José Manuel García Marín
En Azafrán desarrolla la historia de un maestro musulmán de cuarenta y dos años con cuyos ideales se identifica el autor, Mukhtar ben Saleh, que sale de su pequeña localidad, Sanlúcar del Alpechín (cerca de Sevilla), tomada por los cristianos y decide marcharse a Granada (y después a un pueblo de Almería) donde pueda vivir su cultura y profundizar en el conocimiento. Personalmente, por tanto, lo considero un camino iniciático, pero también profundamente lírico, en el que siempre están presentes las simbologías en torno al agua, la tierra… en esa aleación cabalística que todo lo inunda y que persigue como objetivo último trascender el momento de nuestra existencia: “Ahora el poder es de los cristianos y, rotas sus promesas a sangre y fuego, han acabado con todo, incluso con el sentido de mi vida” (p. 11).
Mukhtar ben Saleh, que no ha salido nunca de su pueblo, sin embargo, es un aprendiz del mundo y sus realidades, un aprendiz que observa que sus sueños han ido perdiéndose y pretende recuperar la esperanza en Granada, un símbolo, una ciudad que todavía tardará doscientos años en ser conquistada. Y a través de esa visión se conquista el valor sublime del título de la obra, el azafrán, una especia de forma alquímica que halla similitud con esa carrera vivencial que pretende conquistar Mukhtar en tanto el proceso de la planta, que resulta en una especia tan estimada, es similar al camino y la actitud del hombre que busca el Conocimiento: “¿Puede el hombre recorrer su senda espiritual sin haberse abierto al universo? ¿Qué avanza de él, sino su esencia? “ (p. 212). Al igual que el fuego transmuta las hebras en la especia más valiosa, el fuego de los sentimientos, de las circunstancias, le obligan al ser humano a aprender, a enfrentarse, a conocerse y a resolver su existencia. Y en ese proceso se produce una transmutación personal de ámbito espiritual semejante a la que quiere llegar a conquistar nuestro protagonista.
En cierto modo, en ese camino la contemplación de algunos paisajes puede servir de símbolo para catapultar su pensamiento. Así, el quietismo decadente de las ruinas de Medina Azahara (en Córdoba) será una alegoría de ese transcurso infalible de la historia; a lujosa ciudad fundada por el califa tras ser derrotado por las tropas de Ramiro II, quizá como una respuesta última y a la desesperada de un mundo que se venía abajo.
Nuestro protagonista también observa que ese mundo en el que cree se está viniendo abajo como consecuencia de fuerzas inquebrantables (la conquista de los cristianos), pero es un idealista para el que los cambios históricos representan una necesidad de reconquistar el camino espiritual en tanto el otro camino desfallece y, en consecuencia, Mukhtar se enfrenta a la destrucción de su mundo pero huyendo (de ahí el título del primer capítulo, Huida. Ishbiliya) para no ser arramblado por el inexorable proceso histórico, pero también para vivir en paz. Su pacifismo es real y creíble, como era el de Al-Ahmar en la referencia que se hace en La escalera del agua. Mukhtar ben Saleh es un hombre extraño que vive soltero y que solo estuvo una vez enamorado, aunque su amada nunca lo supo, y que presiente que en el amor se halla (en el fuego) su respuesta, amor al otro pero también al conocimiento.
En ese trayecto, en ese bildungsroman que es su vida narrativa, antes de llegar a la ciudad de La Alhambra (destino inexorable y también simbólico, símbolo de su segunda novela, La escalera del agua, aunque sea Toledo el emblema y símbolo máximo), en el capítulo quinto, Ben Saleh recorre diversos lugares que le van a ir enseñando la situación del mundo de entonces, la forma de vida y la cultura que la sostiene: su llegada a Sevilla, donde vive en la casa de un médico musulmán, Târek ben Karim, que lo acoge muy amablemente; el encuentro con la familia judía de Yonatán ben Akiva en la ciudad de Córdoba, donde la cultura judaica adquirirá especialmente relevancia; y la llegada a Granada con la recuperación del pasado místico y el definitivo encuentro con la sabiduría: “Sé que estoy en la cristalina melodía del agua… en el murmullo de las arenas… en el aullido del viento entre los bosques… en la desgarrada llamada del muecín… en la fuerza de la materia… en la inevitable, irresistible, atracción de la vida…” (p. 226). Más adelante acabará sus días literarios en cerca de Pechina (Almería), en lo que hoy llaman "Baños de Sierra Alhamilla", por donde es muy posible que tuviera, en su época, la escuela mística, Ibn al-Arif.
Un viaje que nos va a permitir crear tres imágenes decisivas sobre un periodo histórico que se sitúa en torno a 1252 (en marzo de este año sale de su ciudad Mukhtar ben Saleh), en que sube al trono en Castilla el rey Alfonso X el Sabio.
Existe una cierta bonhomía y una proyección de pacifismo, humanidad y misericordia en muchos de los personajes con los que se encuentra. Por ejemplo, el médico Târek, que en un momento determinado dirá: “El día que comprendamos que somos mucho más que hermanos –repuso sin dudarlo Târek-; el día que seamos conscientes de que sólo somos uno” (p. 29). Hay a lo largo de toda la obra un canto al ser humano, un humanismo romántico preciso que alcanza su aspecto sublime en el sentimentalismo creador de algunas de sus propuestas, de corte ingenuista sin duda, y que, en cierto modo, existen en esa visión histórica en torno al desarrollo humano que ha sido visto por algunos (Rousseau es un caso sintomático) como un proceso de descenso a la naturaleza primigenia después de las contaminaciones diversas de la convivencia. De ahí que García Marín quiera aprovechar lo mejor de las tres culturas, de las tres místicas, para profundizar en ese humanismo recreador y reconfortante con el que aspira a ilustrarnos.
De hecho Târek, que significa “el nombre de una estrella”, es figuradamente quien pretende iluminar a Mukhtar cuyo nombre significa “el elegido” en su camino de perfección (como diría Baroja) y de iluminación (como podrían decir Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o cualquier místico árabe). Târek trata de inculcar en ese ya maduro Mukhtar su visión del mundo que llega desde muchos de esos textos filosóficos-históricos y le habla de la indisolubilidad del todo, del universo como una gran Unidad, como un camino también (como el camino que emprende desde su microcosmos particular Mukhtar), y un regreso alegórico.
El encuentro con Târek le va a permitir a Mukhtar, pues, profundizar en alguna serie de ideas transcendentes y llenar diálogos interesantes sobre la filosofía del momento: la trascendencia del agua (fundamental en la novela siguiente), de la naturaleza, la igualdad de la mujer (“la mujer es un ser humano con igualdad dignidad que el hombre”, p. 37), el haber conseguido para él un camino de iniciación. De hecho le dirá Târek: “Con esto, Mukhtar, creo que he consumado tu preparación, que sólo es un inicio” (p. 72). Pero también las enseñanzas le llegan a través del jardinero-loco Hamza que le habla de la metáfora del río, que corre, alimenta a hombres, animales y plantas y su blandura encuentra su fortaleza es toda una metáfora para Mukhtar. Una metáfora permanente, persistente y reiterativa que en la época medieval tanto juego daría a poetas como Jorque Manrique al decir que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir.
En Córdoba conocerá Mukhtar el amor, gracias a Yael, la hija del rabino. En cierto modo, este encuentro amoroso podemos considerarlo emblemáticamente como un encuentro entre culturas, aunque son conscientes de la imposibilidad de un amor que lleva parejo en sí a miembros de religiones diferentes. En la casa del rabino el lector accederá a algunos conocimientos básicos del judaísmo. Por ejemplo, de la cábala, herramienta o medio (como lo define García Marín) que “conecta al ser humano con lo cósmico, una vía de sabiduría, no la sabiduría en sí” (p. 125).
Es una historia no resuelta la de Yael y Mukhtar (o resuelta negativamente), que en sí lleva el germen de una antítesis irresoluble. Y es que en el trasfondo de todo sumario religioso existe siempre un origen infausto si bien profundo. Insondable en cuanto toda religión aspira, al menos en su origen, a dar una explicación del mundo y a profundizar en el conocimiento; pero infausto por su individualismo, exclusividad (la exclusividad atroz, diría, de todas las religiones) y negación de las demás como las verdaderas (cada religión se considera a sí misma como la verdadera, la única) y esta consideración última a sus líderes históricamente les ha hecho iniciar el camino de la confrontación y a sus seguidores convertirse en mártires, víctimas, santos o profetas (las religiones han necesitado a veces sangre para crecer), evitando así el original sentido espiritual de cada una de ellas y el sentido último que, en sí, puede resultar comprensible y aceptable. Su exclusividad encierra una ruptura, ruptura que se produce en la historia de Yael (judía) y Mukhtar (musulmán) para evitar que su amor se convierta en solución factible.
A veces la historia está entreverada, siguiendo un tanto el canon de El Quijote, de breves o brevísimas historias secundarias que producen una detención en el proceso narrativo o cuando no pequeños descansos en el proceso normal del protagonista. Así sucede con la historia de Zaynab, violada por los soldados cristianos; el benedictino Manrique y la homosexualidad; el loco Hazam; la historia del libro que le regalan a Ben Akiva… Un conjunto de fragmentos que forman el gran todo novelístico que aspira a completar esa amplia visión del mundo.
A través de los diversos diálogos de la novela se van creando las condiciones para conocer las ideas que sostienen su naturaleza. La interpretación sobre el amor llega desde las revelaciones de Hermes Trismegisto y su relación entre el microcosmos y el macrocosmos en esa circulación de energías, como le recordará Târek.
Hay por momentos expresiones muy líricas como “tengo miedo de que me delate la luna” y reproducción de poemas de escritores musulmanes o judíos como Ben Gabirol, Maimónides… Pero, en última instancia, lo que siempre se persigue en la novela es la configuración de un sentido a la existencia. García Marín trata de explicarlo y es consciente, por enamorado del tema, de que en el fondo de cada una de las culturas, de cada una de las religiones (al menos en este libro de la cultura musulmana y judía, porque la cristiana no aparece prácticamente) existe esa voluntad creadora, de ser como la flor del azafrán que en sus tres filamentos concita la voluntad simbólica de las tres tradiciones místicas, los tres estambres, los tres dentro de la misma rosa: “Además de instruirte en tu camino –le dice Nicolás- debes conceder la misma importancia y respeto a los otros dos. Ten presente que de la flor surgen tres filamentos diferentes, aunque de una raíz común, pero acaban siendo la misma especia. Tres senderos distintos en una única dirección”. Estas tres direcciones místicas son las tres culturas, las tres formas de ver el mundo tanto tiempo enfrentadas por los hombres y tanto tiempo unidas por conceptos de conocimiento y por aspiración a ideales similares.
Su siguiente novela, La escalera del agua (2008) aunque se nos presenta como una novela histórica, yo diría que es una narración de la memoria, una alegorización simbólica con ribetes o componentes históricos. Hay una voluntad auténtica en cuanto acceso a la información de época y a la interpretación (si quieren) figurada. Ahí está su simbología humana sobre la emblemática Toledo en la última parte (p. 214) donde Toledo le habla, nos habla como un cerebro cuyos surcos son vías, plazas, calles… donde surge el sentido de la vista por el Paseo de Cabestreros y el Museo de Santa Cruz; el sabor en la Catedral, y el de la Audición en el Ayuntamiento… Pero también germina una transfiguración del corazón, pues por el puente de Alcántara se llega a la entrada interior que recibe en torrente a las muchedumbres (sangre venosa) que pasa por la aurícula y el ventrículo derechos y sale por la Puerta del Cambrón… y regresa, como sangre arterial, por el Paseo de Candelaria: “El latido de mi corazón marca ritmo de vida a edificios, calles y ciudadanos. El cerebro, en cambio, guarda celosamente, en la maraña de travesías, las pisadas y los ecos de los hombres, grandes y pequeños, que han tejido aquí sus vidas a lo largo de la mía. Yo soy la ciudad viva, el ser que hará de guía imperceptible a aquel que, bien despierto, aspire a descubrirme” (p. 215).
Entendemos que se trata también de una novela iniciática, de comienzo de la existencia vital en la que el joven narrador, y descendiente de moriscos, Ángel Castaño Crespo, nos explica su azarosa existencia una vez que asesina a un hombre que ha forzado a su hermana en Las Hurdes y huye a Toledo para ser recogido por los hermanos franciscanos, que lo ayudan e intentan completar su formación humana. Si bien es verdad que, en este proceso, los acontecimientos históricos, con continuas analepsis, se manifiestan en todo su esplendor aunque muy resumidamente.
Sus ascendientes eran moriscos expulsados de Granada en el siglo XVI y refugiados en Las Hurdes. Este tránsito entre diferentes siglos (la época actual y el XVI) genera en la novela un diálogo histórico sostenido en el que se parte de una tesis evidente en la obra de García Marín: las víctimas de antaño también siguen siendo, a pesar del transcurso de los siglos, las de hogaño.
Ángel Castaño Crespo tiene similitudes con el protagonista de Azafrán. El motivo de la huida (aunque por razones harto diferentes) conserva señas iniciales en ambos, pero también el motivo del camino como instrumento de iniciación personal y descubrimiento del mundo. Es cierto que la edad de Ángel Castaño Crespo es inferior a la de Mukhtar pero también lo es que en ambos su lugar de referencia es cerrado. Su mundo se circunscribe a una aldea prácticamente y es necesario el descubrimiento de una realidad más amplia para que sus mundos se enriquezcan y el conocimiento aflore a ellos.
Gran parte de los acontecimientos se centran en la consolidación de la imagen de este joven bondadoso, honrado, que actúa con la solvencia de un joven responsable. Elementos símiles también con los de Mukhtar cuya moralidad y bonhomía forman parte de su ser más íntimo.
En el trasfondo de esta historia está la consolidación de un error histórico y la reflexión del escritor sobre esta barbaridad que llevó al exilio (interior o exterior) a parte de los españoles de su tiempo. Compromiso que se manifiesta a través de estas palabras de Ángel: “En las expulsiones de judíos y musulmanes se desterraron auténticos españoles, con otra religión, pero españoles”. Aunque es evidente que el concepto de España será y ha sido siempre discutible como entidad nacional. Sin embargo, la tesis de García Marín es muy clara y con ella muestra una preocupación permanente y una apuesta decidida por esa vía historicista que sostiene el gran error de los Reyes Católicos al provocar la expulsión de los judíos y musulmanes. Una riqueza inmensa, desde el ámbito espiritual pero también desde el ámbito real, crematístico, que se va constatando a lo largo del siglo XVI y, finalmente, en el XVII, porque, como se verá durante la monarquía de Felipe III y el duque de Lerma, la salida de muchos moriscos supuso el empobrecimiento más atroz de zonas de Levante...
Organiza la novela en seis capítulos: los primeros, más breves y el tercero y cuarto (que se centran en la expulsión y el monasterio) más amplios. A través de la primera persona (que lo hace conectar con la novela picaresca en la organización de las vivencias y antecedentes del protagonista y con la cervantina en la versatilidad y cambio de acontecimientos, lugar y tiempo) García Marín, con una prosa cuidada y una adecuada selección léxica, transmite una imagen entrañable de los moriscos.
Las circunstancias históricas de la posguerra española, sin embargo, están ausentes, como no sea la referencia al hambre que se pasó. El resto se soslaya. Una elipsis que creemos intencionada, por cuanto al escritor sólo le interesa la relación entre el personaje como ser en crecimiento y su pueblo como referente histórico. Sólo el lector juzgará. Existe esa necesidad histórica de demostrar la tesis de un pueblo atacado y zaherido, y su recuperación y su memoria. En cierto modo, el narrador hace un ejercicio de resarcimiento histórico si es que existe esa compensación a través de la literatura.
Su llegada al mundo el día 4 de abril de 1492 en Las Hurdes, sus hermanos Gabriela, Anastasio y José, sus sensaciones infantiles (a veces forjadas con descripciones muy rigurosas y precisas), las historias del abuelo y sus antepasados granadinos, el resumen histórico de la expulsión (en este sentido hay que decir que los acontecimientos históricos están adecuadamente integrados y son suficientes para no ahogar el proceso narrativo y tampoco debemos olvidar que en Azafrán el protagonista vive en Granada un tiempo, lugar simbólico y emblemático de este proceso con el que conecta la novela), la historia de Eusebio y Clementina, la muerte del vinatero a sus manos, la huida, el encuentro con el padre Zaragüeta (que va a mantener en secreto todo lo que sabe sobre él y lo va a ayudar)… Salto histórico para estudiar los acontecimientos de 1610, y antes de 1570, la ida de Gerónimo y su grupo a Portugal (siempre perseguidos por las injusticias), los diversos asentamientos y cambios de costumbres, los múltiples problemas y, de nuevo, el momento presente, su situación en el monasterio y su vida en progresión personal gracias a los frailes... hasta encontrar su amor adolescente.
Son los acontecimientos esenciales que jalonan una obra que tiene momentos también para la metaliteratura y la exaltación de los libros (como en las páginas 162 y ss.) de raíz cervantina y nos permite entrar en el análisis histórico sin olvidar los fundamentos novelescos y la formación de un ser humano y su tiempo.
Las referencias a las tres culturas persisten en ella porque forman parte del pensamiento idealizador, no exento a veces de optimismo histórico, en el que realmente cree García Marín: “Nuestros antepasados vivían felices en un reino que se llamaba Granada (…) El último de estos pueblos trajo consigo una cultura superior a la conocida, costumbres a las que se amoldaban los nativos con placer, y una religión, que defendía que Dios sólo era Uno, que tomaron libremente éstos como propia después de mucho tiempo. Al menos, la mayoría, porque había otros que practicaban el judaísmo y algunos, los menos el cristianismo, pero convivían en paz. A esa mayoría, a la que pertenecieron nuestros antiguos parientes, se les llamó «moros»” (pp. 29-30).
Con esta novela también, decíamos, se produce en cierto modo un resarcimiento histórico. Si en la anterior, Azafrán, los cristianos aparecían desde una perspectiva crítica muy negativa, ahora se convierten en protagonistas positivos en tanto es el padre Zaragüeta el que ayuda al protagonsita. Con ello, traslada al lector la imagen de que el proceso histórico no se produjo por la religión sino por las decisiones políticas que se adoptaron y por las decisiones de la jerarquía religiosa. Nunca por el pueblo ni por los que han defendido las ideas de un cristianismo solidario y humanitario. Pero también, a través de él, se produce la exaltación del libro como instrumento único para comunicar el mundo: “El escritor es un alquimista que une dos naturalezas: la abstracta, en al que se interna para absorber esencias del universo platónico de las ideas, y las conduce, por el alambique de su pluma, a la terrenal, transformadas ya en palabras, retenidas para siempre en el papel, cautivas de la tinta” (pp. 162-163).
E insiste una vez más en la idea fundamental (ya comentada) de que la expulsión de los judíos y los musulmanes no fue la de miembros de otras religiones sino la de unos españoles que expulsaron a otros. Hay una traslación en este caso del tema (en cierto modo, pero desde otra perspectiva) de las dos Españas: la de los vencedores (los cristianos) y la de los vencidos (los judíos y los musulmanes) en tanto todo fue un proceso en el que la realidad se sostenía sobre elementos económicos. Su expulsión supuso un enriquecimiento para los cristianos aunque se produjera una pobreza general en otros ámbitos.
Y desde la novela proyecta esa pérdida y trata de crear un relato objetivo de lo que ocurrió y de lo que significó el florecimiento de al-Ándalus “para que recuperemos la conciencia y el orgullo de nuestras raíces” (p. 233).
Es necesario el transcurso del tiempo, sucesivos siglos para que la realidad adquiera ensoñaciones diversas y su proceso natural de construcción se sostenga sobre la voluptuosidad de los deseos, sobre la mitomanía de los sueños o sobre la conformación de realidades que se han perdido a medida que la memoria histórica se tergiversa o se arrumba en el moho oscuro de un rincón cualquiera de la tradición.
Desde pequeños convivimos con el mito de las tres culturas. Acaso porque nos había llegado desde la lectura de “El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha” en el que Cervantes las reivindicaba como uno de los grandes logros del momento. Otros, siglos más tarde, como Juan Goytisolo o Antonio Gala, las han reclamado de nuevo y se han convertido en sus más combativos defensores. Nos imaginábamos a cristianos, musulmanes y judíos conviviendo durante siglos en armonía (armonía más o menos confusa, deleznable y guerrera, por momentos, es verdad) sin que la religión fuera un impedimento cuando ahora se ha convertido en un arrebato y ha sido necesario crear el “encuentro de civilizaciones” (en realidad, encuentro de religiones) para disipar tanto aciago combatiente. Pero las espadas están en alto y la universalización a la que aspira cristianismo e islamismo son sus principales enemigos.
Algunos incluso han tildado esta coyuntura idealizada y falsaria de “patraña de las tres culturas”, afirmando que si España fuese el resultado social, cultural e histórico de esas tres culturas, habría que pensar que una de las tres comunidades cometió la injusticia histórica de expulsar a las otras dos. En la argumentación de los defensores de la España de las tres culturas, de aquí se desemboca con toda naturalidad en la Inquisición, que es presentada como un bestial e inhumano medio de practicar la intolerancia: se la expone como el hecho más repudiable de nuestra Historia, un hecho o institución de la que España debería avergonzarse.
El narrador José Manuel García Marín entra directamente en lo íntimo de esa polémica a través de la ficción, creando historias, personajes, seres que pueden parecernos de carne y de hueso por la verosimilitud con los que los trata, pero también seres simbólicos, seres que persiguen siempre una idea, en el sentido de ideal que tratan de recuperar para las generaciones actuales. Una visión idealizada que tiene mucho de cosmovisión complaciente sostenida en un pensamiento y una erudición que conecta con lo mejor de la cultura judía y musulmana fundamentalmente.
Practica un agradable aroma filosófico en la defensa de unos principios (los de las tres culturas o las tres religiones o las tres místicas) con los que, sin duda, se encuentra en comunión. Dice, verbigracia, en Azafrán: “Así como las religiones tienen sus divergencias, que en lo esencial no son tantas (…), cada tradición mística respeta a las demás y las considera tan válidas como la suya. Es una cuestión de elección de caminos, pero lo importante no es el camino, sino el objetivo final, que es convergente. El mismo en todas” (p. 31). Y en este propósito también dirá en su momento que lo importante es llegar a esa sublime iluminación y cualquier religión puede ser buena pues cuando el amor a la filosofía es auténtico y el razonamiento impecable, ¿qué importa la religión del autor? (p. 64). E incluso, en otro momento, cuando el musulmán protagonista de Azafrán defienda con fortaleza y espíritu devoto, ciertamente paradójico visto desde fuera, a un sabio judío demostrando “con ello la superior importancia que éste concedía al humano, por encima de creencias religiosas” (p. 138).
Desde pequeños convivimos con el mito de las tres culturas. Acaso porque nos había llegado desde la lectura de “El ingenioso hidalgo D. Quijote de la Mancha” en el que Cervantes las reivindicaba como uno de los grandes logros del momento. Otros, siglos más tarde, como Juan Goytisolo o Antonio Gala, las han reclamado de nuevo y se han convertido en sus más combativos defensores. Nos imaginábamos a cristianos, musulmanes y judíos conviviendo durante siglos en armonía (armonía más o menos confusa, deleznable y guerrera, por momentos, es verdad) sin que la religión fuera un impedimento cuando ahora se ha convertido en un arrebato y ha sido necesario crear el “encuentro de civilizaciones” (en realidad, encuentro de religiones) para disipar tanto aciago combatiente. Pero las espadas están en alto y la universalización a la que aspira cristianismo e islamismo son sus principales enemigos.
Algunos incluso han tildado esta coyuntura idealizada y falsaria de “patraña de las tres culturas”, afirmando que si España fuese el resultado social, cultural e histórico de esas tres culturas, habría que pensar que una de las tres comunidades cometió la injusticia histórica de expulsar a las otras dos. En la argumentación de los defensores de la España de las tres culturas, de aquí se desemboca con toda naturalidad en la Inquisición, que es presentada como un bestial e inhumano medio de practicar la intolerancia: se la expone como el hecho más repudiable de nuestra Historia, un hecho o institución de la que España debería avergonzarse.
El narrador José Manuel García Marín entra directamente en lo íntimo de esa polémica a través de la ficción, creando historias, personajes, seres que pueden parecernos de carne y de hueso por la verosimilitud con los que los trata, pero también seres simbólicos, seres que persiguen siempre una idea, en el sentido de ideal que tratan de recuperar para las generaciones actuales. Una visión idealizada que tiene mucho de cosmovisión complaciente sostenida en un pensamiento y una erudición que conecta con lo mejor de la cultura judía y musulmana fundamentalmente.
Practica un agradable aroma filosófico en la defensa de unos principios (los de las tres culturas o las tres religiones o las tres místicas) con los que, sin duda, se encuentra en comunión. Dice, verbigracia, en Azafrán: “Así como las religiones tienen sus divergencias, que en lo esencial no son tantas (…), cada tradición mística respeta a las demás y las considera tan válidas como la suya. Es una cuestión de elección de caminos, pero lo importante no es el camino, sino el objetivo final, que es convergente. El mismo en todas” (p. 31). Y en este propósito también dirá en su momento que lo importante es llegar a esa sublime iluminación y cualquier religión puede ser buena pues cuando el amor a la filosofía es auténtico y el razonamiento impecable, ¿qué importa la religión del autor? (p. 64). E incluso, en otro momento, cuando el musulmán protagonista de Azafrán defienda con fortaleza y espíritu devoto, ciertamente paradójico visto desde fuera, a un sabio judío demostrando “con ello la superior importancia que éste concedía al humano, por encima de creencias religiosas” (p. 138).
En Azafrán desarrolla la historia de un maestro musulmán de cuarenta y dos años con cuyos ideales se identifica el autor, Mukhtar ben Saleh, que sale de su pequeña localidad, Sanlúcar del Alpechín (cerca de Sevilla), tomada por los cristianos y decide marcharse a Granada (y después a un pueblo de Almería) donde pueda vivir su cultura y profundizar en el conocimiento. Personalmente, por tanto, lo considero un camino iniciático, pero también profundamente lírico, en el que siempre están presentes las simbologías en torno al agua, la tierra… en esa aleación cabalística que todo lo inunda y que persigue como objetivo último trascender el momento de nuestra existencia: “Ahora el poder es de los cristianos y, rotas sus promesas a sangre y fuego, han acabado con todo, incluso con el sentido de mi vida” (p. 11).
Mukhtar ben Saleh, que no ha salido nunca de su pueblo, sin embargo, es un aprendiz del mundo y sus realidades, un aprendiz que observa que sus sueños han ido perdiéndose y pretende recuperar la esperanza en Granada, un símbolo, una ciudad que todavía tardará doscientos años en ser conquistada. Y a través de esa visión se conquista el valor sublime del título de la obra, el azafrán, una especia de forma alquímica que halla similitud con esa carrera vivencial que pretende conquistar Mukhtar en tanto el proceso de la planta, que resulta en una especia tan estimada, es similar al camino y la actitud del hombre que busca el Conocimiento: “¿Puede el hombre recorrer su senda espiritual sin haberse abierto al universo? ¿Qué avanza de él, sino su esencia? “ (p. 212). Al igual que el fuego transmuta las hebras en la especia más valiosa, el fuego de los sentimientos, de las circunstancias, le obligan al ser humano a aprender, a enfrentarse, a conocerse y a resolver su existencia. Y en ese proceso se produce una transmutación personal de ámbito espiritual semejante a la que quiere llegar a conquistar nuestro protagonista.
En cierto modo, en ese camino la contemplación de algunos paisajes puede servir de símbolo para catapultar su pensamiento. Así, el quietismo decadente de las ruinas de Medina Azahara (en Córdoba) será una alegoría de ese transcurso infalible de la historia; a lujosa ciudad fundada por el califa tras ser derrotado por las tropas de Ramiro II, quizá como una respuesta última y a la desesperada de un mundo que se venía abajo.
Nuestro protagonista también observa que ese mundo en el que cree se está viniendo abajo como consecuencia de fuerzas inquebrantables (la conquista de los cristianos), pero es un idealista para el que los cambios históricos representan una necesidad de reconquistar el camino espiritual en tanto el otro camino desfallece y, en consecuencia, Mukhtar se enfrenta a la destrucción de su mundo pero huyendo (de ahí el título del primer capítulo, Huida. Ishbiliya) para no ser arramblado por el inexorable proceso histórico, pero también para vivir en paz. Su pacifismo es real y creíble, como era el de Al-Ahmar en la referencia que se hace en La escalera del agua. Mukhtar ben Saleh es un hombre extraño que vive soltero y que solo estuvo una vez enamorado, aunque su amada nunca lo supo, y que presiente que en el amor se halla (en el fuego) su respuesta, amor al otro pero también al conocimiento.
En ese trayecto, en ese bildungsroman que es su vida narrativa, antes de llegar a la ciudad de La Alhambra (destino inexorable y también simbólico, símbolo de su segunda novela, La escalera del agua, aunque sea Toledo el emblema y símbolo máximo), en el capítulo quinto, Ben Saleh recorre diversos lugares que le van a ir enseñando la situación del mundo de entonces, la forma de vida y la cultura que la sostiene: su llegada a Sevilla, donde vive en la casa de un médico musulmán, Târek ben Karim, que lo acoge muy amablemente; el encuentro con la familia judía de Yonatán ben Akiva en la ciudad de Córdoba, donde la cultura judaica adquirirá especialmente relevancia; y la llegada a Granada con la recuperación del pasado místico y el definitivo encuentro con la sabiduría: “Sé que estoy en la cristalina melodía del agua… en el murmullo de las arenas… en el aullido del viento entre los bosques… en la desgarrada llamada del muecín… en la fuerza de la materia… en la inevitable, irresistible, atracción de la vida…” (p. 226). Más adelante acabará sus días literarios en cerca de Pechina (Almería), en lo que hoy llaman "Baños de Sierra Alhamilla", por donde es muy posible que tuviera, en su época, la escuela mística, Ibn al-Arif.
Un viaje que nos va a permitir crear tres imágenes decisivas sobre un periodo histórico que se sitúa en torno a 1252 (en marzo de este año sale de su ciudad Mukhtar ben Saleh), en que sube al trono en Castilla el rey Alfonso X el Sabio.
Existe una cierta bonhomía y una proyección de pacifismo, humanidad y misericordia en muchos de los personajes con los que se encuentra. Por ejemplo, el médico Târek, que en un momento determinado dirá: “El día que comprendamos que somos mucho más que hermanos –repuso sin dudarlo Târek-; el día que seamos conscientes de que sólo somos uno” (p. 29). Hay a lo largo de toda la obra un canto al ser humano, un humanismo romántico preciso que alcanza su aspecto sublime en el sentimentalismo creador de algunas de sus propuestas, de corte ingenuista sin duda, y que, en cierto modo, existen en esa visión histórica en torno al desarrollo humano que ha sido visto por algunos (Rousseau es un caso sintomático) como un proceso de descenso a la naturaleza primigenia después de las contaminaciones diversas de la convivencia. De ahí que García Marín quiera aprovechar lo mejor de las tres culturas, de las tres místicas, para profundizar en ese humanismo recreador y reconfortante con el que aspira a ilustrarnos.
De hecho Târek, que significa “el nombre de una estrella”, es figuradamente quien pretende iluminar a Mukhtar cuyo nombre significa “el elegido” en su camino de perfección (como diría Baroja) y de iluminación (como podrían decir Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz o cualquier místico árabe). Târek trata de inculcar en ese ya maduro Mukhtar su visión del mundo que llega desde muchos de esos textos filosóficos-históricos y le habla de la indisolubilidad del todo, del universo como una gran Unidad, como un camino también (como el camino que emprende desde su microcosmos particular Mukhtar), y un regreso alegórico.
El encuentro con Târek le va a permitir a Mukhtar, pues, profundizar en alguna serie de ideas transcendentes y llenar diálogos interesantes sobre la filosofía del momento: la trascendencia del agua (fundamental en la novela siguiente), de la naturaleza, la igualdad de la mujer (“la mujer es un ser humano con igualdad dignidad que el hombre”, p. 37), el haber conseguido para él un camino de iniciación. De hecho le dirá Târek: “Con esto, Mukhtar, creo que he consumado tu preparación, que sólo es un inicio” (p. 72). Pero también las enseñanzas le llegan a través del jardinero-loco Hamza que le habla de la metáfora del río, que corre, alimenta a hombres, animales y plantas y su blandura encuentra su fortaleza es toda una metáfora para Mukhtar. Una metáfora permanente, persistente y reiterativa que en la época medieval tanto juego daría a poetas como Jorque Manrique al decir que nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar que es el morir.
En Córdoba conocerá Mukhtar el amor, gracias a Yael, la hija del rabino. En cierto modo, este encuentro amoroso podemos considerarlo emblemáticamente como un encuentro entre culturas, aunque son conscientes de la imposibilidad de un amor que lleva parejo en sí a miembros de religiones diferentes. En la casa del rabino el lector accederá a algunos conocimientos básicos del judaísmo. Por ejemplo, de la cábala, herramienta o medio (como lo define García Marín) que “conecta al ser humano con lo cósmico, una vía de sabiduría, no la sabiduría en sí” (p. 125).
Es una historia no resuelta la de Yael y Mukhtar (o resuelta negativamente), que en sí lleva el germen de una antítesis irresoluble. Y es que en el trasfondo de todo sumario religioso existe siempre un origen infausto si bien profundo. Insondable en cuanto toda religión aspira, al menos en su origen, a dar una explicación del mundo y a profundizar en el conocimiento; pero infausto por su individualismo, exclusividad (la exclusividad atroz, diría, de todas las religiones) y negación de las demás como las verdaderas (cada religión se considera a sí misma como la verdadera, la única) y esta consideración última a sus líderes históricamente les ha hecho iniciar el camino de la confrontación y a sus seguidores convertirse en mártires, víctimas, santos o profetas (las religiones han necesitado a veces sangre para crecer), evitando así el original sentido espiritual de cada una de ellas y el sentido último que, en sí, puede resultar comprensible y aceptable. Su exclusividad encierra una ruptura, ruptura que se produce en la historia de Yael (judía) y Mukhtar (musulmán) para evitar que su amor se convierta en solución factible.
A veces la historia está entreverada, siguiendo un tanto el canon de El Quijote, de breves o brevísimas historias secundarias que producen una detención en el proceso narrativo o cuando no pequeños descansos en el proceso normal del protagonista. Así sucede con la historia de Zaynab, violada por los soldados cristianos; el benedictino Manrique y la homosexualidad; el loco Hazam; la historia del libro que le regalan a Ben Akiva… Un conjunto de fragmentos que forman el gran todo novelístico que aspira a completar esa amplia visión del mundo.
A través de los diversos diálogos de la novela se van creando las condiciones para conocer las ideas que sostienen su naturaleza. La interpretación sobre el amor llega desde las revelaciones de Hermes Trismegisto y su relación entre el microcosmos y el macrocosmos en esa circulación de energías, como le recordará Târek.
Hay por momentos expresiones muy líricas como “tengo miedo de que me delate la luna” y reproducción de poemas de escritores musulmanes o judíos como Ben Gabirol, Maimónides… Pero, en última instancia, lo que siempre se persigue en la novela es la configuración de un sentido a la existencia. García Marín trata de explicarlo y es consciente, por enamorado del tema, de que en el fondo de cada una de las culturas, de cada una de las religiones (al menos en este libro de la cultura musulmana y judía, porque la cristiana no aparece prácticamente) existe esa voluntad creadora, de ser como la flor del azafrán que en sus tres filamentos concita la voluntad simbólica de las tres tradiciones místicas, los tres estambres, los tres dentro de la misma rosa: “Además de instruirte en tu camino –le dice Nicolás- debes conceder la misma importancia y respeto a los otros dos. Ten presente que de la flor surgen tres filamentos diferentes, aunque de una raíz común, pero acaban siendo la misma especia. Tres senderos distintos en una única dirección”. Estas tres direcciones místicas son las tres culturas, las tres formas de ver el mundo tanto tiempo enfrentadas por los hombres y tanto tiempo unidas por conceptos de conocimiento y por aspiración a ideales similares.
Su siguiente novela, La escalera del agua (2008) aunque se nos presenta como una novela histórica, yo diría que es una narración de la memoria, una alegorización simbólica con ribetes o componentes históricos. Hay una voluntad auténtica en cuanto acceso a la información de época y a la interpretación (si quieren) figurada. Ahí está su simbología humana sobre la emblemática Toledo en la última parte (p. 214) donde Toledo le habla, nos habla como un cerebro cuyos surcos son vías, plazas, calles… donde surge el sentido de la vista por el Paseo de Cabestreros y el Museo de Santa Cruz; el sabor en la Catedral, y el de la Audición en el Ayuntamiento… Pero también germina una transfiguración del corazón, pues por el puente de Alcántara se llega a la entrada interior que recibe en torrente a las muchedumbres (sangre venosa) que pasa por la aurícula y el ventrículo derechos y sale por la Puerta del Cambrón… y regresa, como sangre arterial, por el Paseo de Candelaria: “El latido de mi corazón marca ritmo de vida a edificios, calles y ciudadanos. El cerebro, en cambio, guarda celosamente, en la maraña de travesías, las pisadas y los ecos de los hombres, grandes y pequeños, que han tejido aquí sus vidas a lo largo de la mía. Yo soy la ciudad viva, el ser que hará de guía imperceptible a aquel que, bien despierto, aspire a descubrirme” (p. 215).
Entendemos que se trata también de una novela iniciática, de comienzo de la existencia vital en la que el joven narrador, y descendiente de moriscos, Ángel Castaño Crespo, nos explica su azarosa existencia una vez que asesina a un hombre que ha forzado a su hermana en Las Hurdes y huye a Toledo para ser recogido por los hermanos franciscanos, que lo ayudan e intentan completar su formación humana. Si bien es verdad que, en este proceso, los acontecimientos históricos, con continuas analepsis, se manifiestan en todo su esplendor aunque muy resumidamente.
Sus ascendientes eran moriscos expulsados de Granada en el siglo XVI y refugiados en Las Hurdes. Este tránsito entre diferentes siglos (la época actual y el XVI) genera en la novela un diálogo histórico sostenido en el que se parte de una tesis evidente en la obra de García Marín: las víctimas de antaño también siguen siendo, a pesar del transcurso de los siglos, las de hogaño.
Ángel Castaño Crespo tiene similitudes con el protagonista de Azafrán. El motivo de la huida (aunque por razones harto diferentes) conserva señas iniciales en ambos, pero también el motivo del camino como instrumento de iniciación personal y descubrimiento del mundo. Es cierto que la edad de Ángel Castaño Crespo es inferior a la de Mukhtar pero también lo es que en ambos su lugar de referencia es cerrado. Su mundo se circunscribe a una aldea prácticamente y es necesario el descubrimiento de una realidad más amplia para que sus mundos se enriquezcan y el conocimiento aflore a ellos.
Gran parte de los acontecimientos se centran en la consolidación de la imagen de este joven bondadoso, honrado, que actúa con la solvencia de un joven responsable. Elementos símiles también con los de Mukhtar cuya moralidad y bonhomía forman parte de su ser más íntimo.
En el trasfondo de esta historia está la consolidación de un error histórico y la reflexión del escritor sobre esta barbaridad que llevó al exilio (interior o exterior) a parte de los españoles de su tiempo. Compromiso que se manifiesta a través de estas palabras de Ángel: “En las expulsiones de judíos y musulmanes se desterraron auténticos españoles, con otra religión, pero españoles”. Aunque es evidente que el concepto de España será y ha sido siempre discutible como entidad nacional. Sin embargo, la tesis de García Marín es muy clara y con ella muestra una preocupación permanente y una apuesta decidida por esa vía historicista que sostiene el gran error de los Reyes Católicos al provocar la expulsión de los judíos y musulmanes. Una riqueza inmensa, desde el ámbito espiritual pero también desde el ámbito real, crematístico, que se va constatando a lo largo del siglo XVI y, finalmente, en el XVII, porque, como se verá durante la monarquía de Felipe III y el duque de Lerma, la salida de muchos moriscos supuso el empobrecimiento más atroz de zonas de Levante...
Organiza la novela en seis capítulos: los primeros, más breves y el tercero y cuarto (que se centran en la expulsión y el monasterio) más amplios. A través de la primera persona (que lo hace conectar con la novela picaresca en la organización de las vivencias y antecedentes del protagonista y con la cervantina en la versatilidad y cambio de acontecimientos, lugar y tiempo) García Marín, con una prosa cuidada y una adecuada selección léxica, transmite una imagen entrañable de los moriscos.
Las circunstancias históricas de la posguerra española, sin embargo, están ausentes, como no sea la referencia al hambre que se pasó. El resto se soslaya. Una elipsis que creemos intencionada, por cuanto al escritor sólo le interesa la relación entre el personaje como ser en crecimiento y su pueblo como referente histórico. Sólo el lector juzgará. Existe esa necesidad histórica de demostrar la tesis de un pueblo atacado y zaherido, y su recuperación y su memoria. En cierto modo, el narrador hace un ejercicio de resarcimiento histórico si es que existe esa compensación a través de la literatura.
Su llegada al mundo el día 4 de abril de 1492 en Las Hurdes, sus hermanos Gabriela, Anastasio y José, sus sensaciones infantiles (a veces forjadas con descripciones muy rigurosas y precisas), las historias del abuelo y sus antepasados granadinos, el resumen histórico de la expulsión (en este sentido hay que decir que los acontecimientos históricos están adecuadamente integrados y son suficientes para no ahogar el proceso narrativo y tampoco debemos olvidar que en Azafrán el protagonista vive en Granada un tiempo, lugar simbólico y emblemático de este proceso con el que conecta la novela), la historia de Eusebio y Clementina, la muerte del vinatero a sus manos, la huida, el encuentro con el padre Zaragüeta (que va a mantener en secreto todo lo que sabe sobre él y lo va a ayudar)… Salto histórico para estudiar los acontecimientos de 1610, y antes de 1570, la ida de Gerónimo y su grupo a Portugal (siempre perseguidos por las injusticias), los diversos asentamientos y cambios de costumbres, los múltiples problemas y, de nuevo, el momento presente, su situación en el monasterio y su vida en progresión personal gracias a los frailes... hasta encontrar su amor adolescente.
Son los acontecimientos esenciales que jalonan una obra que tiene momentos también para la metaliteratura y la exaltación de los libros (como en las páginas 162 y ss.) de raíz cervantina y nos permite entrar en el análisis histórico sin olvidar los fundamentos novelescos y la formación de un ser humano y su tiempo.
Las referencias a las tres culturas persisten en ella porque forman parte del pensamiento idealizador, no exento a veces de optimismo histórico, en el que realmente cree García Marín: “Nuestros antepasados vivían felices en un reino que se llamaba Granada (…) El último de estos pueblos trajo consigo una cultura superior a la conocida, costumbres a las que se amoldaban los nativos con placer, y una religión, que defendía que Dios sólo era Uno, que tomaron libremente éstos como propia después de mucho tiempo. Al menos, la mayoría, porque había otros que practicaban el judaísmo y algunos, los menos el cristianismo, pero convivían en paz. A esa mayoría, a la que pertenecieron nuestros antiguos parientes, se les llamó «moros»” (pp. 29-30).
Con esta novela también, decíamos, se produce en cierto modo un resarcimiento histórico. Si en la anterior, Azafrán, los cristianos aparecían desde una perspectiva crítica muy negativa, ahora se convierten en protagonistas positivos en tanto es el padre Zaragüeta el que ayuda al protagonsita. Con ello, traslada al lector la imagen de que el proceso histórico no se produjo por la religión sino por las decisiones políticas que se adoptaron y por las decisiones de la jerarquía religiosa. Nunca por el pueblo ni por los que han defendido las ideas de un cristianismo solidario y humanitario. Pero también, a través de él, se produce la exaltación del libro como instrumento único para comunicar el mundo: “El escritor es un alquimista que une dos naturalezas: la abstracta, en al que se interna para absorber esencias del universo platónico de las ideas, y las conduce, por el alambique de su pluma, a la terrenal, transformadas ya en palabras, retenidas para siempre en el papel, cautivas de la tinta” (pp. 162-163).
E insiste una vez más en la idea fundamental (ya comentada) de que la expulsión de los judíos y los musulmanes no fue la de miembros de otras religiones sino la de unos españoles que expulsaron a otros. Hay una traslación en este caso del tema (en cierto modo, pero desde otra perspectiva) de las dos Españas: la de los vencedores (los cristianos) y la de los vencidos (los judíos y los musulmanes) en tanto todo fue un proceso en el que la realidad se sostenía sobre elementos económicos. Su expulsión supuso un enriquecimiento para los cristianos aunque se produjera una pobreza general en otros ámbitos.
Y desde la novela proyecta esa pérdida y trata de crear un relato objetivo de lo que ocurrió y de lo que significó el florecimiento de al-Ándalus “para que recuperemos la conciencia y el orgullo de nuestras raíces” (p. 233).
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