumplimiento de los límites de nuestra existencia
rompen nuestro hilo vital. Cada uno de
nosotros tenemos un espacio en el que desarrollar nuestro yo. Aquel que no
lo alimenta cae en la muerte y, aunque se alimente, también. Esta
interpretación ha sido cauce de una gran literatura. Percibir nuestra
identidad, lo que somos, lo que ambicionamos… forma parte de esas alas
construidas, pero su fortaleza es siempre una fortaleza imaginaria porque somos
conscientes de sus límites. Para Ícaro
la vida era emoción, también para García Valdés, pero el polvo se apoderará de
todo. Hay un límite preciso que en Ícaro era el sol por arriba y el mar por
abajo. Al fin venció el mar, ese destino de sal que se convierte en una gran
caja mortuoria: “El alma muere con el cuerpo./ El alma es el cuerpo”. Hay, pues, un “no yo” que será y se alimenta
de nuestros sueños. La negación del ser, por tanto, no es tal negación sino un
reconocimiento. A Ulises ser Nadie lo salvó, también a García Valdés le suenan
estas historias cuando dice: “Es un niño pequeño, le pregunto/ quién es y
contesta que nadie”. El ser nadie ya es mucho. La conciencia de lo
sido o de lo que será: “Terminada la
juventud,/ se está a merced del miedo”. El tiempo, como el vuelo de altura
de Ícaro, corre en nuestra contra. Es nuestra contra. Pero, sobre todo, es una
aceptación de nuestro nihilismo. Solo la quietud (ese quietismo filosófico de
raigambre moliniana) nos permitiría alcanzar una vida interior, una identidad
propia donde cuerpo y alma fueran la misma cosa, pero al final siempre somos
“un cuerpo caminando./Un cuerpo solo;/ lo enfermo en la piel, en la mirada”:
En
la tradición contemplativa de una poesía exterior
–no desde el punto de vista del lenguaje, que siempre es exterior, sino de cosa
que el lenguaje ya atisba como otra cosa fuera de sí mismo, de cosa fuera para
ser dicha-, gesto oriental, extraño, de alta frecuencia en la poesía de Olvido
García Valdés, llama la atención el control de la expresión, otro de sus rasgos
característicos (Milán, 2008: 9-10).
Hay una soledad que se alimenta de nuestro yo, una soledad para
fijar nuestra inexistencia, para avanzar en nuestra pérdida: “Un cuerpo enfermo
que avanza”. Y en ese recorrido vital la naturaleza nos alimenta, como algo que
se suspende en nuestro interior, como una brisa, como algo que forma parte de
esa visión spinoziana de la que se nutre toda la lírica de García Valdés para
la que la sustancia es la realidad y la forma de conocer es el entendimiento,
siendo la unidad del alma y el cuerpo
justificada por la unidad de la sustancia (que en Spinoza siempre será
sustancia infinita) de la que son sus modificaciones finitas o modos.
En su primer
apartado nace el concepto de identidad y el sentido de lo que somos, “el cuerpo
como otro”, como puede ser un pájaro o una planta, siendo paisaje o
piedra. Y la necesidad de avanzar como
un héroe en un tablero de ajedrez, una navegación por la existencia,
deslizándose como ese Ícaro con los peligros de los límites, trasgrediendo pero
avanzando en las horas, navegando espacios, como excursionistas con la
inquietud de Ícaros que evitan el sol y el mar, acuciados por un destino, por
unos términos: “A sus pies, en el ascenso, cornisas del vacío; abajo, oscuras olas
sólidas arrasándolo todo”. Son los límites de Ícaro, son nuestras definiciones
vitales en esa necesidad de contemplar la luz sin que esta nos queme
definitivamente. Pero también abajo está la noche, con sus aullidos… Al fin y
al cabo “Todos los tiempos son la noche”. Son el propio límite, nuestro
encuentro definitivo.
En ese
espacio, la casa, otro gran símbolo en la lírica de García Valdés, nos acoge
pero nosotros abrazamos la luz, la queremos, la deseamos… es una emoción de
vida, a pesar de que siempre sobre nosotros existe la razón última de que “la
muerte tiene ojos de la infancia” y la luz un límite cierto.
Todo el
espacio donde se habita puede convertirse en un lugar para la muerte, para el
miedo, para acumular luz en las alas, para ser devorado por el mar que nos
espera con su monotonía de sombra: “Ahora la luz nombre el mar,/ los remeros de
la laguna/ y la sombra del que no está”.
Esa laguna Estigia que nos detiene el rumbo o acaso nos los continúa hasta la eternidad
de la nada. Durante un tiempo la naturaleza como seno materno alimenta una
espera, es una entronización con un espacio que nos detiene, que nos alimenta,
que forma parte de nosotros y es nosotros: “Eucaliptus y pinos rodean/ el
pueblo de tu infancia”. Pero nosotros
avanzamos con el río manriqueño y cruzamos a la otra orilla sin darnos cuenta,
“sin haber cogido flores”. Vamos dejando huellas, sombríos recuerdos, en ese
bosque donde la lluvia y el viento nos conforman, son nosotros, nuestro ser en
sí, como una dulzura riente, naciente, una dulzura de infancia, de ser niños y
escondernos en la gruta de un encuentro que se necesita, en esa quietud
moliniana contemplativa tratando de ocultar “los bordes de la herida”. Pero al
final somos conscientes de que todo se reduce a una mañana gris y árboles
muertos.
En
“Exposición” la información pictórica y los referentes textuales a ella son un
instrumento para la retórica de vida; sus imágenes pictóricas son un alimento
para la poesía, una forma de mirada reivindicadora de un orden vital:
El título no es
casual. “Exposición” hace referencia, en un primer momento, al ámbito de la
pintura, tan querido y frecuentado por Olvido, y que aparece una y otra vez en
forma de mención, de cita, como una señal indicadora que permite encontrar
paralelos o correlatos visuales de lo que el poema nos cuenta. Pero la
presencia de la pintura es algo más que un guiño o un apoyo textual. Muchos
poemas parecen replicar, desde su estructura, desde su organización interna, el
modo en que leemos un cuadro, captando de un golpe su tema o su atmósfera para
ir luego sumando detalles, matices o contradicciones que corrigen la visión
primera, o incorporando a la escena del pintor nuestra propia ensoñación, los
fantasmas que nos dictan el deseo o la memoria (Doce, 2007: s. p.).
Ambrogio
Lorenzetti, Juan de Flandes, Burne-Jones, Botticelli, Piero della Francesca,
Amadeo de Souza-Cardoso conforman un conjunto pictórico que delimita desde su
incidencia visual un modo de encarar la existencia. Incide en el primero en la
primavera como espacio temporal y en la contemplación de ella en su recorrido
al ser observada por un niño. Y las formas rapaces en su vuelo con el concepto
de quietud: “La quietud: el mundo se ha dormido”. Hay una muestra de ese mundo
que se contempla como un cuadro, y ves a ese niño que te mira y eres tú y lo
miras, lo describes, lo pintas como un mundo de ausencia, un mundo perdido que
tratas de recuperar: “La quietud/ de la vida, de lo que permanece/ en lo
deshabitado”. Y la luz siempre surge
como herida. Ya lo había delimitado el mito. Es nuestra pérdida: “Hiere la
luz”. Por esta razón la vida sólo puede ser en blanco y negro. Al final siempre
negro como el tiempo en su feroz y feraz avance y siempre “el silencio del
mar”. Hay un vacío en su entorno, una inexistencia que es muerte y a la vez
vida: “Existe un tú que sabes que no existe/ -qué hilo tan frágil/ uniéndote a
la vida-,/ no existen tús, ya sólo existe el miedo,/ ese yo que es el miedo,/ y
el silencio del mar”.
En el cuadro
de Juna de Flandes es invierno. Ella, ovillada y encerrada en sí en su propio
interior: “Cada vez más pequeña”. Y el agua cercana que nos va invitando a ese
encuentro en la nada. Ella lo contemplaba, no obstante, pero también veía al
mismo tiempo las piedras, en ese juego de contrarios y la mirada apagándose.
Burne-Jones,
inspirador de la escuela prerrafaelista posee una pintura sobrecogedora, y en
el cuadro ella está indefensa, en una sala. De nuevo la mirada de él sobre ella
como un sueño de hacía tiempo, pero él sabe que esa luz que soñó se irá y que
el amor es una enfermedad. Cada vez más pequeños en nuestra resolución vital,
cada vez más conscientes de que debemos llegar como indefensos ante el todo y
también ante el amor y su caza: “Tan incierta/ la luz. Como en el sueño”.
Una escena de
caza es el cuadro de Botticelli donde el amante azuza contra la amada los
mastines, abriendo en canal su espalda y arrojando a las bestias las vísceras.
Se trata de la obra Historia de
Nastagio degli Onesti inspirado en escenas del Decamerón de Boccaccio, donde Nastagio se horroriza ante esa escena. Según el cuento,
este caballero es Guido de los Anastagi quien, loco por el amor no
correspondido de la mujer asediada, se había suicidado. Tras la muerte de ella,
ambos fueron condenados a ser eternamente perseguidor y perseguida hasta el fin
de los tiempos. De este modo, vemos en el fondo de la composición cómo la
muchacha, que ha resucitado, vuelve a ser asediada por los canes del caballero.
Una persecución de amor en la muerte.
Una lírica
profundamente reflexiva, heterodoxa e inteligente de una de las poetas actuales
más profundas.
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