F.
MORALES LOMAS
La obra del granadino
Fernando de Villena es un pozo sin fondo y cada año se producen hasta dos y
tres entregas bien en narrativa bien en poesía. La última narración que he tenido
ocasión de leer ha sido Hiemal
(Editorial Alhulia, Salobreña-Granada, 2016). Se trata del cuarto tomo de sus
memorias. En la Nota posterior advierte: “Desde que puse fin, en el año 2007, a
este cuarto y último tomo de mis memorias, hasta hoy, han ocurrido muchas cosas
en mi mundo e incluso han quedado obsoletas y desfasadas algunas páginas del
texto que escribí”. No lo creo. Fernando de Villena con Hiemal ha conformado un periodo de su vida, de su literatura y de
sus amistades, que son muchas.
Organizado en cinco
capítulos, en realidad el quinto, titulado “Testamento”, es un conjunto de
axiomas, sentencias y principios que ofrecen una visión sobre su “ser en sí”,
su modo de ver el mundo y la percepción sobre lo que este ha significado para
él. Con algunas recomendaciones dirigidas a sus hijos o al que los leyere, como
la necesidad de seguir el camino a pesar de los tormentos, la fuerza de la
voluntad como guía, el tiempo como riqueza…
La franqueza es el
principio que rige esta obra en la que se perciben dos ideas fundamentales: la
lealtad hacia sus amigos y el seguimiento de unos principios y valores que han
conformado su existencia. No se trata de un libro de memorias solo, sino
también y fundamentalmente de un libro de pensamiento y reflexiones continuadas.
El elemento discursivo básico es su vida, los sucesos cotidianos en el trabajo,
en lo personal o en la literatura pero esto tendría un valor menor si no
existiera esa “filosofía de vida” subyacente o plena. Podremos estar de acuerdo
o no en determinados momentos sobre reflexiones o principios, pero son los
suyos, son su forma de pensar y de ser en el mundo.
En los cuatro primeros
los hay dedicados a los viajes por Egipto, Colombia, Alemania, Países Bajos,
Argentina… con toda una serie de detalles y principios que quedan así en la
memoria de la historia literaria de un escritor significativo de la
contemporaneidad, pero también está presente la vida literaria en su esencia
(en el capítulo III) con esa exaltación de “La Diferencia”, de la que afirma
que “se derrumbó calladamente, conforme se subieron al carro unos cuantos
listillos” (p. 76). En algunos casos no tiene remedo alguno en sus embestidas,
como la dirigida a López Andrada. Pero lejos de estos exabruptos, que siempre
han sido francos, nos habla de la influencia de Góngora en su obra, de la
estética cuántica y de esa “nueva cordialidad” (p. 90) que comienza a verse en
Granada.
Y en todo existe una
idea constante, la de que la función del escritor es una síntesis entre la
escritura de la propia obra y el mercado, la publicidad, la representación. Son
palabras que nos advierten de una sensación de desengaño o pérdida por no haber
llegado su obra a un mayor número de lectores. Y añade: “Yo, desde luego, no
deseo una fama rápida, pero tampoco quiero que se arruinen los pocos, los
heroicos editores que han apostado por mí” (p. 95).
Su patrimonio personal
es su obra y en el recorrido por el primer y segundo capítulo (“El retorno a
Granada” y “Nueva visión del mundo”) surge con fuerza un escritor que analiza
su ciudad y su vida como un entomólogo. De Granada dice que es una ciudad
hermética en lo atinente a las relaciones humanas, pero también nos habla de
fracaso en su vuelta a la ciudad después de una serie de años impartiendo
docencia en diversos centros de Andalucía.
Al mismo tiempo
realiza una exaltación de Málaga a la que estuvo tentado de marcharse definitivamente,
y justifica su negativa por una “obsesión estúpida” por Granada. Los que hemos
vivido a caballo entre ambas ciudades (y desde hace años lo hacemos en Málaga)
comprendemos perfectamente esta crítica a una ciudad ensimismada que tiene un
delator o un intrigante en cada saliente, pero a la que volvemos de continuo y,
probablemente, en nuestro último viaje.
Surgen situaciones
familiares, episodios pintorescos, o escenarios lúgubres y tristes como la
muerte de su madre o la querencia hacia Almuñécar, una segunda patria para él.
Su función social se
evidencia en sus colaboraciones con Granada Acoge, pero también surge el pasado
y su infancia y adolescencia en Los Escolapios (“el repulsivo colegio de Los
Escolapios”, p. 29) y sobre todo la exaltación de la tertulia de los miércoles
que durante mucho tiempo fue un hecho culminante en su vida.
En esa nueva visión
del mundo, uno de los capítulos más interesantes desde mi punto de vista, nos
explica este Hiemal como el de un “hombre
que empieza a cambiar todos su valores, que se mira un poquitín menos el
ombligo y que descubre el significado de la palabra solidaridad” (p. 31). Una
idea que no solo está reiterada en la obra sino que está muy presente en sus
continuas proclamas a través de las redes sociales. Afirma, como un nuevo
Baroja, que “la vida es lucha” entre poderosos y oprimidos. Hay un Fernando de
Villena entonces profundamente social que censura toda la hipocresía e
incultura del país, que no se conforma fácilmente y cuya inteligencia le lleva
a denunciar todo lo que considera un despropósito como sociedad y como
individuos. Sus ataques al gran capital son constantes y considera que su edad
le impide volver a caer en los mismos errores. Hay todo un proceso de
conciencia y no le duelen prendas en criticar directamente todo lo que así
considera objeto de su diana. Así critica la idiotización colectiva actual, la
imposición de las leyes del mercado y la cultura, el ataque a los inmigrantes,
la globalización… aunque siempre hay en él un grito de esperanza y la idea de
que todavía estamos a tiempo.
En definitiva, una
obra que no resultará peregrina sino una vida digna de ser contada en la que la
familia, la literatura, la memoria y los amigos están muy presentes tanto como
los enemigos, pero en la que brota la vida, el día a día, la fortaleza de la
amistad y de la escritura como el instrumento que nos encumbra: “Yo escribo
para enaltecer mi vida, pues aunque la vida resulta casi siempre vulgar, al
contarla se la sublima” (p. 265).
En primer plano F. Morales Lomas y Fernando de Villena; en segundo plano, Antonio Chicharro Chamorro, presidente de la Academia de Buenas Letras de Granada, y José Gutiérrez, secretario por esas fechas.
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