LA POESÍA DE RAFAEL SOLER POR F. MORALES LOMAS
Al finalizar la
lectura del último libro de Rafael Soler, No
eres nadie hasta que te disparan (Madrid, Ediciones Vitruvio, 2016)
recordábamos las palabras de Valle-Inclán cuando decía que el escritor verdadero
es su estilo. La obra del escritor valenciano afincado en Madrid Rafael Soler
es su estilo: original, enigmática, insólita, rara… en el que se aúnan
perspectivas heterogéneas y una aleación de materiales múltiples que conforman
el paradigma vital, en el que se inserta una secuencia de narrativa negra que
llega incluso desde el mismo título y de cuyo perspectivismo es heredera, y
toma como foco un ámbito de la realidad concentrado en la ruptura de los
afectos, la construcción de una identidad y los mecanismos que diversifican o
amplían la existencia.
No hay nada ajeno al
conjunto y, desde la primera línea, percibimos que es un escritor que bucea en
lo conceptual-creador erigiendo una perspectiva casi novelesca para
concentrarse en diversas concesiones que nos adentran en estados de ánimo que
promueven o descubren o se alimentan, al menos al inicio, de una degradación
sentimental.
Es un conjunto
arquitectónico, orgánico y sistemático, como si se tratara de una pieza
narrativa (no hay signos de puntuación y todo fluye de continuo salvo los
títulos, que marcan situaciones, escenas, reflexiones o intuiciones poéticas).
De hecho la estructura narrativa alimenta no ya los diversos apartados sino la
singladura en el tono y las emociones que se mueven entre la ironía, el
sarcasmo, la indiferencia, la exaltación o el desengaño y sus conjuras.
Son cinco apartados
(1. Cuaderno de Elvira, 2. Cuaderno de Martín, 3. Cuaderno de Abel, 4. De cuanto
pudo acontecer y no sucede, 5. El cine, en el cine) y un epílogo que concita la
identidad como singladura creadora y la ironía como horma en la que se sucede
el desencanto, la mentira y la búsqueda como secuelas o intermitencias innovadoras
en ese “vientre estéril de lo eterno”.
Toma la voz (1.
Cuaderno de Elvira) una mujer para construir una historia de afectos/desafectos
que nace con el sarcasmo de una identidad inicial ante el espectáculo de una
ruina anunciada donde se anticipa esa dualidad yo(“mantis religiosa”)/tú(“a la
pared pegado”). Son dos escenarios cotidianos en la aceptación o el repudio, el
rechazo como horma o la parodia como escanciador, siendo de consuno el amor
acaso la estructura operativa donde desandar los pasos dados con intención de
construirlo, amortizarlo o destruirlo definitivamente con ese lenguaje del
poema “Vencida en ti me reconozco”, a caballo entre la beligerancia y los
hermosos recuerdos jugando a la ambigüedad de las voces y a una decepción
consumido en el poema “Que descanses, amor mío”: “Batallas cortas/ de las que
duran una vida”. El yo poético ahorma la voz de una mujer que, en su reclamo de
vida, quiere expresar lo que no es el amor y sí tiene claro que “no es esto amor no es esto”.
Las películas
sentimentales tienen muchos acordes y desajustes. Elvira crea perfección en su
tormenta personal, en sus vivencias, en sus soledades y en ese punto de
fuga surreal en el que declina su
existencia. Sus reproches son el canto de una sirena pero también una
introspección en el yo y en lo que ha consistido, siendo consciente de que no
le asiste toda la razón y existe la incógnita de la indeterminación, en tanto
su rostro pide lugar para no ser un correlato de sí misma. Esta introspección
la lleva a definirse y a crear el arquetipo de su mundo: “La mujer que fui y
nada espera/ sacude las alfombras/ deja su aliento sobre el vidrio/ que un día
fu su corazón”; y a saludar a este desde una queja de pájaro herido. Es la
mujer muda que concita su vacío, llegando al dolor de amor como terapia
conformada, pues solo el amante en el sufrimiento sabe la verdad de la amada:
“Y yo hablo de perder lo que tenía/ haciendo alegre del vacío mi vacío/ pues
quien ama necesita detenerse/y solo ama bien quien bien padece”. El otro tú
referenciado, Martín, surge para la escucha, y ella, catapultada a “tu mantis
religiosa arrepentida”. Hay infortunio y
desazón en la cursiva final y en su sincera propuesta de ser mientras el último
verso es definitivo en el poema “Vuelve, Martín”: “Mi desvivir tu desmorir”.
Toma la voz Martín (2.
Cuaderno de Martín) con una cita inicial donde la derrota compartida es una
media victoria. Advierte de un nuevo punto de vista en este plural ojo que mira
el mundo para crear la verdad poética, o la única mentira poética, mientras el verdadero
poeta, ausente, escribano, concita ambos mundos. Martín nos anuncia que todo
acabó con aquel disparo en la cabeza, en ese recurso a la novela negra como
espacio para la poesía sentimental y amorosa cuando el perdedor nos anuncia su
condición de interfecto en manos del comisariado del Olvido. El lector observa
que el yo poético es ahora un irónico personaje víctima de un escenario ya
inexistente en la realidad pero creado en la conciencia del que habla, que acepta
cabalmente su destino como los héroes trágicos, y trata de buscar el lado
positivo de la existencia en ese juego de muertes consentidas porque es
consciente, como titula el poema, que “Ningún río al morir entrega el alma”. Él
no la ha entregado. Mientras tanto
existen toda una serie de juegos de escenarios que tratan de contar mentiras
como verdades o verdades como mentiras porque “todo recuerdo a medias sin
embargo/ es entera la verdad de una mentira”. Y es que la vida y la literatura
siempre tienen las mentiras contadas. Pero Martin se queja a ese tú (mujer) que
disparó, que mató sus vidas, que cerró la historia haciéndola responsable de
esa muerte: “No es lo mismo morir a que te mueran”.
En la tercera parte
(3. Cuaderno de Abel), las máscaras surgen. Hay una tercera persona narrativa
que observa la existencia y la describe en un recorrido vital diario y con una
dirección que nos permite hablar de cualquier existencia anodina que acaso va
fingiendo nuevas derrotas y que recuerda a una madre y un primer amor y un
primer empleo, pero que también trata de definir esa constante preocupación
amorosa y el tiempo como tumba; de ahí su definición: “Usted sabe que durando
se destruye/ y que el amor es con frecuencia/ un coito matemático/ la otra
manera de vivir con luz a oscuras”.
Pronto sabemos que
todo Caín tiene su Abel, y el que lo escribe lo es. Es el bueno de Abel con su
Caín a cuestas, entonando el mea culpa.
E insiste, como en poemas anteriores que todo finalizó un martes a las diez de
la mañana. Se sabe que a esa hora se produjo el tránsito vital y sabemos de ese
Martín que avanza al encuentro del Abel de turno que, indiferente, mira hacia
otro lado. Y ese recorrido cotidiano, que simboliza toda una vida, al final de
la película ofrece la sensación… es en realidad la de plenitud, mientras el
telón y el chiste final deja la sorpresa del yo.
La definición de la
vida como atropello consentido inaugura el apartado 4. De cuanto pudo acontecer
y no sucede. Donde de nuevo la identidad, el motivo recurrente junto al
amor/desamor de todo el poemario, dignifica el relato en este juego de
sugerencia, laberintos y dobles lenguajes, en donde los términos como verdugo,
cómplice, víctima o arma del crimen tratan de deslindar los conceptos y, donde
en el bello poema “Figurante con frase” sabemos nos definimos en nuestros
propios límites: “El árbol que paga sus impuestos”.
Y quizá todo cambia si
no cambias e incluso la infancia acecha, casi siempre como una espera en la que
la deformación caricaturesca, con sus desplantes, se apodera de nosotros. Se busca, se persigue esa identidad de
“obtuso perdedor”, caído en el combate de la vida a sabiendas de que para el
caído “no habrá misericordia/ ni vehemente consuelo ni arrebato”. Hay en todo
el transcurso de la construcción estructural un juego de cuentas pendientes y
expiaciones que llevan una carga insolente de desesperación.
En el breve apartado “V.
El cine, el cine” todo se reduce a imágenes presas de una vida en el cine y
viceversa, como si fuéramos despojos a punto de esperar el nuevo día con la
consiguiente sorpresa, cubiertos por el sudario de los afectos/desafectos, cautivos
del padecimiento de antaño. Y esa mujer con el revólver en la mano, “la mujer
que así venida a más en menos/ hizo de un disparo fantasía”. Toda una
simulación con títulos de créditos incluidos y el escritor con su hispano
Olivetti dando atrezzo al envoltorio.
En su mayoría imágenes que el surrealismo proclama para sí pero que deben
responder a preguntas fijas, certeras, necesarias para resolver el enigma, como
diría Gil de Biedma: “Ahora que bala en boca te pregunto/ mi lobo filantrópico/
si va la vida en serio”. Una pregunta para toda una vida, una pregunta que sabe
certeramente que, en este recorrido vital, había dos, dos en uno, dos formas de
pensar que aspiraban a algo distinto, a ese “vientre estéril de lo eterno”.
Pero quedó el lárgate, como un apunte
de teatro final, preciso, conciso, certero.
Un poemario que puede
llevar al desconcierto a un lector poco habitual, porque existe en su poesía
una necesidad de recepción, de que la teoría de la recepción adquiera toda su
plenitud, y el lector se convierta en una pieza fundamental de su labor
creadora, siempre sutil, ávida de claves que hay que leer entre líneas o
subyaciendo en el lenguaje de lo ambiguo.
Un poemario para
concentrarse en la derrota y en las claves para comprender el mundo que se
reducen atinadamente a las indicadas en su poema por Miguel Hernández: vida,
amor y muerte. Vale.
Uno sabe cuándo llega su momento
Hay autopsias que empiezan bien muy bien
o regular
pero todas terminan con hilos de sutura
y lo mejor del candidato
flotando en un frasco de formol
por acortar la mía
de un tajo rebañaron esa víscera incompleta
que va del corazón a la corbata
antes del postre
no grité cuando el chirriante prosector
continuó su tarea cavernaria
y así las cosas me dejé llevar
bastante tienen ellos
trabajando a la hora del partido
bastante tú
novia de un día
volver a casa dormir vestida
y con gesto profiláctico
besar de nuestro amor la calavera.
Vídeo de presentación:
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