Lluvia de Aljófar (Editorial Zumaya, Granada, 2010) de la escritora granadina, afincada en Melilla, Encarna León, se detiene en la reconstrucción de un tiempo vivido. Personajes y paisajes que han conformado la memoria ahora aparecen desde diversas perspectivas, pero siempre bajo el paraguas de los afectos y la recuperación de un sentimiento.
Se organiza en tres grandes apartados. El primero, San Antonio de la Florida (Madrid). En él recupera el año 1984 y la presentación de su primer libro; el segundo, De frondas y de Cirios (La Granja, Murcia): es un recorrido por La Granja y un canto a la naturaleza; y, el tercero, Un roce con el tiempo (Melilla, Marruecos, Otros itinerarios), se ofrecen diversos itinerarios.
En su “A modo de dedicatoria” la escritora nos anuncia que el presente libro ofrece una memoria emocionada al poeta melillense Miguel Fernández cuando se cumplen diecisiete años de su fallecimiento. La amistad que va surgiendo con él le ayuda a ir construyendo una serie de poemas que ahora se publican. Se considera su discípula y es todo un reconocimiento a su memoria. En él abunda en las explicaciones que serán de interés para el lector.
Abunda la luz y el desdoblamiento dialógico en la contemplación de las oscuras transparencias o en el rastro que van dejando los octosílabos de “Un ángel sostenía”, con su lírica sensual y barroca tan preciosista y fonética que se va adentrando por las sugerencias y una imaginería dominada por las sensaciones que ha producido el pálpito de la memoria. Poesía de la mirada, poesía que crece con el sentimiento mientras se aspira a la contemplación y la emoción interior con un abundante juego metafórico. Hay también mucho de restablecimiento y de historia personal de las emociones que se van abriendo a la naturaleza en los diversos apartados: “Despoblada campiña/ derramada por silentes caminos/ se ofrece atrevida”. La fotografía queda impresa en el poema, pero fundamentalmente la emoción de un momento vivido “mientras el susurro templado/ de los cirios alumbraba quedo/ y ascendía, en medrosa huida,/ llevándose el pensamiento/ hacia un infinito/ poblado de aguaceros”.
En la segunda parte podemos encontrar un encuentro con la naturaleza, con las frondas y los manantiales, con la sensualidad que despierta el serpenteante aire y el rumor sosegado de los trances. Una lírica para el encuentro emotivo y la conspiración de los afectos, embriagada y embriagadora con su abundante adjetivación tanto como las frondas o las luces y sus matices. Un recuerdo que crece y entusiasma a medida que la memoria toma cuerpo.
Melilla y sus habitantes ocupan un pedazo de ese sentir en el último agrupamiento. Contemplación del faro desde lejos que va abriendo el iris de la mirada hacia el pasado y todo ese tiempo tibio de aroma en Melilla: “No hay duda de amor/ en esta nuestra tierra/ donde la memoria presiente/ un destino curvado de naufragios”. El tiempo se apodera del poema y el pensamiento que se hace candor, imagen o proyección hacia el futuro en tanto se despierta como hija del sueño y “Melilla repite sus auroras”. Una lírica que nace tanto de la contemplación emotiva del paisaje cuanto de la profunda raíz de la memoria de los días y esa templanza del fluir del tiempo en el que se aprende a apreciar lo humano. Pero también aparece Nador, “coronado de azul y blanco”, o los atardeceres dorados en los que el muecín endulza el aire con su canto. El viaje, finalmente, se adueña de los últimos poemas para recordar a la promoción del 57 de La Salle y el éxodo de la memoria, lleno de alcázares y sueños.
Encarna León y Morales Lomas (Melilla, 2010)
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